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Reencuentros
Pensamos en los tipos de amor que habíamos relatado y sonreímos. La relación estaba completa.
Nos levantamos e iniciamos en silencio el camino hacia el interior de aquel monte mágico.
En aquel paseo tomé conciencia de que la vida me había ofrecido un hermoso regalo y yo no había sabido apreciarlo en su justa medida. Tenía a mi lado a dos amigos extraordinarios y a un hombre que me hacía feliz con su sola presencia.
Paso a paso, mi retina fue recordando todos los fotogramas que, unidos, constituían esa maravillosa y sorprendente historia de reencuentro con el amor. Sin duda, la más intensa y hermosa de cuantas había vivido.
Ambos éramos personas maduras con dolorosos desencuentros amorosos a nuestra espalda, con miedo al amor de pareja y con mucho amor para ofrecer, pero desde la premisa de la libertad.
Había conocido a Javier en una cena de trabajo hacía tres años. Yo solía ir a esos eventos acompañada de una buena amiga; una amiga protectora que convertía los actos más tediosos en momentos de sonrisas cómplices.
A mi izquierda se sentó un hombre interesante con unos ojos de un azul intenso. La cena poco tenía que ver con el sector empresarial en el que siempre se centran mis artículos, así que todos aquellos profesionales eran para mí desconocidos.
A lo largo de la noche, entre platos y sonrisas, fui descubriendo que había muchos puntos de unión entre aquel compañero de mesa y mis aficiones, incluso mi trabajo. Javier era restaurador, amaba el teatro y la buena música.
El tiempo transcurrió rápido. La cena finalizó, nos despedimos y quedamos en que nos llamaríamos para ver juntos una buena obra clásica.
Pasaban los meses y la cita no se fijaba. El día a día, el recelo, la timidez, se sobreponían a la valentía de un reencuentro. ¿Por qué? Yo tenía claro que aquel hombre me había impactado. Me atraía su mirada, sus suaves e inteligentes razonamientos, su facilidad para despertar mi sonrisa. Y ése era el motivo fundamental de mi cobardía a la hora de marcar su número de teléfono.
En ese tiempo, sólo una fugaz aventura consiguió borrar el recuerdo de Javier y la cita pendiente. Una aventura que activó todavía más mi recelo hacia los hombres, que me alejó de nuevo del amor de pareja, que me hizo cimentar poderosamente mi convicción de que la soledad era el estado más satisfactorio y menos peligroso para mí.
Por suerte, esa relación no fue lo suficientemente sólida y dolorosa como para cerrarme el corazón ante el sentimiento amoroso.
Un sábado cualquiera avancé por el pasillo del patio de butacas y tomé asiento. Mis amigas habían decidido pasar el fin de semana con su familia y yo tenía una entrada para lo que preveía sería una buena tarde de teatro. Así fue: buen texto, buenos actores e impecable dirección. Al terminar, aplaudí con ganas. Luego me levanté y me encaminé hacia la salida. Al atravesar la puerta de la sala, una mano apartó la cortina y me dejó paso. «Gracias», dije automáticamente. «De nada. Qué alegría volver a verte», me respondió una voz conocida. Era Javier.
Sin saberlo, de manera inconsciente, nos habíamos citado en el teatro.
Charlamos animadamente en el vestíbulo hasta que los acomodadores nos dijeron que tenían que cerrar. Fuimos a una cafetería cercana, tomamos un delicioso arábico y nos despedimos.
La siguiente cita no tardó en llegar. La química entre los dos era potente, y «el miedo al miedo» del sentimiento se iba diluyendo en cada llamada, en cada encuentro.
Desde hace seis meses nuestras citas son más frecuentes y más intensas. Nos estamos conociendo despacio, sin el atracón del enamoramiento. Sí, estamos enamorados, pero con la prudencia de la experiencia, con la precaución de no cometer errores anteriores. Dejar respirar al otro, tener un espacio propio, no forzar nuestra presencia en los círculos de amistad o de trabajo ajenos, y seguir viviendo cada uno en su hogar son las bases de una relación que se va consolidando día tras día.
En relaciones anteriores siempre había dejado que la generosidad del amor a la pareja me quemase. El amor al otro me había hecho descuidar el amor a mí misma. Mi amor era tan generoso que acababa volviéndose contra mí y me creaba una sensación de no ser amada, de estar dando demasiado.
Me había prometido no volver a cometer ese error. Darme al ser amado, sí, pero sin olvidarme de mí misma. Quererme para querer. Entregar sin esperar nada a cambio pero regalándome a mí misma mucho amor.
Javier también me habló de relaciones tóxicas en su vida. De haberse dado en demasía, de encontrar en el camino a mujeres que le habían amado con mayor o menor intensidad. En un par de ocasiones, se había precipitado y había iniciado una vida en común con la mujer de la que se había enamorado a las pocas semanas de conocerla. La falta de conocimiento del otro en la convivencia diaria generó malestar y éste finalmente derivó en desamor.
Javier y yo nos habíamos encontrado en el momento justo. En un punto de nuestro desarrollo vital en el que nos conocíamos a nosotros mismos, nos respetábamos y sabíamos lo que queríamos. Un momento en el que deseábamos amar y ser amados.
Vacaciones juntos, vida diaria separada y maravillosos encuentros sorpresa. Una relación ideal para dos seres que habían creído que no volverían a hallar el amor de pareja.
En una pausa que hicimos en el sendero del Moncayo, miré a Javier y recordé el día en que decidí dejar la cobardía a un lado y apostar de nuevo por el reencuentro con el amor. Fue en un viaje de trabajo a Madrid. Me gustaba acercarme a lugares que me aportaban felicidad. En la cuesta de Moyano comencé a mirar los lomos de los usados libros. El sol era intenso y daba calor a la mañana. De pronto, tres casetas más arriba, mis ojos se abrieron con fuerza. No podía creer lo que estaba viendo.
Lo cogí con manos temblorosas. Lo abrí por la portada y pasé una página en blanco. El tiempo no había borrado la dedicatoria. Por primera vez en veinte años volví a leerla. Sentí cada palabra con pasión. Parecía que el azar, hostil en ocasiones, me enviaba una señal.
Me acordé de la primera vez que me adentré en las páginas de aquel hermoso libro..., las noches que pasé en vela porque esa historia me tenía atrapada... Mis ojos brillaron al recordar con qué delicadeza redacté la nota que confería a ese ejemplar el valor de ser único, el papel de seda verde que un día lo envolvió, el amor con que lo regalé...
El libro y su destinatario desaparecieron de mi vida en otoño. Fue un final doloroso, pero no traumático. Con el tiempo hubo más libros, más destinatarios.
Tomé el tren de vuelta a casa. Al llegar, extraje de un cajón un pliego de papel de seda verde. Envolví de nuevo el ejemplar. Una llamada telefónica y un cambio de vestuario.
Empujé la puerta del Gran Café sabiendo que el libro que tenía en mis manos y el hombre que me miraba intensamente desde una mesa eran lo que siempre había soñado compartir.
Atravesé el salón y en unos segundos mi mente evocó algunas líneas:
Laberinto mágico de palabras, camino plagado de ideas y sentimientos, cofre de sorpresas en cada página.
No hay mal que no mitigue un libro.
Laberinto mágico de palabras que en nuestras manos pasan de ser papel a dar vida, avivan el seso y despiertan. Libros que ni la utopía del viento dejará relegados a un rincón. Continentes que narran historias que nos hacen volar, reflexionar, reír, llorar o enamorar.
Ahora sí estaba segura. Había hallado mi novela favorita sin buscarla. Pensé en Javier y me prohibí los miedos. Como decía el inicio del libro, apostaría por la felicidad para ser feliz.
Un abrazo, un beso y un libro bajo la verde seda se reencontraban con la vida.
Javier era el hombre de mi vida. Sin prisa, con naturalidad, con amor sereno, no exento de pasión, se ha forjado un reencuentro de felicidad inmensa que se refuerza en cada cita.
Somos dos profesionales adultos con la agenda bastante llena, pero una llamada, un mensaje, una sorpresa al finalizar la jornada son un potente motor de energía para nuestro amor. «Hola, Inés, ¿cómo ha ido el día?» «Muy bien, estoy en casa terminando un artículo...» «¿Me invitas a cenar?» «¡Por supuesto!» «Pues abre la puerta, que estoy en el rellano. Espero te gusten los aperitivos tailandeses...» Citas inesperadas que aportan dosis extra de felicidad.
Dar vida a la vida diariamente es la única fórmula mágica para que el amor perdure. Es posible que cinco días sin el abrazo y sin los besos de tu pareja te parezcan eternos. El secreto es sentir cerca al ser amado, sentir su presencia en el corazón aun en la distancia. Si el amor es puro, el reencuentro será poderoso. Si el amor es puro, la distancia jamás será olvido, al contrario, reforzará la unión de cuerpos y almas.
El respeto, el amor a la libertad del otro y la comprensión son armas para que la relación amorosa perdure. Así lo habíamos entendido y lo estábamos poniendo en práctica. Un noviazgo permanente sin más objetivo final que ser felices era el camino hacia nuestra Ítaca.
Javier y yo tenemos unas familias extraordinarias a las que conocemos en la distancia. Mantenemos grupos de amigos diferentes y en contadas ocasiones los compartimos, nuestros círculos laborales no están conectados, y ningún factor externo se interpone en nuestra relación.
La lealtad forma parte de nuestro nunca firmado pacto de amor. No hablamos de ella, la damos por hecho. Nunca ha sido necesario un interrogatorio ante un: «Esta noche no puedo acompañarte». Seguro que detrás hay un buen motivo, sea el trabajo, la necesidad de descanso o la familia. Ponerse en la piel del otro es fundamental para no herir el principio de lealtad. Y eso es algo que los dos hacemos a diario.
Hay muchas parejas que viven su relación de esta manera. El paso del tiempo afianza su amor. Conozco alguna que lleva más de treinta años de historia de «noviazgo permanente». Toda una vida juntos pero separando lo cotidiano, lo que en muchas ocasiones estropea la base del amor. Son parejas que evitan que sus costumbres, sus manías, sus gustos sean temas de discusión diaria. La convivencia diaria es uno de los altos escalones que pueden herir al amor, por muy afianzado que se halle.
Respeto, lealtad, generosidad... AMOR es lo que sentimos, lo que siento por Javier y lo que él siente por mí.
A lo largo del fin de semana descubrí que en el ecuador de mi vida sólo dejo que el amor me guíe. El amor de pareja que estoy aprendiendo a conocer y a edificar con Javier. El amor de gran amistad de Ana y Gerardo. Y el amor que he recibido de las personas que acompañan mi biografía. Siento el amor que irradian los ojos de quienes entregan su vida al servicio de los demás, los que aman su profesión y con amor la ejercen, el amor a los amigos, a la familia, el amor sin edad y el amor más generoso hacia nuestros hermanos menores los animales.
Las historias que había escuchado y anotado en mi cuaderno eran ejemplo de amor intenso, profundo, con convicción. Personas anónimas que son ejemplo de generosidad, de profesionalidad, de esfuerzo por mejorar el mundo y sus circunstancias.
Todos hemos hallado en nuestro camino seres con los que hemos sentido una cercanía especial de inmediato; seres que nos provocan buenas vibraciones; seres que despiertan en nosotros una sonrisa sin que sepamos por qué. Son personas llenas de amor en sus diferentes versiones. Hombres y mujeres que poseen una luz especial. Debemos acercarnos a ellos y olvidar a quienes tienen el egoísmo por bandera. No se aman a sí mismos y la infelicidad les persigue en cada acto. Su vida cambiará cuando encuentren la fuerza del amor.
Nuestra vida es amor, es la energía más potente, es el quinto elemento.
Sólo cuando descubrimos eso, renacemos.
Me aferré a la mano de Javier y respiré profundamente.
Ana y Gerardo charlaban y reían a escasos metros de nosotros. Su complicidad era también amor.