Capítulo VIII: EL MUNDO DIVIDIDO

NUEVA York hervía calentado por un sol de un verano tórrido. El aparato que conducía a Neil Vaughan volaba hacia Newfoundland, cruzando Long Island en toda su longitud. Ya se distinguían los enormes rascacielos de Manhattan, al otro lado del East River, altos y grises, y en sus ventanas los cristales centelleaban a la luz del sol.
Al aterrizar el aparato Ann estaba esperando. Vaughan no confiaba mucho en que ella estuviera aguardándole en el aeropuerto; pero pronto la distinguió entre la muchedumbre. Pequeña, rubia y bien proporcionada, era la más bonita de cuantas mujeres habían ido a esperar a los viajeros. Pudo ver su blusita blanca y su falda a cuadros negros y grises antes de que se echara en sus brazos para besarle.
—¿Qué te ocurre en la cara, Neil?
Todavía llevaba esparadrapo en una mejilla, aunque ya se había quitado el vendaje de la cabeza. Le contó su accidente y cómo aquel hombre se había convertido en un murciélago. Ella calló durante unos instantes y luego dijo:
—Tengo un coche esperando, Neil. Mientras estés en Nueva York vivirás en casa de mis padres.
Dio al conductor una dirección del Queen y el vehículo arrancó.
—Ha pasado mucho tiempo desde nuestro encuentro en Londres — suspiró.
—Una eternidad —dijo Vaughan besándola—. He estado en Moscú.
—Y yo he ido a Bolivia.
Compararon sus notas y Vaughan se enteró de que el Gobierno de los Estados Unidos había mandado a Ann a Sudamérica para que investigara sobre unos robos de estaño cometidos en una refinería. Él por su parte le mostró la fotografía del murciélago de Dunstead.
—¿Es éste, entonces, nuestro enemigo? — preguntó.
—Y mañana tendrá lugar una reunión extraordinaria del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Espero que nos tomen en serio. Yo, igual que tú, estoy convencido de que nuestro planeta va siendo expoliado por seres procedentes de otro mundo; mas, ¿lograremos hacérselo comprender?
—Tenemos que conseguirlo.
Vaughan añadió con cierta violencia:
—No es momento para pelearnos unos contra otros. Aunque todos los países de la tierra permanezcan unidos, no estoy seguro de que ganemos la batalla. Sabemos tan poco de estos invasores... Lo único que podemos afirmar es que son capaces de sacar metales de un almacén fuertemente custodiado sin dejar rastro. Esto demuestra que poseen una ciencia superior a la nuestra. Va a ser una lucha tremenda, de la que el destino de la tierra estará pendiente de un hilo.
—Desde luego. ¡Y la imbecilidad de los políticos puede llegar hasta tan lejos! Al fin has conseguido que los rusos cooperasen. Me gustaría estar igualmente segura de los delegados americanos. Uno, por lo menos, me consta que estará en principio en contra de que se negocie, sea como sea, con los soviets.
El coche avanzaba por Forest Hills y se detuvo ante una sólida casa de piedra parda en la Metropolitan Avenue. Ann pagó al conductor y cogiendo a Vaughan del brazo le llevó hacia una pequeña escalinata que conducía al pórtico. Abrió ella misma la puerta y gritó:
—¡Eh! Ya estoy de vuelta con Neil. Mamá ¿por qué no vienes a saludarle?
Una señora de mediana edad y de cabellos grises avanzó desde la cocina, recogiendo su delantal que cubría el blanco traje de algodón.
—Bienvenido, Neil —dijo mistress Delmar—. Ann no ha dejado de hablar de usted desde su regreso; de manera que me parece que ya hace tiempo que le conozco. Aquí no nos andamos con cumplidos, considérese usted como en su propia casa. Ann, encontrarás a tu padre en la biblioteca, junto con Keith. Y perdóneme, Neil, tengo el asado en el horno.
De la biblioteca salía música en ritmo de jazz. Míster Delmar leía su periódico, mientras un joven de dieciséis años bailaba solo ante el tocadiscos,
Ann exclamó con viveza;
—Cierra este ruido, Keith. Ya ha llegado Neil.
El chico torció el gesto; pero obedeció. Míster Delmar se levantó, alargando su mano para saludarle.
—Me alegra conocerle mister Vaughan. Los amigos de mi hija son siempre bienvenidos a esta casa.
Era un hombre alto, bien plantado, con «pince-nez» (1), y de los que aprietan al estrechar la mano.
—Espero que se quede algún tiempo aquí.
—No deseo otra cosa.
—Este es Keith, mi hermanito — dijo Ann.
El muchacho extendió su mano distraídamente.
—Hola, Neil. — Llevaba un pañuelo azul en forma de corbata bajo su camisa de cuadros. Tenía el cabello despeinado y la cara llena de pecas. ¿Le gusta el jazz? El verdadero quiero decir, el antiguo «dixieland», no esta tontería del balanceo moderno...
—No puedo decir que sepa apreciar la diferencia, Keith. Para mí la música es Beethoven y Brahms.
—Ya, ¡claro! No se me escapan; pero para divertirse de lo lindo hace falta el estilo de Dixieland.
Míster Delmar sonreía.
—Neil no ha venido para discutir sobre el jazz, hijo mío. Vete a ver cómo está la comida. ¿Un vaso de jerez, Vaughan?
La comida fue inmediatamente servida. Pavo asado con espárragos y judías verdes, manzanas asadas y café. Al terminar el almuerzo, Neil se sentía ya como en su propia casa. Se encontraba en familia y se interesó por el país y por la casa, que le pareció muy confortable.

 

 

 

(1) En francés en el original (N. del T.)
Más tarde, Ann le susurró al oído:
—¡Has sido aceptado, Neil!
Él la besó.
—A mí me ocurre lo mismo. Me encanta tu familia; me hace feliz...
—¿Qué? — preguntó ella en un soplo.
—Nada. —Vaughan acompañó sus palabras con un suspiro—. No puedo pensar en el mañana. Hay muchas cosas que lo impiden. Puede que no exista el mañana...

 

Vaughan se acostó muy pronto y se despertó por la mañana con la convicción de que iban a ocurrir acontecimientos importantes. Durante el desayuno, dijo Ann:
—Ricardo nos llamará a las nueve y media.
—¿Quién es Ricardo?
—Míster Stokes, mi jefe.
Le pareció raro que ella le nombrase por su nombre de pila; pero se guardó de decirlo.
A la media hora llegó Stokes en su gran coche. Vaughan le vio desde la ventana. Le pareció un hombre distinguido, con su traje a rayas finas y su clavel blanco en la solapa. Subió los peldaños, pulsó el timbre y esperó. Oyó los pasos hacia la puerta y la voz de Stokes:
—Buenos días, Ann. ¿Dispuesta para salir?
Ella llamó a Vaughan y les presentó. Las maneras de Stokes eran educadas pero frías y Vaughan sospechó el motivo. La actitud de Stokes le pareció forzada, como si les espiara a los dos a hurtadillas.
Stokes dijo:
—Dé usted una información amplia, Vaughan. Ann y yo, confirmaremos sus asertos. Espero que consigamos alguna decisión.
Stokes condujo, con Ann sentada a su lado y Vaughan en el asiento posterior. Siguieron por la Metropolitan Avenue hacia la calle 69. Luego torcieron a la izquierda por Borden Avenue hasta penetrar en el túnel que divide la ciudad. El túnel, que pasa por debajo del East River, es un viaducto de hormigón brillantemente iluminado que no llega a desprenderse del olor a gasolina, pese a los equipos de aire acondicionado. Los coches rugían y sus ruidos se propagaban como un eco en el espacio limitado. A Vaughan le gustó salir de nuevo al exterior para recibir el aire fresco de Manhattan, camino de Roosevelt Drive, hacia el edificio de la Sociedad de Naciones.
A lo largo del río había barcos que descargaban en los muelles aprovechando la crecida del río. Queensboro Bridge resplandecía bajo el sol. Stokes estacionó su coche ante el edificio de las Naciones Unidas, bloque rascacielos de acero y cristal que dominaba el río. Mostraron sus pases y entraron.
—Se trata de una sesión especial del Consejo de Seguridad —dijo Stokes— y a los periodistas les está terminantemente prohibida la entrada. El Presidente quiere que la sesión sea secreta; pero, personalmente, dudo mucho de que esto sea posible. Me asusta pensar lo que puede ocurrir cuando el público se entere del tema de las conversaciones de hoy.
Fueron llevados a una gran habitación en cuyo centro había una mesa circular rodeada de asientos. Algunos miembros del Consejo ocupaban ya sus plazas; otros iban llegando en grupos de dos o tres. La sala empezó a llenarse.
Se formaron pequeños corrillos de asistentes británicos y americanos. Los delegados rusos permanecían impasibles, sentados aparte. El sordo susurro de las conversaciones acentuaba la atmósfera de tensión. Vaughan sintió que le invadía una ola de depresión al mirar a su alrededor.
A las diez en punto de la mañana se cerraron las puertas de la sala de conferencias y el presidente con su mazo golpeó la mesa. Hubo un silencio forzado interrumpido por alguna tosecilla. El Presidente se levantó y abrió la sesión:
—Señores, algunos de entre ustedes ya tienen conocimiento del asunto que vamos a tratar. Para aquellos miembros cuyos departamentos no están directamente relacionados con el asunto, voy a resumir los acontecimientos. Durante meses han ocurrido cosas muy extrañas en el mundo. Valiosas cantidades de materiales, incluyendo uranio y cobre, han desaparecido...
Después del discurso de apertura, el secretario británico de Asuntos Exteriores hizo un informe dando detalles sobre lo ocurrido en Dunstead. A sus palabras siguieron las del delegado americano, que se limitó a exponer el asunto de Fort Knox.
Luego habló un delegado francés: estaño y cobre habían desaparecido de sus colonias. Varios miembros de la Commonwealth hablaron también. Luego tocó el turno a los rusos.
La mirada de Spencer, el delegado americano, era severa y abiertamente hostil. La expresión de su cara no ocultaba que los rusos eran para él unos embusteros y censuraba implícitamente todas sus palabras. El representante soviético fingía ignorarle hablando tranquilamente y facilitando una lista completa de todos los metales que habían sido robados en su país. El Presidente se dirigió a Vaughan:
—Míster Vaughan —explicó— fue encargado de una investigación por el Primer Ministro británico. Él tiene una teoría que exponer sobre estos acontecimientos. Se trata de algo que, en principio, puede parecer fantástico. No obstante, he de rogarles que le escuchen, porque si su teoría resulta cierta nos encontramos ante el mayor peligro por que haya pasado la tierra.
Vaughan peroró consultando sus notas. Habló de sus investigaciones, poniendo el máximum de énfasis para explicar la imposibilidad de los robos de uranio en Dunstead y de oro en Fort Knox. También expuso con todo detalle las referencias dadas en los periódicos sobre las apariciones misteriosas en el firmamento.
Se produjo una interrupción:
—Señor Presidente, ¿qué tiene que ver todo este galimatías con nosotros? Protesto de que nos hagan perder un tiempo precioso.
El Presidente hizo uso de su martillito para imponer silencio. Ya había sido puesto en antecedentes sobre el tema que tenía que tratar Vaughan.
—Tengo que rogarle que contenga su impaciencia ante esta aparente impertinencia. Se trata de algo muy importante. Le ruego, señor Vaughan, que continúe.
El aludido prosiguió haciendo notar la correlación de fechas entre las desapariciones y la aparición de los «platillos volantes». Mostró la fotografía que había tomado el profesor Stanley y expuso la opinión de los expertos del «Zoo». Luego afirmó su creencia de que la tierra había sido invadida por seres procedentes de otro mundo.
Ann Delmar detalló sus informes, afirmando que había sido para ella un honor colaborar con míster Vaughan. Stokes añadió que la opinión de miss Delmar merecía toda su confianza. El secretario de Asuntos Exteriores manifestó que su Primer Ministro estaba decidido a tomar muy en serio la teoría de míster Vaughan. El delegado ruso manifestó que su país estaba preparado para discutir el asunto en cualquier momento.
Todo el mundo quería hablar el primero. Los bolivianos estaban excitados; los canadienses preocupados. El desbarajuste crecía por momentos y transcurrieron algunos minutos antes de que el Presidente consiguiera imponer un silencio relativo.
Se levantó Spencer. Era un hombre encorvado, de cara agria y ojos pequeñísimos que esgrimía su dedo acusador. En tono cortante declaró:
¡Señores! Se trata de no perder la cabeza. Lo que acabamos de oír es demasiado fantástico para ser tomado en serio. ¿Pueden ustedes creer que unos murciélagos gigantes se filtran a través del acero y el hormigón para llevarse material de uranio? ¿Creen ustedes que vienen de Marte en un platillo volante? Realmente, señores, tales afirmaciones sólo pueden admitirse en la literatura humorística. —Al decir esto movía su índice cortando el aire—. Tengo mis dudas respecto a que míster Vaughan y mis Delmar hayan expuesto su teoría (y la llamo teoría porque no pueden aportar ni un átomo de prueba) con la suficiente buena fe. Pero, en todo caso, ¡han sido engañados! No creo que sea necesario mirar más allá de nuestro planeta para encontrar los culpables. Los Estados Unidos han sufrido un choque considerable con la pérdida de grandes cantidades de uranio 235, nuestra economía está seriamente comprometida por el robo de nuestras reservas de oro... Y yo me pregunto: ¿Quién va a ganar más intentando el derrumbamiento del mundo occidental? ¿Hace falta mirar más lejos que a las fuerzas comunistas agazapadas tras el telón de acero?
Las protestas ahogaron el final de su discurso. El Presidente golpeaba la mesa una y otra vez apelando al silencio. Vaughan estaba consternado: no se atrevía a mirar a los delegados rusos. Por fin se produjo un aparente silencio de orden que se malogró inmediatamente cuando Spencer vociferó:
—Las supuestas pérdidas soviéticas no son más que un «bluff» para colocarnos fuera de la verdadera pista.
—¡Orden! ¡Orden!
Spencer se apaciguó sentándose en un sillón mientras miraba a los delegados soviéticos echando fuego por los ojos. Siguió una súbita calma y el jefe del partido ruso se levantó comedidamente, dejando asomar en sus labios una cínica sonrisa:
—Repito que mi país ha sufrido pérdidas semejantes y pese a que míster Spencer nos atribuya poderes sobrehumanos, nosotros, por el contrario, no creemos que sus conciudadanos sean tan inteligentes que puedan sustraer uranio y otros metales de un lugar cerrado y custodiado en territorio soviético. —Hizo una pausa y continuó mirando a Vaughan—. Mi país, de muy buena gana, cooperará con quien intente alcanzar el fondo de este asunto —y aquí la sonrisa se hizo manifiesta—, lo mismo si los responsables proceden de Marte o de cualquier lugar más cercano. Dicho esto, nuestra Delegación se retirará en señal de protesta contra las manifestaciones del representante de los Estados Unidos de América.
Como un solo hombre los miembros de su Delegación se levantaron y abandonaron la sala. El Presidente suspendió la sesión para almorzar.
Vaughan estaba deprimido y comió muy de prisa. Ni la proximidad ni las tiernas miradas de Ann a través de la mesa pudieron serenarle. Stokes estaba francamente incómodo ante la actitud de su compatriota.
—Puede que hubiese sido mejor suprimir la fotografía —sugirió—. Desde la aparición de literatura seudocientífica como diversión popular, los americanos se han sentido familiarizados con toda clase de seres procedentes de otros planetas. Los murciélagos han resultado algo «anticlimax».
—¿Qué va a ocurrir ahora? — se preguntó Vaughan descorazonadamente.
Stokes se encogió de hombros.
—Poca cosa, me imagino. Las conversaciones abortarán desde un principio y nosotros nos iremos por donde hemos venido.
—¡Tenemos que hacer algo! —dijo Ann—. Neil debe hablar de nuevo. Hay que impresionarles hablándoles de los peligros que se ciernen sobre un mundo dividido.
Stokes les dejó, porque tenía que hacer algo urgente y Vaughan y Ann volvieron a la sala del Consejo.
Vaughan, muy pensativo, dijo:
—Tú no lo ignoras: Stokes está enamorado de ti.
Ann le miró rápida.
—Así es. Me pidió que me casara con él y le dije que era imposible.
Vaughan no añadió palabra alguna.
Empezó la sesión de la tarde sin los rusos. Vaughan volvió a hablar. Mientras, los políticos que ocupaban la mesa estaban perplejos por el robo de los metales y les parecía imposible aceptar la idea de que los responsables pudiesen proceder de otro planeta.
Como había previsto Stokes la Conferencia terminó sin que se tomara ningún acuerdo sobre el camino que debía emprenderse.
Vaughan pernoctó en casa de los Delmar; luego hizo las maletas para su regreso a Londres.
—Lo único que se me ocurre —dijo Ann— es colocar guardas armados dentro de los almacenes. Y si aparece algún murciélago ¡matarle! Si pudiéramos presentar un cuerpo físico sería el mejor argumento para convencerles... y al mismo tiempo puede que con ello impidiéramos el robo de nuestros materiales.
En el aeropuerto, Vaughan la besó para despedirse.
—Pronto volveremos a vernos — prometió—. Espero que, para entonces, se habrá hecho alguna luz sobre este asunto.
El aparato emprendió el vuelo transportándole de nuevo a través del Atlántico. Estaba preocupado: ¿qué ocurriría ahora? Si Spencer hubiese contenido su lengua... Si se consiguiera algún medio para combatir a los invasores... Pero, ¿qué probabilidades quedaban si el Este se enfrentaba con el Oeste?
Suspiró, se recostó en su asiento y llenó su pipa. Abajo, a través de las nubes, el Atlántico aparecía de un color azul verdoso con blancas crestas que brillaban al sol.
Pese a todo, el recuerdo más intenso de su viaje a Nueva York consistía en la imagen de una casa de piedra parda en Forest Hills, y de una familia con la que deseaba unirse pasase lo que pasase.