Introducción
El seguimiento de las listas de productos más vendidos es una obsesión nacional. Nuestra cultura es una competición por la popularidad masiva. Nos fascinan los productos de gran éxito: fabricarlos, elegirlos, hablar de ellos y contemplar su auge y decadencia. Cada fin de semana se lleva a cabo una competencia taquillera, y cada jueves por la noche hay una lucha darwiniana por el éxito y la supervivencia del programa de televisión más apto. Algunas canciones populares se difunden a través de las emisoras radiofónicas en una tediosa alternancia, mientras que los ejecutivos en todas estas industrias procuran desesperadamente dar con el próximo acierto.
Éste es el mundo creado por los grandes éxitos de venta. Los medios de comunicación y la industria del espectáculo crecieron durante los últimos cincuenta años a expensas de los ingresos de taquilla, los discos de oro y el alto rating de la televisión. Por eso, no sorprende que estos éxitos hayan llegado a ser las lentes a través de las cuales observamos nuestra propia cultura. Definimos nuestra época por las celebridades y los productos de venta masiva: ellos constituyen el tejido conectivo de nuestra experiencia común. La fábrica de estrellas que comenzó hace ocho decenios en Hollywood ahora se ha extendido a todos los rincones del comercio, desde los zapatos a los jefes de cocina de los grandes restaurantes. Nuestros medios de comunicación están obsesionados con las noticias de última hora. En suma, la regla es el éxito comercial.
Sin embargo, si analizamos más profundamente este cuadro, que surgió primero con la era de la radio y la televisión de posguerra, vemos que ahora está en decadencia. Está empezando a quedar sin aliento, a perder influencia. Ser el número uno sigue siendo importante, pero las ventas no son lo que eran.
La mayor parte de los 50 discos más vendidos en todas las épocas1 se grabaron en las décadas de 1970 y 1980 (como los Eagles o Michael Jackson), y ninguno de ellos se grabó en los últimos cinco años. Los ingresos de taquilla de Hollywood bajaron más del 6 por ciento en 2005, lo cual refleja la realidad de que la audiencia de los cines está disminuyendo a medida que crece la población.
Cada año las cadenas de televisión pierden gran parte de su audiencia atraída por los miles de nichos de televisión por cable2. Los varones entre 18 y 24 años de edad, el público más deseable para los anunciantes, están empezando a perder completamente el interés por la televisión, y dedican cada vez más tiempo a Internet o los videojuegos. La audiencia de los principales programas televisivos ha estado disminuyendo durante decenios, y el mejor programa de la actualidad no habría figurado entre los diez primeros de los años 1970.
En resumen, si bien todavía estamos obsesionados con los productos de éxito, ya no son la fuerza económica que fueron en otros tiempos. ¿Adonde se han ido esos consumidores infieles? A ninguna parte. Se han dispersado como segmentos de mercado y están distribuidos en miles de nichos. La única área en gran crecimiento es la web, pero éste es un universo inclasificable de un millón de destinos que, a su manera, desafían la lógica convencional del marketing y de los medios de comunicación.
iTunes desplazó a las estrellas de la radio
Llegué a la mayoría de edad durante el auge de la cultura de masas, en las décadas de 1970 y 1980. Entonces el adolescente común tenía acceso a media docena de canales de televisión, y casi todos veíamos los mismos programas. En cualquier pueblo había tres o cuatro emisoras radiofónicas de rock que imponían la música que la gente debía escuchar; sólo algunos chavales afortunados y con dinero tenían la posibilidad de buscar más lejos y adquirir temas originales.
Todos veíamos los mismos éxitos de taquilla en el cine, y nos enterábamos de las noticias a través de los mismos periódicos y programas de radio. Los únicos lugares donde se podía explorar fuera de los medios convencionales eran las bibliotecas y los quioscos de revistas. Hasta donde puedo recordar, la única cultura a la que estuve expuesto, al margen de la cultura de masas, eran los libros y todo lo que inventábamos mis amigos y yo, que no tenía ninguna trascendencia más allá de nuestros patios traseros.
Comparo mi adolescencia con la de Ben, un chico de 16 años que ha crecido en la era de Internet. Es hijo único de unos padres ricos que residen en North Berkeley Hills, de modo que tiene un ordenador Macintosh en su dormitorio, un reproductor de música digital iPod bien equipado (con acceso semanal a iTunes), y un grupo de amigos con los mismos aparatos. Como el resto de sus amigos adolescentes, Ben nunca ha conocido un mundo sin banda ancha, teléfonos móviles, MP3, grabadores digitales de televisión y compras online.
El principal efecto de todas estas formas de conexión es el acceso directo e ilimitado a la cultura y a los contenidos de todo tipo, desde las tendencias generales de la sociedad hasta los movimientos clandestinos más marginales. Ben está creciendo en un mundo muy diferente del que yo conocí, un mundo mucho menos dominado por la industria del espectáculo y los medios de comunicación tradicionales. Si el lector no se reconoce en las próximas páginas de este libro, imagínese entonces a Ben. Su realidad es una anticipación de todos nuestros futuros.
Desde la perspectiva de Ben, el panorama cultural es una atracción permanente con contenidos comerciales y no profesionales, que compiten por su atención. Simplemente, él no distingue entre los medios convencionales y los nichos clandestinos: escoge lo que desea de un infinito menú donde las películas de Hollywood y los videojuegos creados por el usuario aparecen juntos en las listas de vídeos.
Ben sólo mira dos horas por semana la televisión convencional, principalmente El ala oeste de la Casa Blanca (el tiempo varía, desde luego) y Firefly, una serie que ya no se emite que ha grabado en la memoria de su TiVo. También le interesan los dibujos animados que descarga con BitTorrent, una tecnología para compartir archivos entre particulares, porque el programa se emitía originalmente en la televisión japonesa (y los particulares a menudo editan los subtítulos en inglés).
En cuanto a las películas, es un entusiasta de las de ciencia ficción. En este sentido sigue la tendencia general: le apasiona Star Wars, así como la serie Matrix. Pero también ve las películas que descarga, los vídeos con mecanismos para controlar a los personajes (como la machinima de los videojuegos) y las producciones independientes como Star Wars Revelación, un vídeo creado por seguidores de la saga, con efectos especiales que rivalizan con los originales de Lucas.
Algunas de las canciones en su reproductor de música digital iPod las descarga de iTunes, pero la mayoría proviene de sus amigos. Cuando algún miembro del grupo compra un CD, generalmente hace copias para todos los demás. Ben prefiere el rock clásico, especialmente Led Zeppelin y Pink Floyd, y tiene una noción superficial de las bandas sonoras de los videojuegos. Sólo escucha la radio cuando sus padres sintonizan la emisora nacional en el coche.
Las lecturas de Ben van de las novelas Star Wars a los cómics japoneses. Como algunos de sus amigos, está tan metido en la subcultura nipona que está estudiando japonés en el instituto. Cuando yo iba a la escuela, los niños estudiaban japonés porque entonces Japón era una potencia económica dominante y nos enseñaban ese idioma para tener más oportunidades profesionales. Pero ahora lo hacen para poder crear los subtítulos de los dibujos animados y tener una noción más profunda que la ofrecida por las traducciones convencionales.
Ben pasa casi todos sus ratos libres conectado a Internet, donde navega al azar y participa en foros de usuarios como Halo y los sitios de discusión de Star Wars. No le interesan las noticias; no lee ningún periódico ni tampoco ve ningún noticiario de la televisión, pero participa en las discusiones sobre subcultura y nuevas tecnologías en sitios como Slashdot (noticias para pirados) y Fark (noticias raras). Constantemente, intercambia mensajes instantáneos con sus diez amigos más íntimos. No envía muchos mensajes escritos a través de su móvil, pero tiene amigos que lo hacen. (Los mensajes escritos son más apropiados para los que están en la calle y van de un lado para otro; mientras que el mensaje instantáneo es el canal preferido por los que suelen pasar más tiempo en sus habitaciones.) Ben participa en videojuegos con sus amigos, casi siempre a través de Internet. Piensa que Halo 2 es asombroso, especialmente en los niveles modificados por el usuario.
Supongo que si yo hubiera nacido veinticinco años más tarde, mis años de adolescencia habrían sido muy similares. La principal diferencia entre la adolescencia de Ben y la mía es simplemente una cuestión de opción. Yo estaba limitado a lo que se emitía por los canales de transmisión convencionales. Él tiene Internet. Yo no tenía un grabador digital de televisión (ni siquiera televisión por cable); él tiene todo eso y, además, BitTorrent. Yo no tenía ninguna idea de que existían dibujos animados japoneses, ni mucho menos de cómo conseguirlos. Ben tiene acceso a todos ellos. ¿Habría visto yo las reposiciones de La isla de Gilligan si hubiera sido capaz de formar un clan con amigos en la web de World of Warcraft? Lo dudo.
Los programas de la televisión tenían más popularidad en la década de 1970, pero no porque fueran mejores, sino porque había menos alternativas que compitieran por nuestra atención. Lo que nosotros considerábamos el auge de la cultura común, en realidad, estaba menos relacionado con el talento de Hollywood y más con el efecto de los medios de difusión que nos guiaban como rebaños de ovejas.
Lo más asombroso acerca de la televisión es que puede transmitir un programa a millones de personas con una eficiencia inigualable. Pero no puede hacer lo contrario: transmitir un millón de programas a una persona. Sin embargo, eso es exactamente lo que Internet hace tan bien. La economía de la era de la televisión requería programas atractivos, de gran repercusión, para atraer enormes audiencias. En la era de la banda ancha esto ha cambiado. Servir a millones de personas al mismo tiempo es excesivamente costoso y antieconómico para una red de distribución basada en comunicaciones punto a punto.
Todavía existe una demanda de ofertas culturales de gran repercusión, pero ya no son el único mercado. Ahora los productos de éxito compiten con un número infinito de nichos de mercado de todo tamaño. Y los consumidores se inclinan cada vez más por el que ofrece más opciones. La era de «un-tamaño-apto-para-todos» ha terminado, y en su lugar ha surgido algo nuevo: un mercado de multitudes.
Este libro trata sobre ese mercado.
La atomización de la tendencia general en un número astronómico de fragmentos culturales diferentes es algo que afecta considerablemente a la industria del espectáculo y a los medios de comunicación tradicionales. Después que los ejecutivos pasaron muchos decenios perfeccionando su habilidad para crear, seleccionar y promover sus productos de éxito, esos productos repentinamente no son suficientes. La audiencia está sustituyéndolos por otra cosa: una proliferación confusa e indiferenciada de... En realidad, no tenemos un término apropiado para definir estos productos sin éxito. Indudablemente, no son «fracasos» porque la mayoría no estaba destinada a conquistar el mundo. Son «todo lo demás».
Parece extraño que ésta haya sido una categoría a la que no se ha prestado atención. Después de todo, estamos hablando de la gran mayoría de los productos. La mayor parte de las películas no son éxitos de taquilla, la mayor parte de las grabaciones musicales no figuran entre las 100 primeras, la mayor parte de los libros no son best seller, y la mayor parte de los programas de vídeo no son calificados por Nielsen ni, mucho menos, emitidos en las horas con más audiencia. Sin embargo, muchos de ellos tienen millones de espectadores en todo el mundo. Simplemente, no son éxitos y, por lo tanto, no se han tenido en cuenta.
Pero es allí donde el mercado masivo antes conformista se está dispersando. La simple realidad de los pocos productos que tienen éxito y de todos los otros que no lo tienen está creando un confuso mosaico de un millón de minimercados y microestrellas. Hoy el mercado masivo se está convirtiendo en una masa de nichos.
Esa masa de nichos siempre ha existido, pero a medida que disminuye el coste de acceso —los consumidores encuentran nichos de productos, y los nichos de productos encuentran consumidores— se convierte en una fuerza económica y cultural que hay que tomar en cuenta.
El nuevo mercado de nichos no está reemplazando el mercado tradicional de productos de éxito, sólo está compartiendo la escena con él, por primera vez. Durante un siglo hemos seleccionado sólo los best sellers para hacer un uso más eficiente del costoso espacio de exhibición, las pantallas, los canales y la atención del público. Ahora, en una nueva era digital de consumidores conectados, el aspecto económico de esta distribución está cambiando radicalmente, mientras Internet disminuye el coste tradicional de cada industria que afecta: tiendas, cines y canales de televisión.
Consideremos estos costes de distribución menguantes como un descenso del nivel del mar por efecto de la marea. A medida que bajan, descubren un nuevo territorio que ha estado allí todo el tiempo, pero sumergido. Estos nichos conforman un gran espacio inexplorado de productos que antes no se ofrecían porque eran antieconómicos. Muchos de estos productos siempre han existido, sólo que no era fácil dar con ellos o no eran visibles, como las películas que no se exhibían en los cines locales, la música que no se oía en la emisora de radio local, el equipo deportivo que no se vendía en Wal-Mart. Ahora están disponibles, a través de Netflix, iTunes, Amazon, o en algún sitio encontrado al azar en Google. El mercado sumergido se ha convertido en un mercado visible.
Otros nichos de productos son nuevos y han sido creados por una industria emergente situada en la intersección de los mundos comercial y no comercial. Es difícil decir cuándo los profesionales se van y los aficionados toman el poder. Éste es el mundo de los editores de diarios personales o blogs en la web, los fabricantes de vídeos caseros y los conjuntos musicales de aficionados, todos capaces de encontrar una audiencia gracias a esas mismas economías envidiables de la distribución digital.
La regla del 98 por ciento
Este libro comenzó con una serie de preguntas que no supe responder. Una de las cosas que hago como jefe de redacción de Wired es dar conferencias sobre las tendencias tecnológicas. Dado que había empezado mi carrera en el mundo de la ciencia y luego aprendí economía en The Economist trato de averiguar esas tendencias examinando primero los datos técnicos. Y, afortunadamente, nunca habíamos contado con tantos datos como ahora. Los secretos de la economía del siglo XXI residen en los servidores de las compañías que nos rodean, desde eBay hasta Wal-Mart. Aunque no siempre es fácil obtener las cifras brutas, los ejecutivos de estas compañías se sumergen todos los días en esos datos y tienen una gran intuición para determinar lo que es importante y lo que no lo es. Por lo tanto, la clave para identificar las tendencias es preguntarles a ellas.
Eso fue lo que hice en enero de 2004, en las oficinas de Robbie Vann-Adibé, el consejero delegado de Ecast, una compañía de gramolas digitales3. Las gramolas digitales son como los tocadiscos automáticos convencionales —grandes aparatos con altavoces y luces intermitentes, que a menudo se encuentran en los bares— con la diferencia de que, en lugar de un centenar de CD, tienen una conexión de banda ancha con Internet, y los dueños pueden elegir entre miles de temas musicales que descargan y almacenan en un disco duro local.
Durante el curso de nuestra conversación, Vann-Adibé me pidió que adivinara qué porcentaje de los 10.000 álbumes disponibles en las máquinas vendían al menos un tema por trimestre.
Desde luego, sabía que Vann-Adibé me estaba haciendo una pregunta capciosa. La respuesta normal habría sido 20 por ciento, de acuerdo con la Regla 80/20, porque la experiencia nos enseña que esta regla se aplica prácticamente a todo. O sea que el 20 por ciento de los productos genera el 80 por ciento de las ventas (y generalmente el 100 por cien de los beneficios).
Pero Vann-Adibé estaba en la industria del contenido digital, que es diferente. De modo que me aparté de la norma y dije que un colosal 50 por ciento de esos 10.000 CD vendía al menos un tema por trimestre.
Esa cifra parecía absurdamente alta. La mitad de los 10.000 mejores libros en una supertienda no se venden todos en un trimestre. La mitad de los mejores CD en Wal-Mart no se venden todos en un trimestre; en realidad, Wal-Mart ni siquiera posee tantos CD. Es difícil pensar en un mercado donde se venda una alta proporción de semejante inventario. Pero mi sensación era que el mundo digital era diferente, de modo que arriesgué una cifra alta.
Está de más decir que mi cálculo fue erróneo. La respuesta era 98 por ciento.
«¿No es asombroso? —dijo Vann-Adibé—. Todos cometen el mismo error.» Incluso él estaba asombrado: a medida que la compañía añadía más temas a sus colecciones, muchos más que el inventario de la mayoría de las tiendas de discos en el mundo de los nichos y las subculturas, ellos seguían vendiendo. Y cuantos más títulos añadían, más vendían. La demanda de discos, más allá de los éxitos musicales, parecía ser ilimitada. Si bien las cifras de ventas de las canciones no eran muy altas, se vendía un poco de casi todas.
Dado que estos discos sólo eran bits en una base de datos y no costaba casi nada almacenarlos y distribuirlos, todas estas ventas ocasionales comenzaron a sumarse.
Vann-Adibé había descubierto que el mercado total de los nichos de música era enorme, y verdaderamente ilimitado. Llamó a este fenómeno «la Regla del 98 por ciento». Como me escribió más tarde, «en un mundo sin costes de embalaje y con un acceso instantáneo a casi todos los contenidos en este formato, los consumidores exhiben una conducta constante: consumen casi todo. Creo que esto requiere cambios importantes de los productores de contenidos, ¡sólo que no estoy seguro de cuáles deberían ser!»
Traté de responder a esa pregunta. Comprendí que su estadística improvisada contenía una poderosa verdad acerca de la nueva economía de la industria en la era digital. Con una oferta ilimitada, nuestras suposiciones acerca de los papeles relativos de los nichos y los productos de éxito eran todas erróneas. La escasez requiere productos de gran popularidad; si hay muy poco espacio en los estantes de las tiendas, en la radio o en la televisión, sólo es posible llenarlo con los artículos que se venden mejor. Y si todo eso es accesible, toda la gente comprará.
Pero ¿qué sucede si los espacios son infinitos? Quizá los productos de éxito no sean un buen negocio. Después de todo, hay muchos más artículos sin éxito que productos de éxito, y ahora ambos son igualmente accesibles. ¿Qué pasaría si los artículos sin éxito —desde un producto de nicho que se vende bien hasta un fracaso comercial— formaran entre todos un mercado tan grande, si no más, que el mercado de los productos de éxito? La respuesta a esto es clara: transformarían radicalmente algunos de los mercados más grandes del mundo.
De este modo me embarqué en un proyecto de investigación que me condujo a todos los líderes en la industria digital emergente, desde Amazon hasta iTunes. A donde fuera escuchaba la misma historia: los productos de éxito son importantes, pero los nichos están surgiendo como el gran nuevo mercado. La Regla del 98 por ciento resultó ser casi universal. Apple dijo que cada uno del millón de temas musicales de iTunes se había vendido al menos una vez (ahora su inventario se ha duplicado). Netflix estimó que el 95 por ciento de sus 25.000 DVD (que ahora son 55.000) se había alquilado al menos una vez por trimestre. Amazon no dio una cifra exacta, pero la investigación académica independiente sobre sus ventas sugiere que el 98 por ciento de sus 100.000 libros más importantes se vendió al menos una vez por trimestre. Y así sucesivamente, de una compañía a otra.
Las compañías estaban impresionadas por la demanda en aquellas categorías que antes se habían considerado por debajo del margen económico, desde los DVD de las series de la televisión británica que resultaron ser sorprendentemente populares en Netflix hasta la música de catálogo que ha sido un gran negocio para iTunes. Por primera vez, comprendí que estaba observando la verdadera forma de la demanda en nuestra cultura, sin el filtro de la economía de la escasez.
Esa pauta es, evidentemente, muy, muy extraña. Pensar que casi todo lo que descartamos encuentra una demanda es algo muy singular, Es extraño porque por lo general no consideramos la venta desde la perspectiva de una unidad por trimestre. Cuando consideramos la venta minorista tradicional, pensamos en algo que se va a vender mucho. No nos interesa la venta ocasional, porque en el comercio minorista tradicional un CD que vende sólo una unidad por trimestre ocupa exactamente el mismo espacio de exhibición que un CD que se vende a razón de 1.000 unidades por trimestre. Hay que pagar un coste por ese espacio, que incluye el alquiler, los gastos generales y de personal, y tiene que ser recuperado a través de un cierto número de ventas mensuales. En otras palabras, los artículos de venta ocasional consumen espacio.
Sin embargo, cuando ese espacio no cuesta nada, se pueden volver a considerar esas ventas infrecuentes, que entonces comienzan a tener valor. Ésta fue la razón del éxito de Amazon, Netflix y todas las otras compañías con las que estuve conversando. Todas ellas comprendieron que, cuando la economía del comercio minorista tradicional pierde vigor, las economías de la venta online prosperan. Los artículos de venta ocasional todavía se vendían en pequeñas cantidades, pero eran tantos que en conjunto representaban un gran negocio.
Durante los seis primeros meses de 2004 me referí a esta investigación en las conferencias, y en cada disertación la tesis progresaba. Originalmente, la conferencia se llamó «La regla del 98 por ciento». Luego fue «Las nuevas reglas de la economía emergente».
Pero por entonces tuve algunos datos concluyentes, gracias a Rhapsody, una de las compañías musicales online. Ellos me habían suministrado datos sobre el comportamiento de consumo mensual y, cuando los representé en un gráfico estadístico, comprendí que la curva era diferente de todo lo que había visto antes.
Comenzaba como cualquier otra curva de la demanda, definida por la popularidad. Algunas canciones de éxito habían sido descargadas un gran número de veces en el extremo superior de la curva, y luego la curva descendía empinadamente con los temas musicales menos populares. Pero lo más curioso era que nunca descendía hasta cero. Observé la posición número 100.000, y las descargas por mes seguían siendo por millares. Y la curva no se detenía: 200.000, 300.000, 400.000. Ninguna tienda podría haber tenido semejante inventario. Sin embargo, allí todavía había demanda. Hacia el final de la curva, sólo se descargaban cuatro o cinco temas por mes, pero la curva todavía no estaba en cero.
En estadística, las curvas como éstas se llaman «distribuciones de larga cola», porque el extremo inferior de la curva es muy largo en relación con el extremo superior. De modo que me concentré en esa prolongada línea, le puse un nombre y así nació «The Long Tail». En mis disertaciones sobre las «Nuevas reglas», empecé a utilizar una diapositiva (la número 20) para representar esa curva y su larga cola (Long Tail). Creo que fue Reed Hastings, el consejero delegado de Netflix, quien me convenció de que estaba avanzando en la dirección correcta. En el verano de 2004, «The Long Tail» no sólo era el título de mis conferencias, sino que estaba por terminar un artículo del mismo nombre para mi propia revista.
Cuando se publicó «The Long Tail» en Wired, en octubre de 2004, enseguida se convirtió en el artículo más citado de la revista. Las tres principales observaciones —1) la larga cola de productos disponibles es mucho más extensa de lo que imaginamos; 2) ahora esos productos son económicamente accesibles; 3) todos estos nichos, cuando se suman, pueden crear un mercado significativo— parecían irrefutables y estaban respaldadas por datos hasta entonces desconocidos.
La «larga cola» en todas partes
Uno de los aspectos más alentadores de la abrumadora respuesta al artículo original fue la amplitud de las industrias en las cuales había tenido repercusión. El artículo se originó como un análisis de las nuevas economías en las industrias del espectáculo y los medios de comunicación, y sólo me extendí un poco para mencionar de pasada a las compañías como eBay (con bienes de segunda mano) y Google (con pequeños anunciantes) que también eran empresas Long Tail. Sin embargo, los lectores enseguida aplicaron el concepto de la larga cola a otros ámbitos, desde la política hasta las relaciones públicas, y desde las partituras musicales hasta los deportes universitarios.
La gente percibió intuitivamente que las nuevas eficiencias en la distribución, la fabricación y la comercialización estaban cambiando la definición de lo que era comercialmente viable en todas las categorías. La mejor manera de describir estas tendencias es que están transformando a los clientes, productos y mercados no rentables en lucrativos. Si bien este fenómeno es más evidente en las industrias del espectáculo y los medios de comunicación, un rápido vistazo en eBay nos muestra que opera de forma más extensa, desde los coches hasta los aviones.
Desde un punto de vista más amplio, es evidente que la historia de la larga cola se relaciona con la economía de la abundancia: con lo que sucede cuando los obstáculos que se interponen entre la oferta y la demanda en nuestra cultura comienzan a desaparecer y todo llega a ser accesible para todos.
A menudo me piden que mencione alguna categoría de productos que no conduzca a una economía Long Tail. Mi respuesta habitual es que debería ser algún artículo indiferenciado, en el cual la variedad no sólo está ausente sino que es indeseable. Como ocurre, por ejemplo, con la harina que se vende en el supermercado en una gran bolsa etiquetada «Harina». Pero luego, cuando entré en nuestra tienda local de comestibles, comprendí que estaba equivocado: hoy las tiendas tienen más de veinte tipos diferentes de harina, como la harina integral, la harina de mandioca o la harina de maíz. Asombrosamente, ya existe una «larga cola» en la harina.
Nuestra creciente riqueza nos ha permitido dejar de ser cazadores de gangas que adquieren productos de marca (o incluso sin marca), para convertirnos en miniexpertos y permitirnos miles de pequeños caprichos que nos distinguen de los demás. Adoptamos una serie de nuevas conductas de compra que se describen con palabras de significado opuesto, como «personalización en serie», «exclusividad masiva». Todas van en la misma dirección: más largas colas.
Una visión de la economía del siglo XXI
Este libro es hasta cierto punto un proyecto de investigación económica, que se ha llevado a cabo con la ayuda y la implicación de estudiantes y catedráticos de las escuelas de negocios de Stanford, el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) y Harvard. También es el fruto de más de cien conferencias, sesiones de reflexión y visitas a los sitios web de compañías y grupos industriales que ven cómo la economía Long Tail está cambiando su mundo. Por otra parte, es el resultado de la colaboración con docenas de compañías y ejecutivos que compartieron muchos megabytes de información interna para darme una visión sin precedentes sobre las nuevas microeconomías de los mercados en la era electrónica.
Lo más impresionante de este proceso es que las economías del siglo XXI ya son evidentes en las bases de datos de Google, Amazon, Netflix e iTunes en todo el mundo. Muchos de estos terabytes de información sobre la conducta del usuario son la clave de cómo se comportarán los consumidores en los mercados de infinitas opciones, algo que no había sido significativo hasta hace poco tiempo, pero que ahora es necesario comprender.
No obstante, muy pocos economistas están considerando esta información, principalmente porque no la han solicitado (la mayoría de los académicos de las escuelas de comercio con los que he trabajado no eran economistas). Hay excepciones, como el economista Hal Varian, de la Universidad de Berkeley en California, que trabaja a tiempo parcial en Google, y otros economistas expertos en la teoría de la subasta que admiran a eBay, pero son pocas. Algunos de los datos reunidos en este libro jamás han salido a la luz.
Dado que éste era un territorio inexplorado, pedí la ayuda de muchos expertos en todas las áreas. A través de mi blog en thelongtail.com traté de resolver muchos de los problemas conceptuales y de expresión más espinosos. En el proceso habitual solía explicar, por ejemplo, cómo estaba cambiando la Regla 80/20; y luego recibía correos electrónicos de docenas de avispados lectores que escribían sus comentarios o sugerían maneras de mejorarla. De algún modo, este intercambio informal de ideas logró atraer un promedio de más de 5.000 lectores por día.
En el mundo informático, los diseñadores de programas ofrecen por adelantado versiones «beta» de su código a sus usuarios más ávidos. A cambio de ese privilegio, estos usuarios prueban el programa en sus propias máquinas y encuentran errores que el diseñador pasó por alto. Estas pruebas beta son esenciales para crear programas informáticos fiables. Mi esperanza es que el mismo proceso —la comprobación de muchas de mis ideas en público— haya conducido a un mejor libro, o al menos a un libro más profundo.
En este sentido, debería destacar la diferencia entre las pruebas beta y escribir un libro en público. Si bien muchos han intentado hacer esto último —publicar borradores de los capítulos online, y a veces incluso abrir el texto a una edición colectiva—, yo he preferido usar el blog como un diario público de los progresos de mi investigación. Este libro, y la mayoría de las palabras que aparecen en las páginas siguientes, los he escrito desconectado de la web.
Finalmente, haré un comentario más sobre la paternidad. Si bien he acuñado el término «The Long Tail» (la larga cola), no puedo atribuirme el mérito de haber tenido la idea de utilizar la eficiencia económica de la venta minorista digital para obtener unas grandes ventas agregadas de artículos de demanda relativamente baja. Eso lo hizo Jeff Bezos de Amazon, alrededor de 1994. Casi todo lo que he aprendido proviene de mis conversaciones con Bezos y sus colegas en Netflix y Rhapsody, y con otras personas que han estado trabajando en esto durante años.
Esos empresarios son los verdaderos inventores. Lo que he intentado hacer aquí es sintetizar los resultados en un sistema. Desde luego, esto es lo que hace la economía: procura encontrar sistemas claros, de fácil comprensión, que describen un fenómeno del mundo real. Dar con el sistema es un progreso en sí mismo, pero menos importante que las invenciones originales de todos aquellos que han descubierto y experimentado el fenómeno.