Capítulo 3

MICHAEL ya estaba arriba haciendo ruido y bajando escombros cuando ella abrió a las nueve menos veinte.

Grace fue una de las primeras clientas en entrar, seguida de Chris y de Jackie.

—¿Qué ocurre con el casero? —preguntó Chris con los ojos llenos de curiosidad.

—¿Cómo? Está reformando el piso, ¿no lo oyes?

—No somos ciegas. Todas nos hemos dado cuenta —dijo Grace, lo cual significaba que habían hablado de ello desde el almuerzo del día anterior.

Annie puso varias lonchas de beicon en la parrilla eléctrica y suspiró:

—Prestad atención, chicas, y dejemos una cosa clara. Es mi casero, ni más ni menos.

—Eres muy amable con él.

—Pues claro que soy amable con él.

No esperarás que me comporte de otro modo, ¿verdad?

—¿Con quién eres amable? —preguntó Michael, que entraba en ese momento sonriente y como Pedro por su casa.

—Contigo. Creen que hay algo entre nosotros.

Como no tienen vida propia tienen que cotillear sobre todo...

—Lo siento, señoritas. Pero tiene razón. No ocurre nada entre nosotros... Lamentablemente.

No habré echado a perder mi oportunidad de desayunar con ese comentario, ¿verdad?

Annie sintió ganas de golpearlo. Su corazón sen tía de forma independiente y parecía estar conectado con su boca, ya que lo perdonó rápidamente con una sonrisa.

Su lengua, sin embargo, todavía tenía dueña.

—Eso depende de si vas a desayunar calladito y vas a comportarte, o a incitar a este grupo a la sublevación, porque créeme, no necesitan que nadie las anime.

—Yo jamás haría algo así —dijo él acercándose cariñosamente a todas y desplegando su sonrisa más pícara.

—¿Qué estás haciendo arriba? Aparte de un montón de ruidos impresionantes —preguntó Jackie.

—Me alegro de que te sientas impresionada. La cocina, por el contrario, cree que no soy muy eficaz.

Michael les enseñó las manos llenas de heridas y ellas se abalanzaron sobre él como una manada de gallinas en celo.

—El desayuno —dijo Annie, a la vez que dejaba un plato y una taza en el centro de la mesa—. Ruth me ha pedido que no te sobrealimente.

—Es una mujer muy dura.

—Dice que engordas fácilmente.

Él se rió. No como se reía Etienne o Roger; por alguna razón, la risa de él la hacía sentirse triste. Algo le decía que él no acostumbraba a reírse o que a lo mejor había olvidado cómo se hacía.

—¿Cómo va la cocina?

—Va ganando. Estoy a punto de usar la maza. De hecho, creo que voy a empezar a usarla en cuanto suba, para darle una buena lección. Hasta la vista, chicas.

—Y yo tengo que seguir peleándome con la lavadora.

Algún día puede que hasta tenga que usar la maza con ella —dijo Chris, y se levantó a su vez para marcharse.

Annie colocó los platos de todos en el lava vajillas, limpió la mesa y se puso un café antes de sen tarse con Jackie y Grace.

—Atención, chicas —dijo bruscamente para que el tema no se desviara hacia el apuesto casero—. Las recetas de sopa. ¿Qué os gusta y qué no?

—A mí me gusta tu sopa de apio —dijo Grace.

Jackie puso cara de extrañada.

—A mí no. A mí me gusta la de verduras de invierno.

Por lo menos sé lo qué lleva. La de apio parece un puré.

—No me gustaba el minestrone que hacías el año pasado —continuó Grace—.

La de brócoli con queso azul estaba buena, prueba con ésa otra vez.

—Mmm, tienes razón. ¿Y qué os pareció la de zanahoria con naranja?

—No le gusta a nadie, es demasiado extraña —soltó Jackie.

Como era de prever, Grace no se mosto de acuerdo.

—Eso es injusto. Mantener las tradiciones es bueno. Creo que deberías volver a hacerla en lugar de hacer cosas diferentes sólo por el hecho de probar cosas nuevas —dijo.

—¡Oh, cielos! He despertado a una tigresa dormida.

¡La Señora Conserva Cualquier Tradición a Cualquier Precio está otra vez en armas!

—Está bien. Te vas a enterar. Annie, si quieres hacer la sopa de zanahoria con naranja adelante, pero pruébala antes con Michael.

—Y ya que hablamos de Michael...

—Hablábamos de las sopas —les recordó ella.

—Es cierto. Me pregunto de quién habrá sido la idea —murmuró Grace.

—Mía no. A mí se me ocurren cosas más divertidas de las que hablar —replicó Jackie—. Empezando por ese tiarrón tan sexy que está arriba.

—¿Os apetece otro café?

Michael podía oír las risas en el piso de abajo y le reconfortaba saber que la vida de ella no era sólo trabajar y llegar a fin de mes con lo justo. Tenía buenas amigas y estaba rodeada de personas buenas que se preocupaban por ella.

Aquel día no bajó a comer. En lugar de eso se quedó arriba desmontando la cocina y arrancando la moqueta. El resto del día lo pasó subiendo y bajando materiales y escombros hasta que llenó un contenedor. De repente notó que tenía muchísima hambre y que empezaba a dolerle la cabeza.

Estaba agachado guardando las herramientas en la caja cuando oyó a alguien subir por las escaleras; poco después aparecía Annie por el cerco de la puerta de la cocina.

—Hola, espero que no te importe que haya subido.

Michael se apoyó contra la pared suspirando.

—En absoluto. Adelante.

—Me extrañaba que no bajaras desde el desayuno.

Espero que no fuera por lo que Ruth me dijo de que no te diera tanto de comer.

Él le dedicó una sonrisa llena de cansancio.

—Quería terminar de limpiar esto de una vez.

—Ruth me dijo que a veces se te olvida comer. Stephen está en el club de ajedrez y luego irá a casa de un amigo, no lo traerán hasta las ocho. Han que dado sobras que voy a tener que tirar si alguien no se las come. ¿Te apetece?

—¿No quieres marcharte a tu casa? —preguntó él, intentando disimular que sólo quería pasar más tiempo con ella.

—No me he explicado bien. Me voy a casa, pero quería preguntarte si te gustaría venir a cenar conmigo; aunque a lo mejor tienes algo mejor que hacer.

—En absoluto. No tengo nada mejor que hacer.

—En tal caso, puedes llevarme la bolsa de la comida.

—Yo te sigo.

Atravesaron la puerta trasera y pisaron un felpudo que ponía «Cuidado con los chicos». Aquello hizo sonreír a Michael, hasta que recordó que uno de los chicos era su hijo.

Sintió un calambre extraño en el centro del pecho. Ella abrió la puerta y en ese instante apareció un gato.

—¡Qué gato más bonito!

—Es un gato horrible. Se ha hecho el amo de la casa. Sólo aguanta a Stephen.

A veces hasta se lo cuelga del cuello y el gato ni se inmuta. Si yo intento tocarlo me muerde y araña, así que ten cuidado. Deja la bolsa ahí, gracias:

Michael dejó la bolsa y ella puso agua a calentar, le dijo que se sentara y empezó a guardar cosas y a sacar otras de la nevera de espaldas a él.

—¿Qué sopa me vas a hacer? —preguntó él para pensar en otra cosa que no fuera su trasero.

—No lo sé. Voy a ver qué tengo. Me gusta usar verduras frescas, pero eso me limita mucho y por eso uso especias y nueces. Sé hacer una sopa con queso azul y brócoli que queda muy bien, pero me apetecía hacer algo inusual.

—¿Por qué no haces unas alcachofas?

—Es aburrido pelarlas.

—Mi madrina no las pelaba, las limpiaba bien y las hervía con cebolla y otra cosa que no logro recordar, pero le quedaban muy bien. A lo mejor eran espinacas. Sé que era algo verde. ¿Quieres que se lo pregunte?

Annie asintió.

—¿Te importaría?

—Lo haré —murmuró él; estiró las piernas y la observó.

Ella le preparó una taza de té y se puso a cortar las verduras.

—¿Quieres que te ayude?

—Quédate sentado y háblame.

—Vale. ¿Por qué montaste una cafetería?

—Fue hace mucho tiempo. Se remonta a Liz, la primera mujer de Roger. Roger también fue mi marido. Creo que lo viste alguna vez, pero seguro que no te acuerdas.

—Pues claro que sí. Su crítica de mis libros fue muy generosa. Lamento que haya muerto.

—Gracias. Tú le caíste bien. Me dijo que eras muy interesante.

Te pasaste porque Ruth te dijo que él admiraba tus escritos y tú le trajiste un libro firmado. Lo guardaba como un tesoro.

Michael de repente empezó a sentirse culpable.

Lo había hecho sólo para conocer al hombre con el que ella se había casado y para saber cómo estaba criando a su hijo. A él le pareció un hombre decente.

Decente, honrado y muy amable. Aquel día sintió auténtica envidia de él.

—Ibas a hablarme de Liz —dijo.

—Ella fue mi tutora en la universidad. Nos hicimos buenas amigas durante el curso.

Ella estaba harta de dar clases y como sus hijas se hacían mayores, sentía la necesidad de hacer algo más con su vida.

—¿Y por eso montó la cafetería?

Annie asintió.

—Me sugirió que la abriéramos juntas. Lo hablamos durante mucho tiempo. Ya era cafetería antes, pero en tonces tenía muy mala reputación. Tuvimos que refor mar la cocina y el local por completo. Nuestra inten ción era abrir aquel otoño.

—Pero no era el mejor momento.

—En realidad no, pero con todo el trabajo que te níamos que dedicarle era imposible abrir en verano. Y yo ya me había comprometido a ir a Francia en septiembre y en octubre. Había conseguido un trabajo de cocinera durante la vendimia en el Valle de Rhóne. Pensamos que el invierno nos daría tiempo para poner el negocio en marcha.

—¿Y lo conseguisteis?

—No, la oportunidad nunca se presentó. Decidi mos que Liz la abriera cuando comenzara el año es colar. Jamás pensamos que aquel verano sería el últi mo de su vida.

—¿Qué le pasó? —preguntó él con suavidad.

—Tenía un tumor cerebral. Se murió en febrero. Ya había abierto Millers. Cuando volví, me ocupé del negocio y cuidé de sus hijas, pero no fue fácil. Además yo estaba embarazada.

El corazón de él se sobresaltó. Quiso aprovechar aquel momento para indagar más.

—No era el mejor momento, ¿verdad?

—No exactamente. No me fue demasiado bien en Francia. Me enamoré de uno de los encargados de los viñedos, un tipo llamado Etienne Duprés. Fue una estupidez, pero era joven y fácil de impresionar. Era un hombre viril y apuesto.

—¿Entonces Roger no es el padre de Stephen? —preguntó Michael.

Annie negó con la cabeza.

—¡No, cielos no! Él estaba casado con Liz y la adoraba.

—Lo siento. Creía que Stephen había nacido des pués de que os casarais.

—No. Él es hijo de Etienne.

Oírle decir aquellas palabras supuso mucho para él. Aunque ya conocía la verdad, oírselo decir a ella le provocó una gran satisfacción.

—¿Por qué no te casaste con Etienne?

—Porque murió. Él y otro hombre que trabajaba con él.

Nunca supe el porqué, pero las autoridades francesas me impidieron averiguar más. Salió el otro día en las noticias, creo que tuvo algo que ver con el tráfico de personas.

No sé si lo viste.

Michael se encogió de hombros pensando en lo que ella había dicho y cómo se habría sentido al ver aquella noticia. Recordó la sensación de náusea que le había producido a él.

—Me suena. ¿Qué dijeron?

—Un tal Claude Gaultiér era el dueño del viñedo.

Estaba implicado en el tráfico de personas y prostitución. Era el jefe de una banda. Creo que Etienne y su amigo se vieron implicados de algún modo.

Michael pensó que era una mujer muy astuta.

—¿Estaban en el sitio equivocado en el momento equivocado? —murmuró él.

—Tal vez. Pero nunca lo sabré.

No me dejaron ver su cadáver. Me dijeron que su familia se lo llevó.

Durante un tiempo pensé que yo también me moriría, pero eso no pasa en la realidad. Cuando regresé, descubrí que Liz estaba en fase terminal.

—Y más tarde te casaste con Roger —dijo él.

—Sí. Era un hombre maravilloso y un padre excelente, aunque él también estaba enfermo.

Jamás pensé que superaría lo de Etienne, pero él me hizo ver que hay más de una forma de amar.

—Lo echas de menos.

No era una pregunta, pero ella la contestó de todos modos. Sonrió tiernamente y dijo:

—Sí, echo de menos a Roger todos los días.

A veces me siento tan sola que me pregunto si esto es todo lo que hay...

No sé por qué te cuento estas cosas.

Seguía cortando las verduras.

Echó los trozos dentro de la olla y a continuación vertió un buen chorro de aceite de oliva, aumentó la temperatura y empezó a removerlo todo sin decir nada.

Michael seguía sentado en la silla mirándola e intentando aceptar que ella aún echaba de menos a aquel hombre que había ocupado un lugar en su vida.

—Lo siento. No suelo hablar de mi asuntos personales —dijo ella por fin, incapaz de mirarlo a los ojos.

—No te preocupes —murmuró él—. Lo has pasado muy mal estos últimos años.

Tenías ganas de desahogarte y nada más. No soy cotilla.

Ella se sonrojó, asintió y forzó una pequeña son risa.

—Gracias.

—Por cierto, Annie, ¿cuántos años tienes?

Yo diría que estás entre los veintisiete y los treinta y dos.

Ella sonrió y se sintió halagada.

—Treinta.

—Y estás sola. Qué lástima. Deberías tener un amante.

Alguien con quien compartir las noches.

Ella recuperó su color de piel habitual y lo miró desafiante.

—¿Y con quién compartes tú tus noches, Michael?

Ruth nunca me ha hablado de ninguna señora Har ding.

—Touché. Me has pillado. Pero yo soy diferente.

Y estoy acostumbrado. Yo lo elegí así.

Ella lo observó con atención.

—¿De verdad crees eso o te sientes tan solo como los demás?

Él le aguantó la mirada y contestó con gran esfuerzo:

—Yo no sufro de soledad —mintió—. Prefiero pensar que soy un solitario.

Además, eso me ayuda a escribir.

Annie frunció el ceño y continuó cocinando hasta que la tensión entre ellos se disipó.

Michael tuvo que obligarse a relajarse, a respirar profundamente y a beberse el té.

—¿Has pensado en los cambios que te gustaría hacer en el local?

Ella dejó de remover la sopa y después de probarla lo miró por encima del hombro y dijo:

—En realidad no. Pero me gustaría conocer tus verdaderas intenciones.

—Sólo quiero que mis inquilinos estén contentos y creo que es un buen momento para hacer cambios, que sólo te pueden afectar a ti.

La joven lo miró con incredulidad, echó algo más en la sopa, volvió a probarla y tapó la olla.

—Me vendría bien más espacio de almacén.

—Bien.

—Y el jardín, si encontráramos la forma de hacerlo. Y la salita extra.

—También podrías acondicionar la tienda vacía como cocina y abrir una puerta que diera directa mente al jardín.

Ella pestañeó y se sentó delante de él completamente aturdida.

—¿Cambiar la cocina de sitio?

—En este momento se puede hacer cualquier cosa. Piensa a lo grande.

—Michael, yo no puedo permitirme pensar a lo grande.

—Podría ser tu socio.

—¿Vas a ponerte a hacer tartas, sopas y cargar el lavavajillas? Creo que no.

—Podría ser tu socio económico.

—No necesito que alguien comparta los beneficios. Apenas gano para mí.

—Con más espacio podrías ganar más.

—Sí, pero el local perdería su encanto. Creo que sería un error. Y además ya estoy a tope, sólo me ayudan un par de horas al día. No puedo pagar a nadie.

—Deberías cobrar más. Cobras muy poco. Podrías subir un cincuenta por ciento...

—Pero perdería a todos mis clientes habituales. Creo que no —contestó ella.

Se levantó y probó la sopa otra vez. La echó en una licuadora y volvió a probarla; a continuación vertió algo que parecía nata líquida y la echó en un bol, que colocó entre los dos.

—¿Qué es?

Ella se encogió de hombros.

—Popurrí de invierno —sugirió con una sonrisa.

—¿Es un experimento?

—Por supuesto. Sólo quería probar nuevos sabores. Tiene una base de boniato, por eso tiene este color. Si ha salido bien, puedes ponerle nombre.

—Tendrás que esforzarte mucho más si quieres el jardín —gruñó el suavemente, y ella se rió.

—Vamos, pruébala.

—Después de ti.

Roger nunca la había hecho sentirse así, ni remotamente. Ella nunca se había sentido físicamente amenazada por él como con Michael. No porque él hiciera nada para ponerla nerviosa. De hecho, no tenía que hacer nada más que estar sentado cerca de ella para intimidarla.

Era una locura. Sólo se había sentido así una vez en su vida antes, cuando tenía veintiún años y era inocente. Sin embargo, estaba acostumbrada a que los hombres coquetearan con ella en el trabajo. Tuvo que reconocerse a sí misma que seguía siendo inocente.

Michael, en cambio, no flirteaba con ella. Sólo le hablaba, la veía trabajar y se concentraba en ella con una intensidad que la volvía loca. Y además tenía la capacidad de influir en sus sentimientos.

De repente se dio cuenta de que eso importaba mucho más de lo que ella se imaginaba.

—¿Te gusta? —preguntó para llenar el silencio, y él asintió.

—Riquísima.

Al principio no parecía estar dispuesto a empezar a comer, pero una vez que probó la sopa no paró de llevarse la cuchara a la boca y repitió varias veces.

—Estaba buenísima. Gracias.

—¿Cómo la llamamos?

Michael se rió y ella sintió escalofríos.

—¿Qué tal... Sopa de Annie para entrar en calor?

Ella se encogió de hombros.

—No está mal. Tendré que acordarme con qué la he hecho. ¿Quiche? —sugirió, preguntándose si él tendría más hambre después de todo lo que había comido.

—Sí, por favor. Me muero de hambre.

—¿Todavía?

—He estado trabajando muy duro. Soy muy grande.

—Ya me he dado cuenta. Hay de dos tipos, si la saco podrás elegir.

—¿Tú no vas a comer más?

—Estoy llena. Además, comí antes. Tengo que preparar algunas cosas para mañana.

Pero tú sigue, por favor.

Y si no tenía que sentarse delante de él, a lo mejor podía ahorrarse una taquicardia...

De repente se oyeron ruidos detrás de la puerta, que se abrió de golpe.

Sólo los abrigos que colgaban en la parte de atrás impidieron que golpeara fuerte mente contra la pared.

—Hola, mamá. Oh, hola. ¿Quién eres?

Michael sentía que le sudaban las manos y el latido de su corazón se precipitaba. Retiró su plato y se levantó lentamente.

—Soy Michael, y tú debes de ser Stephen. Me alegro de conocerte, he oído hablar mucho de ti.

Tendió la mano y esperó impaciente; tenía un nudo en la garganta... hasta que Stephen le dio la mano y por primera vez en más de ocho años, colocó su mano con confianza en la mano de su padre. «Dios mío» pensó éste.

Era una imagen perfecta de él a su edad. Tenía sus ojos.

Y pensó que ella se daría cuenta en cuanto los viera juntos.

Pero Annie no lo notó.

Se limpió las manos y se volvió. Primero abrazó a su hijo y después levantó el abrigo al vuelo antes de que cayera al suelo y lo colgó detrás de la puerta.

—¿Cómo te ha ido en ajedrez, hijo?

—Es inútil. No sé jugar. Papá iba a enseñarme, pero...

—Tranquilo. Iremos a buscar un libro a la biblioteca.

—Yo puedo enseñarte —dijo él con la voz ahogada por la tensión.

Se aclaró la garganta y añadió—: Si a tu madre no le importa.

—¿Podrías? ¿Tienes tiempo? Pero estás tan ocupa do...

—No tanto como para no poder hacer algo así.

—Sería maravilloso. Gracias. Buscaremos un hueco...

—¿Por qué no empezamos ahora? —dijo Stephen.

Pero ella negó con la cabeza.

—No, mañanas tienes colegio y ya son las ocho.

Tienes que darte un baño y meterte en la cama. ¿Has cenado?

Stephen asintió, ella le dio un beso y lo envió al cuarto de baño a llenar la bañera.

Michael metió la silla debajo de la mesa y se tocó los bolsillos para buscar las llaves de su coche; de repente tenía la necesidad de respirar aire fresco.

—Debería irme y dejarte terminar tus cosas.

—¿Has cenado suficiente? Si todavía tienes hambre, tengo...

—No, estoy bien. Muchas gracias. Todo estaba de licioso.

—Yo voy a tomar una taza de té. Quédate. Podríamos hablar de las clases de ajedrez.

—En otro momento. Yo también debería darme un baño. Nos vemos mañana.

Michael la miró; estaba tan cerca, que podría haberla presionado contra su pecho y besarla. Pero dio un paso hacia atrás. No.

Todavía no era el momento. Aún era demasiado pronto.

Después de agradecerle la cena una vez más, se despidió y salió por la puerta sumido en sus pensamientos.

—¿Crees que me enseñará a jugar al ajedrez?

Annie acarició la cabeza de su hijo y lo abrazó.

—No lo sé. Te ha dicho que sí, pero está muy ocupado.

—Papá dijo que me enseñaría, pero se murió.

—Lo sé. Lo siento. También sé que habría preferido estar aquí con nosotros enseñándote a jugar, pero no podemos tener siempre lo que queremos.

—Lo echo de menos.

Annie suspiró.

—Lo sé. Yo también.

—Michael me gusta.

—Sólo porque te ha dicho que te enseñaría a jugar —sonrió ella, e intentó no volver a pensar en Michael.

—¿Qué le pasó en la cara?

—No lo sé. A lo mejor tuvo un accidente. Pero es algo que no podemos preguntarle.

—Tiene un aspecto gracioso. Tiene la boca torcida.

—Es hora de dormir, apaga la luz —dijo ella.

—Dulces sueños, mamá.

No olvides preguntarle cuándo me va a enseñar a jugar al ajedrez.

—Vale. Ahora duérmete.

Annie bajó las escaleras pensando si sería buena idea dejar que Michael entrara en la vida de Stephen. Principalmente porque eso supondría que tendría que implicarse en la suya y, de hecho, cada vez lo estaba más.

Eso no impidió que él fuera la última persona en la que pensó aquella noche antes de dormirse, y también la primera en la que pensó al despertarse a la mañana siguiente.