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Segunda jornada

HAMBRUNA DE AMOR

 

 

Cuando llegué a la mañana siguiente, varios compañeros esperaban ya en los jardines, en los pasillos y en el saloncito que precedía al aula. Me detuve y apagué el móvil. Oí la voz del profesor dentro de clase. Entré. Charlaba animadamente con un grupo de alumnos. Era un hombre afable, con planteamientos claros, pocas concesiones a la literatura y en absoluto dado a juzgar a los demás. Sonriendo se dirigió puntual al estrado.

La silla en la que me había sentado el día anterior estaba vacía. Allí me dirigí.

—Buenos días, Inés —me dijo Gerardo mientras tomaba asiento a mi lado—. Esta mañana promete ser interesante.

—Buenos días, Gerardo. Desde luego. —Asentí con la cabeza—. «El amor como proyecto» no es un título baladí.

La voz del profesor acalló nuestra incipiente conversación. Sus primeras reflexiones habían calado fuerte en mí. Tanto que me habían sacado del letargo en el que estaba viviendo. Una vida profesional intensa. La preocupación por salir adelante. No disfrutaba de lo conseguido. No era consciente de lo que había ganado. El amor de mi hija y de mis padres había sido mi combustible, mi motor, mi vida. Pero yo me limitaba simplemente a seguir adelante.

Intuía que ese curso de verano iba a tener grandes efectos en mí. Tomé el bolígrafo, sonreí y escuché atentamente.

«La hambruna de amor es una constante en el ser humano. —Con esa frase se iniciaba la segunda jornada—. El amor es la vida, el no-amor es la tristeza de quien vive para amar y tiene el amor como proyecto. Hablo de amor con saturación en la sangre de oxitocina, dopamina y vasopresina. También hablo de amor social o espiritual. No sólo los que tienen pareja viven para amar. Existen muchas personas, de profesiones de lo más variadas, que celebran la vida haciendo el bien. Rebosan felicidad y plena autorrealización personal y profesional. Su vida tiene un porqué poderosísimo: viven para amar. Saben lo que quieren a su paso por la vida. Convierten su vida en amor.»

Un nuevo motivo de gozo me invadió. El amor en cada acción diaria. Eso era algo que me habían enseñado en el seno familiar y a lo largo de mi educación.

«Amando para vivir se encuentra el camino que conduce a la autorrealización personal, a la felicidad y al permanente crecimiento personal», añadió el profesor.

Por unos segundos me trasladé a África. Allí había conocido a muchos hombres y mujeres que sienten el amor al prójimo con tanta fuerza que es el motivo que llena su vida cotidiana. Cooperantes, religiosos o laicos, plenos de felicidad. El amor es la prioridad en su vida.

Pensé en Eduardo Lahoz, para mí un ser humano ejemplar. Compañero y amigo desde nuestra infancia, ejerce la medicina en el Congo. Sus estancias en la ciudad que nos vio crecer cada vez son más cortas, pero sus ojos brillan de felicidad al partir. En el hospital donde trabaja le necesitan. Cientos de pacientes confían en él. Allí se siente útil. Derrocha amor por todos los poros.

La hermana Anastasia, en el barrio de Kasarani, en Nairobi, lucha cada día porque los antirretrovirales lleguen a los más pobres. Sus ojillos brillan de felicidad en su tez negra cuando cuenta que el sueño de su comunidad se está haciendo realidad.

A ellos no les sucederá como a tantos otros que jamás logran encajar las piezas del puzle de su vida. Van dando tumbos buscando la felicidad en lo material, en lo externo, en lo superfluo. Su vacío cada vez es más grande y profundo. Éste es el peor desamor que puede sufrir un ser humano. Recordé las palabras de la madre Teresa de Calcuta: «La soledad y el sentimiento de no ser queridos es la más terrible de las pobrezas». Qué triste y demoledor el sentimiento de los que nunca han dado nada de sí mismos, de los que nunca han amado ni han recibido amor.

Percibí un susurro.

—¿Estás ahí? —Gerardo intentaba decirme algo.

El amor a los más necesitados, como alimento y golosina para algunos grandes seres humanos, me había transportado muy lejos. Reí en silencio. Escribí en mi cuaderno: «¿En qué punto del temario estamos?». Gerardo, en respuesta, escribió: «Por favor, ámame poco, si quieres amarme mucho». Al ver mi cara de sorpresa, abrió mucho los ojos de forma teatral y volvió a escribir: «Vamos por el punto cuarto. Amor que respeta la autonomía personal, ¡¡SÍ!! Apego y dependencia limitadora y posesiva, ¡¡NO!!».

Comprendí la frase. Era el consejo propuesto por el profesor para las crisis de pareja. «Solemos confundir amor y apego», escribió mi jovial compañero a modo de resumen. Ahí enlacé de nuevo la argumentación.

«El apego es posesivo, limitador, egoísta. Se establece para llenar nuestras carencias y vacíos. Llena nuestra vida de obligaciones y condicionamientos. Mientras que del amor se presupone libertad, fantasía y apertura, del apego surgen problemas, desencuentros y dificultades para ser feliz. El apego enfría las relaciones y la pasión amorosa. Durante el enamoramiento no se echa de menos la independencia, pero cuando el amor se consolida y madura, cada miembro de la pareja necesita que se respete su espacio.»

El apego produce dependencia emocional, bien lo sabía yo.

El curso estaba resultando una magnífica terapia. Me estaba permitiendo tomar conciencia de mis temores. Mi cerebro había cerrado herméticamente los malos recuerdos. El miedo a enfadar, contradecir o molestar al padre de mi hija había marcado mi existencia más de lo que creía. Hasta ese verano no había dejado aflorar esas imágenes, esos sentimientos, esa dependencia emocional que me limitó durante años y que no había expulsado de mi ser.

No comprendía lo que me estaba ocurriendo. A gran velocidad, sin dolor, repasaba mi vida, analizaba y borraba un temor tras otro. Cada segundo que pasaba, me sentía más fuerte. Mi autoestima retomaba el lugar que nunca debió perder.

Apego, dependencia emocional y culpa. La maldita culpa.

«¡Una verdura sin sal es imposible de comer!», gritó Jorge en la cena. Se había acabado la sal. Él había estado toda la tarde sentado frente al televisor. Yo me había encargado de recoger a nuestra hija en el colegio, acompañarla a un cumpleaños, asistir a la reunión de la asociación de padres, recoger de nuevo a Lucía, pasear al perro y preparar la cena mientras planchaba. ¡Y no había sal! Convirtió una pequeñez en un drama. Y además la culpa era mía. «No gestionas bien tu tiempo», afirmó sin pensarlo.

Desde luego, el amor que este hombre me ofreció no cumplía los «tres factores» que plantea Walter Riso: emoción, razón y conducta.

¿Por qué recordaba justo entonces esa anécdota lejana en el tiempo? ¿Por qué mi mente no dejaba de escuchar, retener, analizar y procesar? ¿Qué mecanismo se había activado en mí? No daba con la explicación, pero la sonrisa brotaba una y otra vez en mi rostro desde que el psicólogo-profesor había iniciado el curso.

Había llegado la hora del descanso. El tiempo pasaba muy rápido.

—¿Tomamos un café frente al mar?

Accedí al instante.

 

 

Gerardo fue a por los cafés y yo le esperé en el mejor metro cuadrado de césped frente a la isla de Santa Clara. Allí sentada, me pregunté qué estaba haciendo. Un desconocido me hablaba, se sentaba a mi lado, me invitaba a un café y... ¡aceptaba en dos ocasiones! «Error», me dije. Pero allí estaba. Afortunadamente, Gerardo llegó enseguida; no me dejó tiempo para que volviera a considerarlo. Él se adelantaba a posibles negativas.

—Qué belleza —comentamos al unísono.

Nos miramos y soltamos una carcajada.

Bebimos el café sin palabras. La luz y el mar me aportaban paz. Mis miedos se iban diluyendo mágicamente, las olas los traían y con ellas morían. Sin dolor, suavemente, eran pasto de la arena. Quince minutos pueden suponer una mala experiencia o embriagar de placer. Se dio el segundo caso.

Observamos el horizonte. Nuestros compañeros empezaban a levantarse de la mullida hierba y en solitario o en grupo reiniciaban el camino de regreso al aula. Era hora de volver.

 

 

Cuando entramos, unos cuantos voluntarios estaban repartiendo varios folios grapados. Leí una frase en negrita: «Pongamos cara a los verdaderos enemigos del amor y también a sus mejores amigos o aliados». Me dio tiempo a leer el primer punto, donde se enumeraban treinta enemigos acérrimos del amor. En las siguientes horas íbamos a compartir opiniones y experiencias personales sobre dichos puntos.

Cuando finalizó el curso, escribí en un DIN A3 los enemigos reseñados. No llegué a enmarcarlos, pero los guardé. Encabecé el listado con una cita de Dostoievski. Me los aprendí casi de memoria. Todavía hoy con mis amigas los enumeramos. Los recordamos para no caer en ellos y para no permitir que nadie los cultive a nuestro lado.

 

«Enamorarse no es amar. Puede uno enamorarse y odiar.»

 

 

LOS ENEMIGOS DEL AMOR

 

1. El egocentrismo de quien no sabe valorar los deseos y sentimientos ajenos. Su ego desmedido pervierte la relación afectiva, el intercambio de afectos.
2. El apego enfermizo, caracterizado por un sentimiento obsesivo de retener, controlar y acaparar al otro convirtiéndolo en un objeto de su propiedad.
3. Los celos y el afán obsesivo de posesión terminan con cualquier relación por sólida que pueda parecer al principio.
4. La inestabilidad emocional y profunda, la insatisfacción con uno mismo. Las personas excesivamente cambiantes descargan al otro de energía y hacen difícil la vida amorosa.
5. El mal carácter, la irritabilidad, las malas formas. El mal humor, la antipatía, la vehemencia acompañan a personas resentidas que mantienen relaciones insanas.
6. El desequilibrio afectivo proyecta en las relaciones traumas de la infancia. Las personas que inician una relación sin haberlos solucionado complican la convivencia.
7. La negligencia, la poca atención, difícilmente puede potenciar el vínculo amoroso. La planta del amor necesita riego frecuente de atenciones; en caso contrario, se seca.
8. El proyectar en el otro los propios problemas, defectos o carencias.
9. El reproche recurrente. Siempre es estéril y acaba por minar el amor más firme. Es el mecanismo por excelencia del antiamor.
10. Los recelos y la paranoia por la que se proyecta en la persona amada el daño que le han causado relaciones anteriores traumáticas.
11. La necesidad acuciante de tener razón, no reconocer jamás los propios errores ni admitir las críticas. Quien se comporta así está lleno de soberbia.
12. La antipatía y la arrogancia perjudican todas las relaciones amorosas. Con personas así es casi imposible convivir.
13. La tozudez, la mezquindad y la codicia caprichosa, el no ceder jamás ante el otro, ataca a la esencia del amor y de la convivencia en pareja.
14. El chantaje y la manipulación del otro en beneficio propio provocándole sentimientos de culpa mediante un falso victimismo hacen imposible el amor.
15. La falsedad, la hipocresía, la deshonestidad hacen imposible el intercambio de sentimientos verdaderos y nobles. La mentira es la carcoma del verdadero amor.
16. Considerar al otro como un rival, un competidor al que hay que vencer y abatir.
17. El secretismo, la ocultación y el hermetismo de aquellas personas impenetrables que atacan con su actitud a todo aquello que propicia la intimidad y los sentimientos compartidos.
18. El desprecio y los reproches frecuentes y arbitrarios son una forma de sabotaje, crueldad y venganza.
19. El idealizar al otro y engañarse a sí mismo. No existe la persona perfecta.
20. Exigencias imposibles de cumplir y que llevan a quien las plantea a sentirse injustamente tratado, no correspondido y no amado.
21. El pesimismo crónico y paralizante. Es propio de personas tóxicas, desconfiadas y amargadas, que siempre se ponen en lo peor.
22. La tendencia a las habladurías y los cotilleos; la imposibilidad de guardar secretos y confidencias.
23. Arrogarse el papel de juez, de policía, de supervisor de la forma de comportarse del otro.
24. El ir «sobrado», de superior, de más listo que nadie y pisotear la dignidad de la pareja y los hijos.
25. El ser un desnaturalizado, despegado y hasta pasota; tan independiente que hace de su soledad una forma de vida.
26. Obsesiva necesidad de sentirse amado por todos, hasta el punto de anularse a sí mismo para conseguir que los demás le aprecien.
27. Profunda y permanente hostilidad, rayana en un soterrado odio hacia el otro, que se hace crónica y contamina todos los momentos de la vida.
28. Falta de honradez, de sinceridad, de respeto al otro. La consecuencia directa es la ausencia de confianza.
29. El comportamiento infantil, acompañado de escasa o nula paciencia y poca resistencia ante las frustraciones.
30. La percepción de que no haces nada bien y digno de reconocimiento por parte del otro. Los demás te felicitan, te valoran, pero la persona con la que vives sólo ve en ti errores.

 

«Los treinta enemigos del amor y de la convivencia en pareja a los que acabamos de poner cara —decía el profesor— casi siempre actúan en grupo, como las bandas de facinerosos. Todos ellos son agentes peligrosos y claros destructores del amor y de la convivencia. Una buena práctica, como trabajo personal, sería que los dos miembros de la pareja reflexionasen juntos sobre cada uno de estos enemigos. De ese modo podrían evitar que esos terribles enemigos afectasen a su relación amorosa.

»Como ejercicio para mañana, propongo que os preguntéis cuáles son para vosotros los verdaderos aliados del amor.»

El profesor dio las gracias a todos y se despidió.

—Según se es, así se ama.

Pensé que Gerardo se estaba superando.

—¡Inteligente frase! —exclamé.

—Oh, no es mía, es de Ortega y Gasset. Viene en el dossier del curso. Yo no soy demasiado original.

—¡Ah! —Maldije mi falta de tiempo—. No he podido ojearlo, ayer tuve que trabajar un ratito. Tenía que perfilar el editorial del próximo número —mentí piadosamente.

Charlando llegamos hasta la bifurcación del camino que separaba nuestros hoteles.

—Feliz tarde —dije, sincera—. Disfruta de lo que queda de día.

—Feliz paseo —se despidió Gerardo.

En mi ánimo quedó el deseo de proponerle que comiéramos juntos. Mi educación y mis recelos acallaron la idea.

Llegué al hotel. Al rato, retomé mi rutina y me encaminé al restaurante de hermosas vistas.

 

 

Solamente habían pasado dos jornadas del curso y me sentía renovada. Sentada en la terraza, a la misma mesa que el día anterior, miré la carta. Elegí dos platos con sugerentes nombres. El Gewürztraminer del Somontano me recordó en su posgusto el sabor y olor de mi casa. El placer de las buenas viandas y la magia del mar me alejaron de la realidad.

Me disponía a saborear el primer sorbo de té, cuando una mujer se acercó a mí.

—Somos compañeras de curso... —me dijo. Era morena y tendría unos cuarenta años—. Disculpa si te molesto.

Me levanté, le di la mano y la invité a sentarse. Se llamaba Ana, era terapeuta.

—¡Qué maravilla de ciudad! —comentó—. Hay una luz magnífica, renovadora.

No podía estar más de acuerdo con ella.

Charlamos de nuestra procedencia, nuestro trabajo, el curso y, finalmente, sobre el tema con el que iniciaríamos la tercera jornada.

—Cuando de verdad queremos que el otro sea feliz, no caemos en el sentimiento posesivo de «conmigo o con nadie». Creo que éste es uno de los grandes aliados del amor —dijo con vehemencia la terapeuta—. Si ya no quieres, si ya no te quieren, deja que el otro sea libre, deja que se vaya. No actives en tu interior la venganza y el odio.

—Creo que en muchas parejas hay un problema de falta de sensibilidad y de tacto —me animé a aportar—. Si somos sensibles, haremos lo posible por no herir, por no encadenar. Me gustaría que mi pareja me ayudase a crecer y se alegrase de mi evolución. Es parte de la atención que exijo en una relación.

—Fíjate, en las terapias con mis pacientes hablo de lo importante que es expresar el amor con caricias, abrazos y besos de complicidad y deseo. Insisto en la necesidad de procurar paz y felicidad al otro —dijo Ana con enorme convencimiento. Estaba claro que le apasionaba su trabajo—. Después de tanto tiempo aprendiendo de los errores ajenos, estoy totalmente de acuerdo con las teorías de nuestro profesor. La madurez emocional, el quererte a ti misma es fundamental para que tus relaciones amorosas funcionen. El amor a la pareja sólo será sano si nos conocemos y nos queremos profundamente a nosotros mismos. Queriéndonos podemos querer. Si somos humildes, aceptaremos nuestros fallos y los de los demás. No dogmatizar al otro fortalece a la pareja —concluyó.

Poco más restaba por añadir.

Cuántas personas interesantes hay en el mundo... En ocasiones nos cerramos tanto en nuestros círculos que coartamos la posibilidad de aprender de los «turistas accidentales» que llegan a nuestra vida.

Realmente la vista era espléndida. Dos verdes montañas protegiendo una isla cual escudo y la playa a nuestros pies. En ella morían y renacían olas de un azul aguamarina. Nos despedimos hasta la mañana siguiente, pero antes intercambiamos números de teléfono y direcciones de correo electrónico.

Había dado otro paso. Me dejaba llevar por el instinto. Confiaba en mí misma más de lo que creía. Empezaba a quererme un poco más.