Capítulo X: CAZADO

EL platillo derribado estaba situado en un hueco entre montañas, misterioso y solitario. Desde el lugar donde paró el coche, Vaughan pudo observarlo a través de los surcos de un campo arado. Era una máquina extraña. Su primera reacción fue de desencanto. Pensó:
—¿Y esto es una nave del espacio? Siempre había creído que este primer encuentro sería más dramático.
El sol brillaba a través de los árboles sin hojas y daba mayor calidad a los tonos castaños de la tierra. Los pájaros trinaban y a lo lejos se oía el ronroneo de un tractor. Un conejo asomó sus largas orejas por la madriguera, miró en derredor y se escondió de nuevo. Rompía la quietud del paisaje no la cúpula de metal grisáceo, sino la actividad militar desplegada a su alrededor. A respetable distancia se habían amontonado rollos de alambrada para aislar a los intrusos; detrás del alambre de espinos grupos de soldados patrullaban vigilantes con sus fusiles preparados. Desde las cimas de las colinas circundantes la artillería pesada cubría el hoyo, mientras tres jets de combate volaban pesadamente en círculo. Se habían acumulado sacos de arena protegiendo un viejo granero abandonado, convertido provisionalmente en cuartel general de campaña para el mando.
Un comandante con el revólver en el cinto y unos gemelos de campaña colgando del cuello se paró delante del coche, saludando:
—Todo está debidamente controlado Mr. Irwin —dijo—. Toda el área está acordonada y estamos preparados para cualquier emergencia.
—¿No ocurrió nada desde su aterrizaje?
—Nada, señor. La máquina permanece donde estaba cuando llegó nuestra avanzadilla. No hay señales de vida, ningún ruido; nada.
Irwin gruñó:
—Muy bien. Vamos a bajar para verlo de cerca.
Vaughan intervino:
—Espere, comandante: ¿cómo llegó hasta aquí la nave del espacio? ¿Cree que está averiada, que tienen dificultades? ¿Qué ocurrió exactamente?
El comandante volvió la vista hacia atrás, gritando:
—Henderson; un momento, por favor.
Un joven con uniforme de la R.A.F. vino hacia ellos.
—El teniente de aviación Henderson es el hombre que obligó a la nave a descender —dijo el comandante—. Él les explicará lo que desean.
Vaughan repitió la pregunta.
—Se trata de un asunto muy desagradable —empezó Henderson—. De acuerdo con las órdenes recibidas, yo estaba patrullando por encima de Dunstead, a unos tres mil metros de altura. El cielo estaba claro y, a mayor altura, vi algo moviéndose. Maniobré en posición para interceptar, y radié a la base que algo había observado. Puedo asegurarle que sentí verdadera emoción al ver lo que era. Realmente, parecía una de esas fotografías en las que se reproducen los platillos volantes. Bueno, bajó con una rapidez infernal, disminuyó su velocidad y empezó a trazar círculos a mi alrededor. Esto no me gustó; estaba seguro que lo hacía con algún propósito. Me puse tremendamente nervioso; pero cumplí las órdenes recibidas. Dirigí mi aparato por encima de ellos y disparé en señal de advertencia. Indiqué al piloto que tenía que aterrizar, si no quería que le asara vivo. Inmediatamente tomó tierra, como ustedes lo ven. ¡En mi vida tuve una mayor sorpresa!
Henderson insistió, moviendo la cabeza:
—No me lo explico. Este artefacto podía haber acelerado y dejarme plantado en cualquier momento.
Vaughan miraba al hoyo, pensando en lo que todo aquello podía significar.
—¿Entonces, usted cree que la nave no está averiada ni por cualquier motivo fuera de control?
Henderson asintió. Ann dijo:
—Algo se proponen. Quienquiera que sea que ocupe la nave, desea saludarnos. No puede haber otra explicación.
—Así lo creo —asintió Vaughan—. Pero me agradaría conocer sus propósitos antes de que nos ocurra algo. Bien, vamos allá.
Los soldados apartaron la alambrada y caminaron en fila india, bajando por el declive hasta cerca de la nave del espacio. Vaughan iba a la cabeza, seguido por el comandante, Irwin y Ann. Las nubes del firmamento oscurecieron la luz del sol, dejando la nave en la sombra. Un estremecimiento recorrió todos sus cuerpos y el hoyo se convirtió en algo siniestro...
Vaughan caminó alrededor del artefacto inspeccionándolo cuidadosamente. Sintió un escalofrío en su espalda. Una nave del espacio... de otro mundo... una máquina del más allá... Hay cosas que el hombre no puede comprender y ésta era una de ellas. Allí estaba caída y esperando para ser investigada. Era para ponerse a temblar.
La nave parecía ahora mucho más grande que vista desde lo alto. Tenía una forma ovoidea de ciento cincuenta metros de largo por noventa de ancho, con una cúpula en forma de seta en la cúspide. La cúpula estaba surcada por ventanas circulares a intervalos regulares. Su superficie exterior era de metal gris mate, caliente al tacto. Vaughan estaba deseando ver el interior.
Recordó la narración del profesor Otto Brunn:
«No puede admitirse la existencia de «platillos volantes»... la verdadera naturaleza de los objetos observados en el firmamento no son más que los globos meteorológicos corrientes...»
Le hubiera gustado ver la cara que pondría el profesor, si se enfrentara con aquel aparato.
Ningún signo visible denotaba la entrada; la superficie era pulida y lisa. Pidió al comandante que le prestara su revólver y con la culata golpeó el casco de metal.
—Sólo para que se enteren de que estamos aquí —dijo levantando la voz—. Esperaron agrupados: Ann, cogida del brazo de Vaughan. Nada ocurrió. Irwin intervino:
—¿Creen ustedes que no hay nadie?
Vaughan volvió a dar vuelta alrededor de la nave y exclamó:
—¡Aquí hay una abertura!
Se agruparon, inquietos, mirando con atención. Se había abierto una puerta corredera. Detrás de ella sólo había obscuridad, una atmósfera pesada y olor a ranciedad. Las aletas de la nariz de Vaughan se encogieron: era el mismo olor que había percibido en el recinto del «Zoo». No se notaba ruido alguno en el interior, ningún indicio de movimiento. El comandante dijo con voz sorda:
—Alguien tiene que haber dentro para que haya podido abrir la puerta.
Vaughan cogió la pistola apuntando hacia la abertura circular, pues no estaba seguro de lo que pudiera ocurrir. El aire, se hizo súbitamente helado y la negrura interior pareció una amenaza. Se preguntaba qué tramaban volando con aquello por el espacio.
Pasaron unos minutos, y como nada ocurriese, fue Ann la que se decidió:
—¡Yo entro!
Y sin esperar penetró por la puerta. Vaughan la siguió, diciendo a Irwin:
—Usted y el comandante permanezcan fuera.
No hay ninguna razón para que nos metamos todos en este laberinto. Ustedes mantengan sujeta la puerta para que no pueda cerrarse tras de nosotros.
Una vez dentro se echó sobre Ann, cogiéndola del brazo.
—¡Espera! —le dijo en voz baja—. La obscuridad no es tan absoluta. Dejemos que nuestros ojos se acostumbren.
No se percibía ningún ruido ni movimiento en el interior. La voz de Irwin se dejó oír ansiosa:
—¿Todo va bien?
—Sí; demasiado.
Vaughan empezó a distinguir algo en una claridad gris y opaca. Estaban de pie en una habitación cóncava, desnuda y solitaria. Las paredes eran lisas y pulidas como las del exterior.
—Esto podría ser el depósito donde almacenan el metal — dijo Ann.
—En este caso...
No pudo terminar la frase: una nueva puerta circular se deslizó suavemente como invitando a una inspección. Se adelantó de prisa, apuntando con el revólver. Tras la puerta había otra cámara más pequeña, semejante a una recámara. No podía permanecer en ella de pie y un sólido muro de plomo le impedía seguir adelante.
—Protección de plomo —comentó Ann—. Podría ser la base atómica. Juraría que hay un motor atómico tras esta pared.
Como nada podía verse, volvieron a la sala principal.
—Bien, dijo Vaughan —mirando a su alrededor—. La cúpula está abandonada. Allí debe estar la cámara de control y si hay alguien a bordo le encontraremos.
Se abrió otra puerta. Era también circular y no se distinguía ningún mecanismo; se deslizó, sencillamente, dentro del muro. Una rampa en declive conducía hacia arriba por un empinado ángulo en espiral que recorría los lados de la nave. Vaughan subió por el declive entre paredes metálicas verticales.
Al final había una tercera cámara, todavía más pequeña y también vacía. El olor a ranciedad era más fuerte e incrustados en las paredes había un gran número de discos de cristal. Algunos tenían agujas indicadoras; otros no. Todo aquello no aclaraba nada a Vaughan.
—¡Es imposible que esté completamente abandonado! El piloto tiene que estar en alguna parte.
—O se trata de un aparato teledirigido —sugirió Ann—. Puede que seamos nosotros mismos, sin saberlo, los que operamos sobre algún mecanismo que nos abre las puertas.
Vaughan se encogió de hombros.
—Si fuera así, no harían falta estos instrumentos. Y el olor indica que algo ha estado aquí hasta hace poco. ¿No se te ocurre?... — Y miró a su alrededor, intrigado.
—¿Qué? — dijo Ann, apresurada.
—Podría ser que fuesen invisibles.
—¡Oh!...
Permanecieron silenciosos ante los discos brillantes, pensando en la posibilidad de que otros ojos invisibles estuvieran espiando sus movimientos.
—No creo que la explicación sea ésta —dijo Ann—. Una máquina fotográfica no podría captar nada invisible.
Vaughan paseó silenciosamente alrededor de la cámara, inspeccionando paredes, piso, techo y teniendo cuidado de no tocar nada.
—Hay demasiadas cosas raras —comentó—. Seguramente la nave acciona gracias a algún efecto de radar; pero en la parte externa no se ve aparato alguno. Aquí, estos aparatos de medición no se parecen a nada conocido en el control normal. Un aparato imaginado por hombres de la tierra estaría lleno de máquinas... y aquí está todo vacío.
—Estamos ante los umbrales de una ciencia extraña, Neil; no existe razón alguna para que haya de semejarse a algo planeado en la tierra. No me cabe duda que, si conociéramos los fundamentos de su ciencia, todo nos parecería muy natural.
Bajaron por la rampa y cruzaron la cámara hacia la puerta donde Irwin y el comandante les estaban esperando. Un pesado tronco de árbol había sido arrastrado y puesto atravesado de modo que hiciera imposible que se cerrara la puerta de la nave.
—No hay nadie —dijo Vaughan—. Y explicó con detalle cuanto habían visto.
—No obstante —dijo el comandante—, Henderson estaba seguro de que la nave iba pilotada.
No cree que la nave pudiese ser dirigida por un control a distancia dada la forma en que maniobró. Lo que ocurre es que el piloto habrá desaparecido antes de que nosotros llegásemos. Voy a ordenar registrar los alrededores inmediatamente.
El comandante se fue para organizar el reconocimiento.
—Y ahora que tenemos la nave —dijo Irwin— ¿qué vamos a hacer con ella?
—¡Apropiárnosla! —declaró Vaughan con energía—. Voy a permanecer aquí hasta que me envíen técnicos para desarmarla y examinar su funcionamiento.
Irwin le miró sorprendido.
—¡Permanecer a bordo! ¿Cree usted que tiene sentido común? Quiero decir que se trata de algo extraño... que ignoramos lo que puede ocurrir...
—Neil tiene razón —dijo Ann—. Nos quedaremos los dos. Después de todo, nada grave puede suceder con la nave cercada. Y en cuanto a los secretos de los murciélagos estamos bien preparados para descifrarlos.
—Está bien; hagan lo que les parezca —dijo Irwin todavía de mala gana—. Haré venir algunos científicos inmediatamente y veremos lo que dicen. Entre tanto, permanezcan unidos.
Empezó a salir del hoyo, remontando la cuesta, dejando a Vaughan y a Ann dentro de la nave. El silencio era absoluto. Algunas nubes cubrían el sol y las frías sombras se extendían por la tierra en el exterior del artefacto. Irwin se convirtió pronto en una pequeña figura que subía la colina dirigiéndose hacia un grupo de oficiales. Las ramas desnudas de los árboles y los cañones de los fusiles dibujaban su silueta en el firmamento. Cruzada la alambrada se escogieron algunos soldados para enviarlos a la busca y captura del desaparecido piloto.
—Bien —dijo Vaughan—. El, o ello, volverá a la nave bien custodiado. Y nosotros estaremos esperándole.
Se dio cuenta de que todavía estaba empuñando el revólver del comandante y le pareció una tontería. No había nada ni nadie contra quién poderlo usar. Lo guardó en su bolsillo.
De pronto, dijo Ann:
—¡Se ha cerrado la puerta que conduce a popa!
Vaughan dio la vuelta, cruzando la habitación hacia el muro donde había estado la puerta abierta. Tocó el metal con sus manos: era pulido como el cristal, sin que se apreciase ninguna ranura en su superficie. La unión era tan perfecta que no pudo precisar exactamente el lugar que ocupara la puerta corredera...
Miró asustado a su alrededor. La puerta abierta sobre la rampa que conducía a la habitación de control también había desaparecido.
—Luego, queda sólo la puerta exterior...
Su voz se hizo débil. Por un momento pudo ver el pesado tronco de árbol atravesando la entrada, el paisaje detrás, y luego... ¡nada! El árbol desapareció como si nunca hubiese existido y la puerta circular resbaló obturando toda claridad.
Ann dio un grito de alarma y Vaughan se precipitó hacia delante, buscando a tientas la pared exterior en plena obscuridad. Los dedos tantearon una superficie lisa, sin la menor grieta, sin nada donde agarrarse. Sacó el revólver golpeando con él la pared. Dio la vuelta y disparó; pero la bala no dejó ninguna señal visible.
Ann, andando con una mano extendida tanteando la pared, cayó en sus brazos. Su respiración se hizo rápida y su voz nerviosa.
—¡Hemos caído en una trampa, Neil!
—Ya saldremos de ella — contestó Vaughan sin ningún convencimiento.
Dio la vuelta a la habitación guiándose por el tacto y se volvió a encontrar con Ann sin haber descubierto la menor fisura en la pulimentada superficie del muro.
—Si por lo menos no estuviese tan obscuro... si por lo menos pudiese ver...
Ann murmuró:
—Estoy asustada, Neil. El piloto debe haber regresado; o ha estado siempre aquí. ¡Somos sus prisioneros!
Vaughan la abrazó para consolarla:
—Irwin encontrará el medio de rescatarnos.
Con la puerta cerrada y la habitación a obscuras parecía notarse más calor y el olor a ranciedad se hacía más intenso. Vaughan agudizó su oído para percibir los latidos de su corazón y poder calcular así los segundos que transcurrían.
Se notó una vibración a través del suelo metálico.
Ann repitió con voz entrecortada:
—¡Somos sus prisioneros!
La vibración se hizo más fuerte; desde alguna parte una fuerza impelía la máquina. Neil pensó: «Para conseguir esto ha aterrizado la nave; para capturar ejemplares de la raza humana. Ahora se nos llevan... ¿adonde?»
Su cuerpo se hizo más pesado, como si algo retuviera fuertemente sus pies contra el suelo. Instintivamente se abrazó a sus piernas.
—Estamos ascendiendo —dijo—. Espero que el comandante no abrirá ninguna brecha con sus ametralladoras.
Crecía la presión.
—Estaremos mejor tendidos — decidió—. No se puede prever qué aceleración es capaz de alcanzar una máquina como ésta.
Se tendieron sobre el suelo. Vaughan ayudó a Ann con su mano izquierda; con la derecha apretaba el revólver del comandante. El metal del pavimento era duro y caliente y vibraba de tal manera que hacía castañetear sus diente».
Empezó a sudar. Sus miembros se hicieron demasiado pesados para poder moverlos y notaba el cráneo tan apretado contra el suelo que le dolía fuertemente. Su boca permanecía abierta y a cada instante le resultaba más difícil respirar. La presión crecía... Iba perdiendo el conocimiento. Sentía como si se deslizara hacia un lugar profundo. Oía las quejas de Ann; pero nada podía hacer por ella. Notaba como si un elefante pisoteara su estómago; la cabeza le daba vueltas y más vueltas como en un tiovivo... Entonces se apretó contra el suelo y perdió el conocimiento.