Capítulo XIII: ULTIMÁTUM
—¡TELEPATÍA!
Vaughan no tenía conciencia de si hablaba en
voz alta. La palabra se exhaló de sus labios al darse cuenta de lo
que estaba ocurriendo. Pero era algo más que telepatía; el sistema
de comunicación era más complejo que la simple impresión del
pensamiento de una mente a otra mente. Algo real se formaba en su
cerebro: una imagen mental, con colores, olores y sonidos. Era como
si se trasladara a otro orbe y Vaughan comprendió que la imagen que
veía era otro mundo.
Un firmamento azul brillante se extendía
sobre él; un azul luminoso, resplandeciente. Había una gran
extensión de verde vegetación, sembrada por la luminosidad de
bellas flores, y murciélagos, millones de murciélagos llenaban el
aire con el fragor de sus alas. Vio edificios, naves espaciales,
varias construcciones. Hacía mucho más calor que en la Tierra y la
atmósfera respirable era pesada debido al hedor de los
animales.
El paisaje cambió. Ahora se hallaba en el
espacio, en lugares lóbregos entre mundos, con estrellas brillando
por encima suyo. Le pareció que podía reconocer las constelaciones,
pero no pudo fijar su exacta identidad; tenía la impresión de que
veía aquellos astros a través de los más potentes telescopios de la
Tierra.
La escena cambió de nuevo. Ahora se
precipitaba de una a otra estrella, acercándose a un planeta
iluminado por un sol parecido al de la Tierra. El planeta podría
ser la Tierra; pero él sabía que no era así, porque era el único
que giraba alrededor de su estrella. Se movía por encima de su
superficie; debajo se extendía una selva virgen que despedía
vapores desde sus pantanos y que estaba constituida por árboles
inmensos. En la selva había criaturas vivientes: murciélagos.
Éste era el país de los murciélagos desde
hacía millones de años. Había otros seres que ya se han extinguido
en nuestro planeta; mitad peces, mitad animales; y monos. En
aquellos remotos tiempos los murciélagos no eran distintos de los
de la Tierra: aunque empezaban a evolucionar, aumentando de tamaño.
Pasaron centurias y pudo ver las luchas para sobrevivir en una
batalla de superación de la raza.
A Vaughan le maravilló que el capricho del
azar hubiese decidido que fuera el Hombre quien se alzara como
dueño de la Tierra, al igual que los murciélagos lo hicieran en
este otro mundo tan extrañamente similar. Intentó imaginar qué
hubiese sido de la Tierra si alguna otra especie hubiera adquirido
el poder en lugar del Hombre...
Al igual que se suceden las generaciones,
era obvio que los murciélagos estaban destinados a regir su mundo
particular. Las demás formas de vida, o se sometían o desaparecían.
Vaughan buscó las aglomeraciones de los monos, esperando que
hubiesen evolucionado. Pero no era así: la chispa de la
inteligencia que había erigido al Hombre por encima de los demás
animales, no existía allí. Eran los murciélagos gigantes los que
habían conseguido el dominio.
Luego vio el planeta despojado de minerales
por las máquinas. Habían hecho su aparición la fuerza atómica y los
proyectiles espaciales. Se estaba desarrollando un período de
colonización: los murciélagos volaban hacia otros lugares donde
poder vivir, y alejándose cada vez más, despojaban a otros mundos
del metal que les era necesario.
Había nacido un imperio interestelar. Los
metales se acumulaban dentro de su propio planeta y se convertían
en nuevas naves y nueva maquinaria.
Los murciélagos no descansaban jamás.
Sentían un desasosiego que les llevaba de una a otra estrella. No
existía un estado intermedio. Mientras eran jóvenes se divertían y
disfrutaban de una vida sin preocupaciones: éstas las aceptaban
gustosos los padres. Luego, en una noche, ocurría el cambio.
Este momento llegaba cuando los murciélagos
adquirían su fuerza telepática. Este don permanecía latente hasta
la madurez; y cuando llegaba a la cima de su juventud se
posesionaba de la inteligencia de la raza. Dejaba de ser un
individuo y se convertía en exponente de la raza: esta súbita
revelación esclavizaba ciegamente su personalidad.
Su inteligencia nacía en este instante. De
ser un animal que se satisfacía sólo con su existencia, se
convertía en un animal poseído de algún propósito. Donde antes sólo
existían algunos vestigios de lucidez, ahora afloraban nuevos
canales que convertían sus cerebros en otros capaces de una
increíble inteligencia.
Al mismo tiempo que adquirían esta habilidad
para comunicarse por medio de signos mentales, empezaban a poseer
un exclusivo control sobre la materia. Podían mover los objetos con
sólo el pensamiento, trasladarlos de un lugar a otro y éste era el
poder que les daba preeminencia sobre los demás animales de la
creación incapaces de tales fuerzas magnéticas.
Vaughan estaba aturdido ante la súbita
revelación de lo que había ocurrido en la Tierra. Los murciélagos
teletransportaban uranio, oro o
cualquier otra cosa que necesitaran, desde los almacenes a las
naves espaciales. Podían trasladarse a sí mismos a través de los muros más sólidos. Su potencia
telepática no conocía límites.
El profesor Stanley había sido teletransportado en el aire, y cuando faltó el
control, cayó y murió. La barra de plata que había caído podía
haber sido un accidente; lo que demostraba que el teletransporte
estaba sujeto a estrictas limitaciones físicas. Los murciélagos
sólo podían usar de su control telepático sobre cortas distancias:
por esta razón les eran necesarias las naves del espacio.
Sus naves y sus mecanismos parecían sin
mandos porque toda la maquinaria estaba construida y actuaba por
medio de ondas telepáticas. La cabeza de Vaughan daba vueltas a
medida que sus deducciones le llevaban a tales conclusiones. Un
murciélago podía llevarle adonde quisiera únicamente «pensándolo».
El piloto de la nave que les había llevado a la Luna nunca fue
visible porque él mismo se teletransportaba de una a otra
habitación, sin que pudieran verle ni Vaughan ni Ann.
Y ahora, la vanguardia del imperio de los
murciélagos gigantes había alcanzado la Tierra. Tomaban los metales
que necesitaban. Uranio para alimentar sus pilas, metales diversos
para construir nuevas naves. Todo ello parecía normal, dada la
manera de ser de los murciélagos y pese a su apariencia. Se
limitaban, simplemente, a buscar lo que necesitaban, considerando
que las demás formas de vida carecían de importancia. Cogían lo que
precisaban y la fuerza de su pensamiento hacía imposible cualquier
oposición.
La Tierra estaba a
punto de ser conquistada sin que un solo fusil fuera
disparado.
El sudor cubrió el rostro de Vaughan. La
Humanidad sería humillada por los murciélagos gigantes y batida sin
posibilidad de lucha. ¿Qué podían hacer los hombres contra unos
seres que tenían tal poder? Nada... absolutamente nada.
Nuevas imágenes se formaron en su mente. El
viejo murciélago no había terminado aún.
El problema del agua estaba solucionado. La
traían de los asteroides en sus naves: grandes témpanos de hielo
flotando en el espacio, capturados por teletransporte y llevados a
la Luna donde se licuaban.
Era evidente que el pueblo-murciélago no se
detendría ante nada para realizar sus planes, despojando a la
Tierra de sus depósitos de metal. Ellos habrían preferido trabajar
en secreto; pero como habían sido descubiertos ya no era posible
ignorar sus incursiones; por tanto, los pueblos de la Tierra tenían
que comprender que desde ahora ya no serían los dueños de su
planeta. Éste era el motivo por el cual Vaughan y Ann habían sido
llevados a la Luna. Regresarían para llevar su ultimátum.
¡Trabajar, o ser
exterminados!
¡Trabajar para los murciélagos! Las minas de
metales tenían que pasar a manos de los habitantes de otro mundo.
La Tierra iba a convertirse en una colonia esclava; nunca más sería
dueña de su destino. Ahora, los dueños eran la raza
murciélago.
Se haría una demostración de fuerza a los
seres de la Tierra. Una ciudad sería atomizada: París. El bello París, ciudad romántica y bella,
la sonrisa del mundo. París, la ciudad que había resistido a un
invasor tras otro iba a ser aniquilada para demostrar al mundo que
la ley de los murciélagos tenía que ser acatada. Una bomba de
hidrógeno sería teletransportada al corazón de la ciudad y haría
explosión. Una bomba que sería robada de los almacenes
terrestres.
Éste era el ultimátum y estaba ya dispuesta
una nave para devolver a Ann y a Vaughan a la Tierra para que
llevaran el mensaje fatal.
Cesó el contacto mental y Vaughan volvió a
tener conciencia de lo que le rodeaba. La cueva, la gran cúpula en
lo alto... Tenía que hacer un esfuerzo para recordar que él mismo
se hallaba en la Luna.
El viejo murciélago abrió las alas, voló y
desapareció de su vista. Vaughan miró a Ann. La cara de la joven
estaba pálida. Cogió su mano y se la apretó; pero no encontró
palabras que pudieran corresponder a aquella situación.
En lo alto de la cueva los murciélagos
colgaban cabeza abajo, espiándoles: no era su mundo el que caminaba
hacia el fin. El piloto esperaba. Vaughan se levantó y cogiendo a
Ann de la mano se encaminó hacia la nave.
Subieron a bordo y el piloto desapareció por
la rampa que conducía a la cúpula de control. Las puertas se
cerraron. Vaughan estaba frente a una ventana mirando la colonia.
Era la última vez que la vería; el cráter y las hileras de naves
espaciales alineadas y dispuestas para emprender el vuelo.
Las paredes metálicas se deslizaron
silenciosamente cubriendo las ventanas y dejando la habitación
sumida en la obscuridad. Vaughan y Ann se tumbaron en el suelo para
el despegue. Vibró la estructura metálica y les pareció como si una
mano gigante les apretara contra el suelo. La nave se elevó, cruzó
a través de la atalaya y se dirigió hacia el espacio.
Al cabo de algunos minutos cedió la presión
y se abrieron de nuevo las ventanas. Mirando hacia atrás, Vaughan
vio la negra sima del cráter que disminuía volviéndose más y más
pequeña a medida que la nave ascendía. El inmenso cráter llegó a
ser un punto insignificante.
El redondo disco de la Luna se mostraba
medio brillante medio en sombras, con hendiduras y cráteres
hiriendo una superficie carente de aire.
¡Un mundo muerto! Pero la amenaza que de
allí venía era demasiado real.
Ann hizo un movimiento de cabeza apartándose
de la ventana.
—Con esta amenaza ha desaparecido todo lo
bello —dijo lentamente—. Jamás nos sentiremos seguros al contemplar
las estrellas.
—Lucharemos —dijo Vaughan—. Debe existir un
medio y lo encontraremos.
Ella se estremeció:
—¡Si por lo menos tuviésemos tiempo de
evacuar la ciudad! — Estaba pensando en París y sus suburbios, con
sus cinco millones de habitantes que vivían bajo la amenaza de una
muerte repentina.
—Es... —no encontraba la palabra—. ¡Es
inhumano!
Realmente no era humano, pensaba Vaughan. No
podemos esperar que sientan como nosotros. Tienen distintas
mentalidades... pero; ¿es que realmente eran tan distintos, después
de todo? Es que él, Hombre, ¿hubiese dudado en exterminar a los que
se metieran en sus asuntos? ¿Acaso la bomba de hidrógeno que iba a
estallar en París no procedería de los almacenes militares de la
Tierra? Encontró terriblemente irónico que las armas más
devastadoras de la Tierra, dispuestas para la guerra entre las
naciones, fueran a volverse contra el mundo entero.
Tal vez a Irwin se le ocurriera decir que la
raza murciélago tenía sentido del humor; pero Vaughan comprendía
que los murciélagos eran los únicos que podían tener la última
palabra.
La nave dio un giro. La vieja y familiar
cara de la Luna se destacaba con claridad; la Tierra parecía un
disco rutilante entre las estrellas. El espacio era negro y ya no
parecía maravilloso: era oscuro y amenazador. ¿Qué otros horrores
permanecían ocultos entre las estrellas?
Vaughan se sintió pequeño e insignificante.
Tal vez se tratara del fin de la Humanidad. Pero, ¿podía ser esto
motivo de preocupación? Entre tantos mundos, ¿podía notarse
siquiera la destrucción de una determinada forma de vida? No podía
estar seguro.
De repente, Ann, exclamó:
—Después de lo de París, confiarán en
nosotros.
Él se entretuvo en llenar su pipa y la
encendió, notando, sin preocuparse, que su petaca estaba casi
vacía.
¿Acaso los murciélagos no poseían ninguna
clase de armamento?
La pluma era más fuerte que la espada... el
poder de la inteligencia, al parecer, era más potente que cualquier
armamento. Iba a ser muy difícil que los gobiernos dieran crédito a
los hechos mientras París no desapareciera en holocausto.
Vaughan suspiró. Jamás dos personas
lograrían mayor impopularidad que la que les esperaba a él y a Ann
cuando llegasen llevando el ultimátum de la Luna.
Las ideas relampagueaban en su cerebro.
Supongamos que no se encuentra medio para vencer a los invasores.
¿Se podría imaginar una Tierra cuando ellos se hayan ido? Una
Tierra desprovista de depósitos minerales. ¿Qué vida podría
desarrollarse en estas condiciones? La imaginación no podía
resolver los problemas que se estaba planteando.
Transcurrían las horas. La Luna retrocedía y
la Tierra crecía en tamaño, llenando las ventanas con su tamaño
monstruoso. Se distinguían los continentes; los océanos se
presentaban en su forma familiar. Dentro de poco aterrizarían con
sus noticias y la batalla desesperada por la supremacía del mundo
iba a comenzar. Vaughan pensaba en lo que habría ocurrido durante
su ausencia. Los murciélagos no habrían estado ociosos: otros
stocks habrían desaparecido. ¿Habrían
unido sus fuerzas Rusia y los Estados Unidos, o seguirían
peleándose? La unidad era indispensable... de lo contrario, ¿cómo
podrían ser vencidos los invasores? El teletransporte era algo raro
y desconocido, un arma de una fuerza terrible y contra la cual no
había manera de defenderse. Pero se lucharía: fuese como fuese, los
hombres de la Tierra devolverían golpe por golpe a los invasores La
Historia no había sido nunca otra cosa que una larga lista de
batallas por la libertad.
Ann deslizó su mano entre las suyas,
mirándole con una sonrisa desfallecida:
—Parece como si todas las preocupaciones del
mundo hubiesen caído sobre tus espaldas. No te aflijas de ese modo.
Encontraremos solución.
Le besó y se arrojó en sus brazos.
—Después de todo —dijo— no son más que seres
inferiores. Murciélagos muy parecidos a los nuestros, aunque más
grandes. Son inteligentes y pueden usar su cerebro en forma que
nosotros desconocemos; pero siguen siendo animales. Pese a su
telepatía, son limitados. Comen, respiran y son emotivos. Crían y
cuidan a sus hijos y parlotean entre ellos. En alguna parte deben
tener su debilidad... ¡y la encontraremos!
La cúpula, pensaba Vaughan. Es la cúpula la
que recoge el aire y hace posible la vida de la colonia.
¡Destrozándola volveríamos a la situación anterior! ¿Podrían los
científicos de la Tierra construir un proyectil que alcanzara el
otro lado de la Luna? Éste era un medio para vencerlos y se sintió
más tranquilo al descubrirlo.
A través de las ventanas el Sol salpicaba de
luz el obscuro vacío que les envolvía. La Luna había disminuido y
la Tierra aparecía al frente. Podían verse formaciones de nubes
como inmensos copos de nieve impulsados por una invisible marea. La
nave descendía...
Vaughan y Ann se tendieron en el suelo
anticipándose al aterrizaje. Brillaban las estrellas sobre sus
cabezas; luego, se cerraron las ventanas. La presión se hizo más
fuerte a medida que la nave resistía a la fuerza de la gravedad. La
obscuridad era como un velo asfixiante que les cubriera: un velo
que pesaba más y más a cada segundo.
Al acercarse a la tierra la nave disminuyó
su velocidad.
La boca de Vaughan se abría sin querer,
desesperando de encontrar aire. Su cerebro se retorcía en espiral,
llevándole a la inconsciencia. Sudaba luchando contra ello y se
daba cuenta de la vibración de la nave: el metal ahondábase y
gemía, y su sonido retumbaba en su cabeza dolorida.
Descendía, descendía... acrecentándose la
presión continuamente. Intentó coger la mano de Ann, pero su brazo
estaba sólidamente pegado al suelo, inmóvil. Los murciélagos
resistían mejor que los hombres el paso de la disminución de
velocidad a la aceleración.
¡La Tierra, el hogar, París! ¡Evacuar París!
Las palabras surgían desconcertantes dentro de su cerebro. Tenía
que serenarse, buscar un teléfono y avisar a las autoridades de
París. Tal vez no dispusieran de mucho tiempo para salvar cinco
millones de personas...
No pudo hacerlo. Creció rápidamente la
gravedad y le sacudió. La obscuridad le cercaba y se lo tragaba
como las aguas al hombre que se ahoga. Cayó en la profundidad de un
abismo Sus nervios en tensión protestaban... Evacuar París...
Luego, nada.