8
Al ver que Brage por fin estaba fuera de peligro, Dynna se sintió más relajada y ya no tendría que velar toda la noche. Durante varios días se quedó en cama hasta mucho más tarde de lo acostumbrado. Una vez despierta, tomaba un baño y desayunaba tranquilamente en su habitación. Visitaba a Brage todos los días y se alegraba de su aparente mejoría. Aquella mañana en particular, tres días después, se sentía bastante descansada cuando subió las escaleras hasta la habitación de la torre y saludó a Perkin, el guardia apostado ante la puerta.
—Buenos días, lady Dynna. La criada que enviasteis para que cuidara del prisionero está con él —dijo Perkin, saludándola con una sonrisa.
—Bien. —Dynna le devolvió la sonrisa, complacida de que la mañana se desarrollara sin contratiempos.
Estaba a punto de entrar cuando la puerta se abrió de golpe y apareció la criada.
—¿Qué pasa, Anny? —La expresión asustada de la joven la desconcertó y se preguntó qué habría hecho Brage para que la pobre huyera presa del terror.
—Lady Dynna —jadeó la criada—. Ese… ese vikingo… ¡es un demonio!
—¿Un demonio? ¿De qué hablas? ¿Lo afeitaste y le cortaste el cabello como ordené? —Dynna echó un vistazo a la habitación, pero desde allí no veía a Brage.
Anny tragó saliva con mirada atemorizada al tiempo que salía de la habitación y se alejaba del prisionero.
—Lo intenté, milady, de verdad, pero no dejó que me acercara. ¡Me amenazó! Dijo que me arrojaría por la ventana si volvía a acercarme a él con un cuchillo… ¡Y hablaba en serio! ¡Su mirada era malvada! ¡Oh, ese Halcón Negro es peligroso! ¡Celebraré el día que muera o se marche!
—Había un guardia delante de la puerta. Sólo tenías que pedir ayuda —le recordó Dynna.
—Por favor, milady, no me obliguéis a regresar a la habitación. ¡La mirada helada de sus ojos azules me asusta! ¡Sé que es un monstruo!
—No es un monstruo —dijo Dynna para tranquilizarla.
—¡Es un vikingo! —El aborrecimiento de su tono de voz describía perfectamente lo que sentía.
—De acuerdo. —Dynna lanzó un suspiro de resignación—. Vuelve a tus tareas en la cocina.
—Sí, milady. ¡Tomad! —dijo la criada y le tendió el cuchillo, dispuesta a alejarse lo más rápidamente posible.
Dynna reprimió una sonrisa y cogió la hoja. Recordaba su primer encuentro con Brage y comprendía que Anny se sintiera intimidada. Debido a sus cabellos más largos y la barba crecida, por no hablar de su estatura, Brage era un espécimen impresionante pese a su estado debilitado.
—¿Queréis que entre con vos, milady? Puedo quedarme con vos, si tenéis miedo —sugirió Perkin cuando Anny huyó escaleras abajo para refugiarse en la cocina. Había visto el temor de la criada y no permitiría que nada le ocurriese a lady Dynna.
—No, no es necesario. Estaré perfectamente.
Perkin retrocedió con expresión escéptica y la dejó pasar. Pese a sus palabras, se mantendría alerta para asegurarse de que no le hicieran daño.
Dynna estaba dispuesta a imponerle su voluntad a Brage. Debía de estar de un humor muy especial para asustar a Anny hasta ese punto. El día anterior, cuando examinó la herida en el hombro, parecía estar cicatrizando bien. No obstante, sus heridas habían sido graves y la fiebre altísima. Tardaría un tiempo en recuperarse por completo y para ello era necesario asearlo. Por eso había enviado a Anny con él y ahora ella misma se encargaría de la tarea por más que él protestara.
Cuando encontró a Brage sentado en la cama con el ceño fruncido y mesándose la barba, comprendió que se enfrentaba a una discusión. Se detuvo frente a él con expresión severa.
—Habéis aterrorizado a la pobre criada —lo reprendió.
—Se acercó a mí blandiendo un cuchillo —gruñó él.
—Sabéis muy bien que yo le ordené que acudiese.
—¿Para matarme? —Le lanzó una mirada burlona.
—¿Mataros? ¡Claro que no! La envié aquí para que os afeitara.
—Afeitarme o matarme, da igual. De un modo u otro, dado el temblor de su mano, creí que mi vida corría peligro. Si se le iba el cuchillo apoyado en mi garganta…
—Si no la hubieseis intimidado, no habría pasado nada.
—No es necesario afeitarme la barba.
—Os la afeitaré yo —dijo Dynna en tono firme.
—He llevado barba desde que tengo edad para que me crezca. —Brage arqueó una ceja con aire burlón y le lanzó una mirada desafiante.
—Aún no estáis completamente recuperado, debéis permanecer en cama unos días más. Si vuestros cabellos y barbas se llenan de piojos, ya no los apreciaréis tanto. Será mucho más sencillo manteneros aseado mientras os recuperáis, a condición de afeitaros la barba y cortaros el pelo.
—¿Y si me niego?
—No podéis. Sois mi paciente.
—Soy vuestro prisionero —afirmó Brage en tono rotundo.
—De un modo u otro —dijo ella, sin poder reprimir una sonrisa traviesa—, estáis a mi merced. Si no permitís que os afeite…
—¿Vos me afeitaréis? —preguntó con rapidez.
—Yo os afeitaré —enfatizó Dynna—. Pero si os resistís, llamaré al guardia y le diré que os sujete hasta que haya acabado con la tarea. Sea como sea, a mediodía estaréis afeitado y vuestros cabellos, recortados. ¿Qué haréis, vikingo? ¿Lucharéis conmigo u os rendiréis?
Una vez más, Brage tuvo que admirar su valor. No se acobardaba, como la tonta de la criada, a la que logró echar de la habitación con una única mirada amenazadora. Dynna era más fuerte y, a pesar suyo, su admiración por ella aumentó.
—La idea de que vos me afeitéis me resulta mucho más agradable que confiar en la moza que acaba de huir de aquí presa del terror —declaró.
—En vuestro lugar, yo estaría más preocupado.
—Si quisierais verme muerto, milady, hubiera sido muy fácil dejar que la fiebre acabara conmigo. Dudo que en vuestras manos mi vida corra peligro.
—Lo único que sufrirá un cruel destino será vuestro cabello y vuestra barba, a menos que seáis lo bastante tonto como para moveros mientras los recorto. Sentaos en la silla, así me facilitaréis la tarea.
Brage masculló palabras ininteligibles, frustrado ante la imposibilidad de evitar aquella nueva tortura. Tomó asiento e hizo rechinar los dientes.
Dynna procuró peinar su espesa cabellera. Luego, con mucho cuidado porque el cuchillo era afilado, empezó a cortar los oscuros cabellos.
Brage permaneció inmóvil mientras ella se desplazaba en torno a él, tirando del pelo con suavidad al tiempo que trataba de recortarlo. Brage aborrecía la idea de parecerse a sus captores, pero comprendió que, en cierto modo, ella le hacía un favor: Si se presentaba la oportunidad de escapar, era menos probable que llamase la atención entre los sajones afeitados y de cabellos más cortos.
El roce de las manos de Dynna era suave y su aroma perfumado era embriagador; se sentía enardecer cada vez que se inclinaba sobre él, y se recordó a sí mismo que aquella mujer era su enemiga. Sin embargo… Brage frunció el entrecejo, por ningún motivo en particular.
Dynna procuraba no hacerle daño con la tijera. Su cabello era espeso y le llevó un tiempo cortar la pesada melena. Cuando finalmente acabó, dio un paso atrás para examinar el resultado. Aunque la barba aún le cubría el rostro, sus cabellos tenían un aspecto ordenado.
—Mejor. Mucho mejor —comentó satisfecha.
—Me alegro de que os parezca así —dijo él, con la vista clavada en el pelo que cubría el suelo.
—Ahora me encargaré de vuestra barba.
Brage no dijo nada, pero cuando ella se situó delante la miró a los ojos. Sabía que no le quedaba más remedio que someterse a su voluntad y la degradación que esto suponía hizo que apretara las mandíbulas. Él, el Halcón Negro, se veía reducido a soportar que una mujer le cortara la barba, y encima una sajona. Pero cuando empezó a cortarle los pelos más largos, tuvo que reconocer que era una sajona muy bonita.
Mientras Dynna se atareaba en cortarle la barba, Brage tuvo que esforzarse por permanecer inmóvil. Cuando acabó de cortar la parte más espesa, ella dio un paso atrás y lo contempló.
—¿Habéis acabado? —preguntó en tono esperanzado, pero al restregarse el mentón comprobó que aún quedaban pelos.
—No, aún no.
Dynna cogió un cuenco con agua y le humedeció las mejillas a fin de ablandar los restos de barba. Cuando se acercó a él, Brage soltó un gruñido.
—Ahora no me causaréis problemas, ¿verdad? El guardia no tardaría en acudir a mi llamado —le recordó, sintiéndose poderosa mientras permanecía de pie ante él, dispuesta a terminar de afeitarlo y con el cuchillo en la mano.
—La verdad, milady, es que un cuchillo en vuestra mano cuando estáis enfadada me daría que pensar mucho más que ese guardia debilucho —replicó.
Dynna no pudo evitar una sonrisa cuando se inclinó hacia él para humedecerle las mejillas y afeitarle el resto de la barba.
Podría haber acabado con la tarea él mismo… si ella le hubiera confiado el cuchillo. Pero eran enemigos y sabía que no lo haría.
Al tiempo que ella se desplazaba en torno al vikingo, él percibió su dulce aliento en las mejillas y el roce de su cuerpo mientras se esforzaba por dejarlo bien afeitado. El roce lo excitaba y eso lo sorprendió. Se dijo que sólo era una mujer, una mujer encantadora, aunque sólo una mujer. Que le resultara atractiva era bastante normal, pese a ser una enemiga; pero entonces se dio cuenta de que no la consideraba una enemiga. Pues ¿qué adversario hubiese tratado de salvarlo, no una sino muchas veces, pese a que él la había rechazado casi con violencia? ¿Qué contrincante hubiese permanecido a su lado noche y día para cuidar de él, cuando dejarlo morir hubiera sido mucho más sencillo? Dynna no era su enemiga, pero en ese caso, ¿qué era?
Jamás lo hubiese reconocido, pero Dynna disfrutaba de la sensación de intimidad proporcionada por afeitar a Brage. Una cosa era considerarlo un hombre atractivo mientras cuidaba de él, pero ahora que se estaba recuperando, sentía una atracción que la asustaba y también la excitaba. Se dijo a sí misma que, aunque no le había hecho daño ni a ella ni a Matilda, no era su amigo. Tal como había señalado Anny, era un vikingo. Y sin embargo, algo en él la atraía, y sabía que debía luchar contra esa atracción.
A medida que lo afeitaba, Brage se sentía cada vez más desnudo. Cuando se colocó delante de él para eliminar los últimos pelos de la barbilla, adoptó una expresión furibunda. Dynna se detuvo, temiendo haberle hecho daño.
—¿Os duele?
—Lo único que me duele es que me obliguéis a parecer un sajón —contestó y, haciendo una mueca, se pasó la mano por la nuca desnuda.
—A mí me parece que tenéis mejor aspecto. —Hablaba en serio. El pelo más corto realzaba su mirada azul y penetrante. Su mandíbula desnuda era firme y fuerte. Antes le había resultado interesante pero ahora, al ver su rostro con claridad por primera vez, sus rasgos duros y viriles resultaban fascinantes.
Él volvió a restregarse el mentón, y al notarse afeitado, soltó un gruñido.
—Creo que a lo mejor teneros a mi merced no está mal —dijo Dynna.
—Es verdad que vos sostenéis el cuchillo. —Brage echó un vistazo al arma que ella sostenía, sabiendo que podía quitársela en un instante… si quisiera. Pero incluso mientras pensaba en ello, también comprendió que no era el momento. Necesitaba recuperar sus fuerzas aún más, para que cuando escapara pudiera alejarse con rapidez.
—Y además está el guardia —le recordó ella en un tono casi dulce.
—Al parecer, el destino ha decretado que permanezca en vuestro poder. Pero lo que me pregunto, lady Dynna, es lo siguiente: ¿cómo pretendéis que siga bien afeitado? ¿Acaso me afeitaréis todos los días o me dejaréis el cuchillo para que me afeite yo mismo?
—Creo que quizás una de las criadas se encargará de ello a partir de ahora.
Él esbozó una sonrisa, recordando con cuánta facilidad había logrado intimidar a la otra mujer.
Si Dynna no lo afeitaba, tal vez recuperara su barba antes de lo que había pensado.
—Todos los hombres saben afeitar —prosiguió ella al ver su mirada—. Estoy segura de que unos cuantos guardias de sir Thomas estarían encantados de acercaros un cuchillo. Regresaré más tarde para ver cómo os encontráis.
Cuando se marchó, la sonrisa de Brage se desvaneció. Oyó cómo atrancaban la puerta tras su partida y volvió a recordar su situación. Durante un momento, mientras ella aún estaba presente, había logrado pensar en algo que no fuera su cautiverio, pero cuando volvió a estar a solas comprendió que debía empezar a hacer planes. Se obligó a ponerse en pie y caminó de un lado a otro. Cuanto antes recuperara sus fuerzas, mejor.
Hereld viajó lo más rápidamente que pudo, pero no había un modo veloz y sencillo de llegar a la aldea de Anslak. Habían pasado varios años desde la última vez que se había encontrado con el jefe vikingo y, aunque tenía una idea general de la situación de la aldea, no lo sabía con exactitud. Tardó un par de días más pero por fin llegó al fiordo que conducía al aislado y protegido poblado.
Casi podía oler el oro que pronto sería suyo. No tardaría en hacerse con él: lo único necesario era reunirse con Anslak, convencerlo de que pagara el rescate y establecer un punto de encuentro donde realizar el intercambio. Pronto sería un mercader muy acaudalado. La idea hizo que se frotara mentalmente las manos con deleite mientras navegaba hacia el desembarcadero de la aldea.
Los cuernos anunciaron su llegada, los habitantes salieron al encuentro de la embarcación y le dieron una cautelosa bienvenida.
—¿Qué te trae a nuestra aldea? —preguntó uno de los hombres llamado Lynsey cuando Hereld desembarcó y se acercó a quienes lo aguardaban.
—Soy Hereld, de profesión vendedor y mercader. He venido en busca de Anslak. Ésta es su aldea, ¿verdad?
—Sí, has llegado al lugar correcto. ¿Por qué has venido a verle?
—Es un asunto importante, así que lo mejor será que hable directamente con él.
—Muy bien. Te acompañaré hasta su casa.
La reducida tripulación permaneció en la nave; Hereld remontó la escarpada ladera junto al aldeano y ambos se encaminaron al poblado. Cuando llegaron al hogar de Anslak, Lynsey lo llamó y Tove se asomó a la puerta.
—Ha venido un visitante —dijo Lynsey—. Desea hablar con Anslak.
—En este momento mi marido no se encuentra aquí. —Tove se dirigió al forastero—: ¿De qué se trata? Soy su mujer; quizá pueda ayudarte.
Tras reflexionar unos segundos, Hereld optó por decirle en qué consistía su misión. No cabía duda de que su llegada llegaría a oídos del jefe vikingo con mayor rapidez si sabía cuán importante era.
—Traigo noticias de las tierras de lord Alfrick —dijo.
Ulf había visto al forastero hablando con Tove y se aproximó lleno de curiosidad. Cuando Hereld mencionó al lord sajón, lo interrumpió.
—¿Qué pasa con lord Alfrick? —le preguntó al hombrecillo en tono tenso y amenazador.
Tove se alegró de que Ulf participara en la conversación, porque no sabía qué pensar de aquel hombre.
—¿Quién eres? —preguntó Hereld.
—Soy Ulf. Anslak es mi padre. ¿Qué noticias traes de lord Alfrick?
—Dile a tu padre que lord Alfrick le envía un mensaje. Dile que tras el ataque, os dejasteis algo muy valioso. Dile que lord Alfrick exige un rescate por…
Ulf frunció el ceño con aire suspicaz.
—¿De qué estás hablando? Habla claro. Dime lo que sabes…
Hereld decidió contarle lo que sabía:
—He venido para informar de que el Halcón Negro es el prisionero de lord Alfrick. Sabe que es el hijo de Anslak y se lo devolverá a su padre por seiscientas libras de oro.
—¡Mientes! —Ulf estalló, cogió a Hereld de la túnica y lo sacudió rudamente. Sintió una punzada de temor. Brage no podía estar vivo. Habían visto cómo lo mataban, lo habían buscado…
—¿Mentir? ¿Por qué habría de mentir? —protestó Hereld.
—Por oro, claro está —exclamó Ulf y su mirada glacial y desdeñosa lo atravesó—. Ya he tratado con individuos como tú. No obtendrás oro de nosotros. Lárgate, antes de que mi padre te dé una paliza.
—¡No me iré! ¡Lord Alfrick me envió aquí con el fin de decirle a Anslak que el Halcón Negro está vivo, y tengo pruebas que demuestran que digo la verdad!
—¿Pruebas? —Kristoffer había oído los gritos de Ulf y había salido de la casa para averiguar qué ocurría—. ¿Qué pruebas puede haber? Vimos cómo lo mataban, y ¿tú osas darnos esperanzas de que nuestro hermano haya sobrevivido?
—Visteis cómo lo herían, y en efecto: sufrió heridas graves. Pero lord Alfrick se encargó de que lo curaran y ahora es su rehén. ¿Pagaréis el rescate? ¿O queréis que regrese y le diga que cometió un error, que no le dais importancia a la vida del Halcón Negro?
El desafío aumentó la furia de Ulf.
—¿Qué pruebas tienes?
—Su chaleco… —Hereld introdujo la mano en su morral y sacó el chaleco de Brage—. ¿Ves el corte y las manchas de sangre? La herida era grave, pero no fatal. Tu hermano está vivo y es el prisionero de lord Alfrick.
Ulf le arrancó la prenda de las manos y de inmediato reconoció que pertenecía a su hermano.
—¿Cómo te has hecho con este chaleco? —preguntó.
—Se lo quitaron al curarle las heridas. Una vez que descubrieron quién era, no podían dejarlo morir. Lo cuidarán muy bien hasta que paguéis el rescate.
—Lynsey, ve en busca de mi padre. Kristoffer, cabalga con él —ordenó Ulf en tono brusco, aferrando el chaleco. La duda lo corroía. Ese hombre tenía que ser un mentiroso, un oportunista que acudía por cuenta propia, reivindicando mentiras con el fin de hacerse rico. Tenía que serlo, y sin embargo, si Brage estuviese con vida… Debían actuar, pero con mucha cautela.
Tove invitó al mercader a pasar y le sirvió un trago, y todos aguardaron el regreso de Anslak. Mientras permanecían sentados en el hogar del jefe vikingo, Ulf se preguntó cómo reaccionaría su padre ante la noticia, si creería que el forastero decía la verdad. Todo el pueblo había llorado la muerte de Brage y sus hombres. Esperó que aquél no fuera un plan ideado por un mercader codicioso para engordar sus arcas.
Pasó más de una hora antes de que Lynsey y Kristoffer regresaran a la casa junto con Anslak.
—¡Tove! ¡Ulf! ¿Qué es esta historia que me han contado Lynsey y Kris? —bramó Anslak entrando precipitadamente—. ¿Dónde está ese mercader? ¡Quiero mirarlo a los ojos para comprobar si dice la verdad!
Tras recibir la noticia, había albergado una chispa de esperanza que se esforzaba por atenuar. Aunque con dolor, había aceptado la noticia de la muerte de su hijo y ahora… Si el hombre mentía, albergar cualquier esperanza sería cruel. Su única esperanza, su sueño, era que Brage estuviera vivo. Si aquel hombre disponía de una prueba auténtica que lo demostrara, pagaría lo que fuera para recuperarlo.
—Me alegra volver a verte, Anslak. Soy Hereld. Hace un tiempo hicimos negocios en Birla.
—Recuerdo nuestro encuentro —contestó el vikingo. Recordaba que se habían encontrado en el mercado y lo contempló cautelosamente; sabía que era un negociante astuto—. ¿Qué son esas noticias que me traes de mi hijo Brage? Todos quienes navegaron con él creyeron que estaba muerto, pero tú dices que está vivo.
—Así es, y puedo demostrarlo —dijo Hereld, señalando a Ulf, que aún sostenía el chaleco.
Ulf se lo mostró a su padre.
—Es suyo —confirmó Kristoffer.
—Pero no demuestra que está vivo —argumentó Ulf—. Sólo que encontraste su cuerpo en el campo de batalla.
—Lo encontraron, herido pero con vida. Fue llevado ante lord Alfrick y, cuando descubrieron que era el Halcón Negro, lord Alfrick decidió cobrar un rescate por él.
Anslak se acercó a Ulf y le quitó la prenda. Examinó el corte en la espalda y la sangre seca.
—Fue una herida grave —dijo en tono duro.
—Alfrick sabía que era un prisionero valioso, así que le encargó a una sanadora que lo curase —explicó Hereld—. El Halcón Negro se está recuperando.
Anslak aún miraba el chaleco fijamente. Puede que su hijo estuviera vivo… ¡Brage podía estar vivo! Su esperanza aumentaba y la buena noticia le henchía el corazón hasta casi hacerlo estallar. Las lágrimas que jamás derramaría le causaban un ardor en los ojos.
—¿Cuánto pide lord Alfrick por la vida de mi hijo?
—Seiscientas libras de oro. —Hereld se felicitó por su astucia.
—¿Y cuál es tu papel en todo esto?
—He de regresar con tu respuesta y cien libras de oro como prueba de tus intenciones. Arreglaré el día y el lugar donde se celebrará el encuentro para poder realizar el intercambio.
Anslak asintió con la cabeza.
—Déjanos, Hereld. He de hablar con mis hijos —dijo y le indicó la salida.
Tove lo acompañó fuera para que Anslak, Ulf y Kristoffer pudieran hablar a solas.
—¿Miente, hijos míos? —les preguntó, pues valoraba su opinión.
—Me cuesta creer una sola de sus palabras —declaró Kristoffer.
—No me fío de los sajones. Pero este mercader… —El tono de Ulf era escéptico.
—He tenido trato con él —comentó Anslak—. Sé que es un hombre ladino cuando se trata de obtener ganancias, pero no creo que arriesgara su vida innecesariamente. Dice la verdad, pero ¿hasta qué punto? Aun así, ¿acaso podemos arriesgarnos a que Brage esté vivo y no hacer nada para salvarlo?
—No. Debemos rescatarlo. Debemos pagar el rescate —dijo Ulf en tono firme.
—Tenemos que rescatarlo de los sajones —asintió Kristoffer.
—Entonces está decidido. Le diremos a Hereld que aceptamos pagar el rescate exigido por Alfrick, pero seguiremos hablando de este asunto una vez que el mercader haya zarpado.
Sus hijos asintieron y fueron en busca del mercader.
—Pagaremos el rescate exigido por la libertad de mi hijo —anunció Anslak una vez entraron con el mercader.
Al comprender que acababa de añadir cien libras a la suma del rescate, el rostro de Hereld se iluminó. Estaba muy satisfecho.
—¿Cuándo zarparé con el primer pago en oro? —le preguntó al jefe vikingo.
—Reunirlo nos llevará un día. Zarparás pasado mañana con la noticia de nuestro acuerdo. Mientras tanto serás considerado un huésped en mi hogar.
—Te agradezco tu hospitalidad, Anslak.
Hereld estaba encantado. Sería rico. El viaje había merecido la pena.
Más tarde, esa misma noche, Ulf, Anslak y Kristoffer se dirigieron a la cima de una colina cercana con vistas al fiordo, para hablar en privado.
—Hay mucho que planear y disponemos de poco tiempo —les dijo Anslak—. ¿Cuántos hombres podemos reunir para navegar con nosotros, Ulf?
—Doscientos.
—Bien. Avísales. Empieza esta noche. Zarparemos poco después del mercader. Hemos de encontrar a mi hijo y traerlo a casa.
—¿Dónde se celebrará el intercambio? —preguntó Ulf.
—Al norte de la torre de lord Alfrick hay un desembarcadero próximo a un prado llano y abierto. Sería un lugar seguro para hacer el intercambio. Nos permitirá comprobar que los sajones no nos preparan una sorpresa.
—Ruego que Brage se encuentre bien —dijo Kristoffer en tono solemne.
—Y yo ruego que no sea una trampa. Llevaremos cien guerreros con nosotros y dejaremos otros cien a bordo de las naves ancladas cerca de la costa. Si se presentara un problema, estaremos preparados para defendernos —explicó Anslak.
Ulf y Kristoffer sabían que su padre tenía razón. Estaban dispuestos a partir de inmediato para rescatar a su hermano, pero tendrían que atenerse al plan de los sajones. La idea les disgustaba, pero reconocían que era el único modo de salvar a Brage.
—No me fío de ellos —continuó Anslak—. Permaneceremos alerta hasta que nos hayamos alejado de la costa con Brage sano y salvo. Sólo entonces me convenceré de que su plan no supone una traición.
Al día siguiente Anslak reunió su tesoro y entrada la noche mandó llamar a Hereld. El mercader había estado preparando su propia nave para zarpar, pero en cuanto le dijeron que Anslak lo esperaba se apresuró a acudir.
—Tengo cien libras de oro para ti —anunció el vikingo con expresión grave.
—Bien. Estoy seguro de que lord Alfrick se alegrará al saber que has aceptado sus condiciones.
—Yo también lo estoy. —El tono de Anslak era sarcástico—. Dile a tu lord que me reuniré con él dentro de ocho días, en el prado situado al norte de su torre, a un día de marcha. Dile que a condición de que me devuelva a mi hijo sano y salvo, no habrá derramamiento de sangre. Me presentaré con el oro y espero que Brage esté allí para reunirse conmigo. Si todo sale según lo planeado, partiremos inmediatamente.
—Le transmitiré tu mensaje, Anslak.
—Confío en que lo hagas, pero te advierto, Hereld: cualquier traición será pagada con la misma moneda.
Hereld vio la expresión fiera de Anslak y comprendió que contrariarlo no sería una buena idea.
—Le diré a lord Alfrick todo lo que has dicho.
Anslak asintió con la cabeza y Hereld se marchó. Se alegraba de que el mercader zarpara esa misma mañana, porque significaba que estaban más próximos a rescatar a Brage de las manos del lord sajón…, en caso de que realmente siguiera con vida.
Hereld estaba asombrado de que todo hubiese salido tan bien. A excepción del susto momentáneo causado por el fornido Ulf, todo había salido tal cómo había esperado. Guardaría el oro, regresaría junto a lord Alfrick, le informaría de las noticias y luego se embolsaría el dinero que éste le había prometido. Con un poco de suerte, estaría muy lejos antes de que el intercambio tuviera lugar y eso le pareció perfecto.
Cuando sir Edmund entró en la sala, Dynna estaba acabando de almorzar. Cada vez que lo veía surgía el doloroso recuerdo de que su libertad tenía los días contados. Mientras cuidaba de Brage, había logrado concentrarse en mantenerlo con vida y así evitar que la realidad de lo que estaba a punto de ocurrirle no la abrumara. Pero ahora, a medida que el vikingo recuperaba la salud, no había casi nada que la distrajera de la escalofriante perspectiva de su inminente boda. El sacerdote llegaría en cualquier momento, y entonces su vida habría acabado. Pensar en lo que se convertiría su vida la hizo temblar y, desesperada por alejarse de Edmund, se levantó dispuesta a marcharse.
Sir Edmund vio que se preparaba para abandonar la sala. Se acercó y la cogió del brazo cuando ella pretendía escabullirse por una de las puertas laterales.
—No tengáis tanta prisa por marcharos, milady —dijo, y la atrajo hacia sí—. Acompañadme mientras tomo el almuerzo.
—Ya he comido y he de marcharme. —Dynna trató de esquivarlo y clavó la vista en la mano que la sujetaba.
—¿Adónde vais? ¿Qué podría ser más importante que pasar el tiempo con vuestro prometido? Podríais hacerme compañía mientras como, ¿no? —dijo en tono fingido, pero apretándole el brazo para que comprendiera que hablaba en serio.
—Ojalá pudiera, sir Edmund, pero he de ocuparme de mi paciente.
La expresión de Edmund se endureció.
—Me han dicho que la fiebre del vikingo ha desaparecido y que está casi recuperado.
—En efecto, se encuentra mucho mejor que la última vez que lo visteis, pero todavía está débil y requiere mi ayuda.
—Os ruego que me acompañéis. —Su tono no admitía una negativa.
—Debo rehusar, puesto que tengo cosas que hacer que son más importantes que estar a vuestra entera disposición.
—He dicho que os quedéis, milady.
Le estaba haciendo daño.
—Vuestro padre me ha pedido que me ocupe del vikingo y vos no tenéis poder para ordenar lo contrario —insistió ella—. Aquí manda vuestro padre, sir Edmund, no vos. —Los ojos de Dynna lanzaban llamaradas cuando se apartó de él.
Edmund observó cómo se alejaba y apretó los puños. Sentía un intenso deseo de estrangularla y se preguntó cuánto tardaría en llegar el sacerdote.
Dynna parecía tranquila al alejarse, pero en realidad sentía ganas de gritar. ¿Es que no existía la manera de evitar aquel destino peor que la muerte? ¿No había un modo de escapar? Lo había intentado una vez y la habían atrapado. Por más desesperada que estuviera, ¿osaba volver a intentarlo?
Dynna se secó las lágrimas y se dio cuenta de que las manos le temblaban. Sentirse tan aterrada la enfurecía. Siempre se había considerado una mujer fuerte. Estar atrapada la encolerizaba y trató de imaginar un modo, por desesperado que fuera, para salvarse.