15
Hereld, sir Roland y diversos amigos de éste disfrutaban de una copa de hidromiel en la Gran Sala. Todo lo sucedido lo había puesto de muy buen humor y no veía la hora de que se realizara el intercambio para cobrar el resto de la recompensa prometida.
—¿Dónde están sir Edmund y sir Thomas? —le preguntó a sir Roland, ya que no los había visto desde que regresó a la torre.
Sir Roland le lanzó una mirada sorprendida.
—¿Es que no lo sabéis? ¿Acaso lord Alfrick no os lo dijo?
—¿Decirme qué? —De repente el tono del otro inquietó a Hereld.
—Que el Halcón Negro ha escapado.
—¿Que ha hecho qué? —exclamó Hereld en tono estupefacto. Lord Alfrick había dicho que quería que lo acompañara cuando se encontrase con Anslak al día siguiente, pero Hereld sabía que sería suicida si no disponían del prisionero para realizar el intercambio.
—Al parecer, lady Dynna le ayudó a escapar y lo acompañó con el fin de evitar el matrimonio con sir Edmund. Hace días que sir Edmund ha estado peinando la campiña en busca de ambos. Hasta ahora no hemos tenido noticias. ¿Cuándo se supone que han de llegar los vikingos?
—Llegarán pasado mañana. Se ha fijado un lugar de reunión. Están más que dispuestos a pagar el rescate para recuperar al Halcón Negro.
—Y ¿qué harán si el Halcón Negro no aparece? —preguntó uno de los hombres.
—No sabría decirlo. —Hereld mentía, porque no quería que supieran cuán asustado estaba ante esa posibilidad—. Puede que se alegren de que haya escapado.
—Eso sería lo mejor —comentó sir Roland.
—Sí, es verdad —asintió Hereld y vació la copa de hidromiel de un trago.
Contempló a los hombres que lo rodeaban y se preguntó si sabrían que sólo les quedaban unas horas de vida. Si el Halcón Negro no aparecía, Anslak se enfurecería y lo que ocurriría después no sería agradable.
Hereld se puso de pie, fingiendo estar cansado.
—Volver a veros ha sido un placer —dijo—, pero el viaje fue largo y he de retirarme. Os veré mañana.
Los demás le desearon las buenas noches en tono indiferente.
Hereld cogió el cofre y abandonó la Gran Sala simulando tranquilidad. Volvió a dirigirse a su nave procurando disimular su nerviosismo, pero en cuanto subió a bordo ordenó a sus hombres que se dispusieran a hacerse a la mar.
—¿Qué ocurre, Hereld? ¿Por qué has regresado de la torre tan pronto? —preguntó uno.
—Hemos de dirigirnos al sur, esta misma noche.
—Pero ¿por qué?
Hereld les explicó la situación nefasta en la que se encontraban.
—El Halcón Negro ya no es el prisionero de lord Alfrick y no quisiera estar cerca de la torre cuando Anslak descubra lo ocurrido.
—¿Te has hecho con la recompensa que lord Alfrick te prometió?
—Con la mitad, y me conformaré con ello, a condición de seguir vivo para disfrutarla. Zarpemos ahora, antes de que amanezca. Quiero ponerme fuera del alcance de lord Alfrick antes de que descubra que he huido.
Mientras se hacían a la mar, Hereld consideró que sus cien libras de oro y la suma contenida en el cofre que le entregó lord Alfrick suponían un pago razonable, pero pensaba que no le debía la vida.
Brage y Dynna se levantaron al alba y cabalgaron todo el día. Se sentían hambrientos y el caballo estaba cansado, pero no se detuvieron. Apenas se tomaron un breve descanso. La torre de sus padres estaba a su alcance y cabalgarían toda la noche si fuera necesario, porque les urgía llegar antes que Edmund.
Poco después del ocaso, tras remontar una colina, Brage vislumbró la torre del padre de Dynna y sus extensas propiedades por primera vez.
—Hemos llegado… —exclamó ella, y las lágrimas bañaron sus mejillas al ver el hogar familiar.
—Es verdad, pero puede que Edmund también se encuentre allí —comentó Brage; aún no estaba dispuesto a bajar la guardia.
—No veo indicios de su presencia o de sus hombres.
—Podrían encontrarse en el interior. Hemos de ser precavidos y no apresurarnos a entrar.
Dynna sabía que tenía razón.
—Aguardemos hasta que oscurezca —sugirió—, hay una entrada secreta. Me adelantaré y comprobaré que podéis entrar sin correr peligro.
Brage asintió.
—Las tierras de vuestro padre, ¿son extensas?
—Sí, pero no tanto como las de lord Alfrick. Por eso mi padre aprobó y fomentó mi matrimonio con Warren. Supuso una medida diplomática provechosa, porque la alianza nos reforzó.
—¿Qué opinará vuestro padre de vuestro regreso al hogar?
—Lo comprenderá. Mientras que Warren gozaba de su aprobación, todos sabían que si Edmund hubiera pedido mi mano se la habría negado.
—Vuestro padre es un hombre sabio.
Dynna asintió y añadió:
—Ahora estaremos a salvo. —En ese lugar, ella había disfrutado del afecto y de la aceptación más absoluta. Allí habían transcurrido los días más felices de su vida: estaba en su hogar.
—¿Estáis segura de que vuestros padres me darán la bienvenida? —quiso saber Brage.
—Confían en mí. Vos me habéis ayudado, señor vikingo. Os ayudarán.
Brage esperó que estuviera en lo cierto. En ese momento comprendió hasta qué punto la delación del traidor lo había afectado. Ahora desconfiaba de todos, dispuesto a encontrar engaños y traiciones, y se preguntó si algún día volvería a recuperar la confianza en los demás.
—Venid, os mostraré dónde podéis ocultaros hasta que haya oscurecido lo bastante como para que yo pueda entrar —añadió Dynna.
Condujo a Brage a una zona boscosa detrás de la torre y permanecieron ocultos hasta que cayó la noche.
—Tal vez tarde un poco, pero no temáis: regresaré a por vos —le prometió Dynna.
Se contemplaron en la penumbra; Brage la abrazó y se besaron antes de separarse: ambos barruntaban que su vínculo cambiaría cuando ella hubiese atravesado el portal de la torre.
—Tened cuidado, Dynna —le advirtió.
—Lo tendré. —Después se marchó y se encaminó hacia la pequeña puerta oculta.
Tal como Dynna había supuesto, sir Eaton, el más antiguo de los hombres al servicio de su padre, estaba de guardia ante la puerta.
—¡Lady Dynna! —exclamó, sorprendido y desconcertado cuando ella apareció en medio de la oscuridad. La miró fijamente, con expresión perpleja. Era ella, no cabía duda, pero llevaba ropas de muchacho.
—¡Sir Eaton! Felices los ojos que os ven —lo saludó con una cálida sonrisa.
—Yo también me alegro de veros, milady, pero ¿qué estáis haciendo aquí? —Cuando Dynna visitaba la torre no acostumbraba entrar por allí, sino que cabalgaba orgullosamente a través de la puerta principal.
—Es una larga historia y ahora no tengo tiempo de contárosla. Decidme, sir Eaton, ¿alguien ha acudido a la torre hoy?
—Acudieron toda clase de personas, como de costumbre —contestó él, todavía perplejo.
—Quienes me preocupan son Edmund, el hermano de mi difunto esposo, y sus hombres. ¿Han llegado hoy?
—Oh, no, milady. Lo sabría. Nadie por el estilo ha acudido a la torre.
—Gracias a Dios —contestó Dynna, muy aliviada. Ahora podía regresar junto a Brage.
—¿Adónde vais, lady Dynna? No podéis marcharos así…
—Volveré de inmediato. Os ruego que informéis a mis padres de que he regresado y me acompaña alguien en quien confío. Decidles que es importante que me reúna con ellos ahora mismo.
—Sí, milady. —Sir Eaton la siguió con la mirada y luego se apresuró a cumplir sus órdenes.
Dynna regresó a toda prisa al lugar donde la aguardaba Brage con el caballo.
—Podemos entrar sin peligro —le dijo—. Edmund todavía no ha llegado.
—Hemos de agradecérselo a sir Thomas —respondió Brage, y emprendieron camino a la torre conduciendo al caballo.
Brage albergaba la esperanza de que sir Thomas hubiese logrado dirigir a sir Edmund en dirección opuesta a la torre. En ese caso, dispondría del tiempo necesario para emprender el regreso a su hogar. No obstante, si llegaba en uno o dos días, escapar resultaría difícil pero no imposible. Sea como fuere, ahora eso no tenía importancia, porque lo importante era que habían alcanzado la torre sin ser atrapados, y que los padres de Dynna la protegerían.
Brage siguió a Dynna a través de la estrecha puerta y alcanzó el interior de la fortaleza. Uno de los hombres de su padre acudió a su llamado y se hizo cargo del caballo.
Sir Eaton salió a su encuentro cuando se acercaron a la sala. Al ver al hombre alto que llevaba el escudo y la espada vikinga casi desenvainó la suya para defenderse. Dynna notó que estaba nervioso y se interpuso entre ellos.
—No temáis, sir Eaton. Éste es Brage y desde que abandoné las tierras de lord Alfrick ha sido mi protector.
—¡Pero es un vikingo, milady! —protestó sir Eaton, con la vista clavada en Brage.
—Lo es, pero está aquí como amigo, no como un enemigo.
—Lo que vos digáis, milady —dijo, retrocediendo y franqueándoles el paso—. Vuestros padres os aguardan en su cámara privada.
Con la cabeza erguida, Dynna hizo pasar a Brage e ignoró las miradas curiosas de los hombres de su padre que ocupaban la Gran Sala.
—Por aquí —dijo, avanzando con paso majestuoso y seguida de Brage, que echó un vistazo en torno a la torre. Aunque amplia y limpia, no era del mismo tamaño que la de lord Alfrick.
Dynna se detuvo ante una puerta cerrada y llamó una vez antes de ser invitada a entrar. Al abrir vio a su madre, de pie junto a su padre al otro lado de la habitación. Incapaz de contenerse, corrió hacia ellos y prácticamente se arrojó en brazos de su madre.
—¡Madre! —exclamó con las mejillas bañadas en lágrimas—. ¡He vuelto a mi hogar!
—Hija querida, he sentido una gran angustia por ti. —Lady Audrey estrechó a su hija en brazos y derramó sus propias lágrimas de alegría. Sólo había visto a Dynna una vez desde la muerte de Warren, justo después del accidente. Quiso llevarse a Dynna a casa, pero lord Alfrick no cedió a su deseo y lo prohibió—. Creí que nunca volvería a verte.
—Ni yo a ti, madre —dijo ella—. Hubo momentos en los que no sabía si lograría llegar hasta aquí.
Lord Garman, el padre de Dynna, carraspeó para que las dos mujeres a quienes más quería en el mundo dejaran de llorar y le lanzó una mirada a Brage.
—Has traído a una visita, hija. ¿Quién es este vikingo?
—Padre, madre, éste es Brage. Me ayudó a escapar de la torre de lord Alfrick.
—¿Qué? ¿Has tenido que escapar, y nada menos que con un vikingo? ¿Qué clase de tontería es ésta? ¿Acaso al ser la viuda de Warren no fuiste apreciada y cuidada? —preguntó lord Garman, enfadado y perplejo.
—No, padre. Fue horroroso. Lord Alfrick mandó que me casara con Edmund. El sacerdote había llegado y la boda se celebraría en un par de días —le explicó—. Lo siento, padre, pero no podía hacerlo. Edmund no es el hombre que fue Warren.
—Ambos conocemos su carácter, pero no tenías necesidad de huir de allí, ¿verdad?
—Sí. Era la única manera de salvarme. Hace varias semanas, Matilda y yo tratamos de escapar pero fuimos atrapadas por los vikingos cuando desembarcaron para atacar.
—Hemos recibido noticias del ataque, acerca de la derrota que lord Alfrick infligió a los vikingos y de la captura del… —Garman adoptó una expresión de sospecha y se volvió hacia Brage.
—Sí, padre. Es el Halcón Negro.
—¿Y lo has traído aquí? —Garman estaba indignado.
—Ha venido como amigo. Tras la batalla, Alfrick me ordenó que lo curara. Por casualidad, descubrí que Edmund planeaba devolverlo a los suyos después de cobrar un rescate y, una vez que se hiciera con el oro, pensaba matarlo antes de que pudiera regresar a su hogar. Fue entonces que comprendí lo que debía hacer.
Dynna miró a Brage, que permanecía en silencio.
—Te viste obligada a escapar, acompañada por el Halcón Negro… —su padre acabó la oración en tono incrédulo.
—No te enfades, padre. No soportaba la idea de que Edmund me tocara. Hubiera preferido morir antes que casarme con él. Es un hombre que goza con la crueldad.
Garman había tratado con Edmund en el pasado y sabía la clase de hombre que era.
—Está bien, hija mía. Lo comprendo —dijo y la abrazó.
—Supliqué a Brage que me ayudara a escapar de la torre. Le prometí que a cambio de acompañarme hasta aquí sana y salva, le ayudaríamos a regresar a su tierra natal.
Audrey y Garman contemplaron al vikingo. Era alto, moreno y apuesto, de expresión feroz y porte orgulloso. No era de extrañar que gozara de una fama tan terrible… Su presencia era intimidante.
—Os estamos agradecidos por acompañar a nuestra hija a casa, Brage —dijo Audrey, y después se presentó a sí misma y a su marido al vikingo.
Brage asintió con la cabeza, agradeciendo las palabras de Audrey. Ahora sabía de dónde procedía la belleza de Dynna. Aunque ya peinaba canas, la madre de Dynna era una mujer hermosa, alta, delgada y encantadora.
—Es bueno que hayamos llegado aquí sanos y salvos y os agradezco la bienvenida —contestó Brage.
—Dynna sabe juzgar a los demás. Seréis tratado como uno de los nuestros —dijo lord Garman.
—¿Qué necesitaréis para vuestro viaje al hogar? —preguntó Audrey.
—Una nave pequeña y ayuda para tripularla. Yo también he de escapar del destino que lord Alfrick y Edmund han planeado para mí.
—Contad con ello —respondió Garman—. Mañana nos dirigiremos a la costa y dispondremos vuestro medio de transporte.
Dynna le lanzó una sonrisa a Brage, encantada de que sus padres se mostraran tan comprensivos con respecto a la situación. Audrey notó la mirada que su hija le lanzó al vikingo y comprendió lo que sus palabras no manifestaban.
—Hay algo más… —empezó ella—. Algo decisivo, padre.
—¿Qué es, hija mía?
—Si Edmund viniera aquí, no debe enterarse de nuestra presencia porque de lo contrario, sería capaz de cualquier cosa.
—La mantendremos en secreto, Dynna. Ahora venid, comamos y hablemos de las medidas a tomar para que Brage pueda hacerse a la mar.
—Mientras vosotros habláis, llevaré a Dynna arriba para que pueda tomar un baño y ponerse ropa más adecuada. También dispondré ropa limpia para vos, Brage —dijo la madre.
Brage observó cómo Dynna subía las escaleras y no la perdió de vista hasta que desapareció. Garman no dejó de notar su interés.
—Os agradezco vuestra ayuda —le dijo al padre de Dynna—. No estaba muy seguro de cómo me recibiríais.
—Cualquier hombre que evita que mi hija sufra daño merece mi eterna gratitud. Venid, bebamos una jarra de cerveza mientras aguardamos su regreso. Podéis dejar vuestra espada y el escudo aquí. No corréis peligro mientras permanezcáis en mi torre.
Brage quiso creerle, pero se negaba a abandonar sus armas tras haber sido desposeído de ellas durante tanto tiempo. Además, Edmund seguía suponiendo un peligro.
—Las llevaré conmigo —dijo con determinación.
Lord Garman asintió y lo acompañó hasta la mesa de la Gran Sala. Brage dejó el escudo y la espada a mano.
Lord Garman lo notó, pero no dijo nada. Veía que el vikingo era un excelente guerrero y deseó disponer de varios hombres como él que le ayudaran a proteger la torre. Sus propias defensas eran inadecuadas; sus hombres preferían dedicarse al cultivo de la tierra en vez de luchar. Sus tierras no estaban próximas a la costa, así que no habían sufrido los mismos devastadores saqueos vikingos que los demás. Garman sabía que si alguna vez sufrían un ataque o un sitio, no serían capaces de ofrecer mucha resistencia. Por eso había permitido que Dynna se casara con Warren en primer lugar. Lord Alfrick era capaz de reunir un ejército poderoso y, teniéndolo como aliado, pocos osarían atacarlo a él.
—Gracias, madre —dijo Dynna cuando entraron en la habitación que había ocupado de joven.
—¿Por qué me agradeces, cielo?
—Por comprender mi necesidad de escapar.
Por fin, Dynna empezaba a relajarse. Estar en compañía de sus padres le proporcionaba la anhelada seguridad. Allí, junto a su familia, nadie podía hacerle daño.
—Cuéntame todo lo ocurrido, hija. —Audrey insistió en que le hablara de su desgracia y de su huida.
Dynna le contó todo, de principio a fin: la decisión de lord Alfrick de casarla con Edmund en contra de su voluntad, y su decisión de escapar junto a Brage.
—Pero ¿dónde está Matilda? Si la llevaste contigo la primera vez, ¿por qué no te acompañó en esta ocasión? Me parece inimaginable que te dejara marchar sola. —Audrey sabía que la criada le era muy fiel a su hija.
Dynna le contó cómo había escapado y que había mantenido su plan en secreto adrede, para evitar poner en peligro a Matilda.
—¿Y qué pasa con este Brage? —preguntó, recordando cómo lo había mirado—. ¿Qué significa el vikingo para ti?
—Pues nada, madre. —Notó que el rubor le cubría las mejillas. Nunca había logrado mentirle a su madre.
Audrey continuó como si no la hubiera oído:
—Sientes algo por él. ¿Qué clase de hombre es?
La perspicacia de su madre no sorprendió a Dynna: siempre parecía saber lo que pensaba y sentía.
—No sé qué siento por él, madre. Es un hombre fiero y salvaje, pero también tierno y afectuoso —contestó con expresión pensativa, que luego se tornó casi triste.
—¿Y qué más? —pregunto Audrey, porque sabía que Dynna no le había revelado todo, ni a ella y quizá tampoco a sí misma.
—Temo que mañana, cuando se marche, nunca volveré a verlo —dijo, alzando la vista y contemplando a su madre—. No sé si podré soportarlo.
—Entonces significa algo para ti. —Audrey lo comprendía perfectamente. El vikingo era muy apuesto y habían estado juntos y a solas durante muchos días.
—Sí, es verdad —dijo Dynna, lanzándole una mirada desesperada—, pero no lo comprendo. Lo que siento por él es tan distinto de lo que sentía por Warren… La intensidad de mis sentimientos es casi aterradora; hay momentos en los que creo haberlo imaginado todo, pero después…
—Después, ¿qué?
—Después vuelve a tocarme, y sé que lo que siento por él no es un sueño.
—Mañana por la mañana, una vez que se haya marchado, es casi seguro que no volveréis a encontraros. Pertenecéis a mundos diferentes.
—Lo sé. —La idea le provocaba una profunda angustia, pero sabía que debía dejarlo marchar—. No puedo impedírselo.
Su madre asintió con la cabeza.
—¿Sabes qué siente él por ti? —preguntó.
—No me ha dicho nada, excepto que me considera valiente y que nunca ha conocido a una mujer como yo —dijo, suspirando—. Pero no me siento valiente cuando pienso que he de separarme de él para siempre.
—Entonces hemos de ver qué ocurre esta noche. A lo mejor también comprenderá que tú eres importante para él.
—Eso sería maravilloso…
Audrey se limitó a sonreír. Su hija se merecía la felicidad y si unirse a ese vikingo se la proporcionaba, pues que así fuera. Una tregua entre ellos y los vikingos también sería muy positiva: tanto para el comercio como para poner fin a la amenaza de una guerra, por no hablar del júbilo que brillaba en la mirada de su hija al pensar en su guerrero.
Audrey decidió que hablaría del tema con Garman más adelante, cuando estuvieran a solas.
Dynna tomó un rápido baño, se restregó el cuerpo y el cabello para quitarse la suciedad acumulada tras los muchos días de viaje. Ayudada por su madre, peinó su larga y enredada melena y luego se puso una de las túnicas de su madre y un sobrevestido bordado. Era de un suave color rosa que aumentaba el brillo de sus ojos grises y el rubor de sus mejillas expuestas al sol.
—Estás preciosa. Ven, mírate en el espejo —la animó su madre y le indicó que se colocara delante del espejo de bronce pulido.
Su aspecto la complació y Dynna abrazó a su madre.
—¿Regresamos a la sala?
—Los hombres nos esperan —contestó su madre. Ambas salieron de la habitación y bajaron las escaleras que conducían a la Gran Sala.
Era como si Brage notara la presencia de Dynna; alzó la cabeza, dirigió la mirada hacia las escaleras y vio bajar a ambas mujeres. Guardó silencio y contempló a Dynna, que le pareció más hermosa que nunca y no desprendió la vista de ella. Ese instante comprendió que hacerse a la mar sin ella no resultaría fácil.
Las mujeres se sentaron ante la mesa y Garman indicó a los criados que sirvieran la comida. Dynna y Brage comieron con buen apetito, porque casi no habían probado bocado durante todo el día.
—Viajaremos hasta la costa por la mañana —anunció lord Garman—. Si el tiempo es propicio, dentro de un día Brage dispondrá de una nave.
Dynna logró sonreír, pero sin alegría, y se volvió hacia Brage.
—Es bueno que regreséis a vuestro hogar. Sé cuánto lo echáis de menos, y también a vuestra familia.
—Será bueno volver a verlos, pero no descansaré hasta descubrir quién me ha traicionado.
Lo que lo impulsaba era el deseo de venganza, el mismo que lo mantuvo con vida cuando otros hombres de menor valía hubieran sucumbido a sus heridas. Dynna no dijo nada más, estaba apesadumbrada.
Durante el resto de la comida charlaron animadamente y, cuando llegó la hora de retirarse, Dynna quiso pasar unos minutos a solas con Brage.
—Será mejor que Brage se aloje en la habitación de la torre: está apartada y pocos conocen su existencia —dijo Garman—. Si hubiera problemas, podrá ocultarse allí.
Dynna casi deseó que su padre le adjudicara una habitación más próxima a la suya, pero por su propio bien era mejor que sus habitaciones estuvieran alejadas. Fuera lo que fuere que ambos debían decirse, habría de ser dicho esa misma noche. Porque al día siguiente él habría partido.
—Lo acompañaré hasta su habitación —dijo Dynna a sus padres.
—Le diré a las criadas que os preparen un baño y ropa limpia —ofreció Audrey.
Brage volvió a darles las gracias, se puso de pie, recogió la espada y el escudo y siguió a Dynna.
Ambos se dirigieron a las escaleras y las subieron lentamente.
—Pronto todo habrá acabado y emprenderéis el camino a casa —dijo Dynna en voz baja.
—Creí que sería imposible abandonar este lugar sin librar una batalla.
—Quizás haya momentos en que las cosas se desarrollan como es debido. Tal vez los finales felices existen. —Dynna habló sin mirarlo, el dolor que le provocaba la separación era demasiado grande.
Ambos alcanzaron la habitación situada en lo alto de la torre y permanecieron de pie, a solas.
—¿Vendréis por la mañana a despedirme junto con vuestro padre?
—No podría dejar que os marchéis sin deciros adiós.
Brage se acercó a ella, la abrazó y se fundieron en un beso ardiente. Cuando la criada llamó a la puerta, Dynna se apartó. Clavó la mirada en los rasgos amados como para memorizarlos y grabárselos en el corazón. La criada volvió a llamar y le abrió la puerta.
—He de desearos buenas noches, señor vikingo —dijo, mientras las criadas entraban para prepararle el baño.
—Buenas noches, Dynna —repuso Brage y se quedó mirando cómo se marchaba de la habitación. De su vida. Le pareció ver una lágrima en su mejilla, pero no estaba seguro de ello.
Cuando las criadas cumplieron con su tarea y se marcharon, Brage se sumergió en la tina y se lavó. Estaba de mal humor. Volvieron a llamar a la puerta y una de las criadas entró.
—Me preguntaba si necesitáis algo más —preguntó la criada; le ofrecía algo más que sus servicios. El vikingo era un hombre apuesto y si él lo deseara, ella no tendría inconveniente en consolarlo.
—No. Vete. Quiero estar a solas. —No deseaba un rápido revolcón con una criada y se sorprendió al comprobar que la idea le disgustaba. Sólo había una mujer que deseaba tener en su lecho, sólo una que despertaba su ardor, y ésa era Dynna.
Brage maldijo en voz baja. El deseo de venganza lo impulsaba a regresar junto a los suyos y descubrir al traidor. Pero, aunque procuró centrarse en la necesidad de que el culpable pagara sus culpas, no logró apartar a Dynna de sus pensamientos.
Dynna… Se le apareció su imagen: Dynna la valiente… Dynna la sanadora… Dynna la amante… Volvió a maldecir. ¿Acaso era imposible olvidar la atracción que sentía por ella, al igual que había olvidado a las otras mujeres de su vida?
Con la mirada perdida, Brage recordó su coraje y su belleza, su reacción ante sus caricias y sus besos, y descubrió que anhelaba volver a estrecharla entre sus brazos, acariciarla y hacerle el amor esa misma noche, en una cama auténtica y confortable, no en medio de la naturaleza. Quería ir a su habitación pero sabía que no debía, no esa noche y en casa de sus padres.
Terminó de bañarse y trató de dormir, pero no pudo. Se había acostumbrado a hacerlo a su lado. Cuanto más pensaba en Dynna, tanto más aumentaba el anhelo de estar junto a ella. Pensó en el regreso a su hogar, en reunirse con su familia, pero la perspectiva no le proporcionaba alegría a menos que Dynna estuviera con él.
Incapaz de descansar, Brage se levantó y empezó a caminar de un lado a otro. ¿Qué clase de mujer era aquella hechicera que lo perseguía incluso cuando se preparaba para hacerse a la mar, regresar a su hogar y recuperar la libertad? Se detuvo ante una de las estrechas ventanas de la torre y contempló el despejado cielo nocturno. Las estrellas brillaban y la luna era plateada. Era una noche para los amantes y sin embargo él estaba solo, como Dynna.
De algún modo, en ese momento Brage comprendió que era una noche para amantes. Ellos habían sido amantes. Estaban destinados a estar juntos: él, el intrépido Halcón Negro, y ella, la valiente sajona que lo había domado. Por fin lo reconoció ante sí mismo: amaba a Dynna. Nunca le había dicho esas palabras a ninguna mujer. Nunca se había declarado, pero ahora lo haría, porque la amaba y sólo la quería a ella.
Brage sintió el impulso de dirigirse a su habitación y confesarle su amor. Quería decirle que lo acompañara a su tierra natal y se convirtiera en su esposa. Quería tenerla a su lado, todos los días y todas las noches. Entonces se la imaginó con el hijo de ambos abultándole el vientre y, para su gran asombro, descubrió que la idea le agradaba. Estaban destinados a estar juntos y la idea de separarse de ella le resultaba intolerable.
Entonces sintió un enorme alivio y una gran expectación. Al día siguiente, antes de abandonar la torre con su padre, le declararía su amor a Dynna. Le pediría que se convirtiera en su esposa.
Por fin Brage se tranquilizó. Volvió a tumbarse en la cama y se durmió, ansiando que llegara el alba para verla y expresarle sus sentimientos. La llevaría consigo a su hogar, porque no podía imaginar la vida sin ella.
Dynna daba vueltas en la cama. Tras dejar a Brage, había comprendido la intensidad de los sentimientos que él le despertaba. Lo amaba como nunca había amado a ningún otro. La idea de perderlo le rompía el corazón. La muerte le quitó a Warren, pero Brage… ¡Brage estaba vivo! Su único temor era que se marchara sin saber que ella lo amaba.
Dynna no tardó en decidir lo que debía hacer. No le resultaría fácil: nunca había osado proclamarle su amor a un hombre. Con Warren no fue necesario, pero era Warren. Ahora era Brage, el hombre cuyas caricias le encendían el alma, el hombre al que quería amar durante toda su vida. No soportaba la idea de que por la mañana la abandonara. Ignoraba lo que él diría cuando le manifestara su amor y le dijera que no quería que se marchara, pero no podía dejar pasar el momento sin expresarle sus sentimientos.
Tal como había descubierto tras la muerte de Warren, la vida era demasiado breve y a menudo cruel. Dynna sabía que, mientras pudiera, debía aferrarse a la felicidad. Se levantaría antes de que amaneciera y le diría a Brage que lo amaba. No podía dejarlo marchar y, tras tomar esa decisión, se acostó y logró conciliar el sueño, porque al fin sabía lo que quería y cómo conseguirlo.
El desastre ocurrió sin aviso previo. La paz reinaba en la torre, pero un instante después los hombres de sir Edmund atravesaron la puerta y cuando sir Eaton y varios de los hombres de lord Garman trataron de cerrarles el paso, hallaron la muerte.
—Resultó tan fácil como había calculado —se vanaglorió sir Edmund al entrar en la Gran Sala. Había irrumpido con tanta rapidez que nadie dio la alarma.
Sir Thomas logró controlarse, pero ansiaba derribar al hombre sanguinario que encabezaba el ataque. Había tratado de convencer a Edmund de que no recurriera a la fuerza para entrar en la torre, procuró decirle que si Dynna y el vikingo no se encontraban allí, las consecuencias serían graves, pero sir Edmund se había empecinado hasta tal punto en que se hallarían allí que no quiso atender a razones. Así que a sir Thomas no le quedaba otro remedio que tratar de encontrar a Dynna y mantenerla fuera de peligro.
Siguió a Edmund, que subía la escalera de dos en dos. Encontrar la habitación principal no resultó difícil e irrumpieron en ella, sobresaltando a lady Audrey y lord Garman, que dormían profundamente. Lord Garman trató de incorporarse, pero uno de los hombres de sir Edmund se lo impidió presionándole el pecho con la espada.
—¿Dónde están? —gritó sir Edmund, acercándose a los pies de la cama.
—¿Dónde están quiénes? —preguntó lord Garman—. Y ¿qué significa esto?
—No os hagáis el inocente. Quiero saber dónde se ocultan vuestra hija y el vikingo al que ayudó a escapar.
—No sé de qué estáis hablando.
—No mintáis, lord Garman. No os conviene…
—¡No me amenacéis!
—Haré algo más que amenazaros —gruñó Edmund y apoyó la mano en la empuñadura de su espada—. Quiero al vikingo y a Dynna, y los quiero ahora.
Como lord Garman no respondió con la suficiente rapidez, Edmund le hizo un gesto a su hombre y éste presionó la espada con más fuerza contra el pecho de lord Garman y lo obligó a tumbarse de espaldas.
Lady Audrey los contemplaba con mirada aterrada y se volvió hacia sir Edmund.
—¿Por qué hacéis esto? Somos los aliados de vuestro padre. ¿Por qué habéis atacado nuestro hogar? Sólo teníais que pedir permiso y os hubiéramos invitado a pasar.
—No me interesa vuestra invitación. Mientras me entreteníais sirviéndome cerveza y vino, el vikingo y Dynna hubieran escapado. No: sé que están aquí.
—No sé de qué estáis hablando —insistió lord Garman.
Sir Edmund le lanzó una mirada incrédula.
—Si no queda más remedio, registraré esta torre piedra por piedra hasta encontrarlos. Sería mucho más sencillo que me dijerais dónde están.
Audrey y Garman intercambiaron una mirada, pero guardaron silencio.
—Registrad todas las habitaciones —ordenó el caballero.
Los hombres se apresuraron a cumplir sus órdenes. Sir Thomas se aseguró de encabezar la búsqueda. Si encontraban a Dynna sería él quien la llevaría ante Edmund. No permitiría que otras manos la tocaran.
Sólo tuvieron que registrar tres habitaciones antes de encontrar a Dynna. Sir Thomas abrió la puerta de par en par y se enfrentó a ella.
—¡Sir Thomas! —Dynna se incorporó, cubriéndose el pecho con el cobertor.
—Debéis acompañarme —dijo sir Thomas en tono severo, para evitar que los hombres dudaran de su lealtad.
—¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido?
—Edmund está en la habitación de vuestros padres y quiere que os traigan a vos y al vikingo ante él. Debéis acompañarme, o me veré obligado a arrastraros. —Detestaba decir esas palabras, pero no tenía opción. Sería mejor que la llevara él, y no los otros.
Dynna asintió y abandonó el lecho procurando conservar la calma. Le temblaban las rodillas pero se envolvió en un chal y avanzó majestuosamente delante de sir Thomas. Sabía que él la ayudaría cuanto pudiera.
Sir Edmund aún vigilaba a Garman y Audrey cuando oyó los gritos triunfales de sus hombres resonando en el pasillo. Clavó la mirada en la puerta y, cuando Dynna entró en la habitación seguida de sir Thomas y los demás, esbozó una amplia sonrisa.
—¿Así que no sabíais nada de vuestra hija, lord Garman? —dijo con sorna—. Mi padre sentirá un gran interés cuando sepa que me mentisteis.
—¿Cómo os atrevéis a irrumpir en el hogar de mis padres y maltratarnos? —exclamó Dynna cuando la arrastraron ante Edmund.
—Ya os he dicho, dulce Dynna, que me atrevería a mucho con vos. ¿Dónde está el vikingo?
—No lo sé.
—Por algún motivo, me siento incapaz de dar crédito a vuestras palabras. Quiero saber dónde está. No tengo tiempo para los acertijos. Si valoráis la vida de vuestros padres, responderéis con rapidez y me diréis la verdad. Una vez más, ¿dónde está el vikingo?
—Se ha ido —contestó Dynna en tono tenso, con la esperanza de que Brage hubiera notado la llegada de los invasores y logrado escapar.
—¿Se ha ido? ¿Cuándo se marchó?
—Esta noche. Se marchó justo después de medianoche. Estoy segura de que está camino de su hogar.
—¡Mentís! —gritó Edmund enfurecido, y la abofeteó violentamente—. ¡Ha de estar aquí!
—Os digo que se ha marchado —repitió ella, esperando convencerlo. Le ardía la mejilla, pero no se encogió.
El rostro de Edmund expresaba el odio más absoluto.
—Pues no os creo. Traedme a su madre —le dijo a uno de sus hombres.
Uno de ellos arrastró a Audrey de la cama; Edmund desenvainó su puñal y, mientras el hombre la aferraba, presionó la hoja afilada contra la garganta de Audrey.
—¡Os estáis excediendo! —Lord Garman trató de incorporarse para acudir en ayuda de su mujer, pero el otro hombre se lo impidió con la espada.
—Bien, mi encantadora prometida, que sepáis que acabar con la vida de vuestra madre no me causará ningún dolor. Sé que la amáis más que a nadie. ¿La veréis morir para salvar al vikingo? ¿Provocaréis su muerte por negaros a entregarme al Halcón Negro?
—No seríais capaz… —Dynna soltó un grito ahogado.
—Claro que sí —dijo y un hilillo de sangre brotó de la garganta de Audrey—. Si he de matar a todos los ocupantes de la torre… pues que así sea. Luego diré que fueron los vikingos. No quedaría nadie con vida para contradecirme —añadió y soltó una carcajada astuta al ver la desesperación de Dynna.
Audrey soltó un gemido aterrado. Siempre había sabido que Edmund estaba loco, pero no que era capaz de comportarse como un bárbaro. Lord Garman observaba la escena desde la cama, sin poder hacer nada. Estaba acostumbrado a proteger a los suyos y la incapacidad de salvar a su mujer y a su hija de Edmund lo llenaba de ira. Pensó que tal vez podría moverse lentamente y atacar al hombre que lo amenazaba con la espada, pero Edmund lo notó.
—Si os movéis un solo milímetro, lord Garman, haré que os atraviesen con la espada… ¡después de observar cómo le corto el cuello a vuestra mujer!
Se volvió hacia ésta y dijo:
—Bien, ¿dónde está el vikingo?
Dynna no sabía qué hacer. Dos de sus seres queridos estaban a punto de morir porque se negaba a revelar dónde se encontraba Brage, pero si le decía dónde se ocultaba, Edmund acabaría por matarlo. Apretó las manos para evitar que temblaran. ¿Cómo sacrificar a Brage para salvar a sus padres? ¿Qué otro remedio le quedaba?
—¡Os diré lo que queréis saber! —exclamó lord Garman, sabiendo que no le quedaba más remedio. Una vez acostados, Audrey le había revelado cuánto amaba su hija a Brage, de manera que podía imaginar su dolor al tener que elegir entre salvar sus vidas o la de Brage.
—Ah, un hombre sensato. Me agrada —repuso Edmund—. Si vuestra hija me dice dónde está, tal vez os perdone la vida. Quiero que sea ella quien me diga dónde se encuentra el Halcón Negro. ¿Y bien, amada mía? —se burló—. ¿Dejaréis morir a vuestros padres o me lo diréis?
La decisión le provocaba náuseas, pero no podía hacer otra cosa y le dijo lo que quería saber.
Edmund apartó a Audrey de un empellón.
—¡Vigiladlos hasta mi regreso! —ordenó a sus hombres y echó a correr, empecinado en encontrar al Halcón Negro.
Audrey se desplomó en brazos de su marido, sollozando. Dynna se acercó a ellos apresuradamente. Dos hombres permanecieron en la habitación, vigilándolos.
Espada en mano, sir Edmund subió las escaleras que daban a la habitación de la torre. Sir Thomas y los demás le pisaban los talones. Encontraron la habitación sin ninguna dificultad y, antes de vencer el último obstáculo, intercambiaron miradas triunfales. Entonces sir Edmund echó abajo la puerta con gran estruendo.