Capítulo III: OTRA VEZ DRÁCULA

BILL Clark, guarda nocturno de un almacén situado en el Bankside, era un solterón de mediana edad, tranquilo y de obesidad incipiente. Sus nervios eran buenos y tenía por compañero un enorme perro alsaciano.
Estaba sentado en su pequeño habitáculo, cercano a la puerta principal del almacén, tomando té y leyendo un periódico de la noche. Su perro permanecía echado a sus pies, con el hocico entre las patas delanteras y la cola tendida en línea recta. Eran las dos de la madrugada.
—¡Platillos volantes! —dijo en alta voz, y echando un resoplido—. ¡Cuánto papel llenan estos días!
El perro abrió un ojo al oír la voz de su dueño; lo miró un momento y luego volvió a cerrarlo. Después movió la cola para significar que le estaba escuchando.
El periódico traía una reseña redactada por un piloto que aseguraba haber visto ciertos objetos en el firmamento, por el sur de Inglaterra.
—Lo malo es que estos pilotos beben demasiado —dijo Bill Clark—. La prueba está que yo, ahora, que no tengo en el cuerpo más que una taza de té muy fuerte, no veo nada raro en el firmamento.
Se rió.
—Desde luego, oigo cosas; pero no es lo mismo...
Sin darse cuenta empezó a escuchar. El aire de la noche era frió y no transmitía el menor sonido.
—Esta noche no ocurre nada extraordinario —murmuró—; está tranquila como una tumba.
Recordó otras noches en las que había percibido unos raros ruidos procedentes de los edificios vacíos, próximos a su almacén. Se trataba, verdaderamente, de ruidos extraños que en nada se parecían a cualquier sonido reconocido hasta entonces. Como si alguien arañase madera junto con chillidos agudos. Pero no adivinaba qué clase de animal podía emitir semejante grito. La primera vez que lo oyó se le puso la carne de gallina.
Razonando, pensó que ninguna clase de ruido podía salir de los edificios vacíos. Pero sus oídos negaban tal razonamiento. Salió a dar un paseo alrededor del almacén y aplicó el oído a la pared del cercado que lo separaba del edificio más próximo.
No ocurría nada y, por lo tanto, no podía dar ningún informe. Los ruidos no sucedían todas las noches. Algunas veces se oían dos o tres veces seguidas y luego el silencio. Después, durante dos noches seguidas había percibido como unos golpes seguidos de chillidos que se le antojaron bestiales. Su curiosidad iba en aumento; pero un vago temor le impedía seguir investigando.
Esta noche, sin embargo, nada se oía en el edificio vecino.
«Está vacío —se dijo—; por consiguiente no puedo oír nada. ¡Todo es imaginación, querido Bill!»
Pero la curiosidad podía más en Bill Clark. Deseaba saber... Asomó la cabeza más allá de la puerta y echó un vistazo. Después de todo, fuese lo que fuese lo que había producido el ruido, debió marcharse, puesto que no lo había vuelto a oír.
—¡«Roger»!
El perro alsaciano, obediente, siguió a su dueño, que descolgó un grueso bastón y cogió su pila eléctrica. Al salir de la habitación, Clark caminó un rato por el campo, bajo los rayos de la luna llena, detrás del almacén. Los altos mástiles de los barcos proyectaban su familiar silueta en el firmamento estrellado.
Entre los dos edificios se levantaba un alto muro con una única puerta. Hacía tiempo, un mismo inquilino había ocupado ambos edificios, y derribando la valla, había colocado la puerta de comunicación. Clark la conocía perfectamente y tampoco desconocía la existencia de unos cerrojos enmohecidos a este lado de la puerta. Pensó que era inverosímil que hubiera otros cerrojos similares al otro lado. Metió la linterna en su bolsillo y apoyó su bastón contra la pared. Los cerrojos eran grandes, pesados y difíciles de mover. Clark manipuló con ellos hasta que chirriaron escandalosamente. Por fin, ambos cerrojos cedieron y abrió la puerta que rechinó al abrirse. A través del vano escuchó atento.
El silencio era absoluto.
Clark titubeó. En realidad no tenía ninguna obligación de entrar en el edificio; pero la curiosidad le devanaba los sesos. Lanzaría una rápida mirada a su interior, saldría de nuevo, cerraría la puerta y nunca jamás sabría nadie lo que había allí dentro.
Empujó la puerta e iluminó con su linterna la oscura vaciedad, adelantando un paso. Roger gruñía roncamente y su pelo se erizaba. Clark cogió su bastón, empuñándolo con fuerza antes de entrar en el edificio.
No le hacía falta la linterna, pues los rayos de la luna penetrando por los ventanales iluminaban la amplia habitación completamente vacía. El polvo del pavimento no mostraba señales de pisadas. Roger permanecía gruñendo en la puerta.
Cuando Clark le llamó el perro vino de mala gana, agazapándose junto a sus pies. Al guarda no le gustó esto; algo había que asustaba al perro y avanzó despacio.
Se notaba cierto olor a moho que le hacía pensar en qué se habría almacenado en la casa. Se agachó para acariciar la pelambrera de «Roger» y le habló con voz suave y cariñosa:
—Ya está bien, pequeño. No hay nada que temer. Únicamente está vacío...
Su voz se apagó en el momento preciso en que la luz de la luna se extinguía como si hubiese sido cerrada por un conmutador. Clark se mantuvo rígido, su pulso se aceleró y un peso extraño agobiaba su pecho. Tras de sí, en la oscuridad, «Roger» levantaba la cabeza sollozando lúgubremente.
Ninguna nube había pasado con tal velocidad ante la luna. Nada ni nadie había oscurecido la ventana.
Clark levantó la vista; dos ojos luminosos y amarillos se clavaban sobre él desde lo alto del techo. Un sonido aflautado, silbante y el ruido de los acres chillidos anteriormente percibidos se dejó oír de nuevo.
No estaba solo.
Sus piernas flaquearon y notó que se le secaba la boca. Algo había allí arriba colgado de las vigas. Se echó hacia atrás, tropezó con el perro y se enredó con su bastón.
—¡Maldito sea!
Bill Clark tanteó en su bolsillo buscando la linterna, la enfocó hacia el techo y abrió el conmutador. Vio... Durante un momento no pudo comprender lo que veía. Fijó la mirada; sus ojos veían, pero sus sentidos no comprendían nada. Una docena de bultos pendían de las vigas y unos ojos pequeños le estaban observando. ¿Bultos? No; ¡cuerpos!
Se inició un movimiento; una gran ala negra batió, abriéndose y cerrándose una y otra vez. Comprendió que era esto lo que había obstruido la luz de la luna. Aquella ala tenía, por lo menos, seis metros de ancho... ¡Era imposible!
Algo descendió de las vigas. Sus ojos contemplaron un cuerpo peludo, del tamaño de un hombre, que tenia un hocico puntiagudo y unos dientes afilados. Entonces, echó a correr.
Algo acudió a su mente y, al fin, recordó una historia que había leído hacía tiempo. Murciélagos gigantes.
—¡Otra vez Drácula!
«Roger» le había abandonado. Salió disparado, con el rabo entre las patas y ladrando lúgubremente. Clark se sentía como si flotase. Percibía en la oscuridad un olor extraño mientras el aire silbaba. Comprendió que iba a caerse.
Cuando se dio contra el suelo notó el golpe; después, nada más.

 

Rubenstein había cumplido ya veinte años. Tenía una cara tostada, con una nariz de perfil judío e iba vestido con un modesto y cómodo traje. Hacía poco que había salido de Oxford y estaba empleado en el M. I. 5 como júnior. Irwin le había tomado para recopilar los datos publicados sobre las cosas extrañas que se observaban en el firmamento.
Cuando Vaughan y Ann Delmar le visitaron a su regreso de Dunstead, tenía reunidos en una gruesa carpeta los relatos de los periódicos. Les miró con suspicacia y dijo:
—Que conste que no se trata de una broma. Sólo he encontrado este recorte que tenga relación con lo que míster Irwin me encargó. Es mi primer dato...
A Rubenstein no se le había comunicado que los datos se referían a la desaparición del uranio en Dunstead. Leyó en voz alta:
—Del Daily News: «Esta mañana, a primeras horas, se ha observado sobre Chichester que un gran cuerpo negro aparecía en el firmamento, internándose tierra adentro a gran velocidad. Produjo un vendaval acompañado de un ruido parecido al de una cascada». Esto es todo; ¿qué le parece, míster Vaughan?
Ann intervino:
—¿No hay nada de particular entre los demás informes?
—En los periódicos, nada, miss Delmar. ¿Piensa usted, realmente, que puede haber algo interesante?
Vaughan fisgoneaba entre los recortes que Rubenstein había recogido y estaba anonadado por el gran número de ellos. Eran informaciones procedentes de los lugares más alejados del Globo: de Malaya, de Sudamérica, de las islas del Pacífico. Detalles de luces vistas en la noche, de cuerpos extraños viajando a grandes velocidades, de objetos circulares y relucientes volando en formación. El cúmulo de material era realmente alarmante.
—Tierra adentro desde Chichester —musitó Ann—. Podría dirigirse hacia la gran área, ¿verdad, Neil?
Él asintió.
—Y sin luces, ¿no es significativo? El ruido puede indicar que la cosa —o lo que sea— volaba más baja que de costumbre; tal vez intentando aterrizar.
Algo provocó el que Vaughan se sintiese irritado:
—Carece de sentido hacer estas deducciones, Ann. No tenemos ninguna prueba de que hubiese nada en el firmamento. Y, si había algo...
No terminó. Si hubiese habido algo... Era terrible, porque sugería la existencia de poderes desconocidos.
Rubenstein, dijo:
—Hay demasiadas informaciones de este mismo tipo. ¿Es acaso posible que todas sean alucinaciones?
Ni Vaughan ni la muchacha sintieron la necesidad de responder. Al primero, le preocupaba una nueva idea.
—Probablemente no se da cuenta — dijo — que somos nosotros los únicos que recogemos estos datos. En el transcurso ordinario de los hechos, nadie se molesta.
Se sintió de nuevo incapaz de sacar una deducción lógica de su razonamiento.
Ann le interrumpió:
—Voy a separar todos los informes que se refieren al Atlántico para ver si concuerdan,
Vaughan empezó:
—Es muy posible... — Pero no siguió adelante.
Era muy posible, seguro, que el uranio 235 había sido robado de Dunstead. Se volvió hacia Rubenstein, y respondiendo a las palabras iniciales de su asistente, contestó:
No, no se trata de una broma. Los informes que usted está coleccionando no pueden tener ninguna relación con el trabajo que estamos realizando; sin embargo, todo es posible. No sabemos nada que nos permita estar sobre la pista. Se trata de una encuesta que debemos proseguir y puede considerarla usted como un trabajo preparatorio.
Rubenstein buscaba entre los recortes:
—Hay aquí uno que... Pero será mejor que lo lea usted mismo.
Ann cogió el recorte del periódico y Vaughan lo leyó por encima de su hombro.
Era del New Times publicado en Penang, Malaya Británica:
«Una historia extraña ha llegado a nuestra redacción desde el interior. Parece ser que uno de los nativos que trabaja en una plantación de caucho, se precipitó de pronto dentro del bungalow de su capataz en un estado de gran excitación nerviosa. Según dicho nativo, había visto una gran «casa» de metal en la jungla. Tenía la forma de un plato y medía unos ciento treinta y cinco metros de ancho. En su parte superior tenía una cúpula rodeada de ventanas. El capataz marchó al sitio indicado encontrando una profunda depresión en el suelo, como si hubiese sido ocupado por algo muy pesado. En cuanto a lo que había producido tal depresión, no halló ni rastro.»
Rubenstein comentó con una sonrisa:
—¡Esto me suena como si los hombres de Marte hubiesen aterrizado!