5
Cuando Dynna llegó a su habitación Matilda le preparó un baño. Quitarse la ropa manchada de sangre y deslizarse en la tina de agua caliente era delicioso. Aunque la tina no era amplia y su dura superficie no invitaba a repantigarse, Dynna se sumergió en el agua caliente y cerró los ojos. Durante un momento, envuelta en la agradable tibieza, casi logró olvidar los horrores pasados, pero como siempre, la realidad volvió a imponerse, y también la pena y el dolor.
Dynna lanzó un profundo suspiro. La muerte había formado parte de su vida: la de su amado hermano menor cuando sólo era una niña, la de sus abuelos, y después la de Warren… Con el tiempo, había aprendido a enfrentarse al hecho de la muerte, pero nunca se había acostumbrado a ella.
Dynna sabía que para los ancianos a veces la muerte suponía un alivio, una liberación de un cuerpo débil y enfermo, así que logró aceptar la muerte de sus abuelos. Pero lo gratuito de las muertes causadas por la guerra golpeaba su alma y la afectaba profundamente. Se preguntó por qué los hombres nunca habían encontrado la manera de alcanzar la paz en vez de librar guerras.
De pronto se le apareció la imagen de Edmund y obtuvo una respuesta: mientras hombres como Edmund habitaran el mundo habría guerras y ferocidad.
El recuerdo de Edmund y de sus manos tocándola hizo que se refregara. Desprenderse de la mugre que le manchaba el cuerpo y el cabello era fácil, pero deseó que hubiera un modo de lavar la pena que la embargaba y borrar el recuerdo de las escenas de muerte.
Cuando hubo acabado, salió de la tina chorreando agua. Matilda le alcanzó un paño de hilo y se secó, se puso el camisón y se metió en la cama. Luego la criada apagó la vela y la dejó descansar.
Tendida en su lecho limpio y suave, y aunque se sentía exhausta, no lograba conciliar el sueño. Cada vez que estaba a punto de dormirse, la invadía el recuerdo de Brage y sus heridas. Se pasó horas dando vueltas en la cama tratando de descansar, pero fue inútil. Finalmente, incapaz de hacer caso omiso de su preocupación y convencida de que el vikingo moriría si no le prestaba ayuda, Dynna abandonó la cama, se puso una túnica sencilla y cogió el cesto donde guardaba las hierbas y los ungüentos curativos.
Salió de la habitación y bajó las escaleras en silencio, con mucha cautela.
En la Gran Sala sólo se oían los ronquidos de los hombres durmiendo la borrachera tras celebrar la victoria. Aún ardían algunas antorchas que iluminaban su camino, y descendió hasta la sala con la vista clavada en el sombrío rincón donde estaba encadenado el prisionero.
Brage necesitaba dormir, pero el dolor de las heridas y saberse prisionero de lord Alfrick lo habían dejado inquieto y airado. Los sajones se dedicaron a mofarse de él durante toda la noche. Cuando se cansaron de sus chanzas y cayeron vencidos por la borrachera, Brage procuró buscar la manera de escapar. Tiró de las cadenas que le sujetaban las piernas, pero estaban cerradas con grilletes. Examinó los eslabones fijados a la pared y supo que no lograría aflojarlos.
No podía hacer nada para salvarse. Hasta entonces no había conocido la desesperación, nunca antes lo habían atrapado y su indefensión lo corroía. Permanecía sentado en medio de la penumbra, presa de la ira que le provocaba su situación, cuando percibió un movimiento en las escaleras.
Al principio creyó que se trataba de uno de los criados, pero entonces Dynna pasó bajo una de las antorchas y la reconoció de inmediato, gracias a la belleza de su rizada cabellera azabache, suelta y cubriéndole la espalda como una cascada.
No comprendía por qué deambulaba por la torre a esas horas de la noche, y al ver que dirigía la mirada hacia él se desconcertó. Antes, cuando le dijo que se alejara de él, había hablado en serio. No quería ni necesitaba la ayuda de una sajona. Su criada estaba en lo cierto al advertirle de que era un hombre muy peligroso. No estaba maniatado, y ella era una mujercita frágil. Al aferrarle las muñecas, le habían parecido lo bastante delicadas como para romperlas si ejercía mucha presión. La observó al tiempo que alcanzaba la parte inferior de las escaleras y se dirigía hacia él. ¿Por qué había regresado?
Cuando llegó hasta él, Dynna no se sorprendió al ver que el prisionero estaba despierto y vigilante. Supuso que sus heridas le impedían descansar y saberlo aumentó la determinación de aliviar su dolor.
Brage observó cómo se aproximaba, contemplando sus movimientos gráciles y admirando su belleza. A través del sencillo vestido adivinó las curvas femeninas de su cuerpo. Si sus hombres hubieran ganado la batalla y ella aún fuese su prisionera, dudaba de que la hubiese vendido en el mercado de esclavos.
Un instante después, sir Edmund surgió entre las sombras y le impidió el paso.
Al verlo, Dynna soltó un grito ahogado y se le hizo un nudo en la garganta.
—Sir Edmund…
La inesperada aparición del noble también desconcertó a Brage. Al observar cómo ella se enfrentaba valientemente al hombre que él ya había llegado a despreciar, maldijo en silencio las cadenas que lo sujetaban.
—Ah, así que os he tomado por sorpresa, milady. Eso es bueno. Las sorpresas son agradables —dijo sir Edmund. Estaba borracho y le lanzó una mirada lasciva en medio de la penumbra—. Tenéis un aspecto encantador, Dynna, querida mía. ¿Habéis bajado en busca de mi compañía, para uniros a la celebración de mi coraje y mi osadía?
—Yo… —tartamudeó Dynna en tono nervioso.
No pudo acabar la frase, porque en ese instante sir Edmund se percató de la cesta que llevaba en la mano y comprendió qué se proponía. Hacía un instante estaba dispuesto a seducirla con palabras y besos suaves. Ahora sabía que sólo había bajado para prestarle ayuda al vikingo y eso lo enfureció.
—¿Cómo os atrevéis a ayudar al prisionero cuando os he dicho que lo dejarais sufrir? —preguntó, mirando a Brage por encima del hombro y deseando que su padre hubiese permitido que lo matara, para acabar con el asunto—. Cuando seáis mi esposa, aprenderéis que cuando doy una orden, habéis de obedecerla —añadió con furia y la cogió de los antebrazos.
—¡Todavía no soy vuestra esposa! —protestó ella, tratando de zafarse.
La noticia de que se casaría con ese perro conmocionó a Brage, y el modo brutal con el que la trataba lo enfadó. Ninguno de los hombres que conocía trataba a sus mujeres de esa guisa. Las esposas estaban ahí para ser amadas y adoradas, no para ser maltratadas y golpeadas. Incluso mientras trataba de convencerse de que lady Dynna era una sajona que no significaba nada para él, comprendió que no era así, que le importaba lo que le ocurría; la idea lo inquietó y lo confundió.
El odio ardía en la mirada de Brage y deseó estar libre para acudir en ayuda de Dynna. Lo enfurecía saber que no podía hacer nada y apretó las mandíbulas, pero guardó silencio.
—Sólo es cuestión de tiempo, querida mía, unas semanas como mucho —prosiguió Edmund—. Entonces seréis mi esposa y una vez que lo seáis, haréis lo que yo os diga cuando yo os lo diga. Como mi futura reina, deberéis cumplir con mi voluntad… satisfacer todos mis deseos…
Edmund la abrazó, y al forcejear la cesta y los remedios de Dynna se desparramaron por el suelo mugriento.
—¡Soltadme! ¡Los vikingos a los que tanto temíais no me hubieran tratado con tanta rudeza!
—¡Pero yo tengo derecho! ¡Sois mía!
Soltó una carcajada y la besó, presionando los labios contra los suyos en una feroz posesión que casi provocó las náuseas de Dynna. Giró la cabeza procurando evitarlo, pero él la sujetó y la obligó a aceptar el beso.
Dynna sintió ganas de gritar. Su roce era repugnante, pero no logró liberarse de su abrazo. Cuando por fin la soltó, ella retrocedió trastabillando y limpiándose la boca con el dorso de la mano.
—¿Cómo osáis tocarme? —preguntó, tratando de conservar una actitud arrogante, cuando lo que quería era echar a correr.
—Lo osaría todo con vos, Dynna —dijo Edmund y en sus ojos ardía la llama del deseo. Que lo evitara y se comportara como si no sintiera interés por él suponía un desafío. Pero sabía que sólo se trataba de un juego que él acabaría ganando. Ella estaría bajo su control y se sometería a su voluntad.
Era la primera vez que una mujer lo rechazaba y, aunque la actitud de la mujer despertaba su pasión, había un límite a lo que estaba dispuesto a tolerarle. Esa noche, dada su negativa a cumplir sus órdenes, casi había superado dicho límite.
—¡Sois despreciable! —espetó Dynna—. Me parece imposible que Warren fuera un hombre tan bondadoso y amable, y vos tan…
Mencionar a Warren supuso el insulto final y se acercó a ella con actitud amenazadora.
—No volváis a pronunciar su nombre, Dynna.
—Warren era mi marido. ¡Yo lo elegí! ¡No os he elegido a vos!
—¿Qué opinaría vuestro excelente marido si supiera que os escabullís de noche para prostituiros con el enemigo?
—¡Vuestras palabras son tan viles como vos mismo, Edmund!
—Deambular por el castillo a hurtadillas en medio de la noche, usar vuestro talento para curar como excusa para bajar aquí… ¿Qué era lo que realmente deseabais esta noche, Dynna?
Ante semejante insulto, el enfado de Brage se trocó en furia. Si tuviera fuerzas, hubiese arrancado las cadenas de la pared y las habría usado para darle una paliza a ese aborrecible sajón.
Al escuchar sus palabras, Dynna palideció.
—Me resulta difícil comprender que los mismos padres de Warren os engendraran a vos —replicó.
Cuando volvió a pronunciar el nombre de su hermano, las llamas que ardían en la mirada de Edmund se convirtieron en hielo. Su corazón se endureció y alzó la mano para golpearla.
—¡No…! —exclamó Dynna.
—¿Qué ocurre aquí?
Sir Thomas apareció entre las sombras de la sala con expresión preocupada y su mirada osciló entre sir Edmund y Dynna. Edmund bajó la mano, momentáneamente frustrado.
La expresión de sir Thomas seguía siendo grave y su actitud amenazadora. No permitiría que le hicieran daño a ella. Había sentido un gran aprecio por Warren y aprobado su decisión de casarse con lady Dynna. Tras la muerte de su amigo, había decidido convertirse en su protector y no toleraría que nadie le hiciese daño. Cuando Dynna escapó, casi había esperado que lograse llegar a la casa de sus padres. No creía que sir Edmund fuera un buen marido para ella y quería volver a verla feliz. Desde la muerte de Warren, Dynna no había vuelto a reír.
—¿Algo va mal, lady Dynna? —inquirió.
—Sir Thomas… —Dynna nunca se había alegrado tanto de verlo. De algún modo, siempre parecía saber cuándo lo necesitaba—. No, no pasa nada.
—¿Estáis segura? Me pareció que necesitabais ayuda, que teníais problemas… —dijo, echando una mirada elocuente a la cesta y su contenido desparramado en el suelo—. Veo que habíais emprendido otra misión misericordiosa.
—Sí, pero estaba a punto de acabar y regresar a mi habitación.
—Entonces os ruego que permitáis que os acompañe. Me encargaré de que esta noche nadie os haga daño.
—Gracias.
—¿Sir Edmund? —Sir Thomas aguardó que le diera una explicación acerca de la escena que acababa de presenciar.
Edmund optó por ignorar su pregunta y se dirigió directamente a su prometida.
—Buenas noches, Dynna. Contaré los días… y las noches… hasta que seáis mía.
Dynna percibió la amenaza de sus palabras y recogió sus cosas con rapidez. Sin despedirse de Edmund, le dio la espalda y se marchó apresuradamente en compañía de su protector.
Sir Edmund maldijo en voz baja al observar cómo sir Thomas la acompañaba escaleras arriba. Dynna había vuelto a mostrarse más hábil que él, pero llegaría el día en que vencería. Prometería ser su esposa y él disfrutaría oyéndola jurarle obediencia. Y obedecería… en todos los sentidos.
Cuando lady Dynna se alejó acompañada de sir Thomas, Brage guardó un silencio airado. Que el hombre mayor hubiera intervenido suponía un alivio inmenso. No sabía qué habría hecho si Edmund la hubiese golpeado.
Sir Thomas permaneció junto a ella al pie de las escaleras.
—¿Estáis bien, milady?
—Sí, sir Thomas. Buenas noches —contestó Dynna, y se esforzó por sonreír.
Él la observó hasta que desapareció escaleras arriba, después regresó junto a sir Edmund.
Edmund lo vio aproximarse y, borracho e irritado, se preguntó qué querría ahora el estúpido entrometido.
—¿Puedo hablar con sinceridad, sir Edmund?
—¿Acaso no lo hacéis siempre, sir Thomas?
—Debéis saber que aquí, en la corte de vuestro padre, lady Dynna es muy respetada. Muchos desaprobarían si sufriera algún daño o si la obligaran a hacer algo en contra de su voluntad.
—No tenía intención de hacerle daño —dijo sir Edmund en tono desdeñoso. La ira lo consumía, pero no dijo nada más: se limitó a lanzarle una mirada colérica a aquel hombre que era como un hijo predilecto para su padre.
—Eso no fue lo que me pareció. Es evidente que estáis borracho y sería mejor que os fuerais a la cama.
Sir Edmund le lanzó una mirada iracunda y llena de desprecio.
—Me encargaré de mis asuntos sin vuestros consejos.
—Como queráis, pero sabed que protegeré a lady Dynna… incluso de vos —replicó sir Thomas.
Dicho esto, sir Thomas se marchó dejando a Edmund furibundo, que se giró para mirar al que había causado el problema: el vikingo. Que el hombre del norte lo hubiese visto todo lo indignaba, y que encima se atreviera a sonreírle…
—Sonríe mientras puedas, vikingo. Disfrutaré viéndote sufrir durante las semanas venideras. —Brage guardó silencio ante la burla. No respetaba a sir Edmund, ni como hombre ni como enemigo y no retrocedió cuando éste se acercó—. Ella habría curado tus heridas, pero es mejor que sufras lentamente.
—La muerte no me da miedo —contestó Brage con tranquilidad.
—¿Qué te da miedo, vikingo? —Edmund se acercó aún más con expresión feroz y astuta.
—Muy pocas cosas, sajón.
Sir Edmund desenvainó su cuchillo y su mirada osciló entre la afilada hoja y el prisionero.
—Si esta noche trataras de escapar y murieras en el intento sería una pena.
—Libérame de estas cadenas y escaparé… usando tu cuchillo —contestó.
Edmund sonrió.
—Si mi padre no tuviera planes para ti, lo haría de inmediato, sólo por disfrutar del placer de darte caza. Pero has de languidecer aquí. Las cadenas te sientan bien. Los animales deben estar sujetos.
—Aquí, esta noche, el animal no soy yo. No necesito usar la fuerza con las mujeres.
Edmund sintió una llamarada de envidia y sostuvo el cuchillo ante la vista de Brage; después le rozó la mejilla.
—Si la hoja se me escapa justo aquí, o… —bajó el cuchillo hasta que la punta se apoyó en la parte superior del muslo del prisionero—, aquí, se acabaría la atracción que las mujeres podrían sentir por ti.
Cuando el vikingo le devolvió la mirada con frialdad, sin ninguna emoción, Edmund se enfadó todavía más. Por más ganas que tuviera de torturarlo para aliviar su propia frustración, recordó que su padre había ordenado que permaneciera con vida, y retrocedió lentamente.
—Ten cuidado, vikingo. Pronto llegará tu hora.
Tras pronunciar esas palabras desapareció entre las sombras y dejó a Brage a solas con los perros dormidos.
Brage no se relajó hasta un rato después. Entonces, lenta y cuidadosamente, volvió a apoyarse contra la pared; la herida del hombro era más dolorosa que nunca.
Se dedicó a recordar la conversación entre sir Edmund y lady Dynna. Ahora la situación de ella le resultaba más clara: era la viuda del hermano de Edmund y no una dama virginal prometida en matrimonio. Era obvio que la obligaban a casarse con él contra su voluntad. Estaba seguro de que el hecho de que Ulf las descubriera a ella y a su criada disfrazadas de campesinas y durmiendo en medio del campo guardaba una relación con esa boda. Y de ser así, seguro que había intentado escapar del destino que suponía convertirse en la esposa de sir Edmund.
Brage volvió a preguntarse por qué lady Dynna y su criada no habían revelado su verdadera identidad a lord Alfrick, porque si éste hubiese sabido que su prisionero era el célebre Halcón Negro, habría ideado un tormento especial para él. De momento sólo era un vikingo más y como tal suponía un trofeo, pero uno mucho menos importante que el Halcón Negro. Se sentía muy desconcertado. Decirle a los sajones quién era suponía una gran ventaja para Dynna, y ningún inconveniente.
Brage estaba agotado y cerró los ojos tratando de descansar. Procuró no pensar en nada, pero la visión de una mujer valiente de cabellos oscuros no dejaba de perseguirlo.
Esa noche sólo logró sumirse en un sueño inquieto.
Tendida en el lecho en su habitación, Dynna no lograba conciliar el sueño. A pesar de la caballerosa intromisión de sir Thomas, había echado los cerrojos de la puerta en previsión de que Edmund hubiese decidido seguirla. Se acurrucó bajo las mantas y trató de idear la manera de evitar el inminente matrimonio, pero nada se le ocurrió. Empezaba a amanecer cuando por fin cayó en un sueño atormentado. Pocas horas después, cuando despertó, le pareció que no había dormido en absoluto. Pasó el día en su habitación, para no tener que ver a Edmund, pero no dejó de pensar en el vikingo y en cómo se encontraría.
—Aquí está tu desayuno, hombre del norte. ¡Quizá los perros lo compartan contigo! —exclamó un criado y le arrojó un plato con restos de comida. Habían transcurrido dos días desde la batalla.
Los perros estaban acostumbrados a ese ritual. En cuanto vieron al criado se incorporaron de un brinco y empezaron a pelearse por la comida, gruñendo y lanzándose dentelladas para hacerse con su parte.
Cuando Brage no hizo ademán de luchar con los perros por la comida, el criado se encogió de hombros con indiferencia. Se dirigió a la cocina y regresó unos minutos después con un gran cubo de agua. Avanzó unos pasos, pero evitó acercarse al peligroso invasor. Cuando depositó el cubo en el suelo, Brage alzó la cabeza y le lanzó una mirada furiosa. El criado dio un respingo y retrocedió apresuradamente. No se fiaba del prisionero; sabía que los vikingos eran capaces de cualquier cosa, incluso cuando estaban encadenados.
De haber tenido fuerzas, el temor del hombre habría provocado la sonrisa de Brage, pero se limitó a mirarlo marchar sin moverse. Brage clavó la vista en los trozos de carne podrida que los perros aún se disputaban; no sintió hambre, pero se moría de sed. El cubo estaba a su alcance, así que intentó incorporarse. El dolor en el hombro era atroz y aumentaba hora tras hora. Cuando por fin logró ponerse de pie, se tambaleó un momento hasta recuperar el equilibrio.
La debilidad lo desconcertaba y trastabilló al acercarse al cubo, pero supuso que se debía a las cadenas. Cayó de rodillas y bebió. Aunque el agua estaba fresca, apenas alivió el calor febril que lo abrasaba. Tras mojarse la cara y el cuello se sintió un poco mejor y arrastró el cubo hasta su lugar junto a la pared. Era imposible saber cuándo volverían a traer agua —si es que lo hacían— y no estaba dispuesto a compartirla con los perros.
Cuando volvió a acomodarse, se sintió un poco reconfortado. Una vez más recorrió la sala con la mirada, intentando idear un plan para escapar de su prisión, pero no se le ocurrió nada y se desplomó contra la pared, derrotado y procurando ignorar el dolor que le atravesaba el cuerpo y el alma.
Con gran pesadumbre, comprendió que su única esperanza era que sus hermanos descubrieran que estaba vivo y montaran un contraataque, pero al recordar las graves bajas sufridas, la idea de que tal vez no lo hicieran lo llenó de inquietud. Era más que probable que creyeran que había muerto en el campo de batalla. Pasarían semanas, quizá meses, antes de que lograran reunir otro ejército y trataran de vengarse de lord Alfrick.
Brage se sentía abrumado por la derrota. Nunca antes había estado a merced de otro, prisionero e impotente. Sería mucho mejor estar en el Valhala que vivir de esa manera, ¿no? Una muerte honrosa sería mejor, tenía que serlo. Lo único que impedía que Brage cediera ante la fiebre y la debilidad cada vez mayor era la necesidad imperiosa de descubrir al traidor.
Por la tarde, sir Roland, uno de los hombres de lord Alfrick, se reunió con Hereld, un mercader ambulante recién llegado a la torre, y le informó de la batalla librada el día anterior.
—¡Derrotamos a los guerreros del Halcón Negro y los perseguimos hasta el mar! —alardeó.
—No confiéis demasiado —dijo Hereld, que había tratado con los vikingos y sabía cuán fieros eran—. ¿Cómo sabéis que no regresarán?
—Sus bajas fueron demasiado severas. Tardarán mucho en regresar.
—Pero el Halcón Negro no es de los que abandonan con facilidad.
—El Halcón Negro está muerto —dijo sir Roland—. Nuestras tierras están a salvo de sus ataques, para siempre.
—¿Muerto? —exclamó Hereld, atónito. Había visto al Halcón Negro en diversas ocasiones y sabía que era un magnífico guerrero. Que aquellos soldados lo hubieran matado le parecía increíble—. ¿Cómo es posible? ¿Cómo lograsteis derrotarlo?
—Nos advirtieron del ataque con antelación. Nadie sabe quién era aquel hombre, pero vino a ver a lord Alfrick en medio de la noche y le informó del ataque. Tuvimos tiempo de prepararnos, así que cuando el Halcón Negro nos atacó, estábamos dispuestos a recibirlo.
—¿Y estáis seguro de que está muerto?
—Encontraron su escudo y su espada, y durante la retirada, los vikingos no se llevaron a sus muertos.
—Es una proeza admirable. Transmitidle mi enhorabuena a vuestro señor.
—Podéis dársela vos mismo.
—Lo haré. Difundiré la noticia de su valiente victoria en las aldeas y las ciudades.
Sir Roland estaba complacido, y sabía que su señor también lo estaría.
—Sólo obtuvimos un trofeo de la batalla —agregó.
—¿Qué trofeo?
—Encontramos a un vikingo gravemente herido, al que dejaron por muerto en el campo de batalla.
—¿Sigue con vida? —La codicia iluminó la mirada del mercader ambulante. Cobrar el rescate por un prisionero era un negocio muy provechoso y quizás obtendría una ganancia considerable si lograba convencer a lord Alfrick de que le permitiera encargarse de ello.
—De momento ha sobrevivido, aunque sir Edmund quisiera verlo muerto, por todo el dolor que ha causado. Venid, echad un vistazo a nuestro trofeo.
Sir Roland condujo al mercader a la Gran Sala y lo acompañó hasta el rincón donde Brage permanecía encadenado. Cuando se acercaron, varios perros gruñeron. Sir Roland les lanzó un puntapié y se alejaron. Se sorprendió al ver que el prisionero no alzaba la cabeza ni les prestaba atención. De hecho, el vikingo parecía dormido, puesto que mantenía la cabeza inclinada sobre el pecho.
—Aquí está —anunció—. No sé qué piensa hacer lord Alfrick con él, pero permanecerá aquí hasta que tome una decisión.
Cuando los perros se alejaron, Hereld se acercó. Al ver al prisionero de cabellos oscuros se quedó inmóvil.
—¿Decís que éste es un vikingo? ¿Uno de los hombres del Halcón Negro? —preguntó.
—Sí. Dijo llamarse Brage. Eso fue todo lo que logramos sonsacarle. —Sir Roland le pegó un puntapié en el muslo—. Despierta, hombre del norte. Tienes visita.
Hereld vio que el prisionero levantaba la cabeza con lentitud y, cuando se encontró con aquellos ojos azules que ya había visto con anterioridad, no pudo creer en su buena fortuna… ¡El prisionero era el mismísimo Halcón Negro! Se sintió invadido por una gran excitación. Aquellos estúpidos sajones no tenían ni idea del tesoro que poseían.
En ese momento, un hombre llamó a sir Roland desde el otro lado de la sala y fue a ver qué quería.
Hereld clavó la mirada en Brage y una amplia sonrisa le cruzó el rostro.
—¡Esto es maravilloso! —reflexionó en voz alta—. Anslak pagará una fortuna por recuperar a su hijo. Seré más rico de lo que jamás hubiera podido soñar…
Brage se preguntó qué querían esos dos hombres, más allá de atormentarlo. Creyó oír que el hombrecillo pronunciaba el nombre de su padre mientras seguía los pasos de sir Roland. Quería llamarlo, averiguar qué sabía de su padre, pero por algún motivo no se le ocurrió qué decir. Se sentía torpe y confuso. Su única idea coherente fue que aquel hombre de mirada oscura y furtiva sabía quién era, y que se dirigía a informar a lord Alfrick…
—Espera… —logró decir por fin; su voz era un graznido.
Hereld lo oyó y se volvió para mirarlo.
—Ten paciencia, amigo mío. ¡Pronto te sacaré de aquí!
Brage no comprendía.
—Me harás muy rico —prosiguió Hereld—. Lo único que he de hacer es convencer a lord Alfrick de que te deje en mis manos y entonces obtendré unas buenas ganancias cuando te venda a tu padre. No te marches —dijo, con una risita casi maligna—. Regresaré pronto.
Hereld se alejó apresuradamente, riendo al pensar en su buena fortuna. Ahora sólo tenía que convencer a lord Alfrick de que le entregara al prisionero…
Se acercó a sir Roland, que estaba reunido con otros hombres, le pidió audiencia con lord Alfrick y el caballero se marchó para obtener el permiso de su señor.
Hereld tuvo que aguardar casi una hora. Por fin lo condujeron hasta una pequeña cámara junto a la sala principal, donde se encontraban lord Alfrick y sir Edmund.
—Querías hablar conmigo —lo saludó lord Alfrick.
—Sí, milord. Acabo de llegar a la torre y me han hablado de la gran batalla contra el Halcón Negro. Verdaderamente, sois un señor magnífico al haber logrado infligir semejante derrota al aborrecido vikingo.
—Mis hombres lucharon con valentía. No fue una batalla fácil, pero debíamos ganarla para proteger nuestras tierras.
—En efecto, milord. Habéis demostrado que domináis la estrategia. Informaré a todo el mundo de vuestra maravillosa acción.
Sus palabras agradaron a lord Alfrick, puesto que sabía que Hereld era un viajado mercader que conocía a muchas personas. Tener fama de ser un jefe indómito sería muy positivo para él. A lo mejor, el respeto por su destreza en la batalla evitaría que otros lo atacaran.
—Muy bien. ¿Qué quieres de mí, Hereld?
—Nada, milord, excepto comprar algo que espero que estéis dispuesto a vender.
—No sé de qué hablas —dijo Alfrick con expresión desconcertada.
—Tenéis algo que creo poder vender en otro lugar, milord, y estoy dispuesto a regatear con vos.
—¿Y qué es eso que tanto te interesa?
—Vuestro prisionero vikingo, milord. Sir Roland me ha dicho que os resulta inútil. Sin embargo, yo estaría dispuesto a pagaros por él.
—¿De qué te serviría un prisionero vikingo?
—Conozco a muchos que me lo comprarían por una buena suma. Tiene mucho valor en el mercado. En general, quienes venden esclavos son los vikingos, esta vez sería yo quien vende a uno de ellos.
—¿Qué valor le adjudicas?
Hereld pronunció una cifra que no era excesivamente elevada, pero sí considerable.
—¿Y bien, milord? —insistió—. ¿Tenemos un trato?
Edmund observaba la escena y al principio no dijo nada, pero poco a poco empezó a enfadarse y habló. No quería que vendieran al guerrero, quería verlo muerto.
—Creo que quizá nuestro buen mercader debiera limitarse a comerciar con mercancías.
—Pero sir Edmund —dijo éste—, ¿acaso verlo muerto os importa más que ganar dinero? Os estoy ofreciendo un buen precio por él.
—¿Por qué creéis que obtendréis un buen precio por él?
—Navegó con el Halcón Negro. Muchos pagarían por hacerse con él.
Al oír la voz codiciosa de Hereld, lord Alfrick se preguntó a qué se debía. Podía ganar algún dinero, pero no tanto como para mostrarse tan entusiasmado.
—Los vikingos saquearon nuestras tierras y asesinaron a nuestro pueblo —dictaminó el lord—. Creo que dejaremos las cosas como están. Me complace quedarme con éste.
Vio el destello de codicia desesperada en la mirada del hombre y supo que no se había equivocado: aquí había gato encerrado.
—¡Milord! ¡Os daré más dinero por él! Decid un precio y procuraré pagaros esa suma.
Al contemplar al entusiasmado hombrecillo, lord Alfrick frunció el ceño con aire suspicaz.
—Dime, Hereld, ¿por qué este hombre en particular es tan importante para ti?
Hereld se dio cuenta de que había revelado demasiado.
—Él no tiene importancia, milord. Sólo vi la oportunidad de ganar algún dinero con facilidad, eso es todo.
Sir Edmund vio cuán nervioso estaba y preguntó:
—¿Acaso se puede ganar tanto dinero vendiendo a un mero guerrero, Hereld? ¿O es que hay algo más que no nos has dicho?
—No…, no, eso es todo. —Hereld trató de disimular su inquietud, ahora que su maniobra había sido descubierta—. Si no deseáis vendérmelo, de acuerdo. Me dedicaré a vender mis mercancías y dejaré la trata de esclavos a otros.
Hereld empezó a retirarse. Las ideas se agolpaban en su mente mientras trataba de fraguar otro plan para ganar dinero y sacar provecho del infortunio del Halcón Negro. Estaba seguro de que Anslak pagaría una suma elevada por saber que su hijo estaba vivo y prisionero en aquel lugar. Lo único que tenía que hacer era viajar hasta la tierra del jefe vikingo e informarle de la noticia.
Cuando estaba a punto de alcanzar la puerta, sir Thomas se interpuso en su camino.
—Sir Thomas —llamó sir Edmund—. Traednos a nuestro amigo, por favor. Creo que sabe más de nuestro vikingo de lo que nos dice. Algo no encaja.
El hombretón lo empujó hacia delante y tuvo que volver a enfrentarse a lord Alfrick y sir Edmund.
—¿Es verdad, Hereld? ¿Sabes más de lo que le estás diciendo a milord? —preguntó sir Thomas, apoyándole una mano pesada en el hombro—. ¿Hay algo más que debes contarle a lord Alfrick?
Hereld alzó la vista para contemplar al fornido protector de Alfrick. Vio su acerada mirada y comprendió que su propia codicia lo había delatado. Reflexionó con rapidez y decidió decir la verdad…, de momento. Después ya vería qué podía idear.
—¿Algo más, sir Thomas? —Hereld procuró hablar en tono inocente.
—Algo más, Hereld. —La voz de sir Thomas era un retumbo amenazador y apoyó la otra mano en el puñal colgado del cinto.
—Puede que haya un pequeño detalle que olvidé mencionar…
—Y ¿cuál es ese pequeño detalle, mercader? —preguntó lord Alfrick en tono imperioso.
—Vuestro prisionero, milord: vale mucho oro para los vikingos.
—Es lo que dijisteis. Te lo pregunto una vez más, ¿por qué es tan valioso para ti?
Hereld comprendió que no había modo de zafarse de aquella situación, tenía que decir la verdad.
—Vuestro prisionero, que dijo llamarse Brage, también es conocido por otro nombre…
—¿Sí? —Sir Edmund estaba impaciente.
—Es el Halcón Negro.