11
Mientras descendían la escalera, pensaban en la promesa del buen sacerdote: de que rezaría por ellos. Dynna añadió sus propios ruegos, mientras que Brage elevó una plegaria a Odín, suplicando que los condujera fuera de la torre. Una vez en la campiña, se sentía capaz de enfrentarse a cualquier enemigo.
—Casi hemos llegado —musitó Dynna cuando alcanzaron la última curva de la escalera.
Brage inspiró profundamente, tratando de tranquilizarse, y aferró con más fuerza la espada oculta bajo la casulla, dispuesto a todo. No recordaba el aspecto de la Gran Sala, porque la fiebre lo había vuelto borroso y continuó avanzando detrás de Dynna en esos críticos tramos.
Dynna ansiaba echar a correr y dejar atrás la sala, pero sabía que no debía llamar la atención, así que avanzó con pasos lentos, tal como lo hubieran hecho el padre Corwin y el padre Osmar.
Cuando empezaron a atravesar la sala, espió por debajo de la capucha y vio a cuatro o cinco hombres repantigados ante las mesas. Cuando pasaron a tres metros de ellos, su temblor aumentó y sostuvo el aliento, aterrada.
—Buenas noches, padre Corwin y padre Osmar —exclamó uno de los hombres.
Dynna notó que Brage aferraba la espada oculta y casi sucumbió al pánico, temiendo un enfrentamiento, pero no se dejó amilanar y saludó al hombre con una silenciosa inclinación de la cabeza. Brage la imitó y siguieron avanzando. Dynna temió que el hombre los siguiera o dudara de su disfraz. Cada paso que daban hacia la puerta era una tortura; cada segundo que pasaba estaba lleno de dolorosa expectación. No soltó un suspiro de alivio hasta que oyó a los hombres, que volvían a hablar de temas intrascendentes.
Tanto Brage como Dynna sabían que aún los esperaba la peor de las pruebas: Tendrían que pasar junto al guardia apostado ante la puerta principal, y si alguien los escudriñaría sería él.
Brage no soltó la empuñadura de la espada. Una vez superada la primera prueba sin incidentes y vislumbrando la libertad, estaba dispuesto a silenciar a cualquiera que lo desafiara. Apretaba las mandíbulas con feroz determinación y tensaba el cuerpo mientras permanecía alerta, preparado para enfrentarse a cualquier indicio de un problema.
Dynna veía la noche oscura al otro lado de la puerta principal de la torre y sabía que casi estaban a salvo. Treinta metros más y habrían escapado de la horrorosa torre, sólo treinta metros más… Agachó la cabeza para que nadie viera su rostro y comprobó que las largas y anchas mangas de la casulla le cubrían las manos.
Cada paso que daban los aproximaba a la parte más difícil del trayecto. Dynna estaba convencida de que, si lograban atravesar la puerta principal, lograrían llegar hasta el hogar de sus padres.
—Buenas noches, padre Corwin, padre Osmar —los saludó el guardia cuando se aproximaron.
Ambos asintieron con la cabeza y siguieron avanzando… esperando y rezando.
—¿Problemas en la aldea, padre? —preguntó el guardia, sin sorprenderse de que dos sacerdotes se dirigieran a la aldea a esas horas. Solían hacerlo para atender a sus feligreses cuando surgía la necesidad.
Brage y Dynna se pusieron tensos, conscientes de que debían contestar. Claro que Dynna no podía hablar: hacerlo hubiese puesto fin a cualquier esperanza. Rezó con más fervor que nunca, con la esperanza de que Brage supiera qué y cómo responder.
Brage se detuvo y habló con una voz tan profunda como la del padre Corwin, e igual de autoritaria:
—Nos han informado de que hay un enfermo, así que hemos de ir a rezar con la familia.
Dynna contuvo el aliento y aguardó la reacción del guardia. Suponía que los encararía, pero se sorprendió cuando el hombre les franqueó el paso.
—Espero que todo vaya bien —comentó.
—Al igual que nosotros. Buenas noches —añadió Brage.
Salieron fuera bajo el cielo cuajado de estrellas y, cuando estaban a punto de acelerar el paso para distanciarse de la torre lo más rápidamente posible, el guardia los llamó.
—¿Padre Corwin?
Ambos se detuvieron. Brage se mantuvo de espaldas a la torre y desenvainó la espada, dispuesto a dar muerte a cualquiera que intentara detenerlo.
—¿Sí? —contestó.
—¿Oiréis confesiones mañana?
Brage ignoraba de qué estaba hablando y miró a Dynna de soslayo, con la esperanza de que le indicara qué decir. Al oír la pregunta del guardia, Dynna había palidecido, se le hizo un nudo en la garganta y creyó que el fin se acercaba. Miró a Brage y vio que esperaba que ella le diera una indicación. Angustiada, asintió con la cabeza.
—Mañana las oiremos —dijo Brage—. Ven a verme por la mañana.
—Gracias, padre. Así lo haré.
Brage le lanzó una media sonrisa a Dynna y volvió a ocultar la espada bajo la casulla.
—¿Estáis dispuesto a ir a la aldea, padre? —le preguntó.
Dynna asintió y le devolvió la tensa sonrisa.
Ahora que habían logrado huir, ambos saborearon la libertad. Era una sensación embriagadora, sobre todo para Brage. Quiso detenerse y soltar un grito de júbilo, pero no lo hizo y siguió caminando lentamente.
—¿Hacia dónde, milady?
Dynna aún no osaba hablar, así que señaló en dirección a la aldea. A medida que se alejaban de la torre, el corazón le latía apresuradamente y se sintió muy animada. ¡Esta vez no habría invasores vikingos que la raptaran y frustrarían sus planes! ¡Esta vez lograría ponerse a salvo! Sobreviviría gracias a su ingenio y haría todo lo que estaba en su poder para evitar que sir Edmund la atrapara, cuando saliera en su busca al día siguiente…, y sabía que la buscaría. Pero no regresaría junto a él. Había recuperado la libertad y no pensaba perderla. Dynna no echó a correr, pese a sus deseos de hacerlo. Siguió caminando tranquilamente; el guardia diría que ambos sacerdotes habían ido a la aldea tarde por la noche y no habían regresado durante su turno de guardia.
No volvieron a hablar hasta que dejaron atrás la primera curva del camino.
—¡Allí! Hemos de buscar allí —dijo Dynna al ver el arbusto y los árboles, donde Matilda había prometido ocultar el escudo y la espada de Brage. No sabía cómo la criada se las habría arreglado para escabullirse de la torre o si lo habría logrado, pero confiaba en que sí. Matilda jamás le había fallado cuando Dynna la necesitaba.
—¿Qué buscamos? —preguntó él.
Tras la explicación, se abrió paso entre los arbustos en busca de su bien más preciado. Cuando vio el gran hatillo envuelto en una tela y oculto detrás de un árbol, casi soltó un grito de júbilo dedicado a Odín. Dejó el arma de Perkin a un lado y arrancó la tela. Cuando volvió a sostener la espada de dorada empuñadura en la mano, una llama ardió en su pecho. Hubo un momento en que creyó que nunca volvería a sostenerla. Recogió el escudo, e inclinando la cabeza hacia atrás, alzó ambos al cielo en ofrenda a los dioses que lo habían protegido y concedido su libertad. Tras un instante de silenciosa contemplación, Brage se sintió vivo, fuerte y preparado para entrar en batalla. Se quitó la casulla del sacerdote y permaneció de pie ante Dynna.
Dynna guardó silencio al observar a Brage. Volvía a ser el orgulloso guerrero vikingo con el que se encontró la primera vez. Bajo los rayos plateados de la luna, parecía un guerrero poderoso e invencible y comprendió cómo había adquirido su temible reputación. Tenía un aspecto magnífico y se sintió fascinada por su fuerza y su apostura.
Algo se agitó en su interior, pero reprimió la atracción. Ella no significaba nada para él, sólo la había acompañado durante la huida porque lo había obligado a hacerlo, y por ningún otro motivo.
Pero mientras reflexionaba al respecto, se le ocurrió que, ahora que estaba armado y en libertad, ya no la necesitaba para nada. Si decidía emprender el camino a solas, ella no podría impedírselo. Ni siquiera amenazándolo con informar a sir Edmund de su huida, puesto que él sabía que ella jamás regresaría a la torre.
Brage contempló a Dynna bajo la luz de la luna, aún envuelta en la casulla, y pensó que nunca había estado más hermosa. Tenía el valor de una docena de guerreros vikingos, poseía el ingenio suficiente para engañar al enemigo más poderoso, y sin embargo sólo era una mujercita. Su aspecto era delicado, pero él sabía que era fuerte. Parecía frágil, pero él sabía que era una leona. Recordó su beso y supo que poseía el poder de seducir incluso al más fuerte de los guerreros para alcanzar su propósito. Él estaba allí, ¿no?
Brage sintió un intenso deseo de tocarla, de abrazarla y alabarla por su plan. Ninguna otra mujer lo había afectado así. Cuando se lanzaba al ataque, sólo pensaba en la aventura; sin embargo, no se quitaba a Dynna de la cabeza y ahora habían escapado juntos, algo que él había jurado que no permitiría. No trató de comprender, sólo se concentró en idear una manera de poner la mayor distancia entre ellos y la torre en cuanto amaneciera.
—¿Por qué no os quitáis la casulla, Dynna? Quizás entorpezca nuestra huida.
—Oh… —Ella había supuesto que le diría que se las arreglara sola, y se desconcertó al descubrir que estaba esperando que se quitara la casulla. Se la quitó con rapidez.
—¿Algo va mal? —preguntó Brage, al ver su expresión desconcertada.
—No, nada —contestó, y sintió un gran alivio al saber que él no se marcharía solo.
—Parecéis preocupada.
Dynna sabía que él era capaz de interpretar su estado de ánimo, así que respondió con sinceridad:
—Creí que quizá seguiríais camino a solas, puesto que ya disponéis de vuestra espada y vuestro escudo.
—¿Dudasteis de que cumpliría con mi parte del trato? —Entonces fue el turno de Brage de mostrarse sorprendido y decepcionado.
—No estaba segura.
—Os di mi palabra. Teníamos un trato —repuso él.
—Entonces será mejor que nos marchemos. Hemos de dirigirnos al oeste.
—¿A qué distancia se encuentra el arroyo más próximo?
—¿Por qué? —dijo sin comprender. Quería atravesar el terreno abierto lo más rápidamente posible durante la noche, pero al parecer él tenía otra idea.
—No cabe duda de que vuestro príncipe irá acompañado de perros cuando salga a buscarnos. Será mejor que ocultemos nuestro rastro pronto, disolverlo en el agua para que no nos encuentren.
Dynna aprobó su decisión y se puso en marcha.
Avanzaron junto al camino, pero sin pisarlo. Cuando alcanzaron la curva desde donde se apreciaba la torre por última vez, Dynna se volvió para echar una última mirada a lo que antaño fue su hogar. Ya no parecía acogedor y cálido; ahora se elevaba en medio de la noche, oscura y siniestra, tan amenazadora como Edmund y, al pensar en él y en el horror que suponía ser su esposa, se estremeció.
—Marchémonos —insistió con rapidez y se persignó—. Espero que jamás vuelva a ver ese lugar.
Al seguir sus pasos, Brage albergó la misma esperanza.
El cielo se nubló y la noche se volvió más oscura, dificultando su marcha, pero no dejaron de avanzar. Casi una hora después, cuando llegaron al arroyo, Brage se adentró en las aguas que le llegaban hasta las rodillas, seguido de Dynna. El agua estaba helada, pero ella no protestó, sólo se concentró en seguirle los pasos. Brage insistió en que permanecieran en medio de la corriente.
—Si los dioses nos acompañan, habrá una tormenta antes de que amanezca —dijo Brage, escudriñando el cielo. Las nubes parecían amenazadoras—. Una lluvia intensa ayudará a borrar nuestras huellas y no podrán encontrarnos —añadió.
—¿Y si no llueve?
—Entonces será mejor que hayamos recorrido la mayor distancia posible antes de que se haga de día. Nos perseguirán a caballo.
La idea la dejó helada, aún más que las aguas, y un temblor incontrolable la sacudió al recordar cómo Edmund la había perseguido a caballo durante la primera batalla. Entonces sólo pretendía humillarla. No le había hecho daño, pero esta vez no creyó que actuara con la misma indulgencia. Había ayudado a escapar al prisionero y había huido con él. Si Edmund lograba atraparla, no sentiría compasión.
—Puedo caminar más aprisa —le dijo a Brage, echando un vistazo hacia atrás; de repente se sintió perseguida—. Hemos de darnos prisa.
Él le lanzó una mirada azorada, porque hasta ese momento habían avanzado a un paso regular y se preguntó si ella lograría mantenerse a la par si él caminaba al ritmo acostumbrado.
—¿Estáis segura?
Ella asintió, y una vez dejado atrás el arroyo aceleraron el paso y se dirigieron hacia el oeste.
Dynna emprendió camino a campo traviesa. No quería encontrarse con nadie, porque esta vez no podía permitirse ningún error. Tenía que llegar al hogar de sus padres, pues eran los únicos que podían salvarla.
Siguieron caminando durante toda la noche, atravesando tierras de cultivo y tupidos bosques. Un par de horas antes del amanecer, Brage se detuvo y se volvió hacia ella. Hacía horas que estaban en camino, y Dynna respiraba con dificultad.
—¿Necesitáis descansar? —preguntó.
—¡No! No nos detengamos —insistió ella—. Nos queda poco tiempo, pronto será de día.
Su aguante lo sorprendió y lo complació, de manera que prosiguieron sin descansar.
Poco antes del amanecer empezó a tronar, advirtiéndolos de la tormenta que se avecinaba. Buscaron cobijo bajo unos árboles cuyas ramas inclinadas los protegieron de los elementos y de ser descubiertos.
Empezó a llover, un chaparrón torrencial que lavó la campiña. Los rayos iluminaban el cielo y los truenos retumbaban a su alrededor. Ambos permanecieron sentados bajo los árboles separados por unos metros, encogidos para protegerse de la lluvia y escuchando la furia de la naturaleza.
—¿De verdad creéis que esto nos ayudará? —preguntó Dynna, procurando controlar el temblor que la sacudía, pero con cada ráfaga del viento que acompañaba la tormenta sentía aún más frío.
—Sí. Cualquier rastro de nuestras huellas desaparecerá. El terreno ya era bastante abrupto, pero la tormenta nos ha proporcionado más tiempo.
—Bien. Edmund adivinará adónde nos dirigimos y tratará de encontrarnos antes de que logremos reunirnos con mis padres. Pero una vez bajo la protección de mi padre, estaremos a salvo. —Tuvo un nuevo estremecimiento ante la idea de lo que sucedería si Edmund la encontraba antes de que alcanzara su hogar.
Brage la miró y se quedó paralizado: el vestido empapado le ceñía el cuerpo y al ver la curva de sus pechos se le hizo un nudo en la garganta. Eran firmes y redondeados y, unido al recuerdo de su beso, notó que lo invadía una oleada de calor y volvió a sorprenderse ante su reacción. Estaban huyendo para salvar la vida, y sin embargo, en vez de considerarla una compañera, cada vez más pensaba en ella como mujer…, una mujer muy atractiva. Distinguía el contorno de su cuerpo y sólo entonces notó que temblaba.
—Sentaos a mi lado —dijo. Ella le lanzó una mirada cauta y trató de impedir que le castañetearan los dientes—. Tendréis menos frío si os sentáis junto a mí, Dynna.
—No… Yo… —Vaciló, pues pretendía mantener distancia entre ambos.
Entonces cayó un rayo y, al ver su expresión desconfiada, Brage dijo:
—Deberéis aprender a confiar en mí. Jamás he obligado a una mujer a hacer algo en contra de su voluntad, y no pienso empezar a hacerlo con vos.
Dynna sabía que tenía razón. Si iban a viajar juntos, tenía que confiar en él. Podría haberla abandonado, pero cumplió con lo acordado.
—De acuerdo —asintió, y se acercó a él.
Dynna trató de mantener cierta distancia entre los dos, pero Brage le rodeó los hombros con el brazo, la atrajo hacia sí, alzó el escudo y protegió a ambos de la lluvia.
Aunque se resistía, una vez que Dynna se apretujó contra su cuerpo cálido y musculoso, descubrió que ansiaba acercarse aún más. Sabía que era absurdo, pero era la primera vez que se sentía a salvo y protegida tras la muerte de Warren. Apoyó la espalda contra el pecho de Brage y él le rodeó los hombros con el brazo.
Lentamente, dejó de estremecerse y el calor del cuerpo de él la envolvió.
—¿Creéis que nos atraparán? —preguntó, necesitando que él la tranquilizara.
—No, si de mí depende —contestó Brage sin titubear—. Logramos escabullirnos de la torre sin ser vistos y después se desencadenó la tormenta. Al parecer, esta noche la suerte nos acompaña.
—Supondría un cambio —contestó ella, recordando la muerte de Warren y su captura por los vikingos cuando estaba a punto de alcanzar la libertad.
Habló en tono tan triste que Brage le lanzó una mirada compasiva.
—Supondría un cambio para ambos —dijo.
Dynna notó que la miraba y alzó la vista. Cuando sus miradas se encontraron, una ráfaga de lluvia los azotó. Se acurrucaron uno junto al otro y sonrieron.
—A lo mejor nos daremos suerte. Quizá juntos, nuestra suerte cambiará —comentó Dynna.
—Pienso encargarme de que así sea. —Brage habló en tono convencido. Tenía su escudo y su espada. Estaba a solas con Dynna, enfrentándose a la naturaleza y a sir Edmund, y no tenía intención de perder ninguna de las dos batallas. Sólo tenía que acompañarla a casa de sus padres; después podría marcharse.
De pronto, los planes y la marcha nocturna la afectaron, Dynna se sintió invadida por el cansancio y, sin poder evitarlo, soltó un suspiro.
Brage se dio cuenta de que estaba agotada. La había obligado a caminar a paso de guerrero y ella lo había seguido sin rechistar. Hasta el más resistente de los vikingos tendría que descansar tras semejante caminata.
—Descansad un poco —le sugirió—. No tiene sentido seguir avanzando hasta que el tiempo no mejore.
—Pero he de permanecer alerta. ¿Y si viene alguien? —dijo ella en tono de preocupación.
—Yo me mantendré en guardia. Dormid mientras podáis.
—No —replicó Dynna y se enderezó. Recordaba que al principio él se había negado a que lo acompañara y estaba decidida a seguirle el ritmo. Se negaba a dejarse mimar—. Somos compañeros. Yo también me mantendré en guardia.
—No es necesario que ambos permanezcamos despiertos —insistió Brage.
—O aceptáis que nos turnemos o bien yo permaneceré despierta y ambos nos mantendremos en guardia.
Brage notó su expresión determinada, esa a la que empezaba a acostumbrarse, la barbilla levantada y el brillo retador en sus ojos, y comprendió que discutir sería inútil.
—De acuerdo —concedió—. Descansad; yo procuraré dormir cuando hayáis despertado.
Ella asintió y se recostó contra él para alejarse de la lluvia. Su lento respirar y el latido de su corazón tuvieron un efecto tranquilizador y Dynna dormitó.
Brage no se movió y permaneció en guardia, procurando protegerla de la tormenta. El cuerpo de Dynna apoyado contra el suyo le parecía delicado, casi frágil; no obstante, era inteligente, rápida y de un coraje extraordinario, nunca se había encontrado con una mujer de esas características. Las que había conocido con anterioridad, en vez de hablarle a los hombres de igual a igual y tratarlos con sinceridad, confiaban en su astucia femenina para conseguir sus propósitos.
Dynna despertaba su curiosidad. Era viuda, pero no había perdido cierta inocencia. Cuanto más tiempo pasaba junto a ella, cuanto más la conocía, tanto mayor era su deseo de evitar que le hicieran daño. Sobre todo Edmund.
Cuando Dynna se durmió profundamente, Brage lo notó. Incluso apoyada contra su pecho había conservado una postura rígida, pero ahora, mientras dormía, se relajó por completo y, al contemplarla con la cabeza apoyada contra su hombro, sintió un intenso deseo de protegerla. Pese a la oscuridad, su piel parecía luminosa y quiso rozar la suavidad de su mejilla, pero se resistió: no quería perturbar su sueño. Recorrió su cuerpo con la mirada, la curva de sus caderas, e instintivamente la abrazó con más fuerza. Era hermosa, incluso envuelta en el vestido sucio y empapado. Las mujeres que había conocido siempre vestían prendas elegantes, se perfumaban y llevaban joyas para atraerlo. Gracias a su temple y su coraje, Dynna lo atraía más que ninguna otra.
Al recordar el beso que intercambiaron sintió una opresión en el pecho y se preguntó si aquel instante extático sólo había sido un momento fuera del tiempo, intensificado debido a lo peligroso de su situación, o si significó tanto como él había creído. Quería saberlo, quería averiguarlo. Pero aún no era el momento adecuado.
Decidido a protegerla de los terrores que la amenazaban, Brage la acunó entre sus brazos sin desprenderse de su espada, porque no estaba dispuesto arriesgar la vida de ella. La protegería con la suya si fuera preciso.
—¿Dices que el Halcón Negro ha escapado? —Edmund clavó la mirada en el criado llamado Hammond, de pie al otro lado de la habitación. Estaba furibundo—. ¿Cómo ocurrió? ¿Dónde está Perkin? ¡Tráemelo! ¡He de hablarle!
—Uno de los otros hombres le está ayudando a bajar, milord —dijo Hammond.
—¿Está herido? ¿Hubo una pelea? ¿Por qué nadie oyó nada?
—Quizá Perkin pueda explicároslo. Todo es muy extraño… El guardia apareció en la puerta de la habitación, apoyado en Clive para no caer.
—¿Es verdad lo que dice Hammond, Perkin? ¿Que el Halcón Negro ha escapado? —preguntó Edmund.
—Sí, milord. Anoche el Halcón Negro no se encontraba bien. Lady Dynna estaba con él; estaba muy débil y no podía mantenerse en pie. Entré en la habitación para ayudarle a acostarse.
—¿Dynna estaba en la habitación?
—Sí, milord. Cuando desperté era por la mañana, el prisionero había desaparecido y yo estaba maniatado y amordazado, encerrado en la habitación.
—¡Te engañaron! —gruñó Edmund.
—Pero parecía enfermo y muy débil…
—¡Estoy seguro de que el prisionero se encontraba perfectamente, so idiota! ¡Escapó!
—¿Y lady Dynna, milord? —Perkin adoraba a Dynna y temía que le hubiese sucedido algo—. Quizá se la llevó consigo, tal vez le hizo daño…
—Comprobaré dónde está lady Dynna —dijo Edmund apretando los labios. Quería decirles lo que creía que había ocurrido, pero se contuvo; el guardia no tenía por qué saberlo aún. Primero debía comprobar que sus sospechas eran ciertas.
—Iré a buscarla —se ofreció Perkin, pero cuando se disponía a abandonar la habitación, gimió y se agarró la cabeza—. No me encuentro bien. Me duele la cabeza…
—¡Tal vez debiera cortártela! ¡Entonces dejaría de dolerte! —soltó Edmund en tono malvado.
Perkin no dudó ni un instante de que, si le apetecía, sir Edmund cumpliría con la amenaza.
—No lo comprendo, milord. ¿Cómo pudo haber sucedido? ¿Por qué no desperté cuando me maniató? Ni siquiera lo recuerdo. Sólo tengo un recuerdo borroso… y este dolor insoportable… —dijo, y se frotó las sienes tratando de comprender.
Edmund sabía qué había pasado y cuando habló, a duras penas logró controlar la ira que lo embargaba.
—Id en busca de lady Dynna y traédmela —les dijo a Hammond y Clive.
—Sí, milord —respondieron y se marcharon apresuradamente.
Edmund hizo caso omiso del doliente Perkin y caminó de un lado a otro, aguardando y preguntándose si encontrarían a Dynna, aunque sabía que ella también había desaparecido. Recordó los días pasados y cuán calma y casi sumisa se había mostrado. Ese cambio de actitud debería haberle advertido de que tramaba algo. Estaba acostumbrado a su carácter indómito, a luchar con ella en cada momento. Lo había dejado en ridículo y la idea le hacía hervir la sangre.
—¿Sir Edmund? Lady Dynna no estaba en su habitación. Busqué a Matilda con la esperanza de que supiera dónde se encontraba; curiosamente, la criada aún estaba durmiendo —le informó Hammond; Clive permanecía detrás de él, inquieto.
—¡Despertad a la criada ahora mismo! —ordenó Edmund en tono duro.
Casi arrastraron a una drogada y soñolienta Matilda ante su presencia. Edmund se enfrentó a ella y a Perkin.
—¿Sí, milord? —dijo Matilda, frunciendo el ceño y bizqueando. Le dolía la cabeza y sentía un gran letargo. Era como si arrastrara piedras.
—¿Dónde está tu ama? —preguntó Edmund.
—¿Durmiendo tal vez, milord? —respondió Matilda—. ¡Ay…, me duele la cabeza…!
—Tu respuesta no me hace gracia —masculló él—. ¿Dónde está lady Dynna?
—No lo sé —contestó y no mentía—. Anoche, cuando la vi, se preparaba para irse a la cama. Entonces acostumbro dejarla, si no me necesita. ¿Por qué, milord? —añadió, lanzándole una mirada curiosa y ligeramente inquieta—. ¿Algo va mal?
—El Halcón Negro ha escapado y, al parecer, lady Dynna se ha ido con él.
Matilda simuló estar conmocionada por la noticia, pero en realidad se alegraba de que su ama hubiera logrado escapar.
—No está en la torre —prosiguió Edmund, aproximándose a la desventurada criada—. Quiero que me digas lo que sabes acerca de esto. Eres su fiel criada. Quiero saber todo lo que te ha dicho acerca del prisionero.
Matilda lo contempló con expresión desconcertada.
—Sólo soy su criada, milord. Casi no me dijo nada sobre el Halcón Negro. Sólo sé que ya no tenía fiebre y que sus heridas cicatrizaban. Ella procuró que abandonara el lecho, pero ignoro si él se había recuperado.
—¡Es evidente que se había recuperado! —gritó Edmund; tenía ganas de estrangular a la criada—. ¡Se había recuperado hasta tal punto que de algún modo logró salir andando de la torre sin ser visto! ¡Anoche un vikingo pasó a nuestro lado y nadie lo notó! ¡Por suerte no nos masacró a todos mientras dormíamos!
—Yo estuve despierto y en pie hasta tarde —dijo Hammond—, pero no observé nada raro, milord. Todo estaba tranquilo.
—Registrad la torre, desde el techo hasta el subsuelo —ordenó Edmund—. Registrad cada rincón, cada sombra, cualquier posible escondrijo. Comprobadlo una vez, y después volved a comprobarlo y enviadme al guardia que estuvo apostado en la puerta anoche.
—Sí, milord. —Hammond abandonó la habitación, seguido de Clive.
Edmund se volvió hacia el guardia.
—¿Bebiste algo anoche, Perkin? ¿Algo fuera de lo habitual? —Después se dirigió a Matilda—: ¿Y tú, Matilda?
—Tomé una copa de cerveza con la comida, milord, como siempre —contestó Perkin. Se concentró, procurando recordar lo ocurrido y entonces recordó que Dynna le trajo una jarra de cerveza.
—¿Nadie os dio de beber o comer algo diferente? —preguntó Edmund.
—Lady Dynna… —soltó Perkin, aunque detestaba la idea de que una mujer tan encantadora le hubiera hecho algo así.
—¿Qué hizo nuestra bella Dynna?
—Me trajo una jarra de cerveza, anoche cuando fue a ver al prisionero.
—Ah, así que lady Dynna, nuestra sanadora que utiliza pócimas y medicinas, te dio de beber… —Edmund le lanzó una sonrisa cómplice y el odio resplandecía en su mirada al pensar en sus maquinaciones—. ¿Y tú, Matilda? ¿Qué te dio de beber tu ama?
—Antes de dejarla, bebí una pequeña copa de vino en la habitación de mi ama.
Ante la confirmación de sus sospechas, la expresión de Edmund se tornó aún más feroz.
—¿Tienes alguna idea de dónde podría encontrarse ahora mismo?
—No, milord. Dormí profundamente toda la noche. Esta mañana ni siquiera me di cuenta de que era muy tarde. Suelo levantarme al alba.
—Ve a buscarla junto con los demás. Encuentra a tu ama y tráemela. Si valoras tu vida, te convendría rogar que la encuentren en la torre.
—¿Adónde podría haber ido?
—¡Sí, adónde, dado que el vikingo ha desaparecido! —rugió Edmund, rojo de ira. Aún no habían informado a su padre de la huida del vikingo, y no quería decirle nada antes de saber todos los detalles.