Capítulo XII: LA INTELIGENCIA DE LOS EXTRANJEROS

VAUGHAN le contempló sin sorprenderse. Hay que confesar que, en aquellos momentos, no tenía noción de sus propios sentimientos. Todo era curioso, irreal; la vista a través de las ventanas, el calor y el olor de la habitación, la dureza del metal de las paredes. Era como si se encontrara lejos de sí mismo; separado, observando...
Pensó: «Exactamente como en la fotografía tomada por Stanley.» El piloto era tan parecido al murciélago del retrato de Dunstead que Vaughan llegó a admitir que podía ser el mismo.
Estaba de pie en la puerta, con las alas plegadas a su cuerpo de piel gris, sedosa y suave. Los ojos inteligentes y brillantes miraban desde una cabeza fina y puntiaguda; los pies, observó Vaughan, eran lo suficientemente desarrollados para sostener su peso. No tenía manos —en el sentido que nosotros lo entendemos— porque los dedos formaban parte de la estructura de las alas; pero los pulgares se extendían libremente.
Las alas estaban constituidas por una fina membrana que unía el cuello, las extremidades y como una forma de cola. Las piernas eran cortas, la cabeza achatada; todo él no era sino un cuerpo con alas.
Vaughan y el piloto permanecieron en silencio, espiándose mutuamente. Luego, la voz de Ann rompió el forzado silencio:
—¡Tengo miedo, Neil!
«Si —pensó Neil—: aquello parecía una creación de pesadilla.»
El piloto avanzó rozando casi a Vaughan y desapareció por la puerta exterior que abrió de algún modo secreto. Vaughan se acordó del conejo blanco de Alicia; el murciélago poseía las mismas maneras indiferentes. Era irritante: ¿acaso iban a permanecer completamente ignorados después de haberles traído a la Luna? El extranjero se detuvo fuera de la nave, y se volvió para contemplarles.
Dijo Ann:
—Imagino que quiere indicarnos que le sigamos.
Vaughan se dio cuenta de que estaba respirando el aire del exterior. Era caliente, húmedo, con cierto olor a rancio; en definitiva, una atmósfera que recordaba la de la Tierra. Caminó hacia el exterior, avanzando dando tropiezos y tambaleándose. Sentía su cuerpo curiosamente ligero y pasaron unos minutos hasta que se acostumbró a andar debido a la escasa gravedad de la Luna. Ann le seguía amedrentada, apoyando sus pies como si anduviera sobre una capa muy fina de hielo.
Una multitud de quietos murciélagos les estaba contemplando como a seres extraños, dialogando entre ellos. El sonido era como un chirrido de pájaros revoloteando, fluyendo en una serie de sonidos inexpresivos. Vaughan comprendió que nunca podrían hablar con sus aprensores.
Permaneció de pie mirando a su alrededor. Muy alta, una cúpula opaca se elevaba en la atmósfera; pensó que se trataba de algún aparato para regular la temperatura. También podía ser una atalaya para orientar las naves que aterrizaran; pero no tenía ninguna idea. Había agua embalsada en un charco excavado entre las rocas. Por todas partes surgían murciélagos y más murciélagos, apretujándose. De momento le parecieron todos iguales; pero a medida que los estudiaba empezó a notar diferencias entre ellos. Unos eran mayores que otros y había distingos entre el color y la calidad de su pelo. Unos eran machos y otros hembras. Alguna de éstas estaba encinta y los pequeños andaban a trompicones, jugueteando. Advirtió que los machos viejos tenían unos bigotes largos y finos y que las hembras, en general, eran mayores que los machos.
No cesaban de cotorrear, dando pequeños gritos y gruñidos.
Ann comentó:
—Supongo que hasta hoy jamás han visto nada como nosotros. Siento como si estuviera exhibiéndome en un barracón de feria.
Pero los murciélagos se cansaron pronto del espectáculo. Uno a uno, o por parejas, abrieron las alas y empezaron a volar, dejando solo al piloto con Vaughan y la muchacha.
El suelo era liso y duro como el hormigón: había sido fabricado amalgamando el polvillo de las rocas. Había allí naves espaciales alineadas en grupos de siete en fondo. Juzgó Vaughan que había más de un centenar, y algunas eran muy grandes. Le causaba vértigo el ver aquellas naves. Pero su atención se detenía especialmente en las grandes naves: debían tener unos ciento cincuenta metros de largo, eran ovaladas y hechas del mismo metal gris, con una cúpula como remate.
Ann agarró del brazo a Neil, señalando con el dedo:
—Otra nave que llega, Vaughan.
Observaron. Más allá del cristal obscuro un cuerpo colgaba suspendido. Se abrió una puerta circular y la nave se puso en movimiento. Hubo una pausa; luego, otra abertura y la nave penetró por ella. Bajó aterrizando tan suavemente como una pompa de jabón flota en el aire.
«Podrían haber construido dos cúpulas — se dijo Vaughan—. Una dentro de la otra. El espacio entre las dos podría servir de atalaya.»
Al tomar tierra el aparato descendió de él un solo murciélago... y entonces Vaughan contempló la cosa más increíble.
Varias filas de aquellos seres rodeaban la nave en círculo. Permanecían de pie en el suelo, inmóviles, como si estuvieran dormidos, y de repente, las barras de metal empezaban a formar montículos, en el suelo, frente a la nave. Vaughan se frotó los ojos. Ninguno de los murciélagos se había movido; no obstante, la montaña de material crecía a cada momento. Las barras parecían materializarse de la nada. Fue Ann la primera que convirtió en palabras sus turbados pensamientos:
—¿No lo ves, Neil? Están descargando la nave. Esta es otra hornada de metal robada a la Tierra.
Vaughan se esforzaba por aceptar lo que veía.
—Pero, ¿cómo lo hacen?
No obtuvo respuesta. El espectáculo continuó hasta que la nave quedó vacía: en el suelo había una gran pila de metal. El círculo de murciélagos gigantes volvió a la vida: echaron a volar como si el metal ya careciera de valor para ellos.
Vaughan buscó en sus bolsillos la pipa y el tabaco, mientras comentaba:
—Está visto: no hay más que murciélagos.
Llenó la pipa y encendió una cerilla: el humo del tabaco llenó sus pulmones; la hediondez de la raza murciélago empezaba a revolverle el estómago.
Ann penetró en un túnel que se adentraba en el suelo. Estaba obscuro; pero adivinó la entrada de una cueva. Colgados del techo había centenares de murciélagos del tamaño de un hombre, cabeza abajo, con las alas plegadas y los ojos que miraban relucientes. Era algo horripilante que le hizo retroceder.
—Parece que están cómodos cabeza abajo. Esto puede ser una gran ventaja en las naves del espacio.
El piloto de la nave que les había traído les seguía por todas partes; pero no intentaba comunicarse con ellos: parecía bastarle con no perderles de vista.
—Deben estar muy seguros de que no somos gente peligrosa —dijo Vaughan—. No me agrada esto y estoy deseando echar por el suelo su pretendida superioridad.
Estaban a merced de aquella colonia. Los murciélagos habían creado su propio mundo en este cráter de la Luna. Todo era artificial: la cúpula, su atmósfera, el suministro de agua; todo había sido acomodado para la existencia de aquellos seres.
Habían escogido un cráter del lado invisible desde la Tierra. Vaughan creía firmemente que esto había sido deliberado. Ningún telescopio podría revelar la existencia de esta colonia de seres extraños al planeta-madre.
Más lejos, detrás de las grandes naves espaciales, había una cúpula de metal gris, de unos noventa metros de altura. Al acercarse a ella se abrió una puerta circular.
—Parece como si no se dieran cuenta de lo que estamos viendo —dijo Ann—. Creo que esto debe estar destinado a la maquinaria generadora de fuerza motriz.
Lo era en efecto; pero había algo más. Oculta por un protector de plomo, había en el interior una pila atómica. Vaughan apreció los contadores registrando el nivel de energía sin que fueran visibles los mandos. A un lado había la instalación de aire y junto a la misma un gran número de radiadores. El conjunto daba la sensación de un magnífico trabajo de ingeniería.
A la salida vieron que, alrededor de una de las grandes naves, se desarrollaba una gran actividad. Se formó un círculo de murciélagos y, lentamente, una partida de hojalata desapareció del suelo. Su guía penetró en la nave, volviendo la cabeza, como invitándoles a que le siguieran. Así lo hicieron. Dentro estaba el almacén y Vaughan comprendió que acababa de presenciar la operación de almacenaje.
«Han superado el problema del trabajo manual —se dijo Ann—. Pero no puedo comprender cómo lo hacen.»
En la parte trasera estaba la fuerza propulsora; una rampa conducía a la cabina de mando, mucho más espaciosa que la que tenía la nave que les había llevado a la Luna. Otra diferencia la constituían los camarotes donde se vivía: estas enormes naves estaban equipadas para trasladar familias enteras. El único «mobiliario» consistía en una red de varillas de metal que colgaba del techo. Vaughan miró a Ann interrogativamente.
—¿Comprendes lo que esto significa? Estos seres no son originarios de aquí: ésta es, simplemente, una colonia de emigrados. Las naves pequeñas van a la Tierra para traer los metales que son cargados en las naves grandes. Por tanto, ellos se llevan el material a su casa... ¡Dios sabe dónde!
Ann asintió preocupada.
—Puede hallarse en un lugar mucho más lejano todavía. Tal vez en otro sistema solar; puede que al otro lado de nuestro Universo. Así parece probarlo el tamaño de la nave destinada a la maquinaria de fuerza motriz, y la manera de estar equipada. Imagina una nave espacial con energía atómica y a una aceleración constante. ¡Puede cubrir distancias infinitas!
«Esto significa —pensó Vaughan— que los recursos de la Tierra van a desaparecer inevitablemente. Nosotros nunca podremos trasladar materiales a través del Universo.»
Salieron. Vaughan miró al piloto y dijo desesperanzado:
—Tenemos hambre. Necesitamos comer y beber. — Y, por señas, indicó comida y bebida.
El murciélago guiñó los ojos; pero no dio señales de haber comprendido. Entonces, milagrosamente, cuatro escudillas de metal aparecieron en el suelo ante ellos: dos contenían agua y las otras dos una especie de pasta verde-castaño.
Ann comentó con calma:
—¡Vaya servicio rápido! Me pregunto si podremos...
Vaughan se agachó para recoger la escudilla con agua.
—No hay más remedio que arriesgarse o morir de sed. No hay otra salida.
Sorbió un poco de agua, enjuagándose con ella antes de tragarla. Tenía un gusto salobre. Bebió la mitad y esperó, temiendo que se presentaran funestos resultados.
—Parece buena — dijo.
Ann bebió también y luego probaron la comida. Era un rancho desagradable, una especie de papilla vegetal, pensó Vaughan. La comió con hambre fue la primera en terminar y se relamió.
—No estaba mal —dijo—. Cierto que cualquier cosa me hubiese parecido buena. Ahora me doy cuenta del tiempo que hacía que no habíamos comido nada. Me intriga saber de dónde sacan sus provisiones de agua.
Vaughan también se lo preguntaba. Era indudable que, en la Luna, no existía ningún líquido. De alguna parte la traían; ¿de la Tierra, tal vez?
El murciélago se puso de nuevo en marcha y ambos le siguieron. Llegaron a una cueva, obscura y tétrica, y su guía extendiendo las alas se colgó del techo permaneciendo allí suspendido. Vaughan le contempló curioso, preguntándose que iba a ocurrir. Ann se sentó sobre el duro suelo.
—Ya hemos hecho una excursión por la colonia —dijo—. Supongo que alguna autoridad vendrá a interrogarnos; entonces sabremos por qué se nos ha traído aquí. No creo que sea únicamente para que les observemos a ellos.
Neil se sentó a su lado y esperó. Ciertas sombras vagas se movían a través de la cueva y el aire se tornaba pestilente por el olor que despedían aquellos seres. Desde lo alto les contemplaban unos ojos húmedos, relucientes, sin pestañear, que daban una sensación de inteligencia y de ausencia absoluta de compasión. Vaughan temblaba: intentaba imaginar qué clase de comunicación podría existir entre ellos y aquellas criaturas. Verdad es que la comida había llegado rápidamente y no parecía que fuese debido sólo a sus gestos mímicos. Había algo más que no podía comprender.
Hablar era imposible y por cuanto había visto no había hallado ningún indicio de que aquellos seres usaran de la escritura. Los signos de las placas indicadoras a bordo de la nave y en el local que albergaba la maquinaria generadora de fuerza motriz, no eran más que símbolos para distinguir la energía de una y otra palanca. Entonces...
Ann dio un chillido al mismo tiempo que se apretujaba junto a él. En aquel instante un murciélago gigante se posaba ante ellos. Era viejo, estaba arrugado y olía como si ya se encontrara en el último período de descomposición.
Ann susurró:
—¡El jefe!
Vaughan pensó que así debía ser. Estaban en presencia de uno de los ancianos. El murciélago plegó sus alas y permaneció recto sobre el suelo ante ellos. Con sus relucientes ojos atisbaba intencionadamente sus caras, Vaughan esperaba sin respirar. Las miradas se cruzaron y los sentidos del hombre parecieron tambalearse vertiginosamente. Aquellos ojos como abalorios sabían mucho, habían visto muchas maravillas, tenían la experiencia de muchos mundos. Conocían el Universo con todo lo que contenía.
Se sentó mirando fijamente los ojos del murciélago sin atreverse a desviarlos de su mirada. Como una parálisis se apoderó de sus piernas. ¿Era hipnotismo? La cabeza le dolía y la escena empezó a cambiar. La curva lunar se hacía borrosa. Algo raro estaba ocurriendo en su cerebro...
Las palabras de Ann le llegaron desde muy lejos:
—¡Neil! ¡Hay un paisaje en mi cerebro!