Capítulo IV: NOTICIAS

EL timbre del teléfono sonó con insistencia chillona. Vaughan se despertó sobresaltado buscando a tientas y con torpeza el receptor colocado encima de la repisa de su cama:
—Hello!
—¿Neil? Aquí, Ann. ¿Ha visto usted los titulares de esta mañana?
Se incorporó alerta, apartando las sábanas:
—No. ¿Qué ocurre?
—Ha ocurrido algo muy raro en un edificio abandonado del Bankside. Creo que deberíamos investigarlo.
Vaughan reflexionó con presteza:
—Muy bien. ¿Ha desayunado usted ya? ¿No? Bien, venga en seguida, la invito y luego saldremos juntos.
Y añadió:
—Oiga, Ann.
—¿Sí?
—Tiene usted una voz preciosa.
Sonó una alegre carcajada y el ruidito característico indicando que Ann había colgado antes de que Neil pudiera decir:
—Y también es usted una muchacha encantadora.
Llamó al camarero que estaba de servicio en su piso y le pidió que le enviara un periódico. Se lavó y vistió rápidamente.
Al abrir el periódico leyó en los grandes titulares:
«¡DRÁCULA EN LONDRES!»
Seguía una reseña espeluznante de los misteriosos sucesos ocurridos en un edificio abandonado del Bankside. Un guarda de noche, Bill Clark, había sido encontrado moribundo por un policía al que atrajeron al lugar del suceso los aullidos de su perro. Nada se sabía en concreto; pero las letras del periódico eran de tipo mayor al reproducir las últimas palabras pronunciadas por Clark, antes de su muerte:
«Murciélagos gigantes», y repetía una y otra vez: «Vuelve Drácula».
El periódico afirmaba que Clark era hombre de buenos antecedentes y que no se le conocía ninguna afición por el alcohol. Se suponía que, por algún motivo desconocido, se había subido al techo del edificio desde donde habría resbalado y caído.
No era, para Vaughan, una lectura agradable para antes del desayuno. Ni tampoco le gustaban tales lecturas. Además, pese a que Ann le dijo que deberían investigar el caso, él no comprendía cómo podrían hacerlo.
Ordenó el desayuno para dos y esperó.
Quince minutos más tarde llegó Ann Delmar, tan fresca y jovial como siempre.
Vaughan gruñó:
—Parece que hay ciertas personas que no sienten la necesidad de dormir y nunca creí que usted formara parte de ellas.
Ella levantó una ceja y rió:
—¡Caramba, Neil! Estaba segura de que era usted uno de estos atletas que corren alrededor de una pista al despuntar el alba. ¡No desilusione a una pobre chica de este modo!
Había traído consigo su periódico, que no era el mismo que tenía Vaughan y compararon las dos versiones de la historia. Ambos hechos coincidían, pero cada redactor había dado su propio criterio al aspecto horrible del asunto. Vaughan estaba perplejo y enojado:
—Bien —empezó—, qué...
Pero la llegada del desayuno postergó las discusiones. Ann despachó el «bacon» con huevos con un entusiasmo digno de su nacionalidad americana. Al terminar la comida, Neil se irguió y miró burlonamente a su compañera.
—Ahora, espero que usted me diga porqué diablos tenemos que ir a Bankside.
—No existe ninguna razón —dijo ella—. Se trata, simplemente, de una corazonada. Intentamos encontrar una solución a un misterio imposible. Los murciélagos gigantes son otro imposible. Será por esto que mi intuición me indica que éste es un camino que debemos desbrozar.
Neil cruzó la habitación para acercarse al teléfono y llamó a Scotland Yard. Cuando obtuvo contestación preguntó por el superintendente Millet. Hubo una corta pausa, y luego:
—¡Hello Neil! Hace mucho tiempo que no me llamaba, ¿qué ocurre ahora? Nada agradable, supongo...
—¿Puede usted darme alguna información secreta sobre lo ocurrido en Bankside la última noche?
El superintendente pareció sorprendido:
—¡No me diga que el M. I. 5. se interesa por los murciélagos gigantes! —Una risa ahogada se dejó oír a través del receptor—. Usted sabe mejor que nadie que no se puede dar ningún crédito a una historia periodística. ¿Qué significa esto? ¿Se trata de una broma?
—Hablo en serio —insistió Vaughan—. Puede estar relacionado con el caso que estoy investigando.
—No corte —dijo Millet—. Voy a ponerme en comunicación con el agente encargado de este asunto.
Vaughan esperó y se volvió hacia Ann.
—Bob Millet es un viejo amigo — aclaró—. Es muy útil tener un contacto personal con el Yard. Ahorra mucho tiempo y evita perderse entre la barahúnda de los expedientes.
Millet estaba de nuevo al aparato.
—Lo siento, Neil, no puedo servirle de mucho. En verdad los hechos son escasos y no hay más detalles que los que ya han publicado los periódicos. Aquí tenemos la impresión de que la muerte de Clark fue debida a un accidente. —Hizo una pausa—. ¿Cree usted que vale la pena seguir investigando?
—Me gustaría echar un vistazo a este edificio vacío; ¿puede usted arreglarlo?
—Desde luego. Estaré con usted dentro de veinte minutos. ¿Le parece bien?
—¡Perfecto! — dijo Vaughan, y colgó el aparato. Mirando a Ann, añadió:
—Espero que no se trate de una tontería. Bob no me perdonaría que le hiciera perder el tiempo.
Salieron del hotel y Vaughan condujo su Daimler a través del tráfico de Londres. Cruzaron Southswark Bridge y rodaron en dirección paralela al río.
Ann, señalando con el dedo una cúpula majestuosa por encima de un bosque de mástiles, preguntó:
—¿Es St. Paul, Neil?
—Sí. Recuérdeme que tengo que acompañarla a verla a la primera ocasión.
Paró el coche al distinguir al superintendente Millet que estaba aguardándoles en la acera. Saltó, y le estrechó las manos.
—Bob, te presento a Ann Delmar, una americana que trabaja conmigo.
Millet sonrió tristemente. Era un hombre joven, entre los treinta y los cuarenta años, bien afeitado, de buena complexión y con unos ojos azules muy infantiles que no parecían responder a la idea que uno tiene formada de los hombres de Scotland Yard.
—Pertenezco a uno de los peores departamentos —refunfuñó—. Nunca pude conseguir que alguien tan delicioso trabajase conmigo. Es un placer conocerla, miss Delmar.
Se les unió un policía que estaba de guardia en el edificio abandonado, y entraron.
—No sé lo que puede usted encontrar aquí —hizo notar Millet—; pero sea lo que sea, espero que podremos colaborar. Supongo que no puede darme detalles sobre la índole del trabajo que está realizando, ¿verdad?
Vaughan movió la cabeza.
—Lo siento, Bob. Todavía no.
El superintendente hizo una mueca.
—¡Todavía no... ni nunca! Los agentes del M. I. 5 son tan poco comunicativos como una pared encalada.
Vaughan echó un vistazo a su alrededor. Dedujo que aquello debía de haber sido, en otros tiempos, un almacén. El suelo estaba cubierto por una capa de polvo, las paredes desnudas, y en lo alto, por encima de las ventanas, las vigas atravesaban el techo de punta a punta.
—Después que usted llamó por teléfono ocurrió algo nuevo —dijo Millet—. El puesto de policía del distrito tenía que investigar algo sobre este local, o mejor dicho, sobre el hombre que lo alquiló hace algunas semanas. Parece ser que firmó un contrato de arrendamiento de estos edificios por el plazo de un año y pagó en el acto. El caso es que pagó con billetes que habían sido robados en un Banco cercano a este lugar sin dejar ninguna pista. Míster Smith —éste es el nombre que dio— tampoco dejó rastro alguno. Todavía no lo hemos localizado.
Vaughan estudiaba las señales sobre el polvo. Se notaba perfectamente el lugar donde Bill Clark y su perro habían estado. Luego miró a lo alto del techo, examinándolo.
—Si se cayó, Bob... ¿cómo diablos se levantó de aquí antes?
Millet asintió, preocupado.
—No puedo comprender cómo lo hizo. Supongo que la investigación tendrá que abrirse de nuevo. Ha marcado usted un buen punto, Neil. No puedo entender cómo pudo hacerlo.
Vaughan se dirigió al policía:
—Necesito echar una ojeada allá arriba —dijo—. Vea si en alguna parte puede encontrarme una escalera.
El policía salió y Vaughan siguió examinando por todos lados.
—Clark vino cruzando el patio del almacén. ¿Por qué? ¿Qué le atrajo aquí? Como puede ver, Bob, hay muchos detalles que no se explican en este asunto. Presiento que, al final, descubriremos un asesinato.
El policía volvió llevando una larga escalera en sus hombros. Entre todos la levantaron y Vaughan empezó a subir. Las palabras de Ann le siguieron mientras subía.
—¿Qué clase de olor es éste tan raro?
Él no lo había percibido hasta entonces; pero a medida que subía el olor se iba haciendo más fuerte. Un olor a rancio muy peculiar. Alcanzó la viga contra la cual se apoyaba la escalera y se montó en ella. Polvo y telarañas; ningún otro signo. Clavó su mirada en un sector de la viga que estaba unos pocos metros más allá de donde él se encontraba. Había allí marcas en forma de ranuras como producidas por garras gigantescas. Vio muchas más a lo largo de la viga. Y también en la inmediata.
Vaughan comprobó que las marcas eran recientes y un escalofrío recorrió todo su cuerpo. ¿Quién podía haber hecho aquellas muescas tan particulares en la madera? Bill Clark habló de murciélagos gigantes... De pronto, Vaughan sintió el deseo de no permanecer más allí arriba, solo, entre el vigamen. Bajó más rápidamente de lo que había subido.
—¿Y bien? — preguntó Millet.
—Algo ha habido allá arriba —dijo Vaughan ceñudo—. Y muy recientemente. Necesito me envíe técnicos para examinarlo, Bob. Y no creo que vaya a gustarles mucho lo que encuentren.
Irwin estaba depositando un papel en su carpeta cuando Vaughan y Ann aparecieron. Les había citado urgentemente. Ahora el movimiento de sus pies diminutos ya no recordaba los de un bailarín; andaba como un tigre enjaulado y su cara se mostraba severa.
Vaughan preguntó:
—¿Ha desaparecido más uranio?
—No. Uranio, no. —Irwin se sentó pesadamente, cansado, envejecido de repente—. Plata—. Levantó una mano, y con los dedos iba señalando: estaño —intercaló un largo suspiro—; cobre.
Vaughan se hundió en su asiento y llenó su pipa como si se hallara ausente. Se sentía aturdido. Irwin releyó un cable que estaba encima de su mesa y prosiguió:
—Acabo de enterarme del nuevo giro que ha tomado el asunto. Un aeroplano bimotor de transporte, con un cargamento de lingotes de plata, volaba desde la refinería de la Columbia Británica hacia Ottawa. Era un vuelo directo. El metal fue revisado a bordo. Llevaba una tripulación de tres hombres y dos guardias. Al llegar a Ottawa, la plata había desaparecido. ¿Cómo pudo desaparecer en pleno vuelo?
Ann sugirió:
—Pudo haber sido lanzado desde a bordo.
Irwin denegó:
—Desde luego, todos los hombres de a bordo son sospechosos. Hay, además, otras desapariciones. Un importante embarque de estaño puro, cerrado en una caja fuerte y bajo custodia. Cuando se abrió resultó que había desaparecido. Esto ocurrió en Malaya.
Vaughan y Ann cambiaron rápidas miradas. La descripción de algo que podía haber sido un «platillo volante» procedía de Malaya.
—Y en Rhodesia —prosiguió Irwin—. Allí fue el cobre. Creo saber que se trata de una cantidad enorme de mineral refinado. Estaba guardado en un almacén y desapareció en una noche.
Vaughan, cuidadosamente, daba vueltas a una idea:
—¿Cree usted que puede existir alguna conexión?
—Si no la hay, las coincidencias están resultando muy sospechosas.
Nadie habló durante unos minutos. En el profundo silencio, un reloj marcaba el tiempo pesadamente.
Irwin carraspeó:
—Esto es lo que realmente importa. A través del mundo van desapareciendo cantidades importantes de material en circunstancias fantásticas. Uranio, plata, estaño, cobre. Todo son elementos básicos para la sociedad civilizada que nosotros conocemos. Supongamos que las pérdidas continúan. ¿Qué va a ocurrir?
Vaughan se revolvía con dificultad:
—Espero que habremos llegado al final del asunto antes de que las cosas vayan demasiado lejos,
Irwin le miró y susurró como en un murmullo:
—Y si nosotros no...
La imaginación de Vaughan se perdía haciendo cabalas. Un mundo sin reservas atómicas, mientras las de carbón y petróleo irían desapareciendo. La industria eléctrica inexistente, falta de cobre y plata. Sin envases para la conservación de les alimentos, las ciudades superpobladas sentirían el hambre. Si desaparecían los materiales esenciales, no podían calcularse los resultados. Frenó sus rápidos pensamientos.
—Estamos sacando de quicio el verdadero problema —dijo—. Bien, la situación es seria; pero no quiere decir que haya llegado el fin del mundo. Lo que nos desconcierta es la aparente imposibilidad dadas las circunstancias en que se producen los robos de los materiales. Resolveremos esto antes de mucho... Entonces será fácil encontrar un remedio contra las futuras pérdidas.
Irwin dijo:
—Espero que esté en lo cierto —y sacando otra hoja de papel, añadió—: Para usted, miss Delmar. He rogado al astrónomo real que vigile el firmamento durante la noche. Y esto es lo que ha ocurrido. Una sombra negra, elíptica, ha cruzado la Luna. ¡Y ha cambiado de dirección a mitad de camino!
Vaughan estaba menos preparado que la muchacha para sacar deducciones en este aspecto del asunto.
Ann casi gritó:
—¡Ningún ser humano puede hacer esto!
—Exactamente. Ningún ser humano...
Vaughan recordó la cantidad de recortes de periódico que Rubenstein había recogido. Más de un centenar se referían a objetos extraños que se habían visto en el firmamento. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Empezó a parecerle absolutamente imposible que las fuerzas poderosas de detrás del telón de acero estuvieran comprometidas en el asunto. Había estado acumulando prejuicios que no le servían para nada. Para acabar con ellos, encendió una cerilla como en un ofertorio vindicativo...
—Cablegrama para miss Delmar —dijo el joven Rubenstein asomando la cabeza por el quicio de la puerta—. De Washington.
Ann tomó el sobre y lo abrió.
—Clave —dijo brevemente—. Perdóneme Neil, puede ser importante.
Estaban de nuevo en el cuartel general del M. I. 5. Vaughan asintió y se encaminó hacia una reciente pila de recortes. Se dejó oír el zumbido del teléfono interior, al que contestó:
—Sí... de acuerdo... ahora voy. — Salió—. Irwin nos necesita de nuevo, Ann. Venga en cuanto pueda.
Ella mostró su acuerdo con un gesto de cabeza, mientras terminaba de descifrar el mensaje.
Vaughan caminó por el pasillo, bajo la luz de los tubos fluorescentes y el ronroneo de los motores de ventilación instalados en los sótanos
Las desnudas paredes blancas, los ángulos limpísimos y sin polvo de este edificio le recordaban un hospital. Pero un hospital tenía ventanas hacia el mundo exterior; aquí se respiraba una gran tensión, se sentía uno separado del exterior, por lo menos, por un par de kilómetros. Estando en el centro de Londres, podían considerarse como viviendo en otro planeta.
Llamó a la puerta del despacho de Irwin y entró.
—Siéntese, Neil —dijo Irwin—. Tengo otros tres informes para usted. Primero: una barra de plata ha sido encontrada e identificada como procedente de las que fueron robadas en el aire sobre el Canadá. Escuche la relación de este testigo ocular:
«Yo, Joseph Henry Smith, estaba pescando en el Southern Bank de Cree Lake, Saskatchewan, a las primeras horas de la mañana del domingo. Todo estaba absolutamente silencioso y no había nadie por los alrededores. El cielo estaba absolutamente claro y no se oía ningún ruido de aviones. No puedo decir por qué causa, levanté la vista; pero lo hice, y vi algo que caía sobre mí. Relucía a la luz del sol. Cuando el objeto golpeó el suelo, a algunos metros de donde yo estaba, vi que se trataba de una barra de plata. Examiné cuidadosamente el firmamento; pero no distinguí ningún aparato del que hubiese podido caerse. Llevé la barra de plata al cuartelillo de policía de Prince Albert, donde quedó registrado mi hallazgo.»
—Cree Lake —añadió Irwin—, está situado a un centenar de kilómetros al Norte de la ruta que recorría el aeroplano que venía de la refinería hacia Otawa. ¿Cómo se explica esto? Vaughan no hallaba solución. —¿Cuántas barras de plata llevaba el aeroplano? — preguntó.
—Veinticinco.
Y una de ellas cayó desde el cielo solitario un centenar de kilómetros más allá. Vaughan limpiaba cuidadosamente su barba de los restos de tabaco que se habían incrustado en ella, sin que nada pudiese distraerle de aquel enojoso problema. Parecía un asunto de magia negra.
—Segundo detalle—. Irwin le entregó una hoja de papel con el siguiente encabezamiento:
«EXTRAORDINARIO PROCEDER DE UN MURCIÉLAGO»
Estaba escrito por Clifford Nash, el conocido naturalista:
«La última noche me encontraba en un bosque situado al sur del pueblo de Dunstead con el propósito de estudiar las costumbres de los murciélagos. Eran aproximadamente la una y treinta minutos de la madrugada. Súbitamente, el bosque se animó con la presencia de muchos murciélagos. Pasaron por encima de mí en enjambre, volando de prisa e irregularmente y emitiendo chillidos como de alarma. Era seguro que algo les había asustado, pero por más que exploré cuidadosamente el bosque no pude encontrar el motivo de su pánico. Seguí en mi vigilancia hasta muy entrada la madrugada; pero los murciélagos no reaparecieron... La única cosa que noté fue un olor a rancio, reminiscencia seguramente de los murciélagos; pero mucho más intenso. Nunca había visto proceder a los murciélagos en tal forma.»
Vaughan examinó el emplazamiento de Dunstead y pensó que Nash había sido muy afortunado al no encontrar la razón por la que los murciélagos habían emprendido el vuelo.
Irwin esperó a que hubiese terminado la lectura antes de proseguir.
—El tercer detalle es éste: Rusia se ha separado de las Naciones Unidas. En un corto y desgraciado discurso, el delegado soviético ha acusado a los occidentales de sabotear sus propios recursos. No dio detalles sobre este supuesto sabotaje y salió inmediatamente de la Cámara.
Vaughan silbó suavemente.
—En este caso es de suponer que los rusos sufren la misma clase de pérdidas que nosotros.
—O que se trate sólo de un bluff —interrumpió Irwin— para esconder sus propias actividades.
—Me sorprendería...
Se abrió la puerta y apareció Ann. Llevaba una hoja de papel en la mano:
—Pueden leer ustedes las últimas noticias.
Irwin tomó el mensaje, lo leyó y lo pasó luego a Vaughan.
Delmar. Referencia Washington. Barras de oro desaparecidas de Fort Knox, circunstancias similares a los hurtos de Uranio. Se sospecha de la misma agencia. Stokes.
Vaughan exclamó:
—Uranio, plata, estaño, cobre. ¡Y ahora oro! ¿Dónde demonio ha ido a parar todo esto?
Al pobre Irwin le sacudían los nervios. En un gesto desesperado se pasó las manos por los grises cabellos.
—Esto es lo más imposible de todo. ¡Robar oro de la reserva americana! ¡La fortaleza más inexpugnable que jamás se haya construido para un tesoro! Esto es un desafío superior a todo lo imaginable.
Ann había recogido sus papeles y sus archivadores y se disponía a marcharse.
—¿Quiere llevarme al aeropuerto de Londres, Neil? Y usted, míster Irwin, ¿quiere reservarme una plaza para el primer avión que salga hacia los Estados Unidos?
Irwin asintió mientras pedía la línea exterior. Vaughan la escoltó hacia la puerta. Cuando se iban, gritó:
—¡Buena suerte, miss Delmar! ¡Y buena caza!
Vaughan condujo a Ann al Royal donde permanecieron apenas unos minutos para hacer las maletas. Luego partieron hacia el aeropuerto londinense. El gran Daimler devoraba los kilómetros. Vaughan se sentía desgraciado: hacía poco que conocía a miss Delmar, pero la idea de perderla le deprimía.
Sin apartar la vista de la carretera que recorrían, dijo:
—Tenemos que vernos de nuevo Ann. Manténgase en contacto conmigo. Yo iré adonde usted se encuentre en cuanto resolvamos este asunto.
Ella sonrió y se le acercó cariñosamente.
—Pienso exactamente lo mismo, Neil. No tenemos que perder el contacto. De todos modos, tengo la impresión de que nos veremos de nuevo antes de que se resuelva este problema. Todo tiene que converger en un punto, en alguna parte.
Siguieron el viaje en silencio. Vaughan deseaba decirle muchas cosas; pero no encontraba las palabras. La pérdida que notaba en sí mismo, se diluía ante las enormes pérdidas que acontecían en el mundo. Su problema personal desaparecía ante la inmensidad del otro. Dejó la Bath Road al divisar el campo de aviación. Condujo su coche entre los hangares y cobertizos hasta llegar al término del viaje. A lo lejos, las anchas pistas de hormigón se extendían hasta el horizonte. El ruido de!os aparatos llenaba el aire.
En la sala de recepción esperaba un empleado con los billetes.
—¿Miss Delmar? Un aparato la está esperando. De acuerdo con las instrucciones de Londres hemos retrasado la salida unos minutos. ¿Quiere usted tener la bondad de embarcar en seguida?
Metió los billetes en su bolso.
—Hasta pronto, Neil...
Él comprendió que ella aguardaba algo y la estrechó entre sus brazos como si fuera lo más natural del mundo. Los labios de ambos se unieron en un largo beso. Cuando ella logró desasirse, sonreía muy contenta.
—Gracias, Neil.
Luego se dirigió al vehículo que había de conducirla hasta el avión. Al volver la cabeza para saludar, los rayos del sol iluminaban su espléndida cabellera. El coche emprendió la marcha rápidamente y la imagen querida desapareció de la vista de Neil.
Minutos después percibió el ruido de un motor en marcha. Un transporte cuatrimotor resbalaba por la pista iniciando el vuelo. Al ascender se hizo más pequeño, convirtiéndose en un punto brillante en el firmamento azul, hasta que desapareció por completo.
Neil Vaughan regresó a su coche con el corazón oprimido. Se dio cuenta de que, por primera vez en su vida, estaba realmente enamorado. Todo lo ocurrido adquiría la calidad de un sueño, como si ella no existiese ya más que en su imaginación. Sólo su perfume que se había desprendido de sus vestidos, se conservaba pegado a él.