10
Brage pasó una noche inquieta. El recuerdo de lady Dynna y el beso impidieron que conciliara el sueño hasta la madrugada. No había querido besarla, pero incluso mientras reflexionaba sobre todos los motivos por los cuales había sido un error, no lograba olvidar cuán maravilloso fue.
Brage procuró dejar de pensar en ella, pero fue en vano. Había visto su valentía; su coraje era mayor que el de muchos guerreros. Era una sanadora de talento que había luchado por salvarle la vida cuando los demás lo hubiesen dejado morir. Dynna era una mujer excepcional y no se merecía el destino que querían imponerle. Casarla con sir Edmund era una crueldad que Brage no le hubiera infligido al más detestado de sus enemigos. Se preguntó si existiría un modo de ayudarla, pero comprendió que incluso pensar en eso era inútil: él era un prisionero, incapaz de ayudar a nadie.
Entonces empezó a sopesar la posibilidad de escapar. Consideró que cuando la puerta se abriera llegado el momento resultaría sencillo dominar al guardia y hacerse con su arma. Armado con la espada, confiaba en su capacidad de escapar con vida de la torre.
Entonces el recuerdo de Dynna se interpuso en sus planes, pero descartó la idea de llevarla consigo. No tenía ni idea de lo que haría con ella y además supondría ponerla en peligro. Quería escapar a solas. Si lady Dynna lo acompañaba…
Brage se reconvino mentalmente. Era imposible, no funcionaría. Aún incapaz de dormir, se levantó de la cama y se acercó a la pequeña ventana. Con la vista clavada en la nocturna campiña, se preguntó cuándo debería hacer el intento.
Dynna no veía la hora de que se hiciera de día. No se molestó en tomar el desayuno. Reunió lo necesario para afeitar a Brage y se dirigió directamente a la habitación de la torre, procurando no parecer demasiado ansiosa. Saludó a Clive, el hombre que estaba de guardia aquel día, fingiendo una despreocupación que no sentía. Al entrar en la habitación, vio que Brage estaba sentado a un lado de la cama, al igual que el día anterior.
—Llegáis temprano, milady —comentó Brage. Su recuerdo no había dejado de rondarlo casi toda la noche y ahora, al verla, le pareció aún más encantadora.
Dynna se aproximó porque quería evitar que Clive oyera sus palabras.
—He de hablar con vos, pero ha de ser en voz baja —le dijo—. Hablaremos mientras os afeito.
Brage notó que estaba tensa y se preguntó qué querría decirle. Se repantigó en la cama apoyado en un brazo y le lanzó una media sonrisa.
—Hablaremos, si gustáis. Olvidaos del afeitado —contestó.
—Debo tener un motivo para acudir, y afeitaros es ese motivo.
—Si pudiera elegir, preferiría caminar. —Su mirada no se despegó de la suya.
—Los prisioneros no eligen. Les dicen qué han de hacer y cuándo —dijo ella, y su voz expresaba la amargura que la embargaba.
Al recordar su situación, la sonrisa de Brage se borró y su mirada se volvió sombría.
—Por supuesto, lady Dynna. Olvidé mi situación. Soy un cautivo y estoy a merced de vos. —Se preguntó si habría imaginado el beso que compartieron.
—De eso he de hablaros.
—¿De qué? Nada ha cambiado. Vos lo dijisteis: soy el prisionero de lord Alfrick.
—Sois su prisionero, de momento —dijo, haciendo hincapié en las dos últimas palabras.
—¿Qué queréis decir?
—Ayer por la noche descubrí que pronto dejaréis de ser un prisionero; habréis muerto. —Mientras preparaba el agua para ablandarle la barba, intentaba comportarse como si mantuvieran una conversación informal, por si Clive se asomaba a la puerta, pero vio que Brage le lanzaba una mirada aguda.
—¿Qué oísteis, exactamente?
—Sir Edmund planea mataros, sean cuales sean los planes de su padre…
—¿Qué planea lord Alfrick?
Dynna le humedeció la cara y empezó a afeitarlo sin dejar de hablar.
—Lord Alfrick envió un mensajero para hablar con vuestro padre, ofreciendo liberaros a cambio de quinientas libras de oro. —La información conmocionó al vikingo—. Cuando descubrieron que erais el Halcón Negro, comprendieron que teníais un gran valor para los vuestros.
—Así que por eso permitieron que me curarais —comentó Brage en tono pensativo.
—El mensajero está a punto de regresar con la respuesta. Lord Alfrick está convencido de que aceptarán el trato.
Brage se enfadó. Su mayor deseo era recuperar la libertad, pero lo enfurecía que su padre se viera obligado a pagar por ella en oro. La noticia sólo reforzó su determinación de escapar cuanto antes. Se salvaría a sí mismo y evitaría que su padre pagara el rescate.
Dynna siguió contándole todo lo que había oído sin dejar de afeitarlo:
—Sin embargo, Edmund tiene otros planes. En cuanto obtengan el oro, os matará y también a todos quienes acudan para pagar el rescate.
Al oír aquello, Brage se puso todavía más tenso.
—¿Por qué me lo decís? —inquirió.
—Os propongo un trato.
—¿Qué clase de trato?
—Ya os he dicho que aquí soy tan prisionera como vos y, al igual que descubrí que vuestra vida está a punto de llegar a su fin, también sé que la mía correrá el mismo destino. Mi situación es desesperada. El padre Corwin y el padre Osmar regresaron a la aldea antes de lo esperado. Anoche, lord Alfrick anunció que Edmund y yo nos casaremos dentro de una semana.
—¿Y eso qué relación guarda con un trato entre nosotros?
—No me casaré con Edmund —respondió ella en tono tajante y alzó la barbilla—. Me iré de aquí antes de la boda. El trato que os propongo es el siguiente: os sacaré de la torre, a condición de que me acompañéis hasta la casa de mis padres. Una vez que haya encontrado refugio allí, me encargaré de que podáis regresar a vuestro hogar sano y salvo.
Brage la contempló con expresión atónita. Comprendía su necesidad de escapar de Edmund, pero él debía escapar a solas. El plan de Dynna era demasiado peligroso.
—¿Acaso no os dais cuenta de cuán rápidamente descubrirán vuestra ausencia y que Edmund os buscará por todas partes cuando descubra que habéis escapado?
—Por eso necesito que me acompañéis. Juntos, lograremos escapar del destino que están a punto de imponernos.
—Me niego a hacer ese intento con vos.
Su negativa la conmocionó y la enfadó.
—De lo contrario, ¿cómo pensáis poneros a salvo? —insistió Dynna—. Os ofrezco la libertad. Si no me lleváis con vos, os matarán.
—No pienso quedarme aquí esperando que me maten. Ya estaba planeando escapar, pero no pienso llevaros.
—¿Por qué no? Conozco la comarca y los habitantes.
—Si escapamos juntos, sir Edmund redoblará el esfuerzo por atraparnos. Sois una mujer, sólo seríais un estorbo.
—Caminaré tan rápidamente como vos, vikingo —contestó ella y un brillo desafiante asomó a sus ojos grises.
—Sería demasiado peligroso. Si estoy solo, puedo centrarme en luchar. Si me acompañáis, me preocuparía por vos.
—Lucharé a vuestro lado.
—Podríais morir —le advirtió Brage.
—No me importa. Prefiero morir ahora, intentando llegar al hogar de mis padres, que casarme con Edmund y pasar el resto de mis días sufriendo. ¿Dónde me refugiaría? ¿Qué amor encontraría entre sus brazos? —La idea hizo que soltara una carcajada dura.
Sus apasionadas palabras lo hicieron dudar. Recordó su propia desesperación anterior, y que hubiese preferido la muerte antes que las cadenas y la humillación de ser el prisionero de lord Alfrick.
Dynna acabó de afeitarlo y se puso de pie.
Brage la miró fijamente, contemplando su orgullo y su belleza. La idea de que se casara con Edmund, que estuviera en su poder, obligada a cumplir con sus deseos, a compartir su lecho, lo hizo rechinar los dientes. Estaba seguro de que sir Edmund era un hombre rudo. Brage quería ayudarla, pero no quería ponerla en peligro. Si algo le ocurriera mientras estaba con él…
—No sabéis lo que estáis diciendo, Lady Dynna —dijo al fin.
—No me casaré con sir Edmund. Abandonaré esta torre y me dirigiré a casa de mis padres, donde estaré a salvo. Os ofrezco la oportunidad de acompañarme y obtener vuestra libertad. Tengo una pócima que servirá para drogar al guardia; puedo hacerme con vuestra espada y vuestro escudo y dispongo de los medios para que ambos salgamos de la torre. Sin mi ayuda, jamás escaparéis.
—Cuando me marche, iré solo —repitió Brage, desgarrado por la idea de dejarla a merced de Edmund.
Dynna estaba desesperada. Detestaba coaccionar a Brage para que la acompañara, pero no tenía otra opción.
—Si os negáis a acompañarme —dijo, y su rostro expresaba una fiera determinación—, me encargaré de que jamás escapéis de esta torre. Ordenaré al guardia que os vuelva a encadenar junto a los perros.
Al verse acorralado, Brage logró controlar su ira a duras penas.
—Sabéis cómo conseguir lo que queréis, milady —gruñó.
—Sólo porque me habéis obligado. Haré lo que sea necesario para salir de aquí.
Se miraron directamente a los ojos, y Brage vio que su determinación era implacable; ella lo había obligado a aceptar el trato y dudó entre admirar su coraje al enfrentarse a él o enfadarse por ser manipulado.
—Bien, vikingo, ¿tenemos un trato? ¿Aceptáis mis condiciones? En última instancia, os beneficiará. Sólo tendréis que acompañarme a casa de mis padres, después quedaréis libre para iros.
Brage no tenía elección.
—De acuerdo. Bien, ¿qué otro plan tenéis? ¿Cuándo nos marchamos?
—Regresaré esta noche, cuando Perkin esté de guardia. Le diré que he de ayudaros a hacer ejercicio. La pócima lo dormirá y, una vez que se haya dormido, será fácil escapar de esta habitación.
—¿Y la Gran Sala? ¿Cómo la atravesaremos sin ser descubiertos?
—Para cuando llegue la noche, todo estará planeado.
Brage aceptó la idea de que huirían juntos de la torre con resignación. Se preguntó cuándo habían dejado de ser enemigos y, si no lo eran, ¿qué eran?
—¿He de confiar en vos? —preguntó.
—No os preocupéis. Mañana por la mañana nos habremos librado de lord Alfrick y sir Edmund.
Brage estaba inquieto, pero no podía hacer gran cosa. Ella había forjado los planes, él no había participado, sólo tenía que llevarlos a cabo. La idea le disgustaba bastante.
Dynna notó su expresión tensa y preguntó:
—Estáis lo bastante recuperado como para intentarlo, ¿verdad?
—La mera idea de recuperar mi libertad me proporciona la fuerza de cinco guerreros. —Al menos, Brage se alegró de que su plan por parecer debilitado estuviese funcionando.
—Regresaré más tarde, cuando se haya hecho de noche.
Brage observó cómo se marchaba, con la cabeza en alto y porte aristocrático. De no haber estado tan furioso por las circunstancias, habría considerado que era una mujer magnífica.
Esa tarde, sentadas en su habitación, Dynna y Matilda compartían unos tensos momentos.
—¿Puedes hacerte con ellos y ocultarlos? —preguntó Dynna.
—Cuando oscurezca, lograré sacarlos de la torre y los esconderé en el arbusto cerca de los árboles, junto a la primera curva del camino, pero ¿y vos, milady? ¿Cómo sacaréis al vikingo de la torre sin que os descubran? ¿Qué les diré a la mañana siguiente, cuando comprendan que os habéis ido?
—Quiero que tomes una pequeña dosis de la pócima somnífera, esta noche, antes de acostarte. Así podrás decir que te obligué a beberla y que dormías profundamente y no te enteraste de nada. Servirá para convencerlos de tu inocencia en este asunto.
Matilda asintió a desgana. Quería ir con lady Dynna.
—Tendréis cuidado, ¿verdad? —le preguntó.
—Ésta es la última oportunidad que tendré para regresar a casa. No me queda más remedio que tener cuidado.
—¿Y Brage? No confiéis demasiado en él. Podría resultar peligroso.
—Sé que es de naturaleza salvaje, pero por eso mismo me resulta útil. Ansía recuperar la libertad, tanto como yo la mía, y por eso me fío de él. —La angustia que sentía se reflejaba en su mirada.
—Mis plegarias os acompañarán.
—Me temo que las necesitaré —susurró Dynna.
Más tarde, después de cenar, Dynna regresó a la habitación de la torre, cargada con su cesta de remedios y una jarra de cerveza para Perkin. A Perkin le encantaba la cerveza y Dynna había echado una buena dosis de su pócima en la jarra: dormiría como un tronco durante horas. No sabía con cuánta rapidez surtiría efecto, pero en cuanto Perkin se durmiera, ella y Brage dispondrían del tiempo suficiente para escapar.
Perkin, aburrido, permanecía sentado en el pasillo delante de la habitación. El día había sido largo y, cuando subió las escaleras para relevar al otro guardia, comprendió que la noche lo sería aún más. Estaba cómodamente sentado en la silla cerca de la puerta cuando oyó pasos. Se puso de pie y fue a investigar; ahora que el Halcón Negro se encontraba mejor, no era habitual que alguien lo visitara durante la noche.
Perkin se asomó al hueco de la escalera y vio a lady Dynna.
—Buenas noches, milady. Veros en esta noche solitaria es un placer.
Dynna le lanzó la más seductora de sus sonrisas.
—Buenas noches, Perkin. Te he traído un poco de cerveza. Pensé que quizá te gustaría beber un trago.
—Os agradezco, milady. Resultará reparador —dijo y cogió la jarra. Pensar en otros y ocuparse de sus necesidades era típico de Dynna.
—Que lo disfrutes. ¿Cómo se encuentra nuestro prisionero esta noche?
—No ha dicho ni una palabra desde que cogí el relevo, pero es lo normal. Es un hombre tranquilo; lo único que me preocupa es que a veces los tranquilos son los más peligrosos.
—Lo sé. Me alegraré mucho cuando haya regresado con los suyos. —Hablaba completamente en serio.
—¿Queréis entrar?
—Sí. Su estado me inquietaba. Esta tarde parecía un poco débil, así que sería mejor comprobar que no vuelva a tener fiebre.
—Os abriré, milady. —Perkin dejó la jarra en el suelo y se apresuró a abrir la puerta—. ¿Queréis que me quede con vos?
—No. Estaré perfectamente. Te llamaré si te necesito.
Él se quedó esperando que entrara y después echó el cerrojo. Todavía sonreía cuando se acomodó en la silla, cogió la jarra y bebió un buen sorbo. Era estupendo que lady Dynna se acordara de él. La cerveza estaba fresca y disfrutó de cada gota.
—Habéis cumplido con lo prometido —dijo Brage una vez que la puerta se cerró a espaldas de Dynna.
—¿Acaso lo dudabais?
—No —repuso, sonriendo al ver su expresión fiera.
—Le dije al guardia que esta tarde estabais débil y que por eso vine a veros tan tarde. Poneos de pie: comprobaremos si podéis andar —sugirió; quería hablar de sus planes pero debía hablar en voz baja para que no la oyeran.
—Vos sois la sanadora.
Dynna se acercó a él y le rodeó la cintura con el brazo. El contacto con su piel desnuda era embriagador, pero sabía que debía resistirse a la atracción: no era momento de pensar en cosas semejantes, sólo en escapar.
—¿Podéis recorrer la habitación? —preguntó, interpretando el papel de enfermera solícita.
Brage no pudo evitar una sonrisa y respondió en voz baja:
—Con vuestra ayuda, princesa, creo que podría salir caminando de esta torre.
Ella le devolvió la sonrisa con cierto nerviosismo. Casi había llegado la hora de escapar y no podía disimular su angustia.
—Necesitamos una distracción —susurró, al tiempo que fingían recorrer la habitación lenta y dolorosamente—. Eché la poción en la jarra de cerveza de Perkin. Si se apresura a beberla, debería dormirse de inmediato.
—Podría simular una caída.
—No creo que sea necesario. Limitaos a fingir que estáis demasiado débil para regresar al lecho. Perkin acudirá a ayudarme en cuanto lo llame, pero aguardemos un minuto más. Quiero darle tiempo a beberse toda la cerveza.
Brage estaba ansioso por salir de la torre, no había pensado en otra cosa. Ahora que había llegado el momento, la idea de abandonar la torre lo entusiasmaba, pero sabía que debía tener unos minutos más de paciencia.
—Decidme cuándo queréis que mis fuerzas flaqueen, milady.
Antes de que ella contestara dieron dos lentas vueltas más por la habitación.
—Creo que ha transcurrido el tiempo suficiente —dijo al fin—. ¿Estáis dispuesto?
—Más que dispuesto. —Brage la miró fijamente. El brillo plateado de los ojos grises de Dynna expresaba su férrea determinación, y se apiadó de cualquier hombre que intentara detenerla.
Se dejó caer contra ella adrede y ambos se tambalearon.
—¿Estáis bien? —preguntó Dynna, elevando la voz para que Perkin la oyera.
Brage tropezó y se apoyó en ella.
—Es como si no pudiera mantenerme en pie…
—¡Perkin! —exclamó, aterrada porque no lograba cargar con su peso.
—¿Sí, milady? ¿Qué…? —El guardia vio que luchaba por sostener al vikingo.
Dynna notó que Perkin no parecía adormilado en absoluto y se preocupó. Había creído que se bebería la cerveza de inmediato y le ahorraría la necesidad de fingir. Si no había sido así, no podrían escapar.
—De pronto perdió fuerzas… No puedo sostenerlo… —explicó Dynna. Brage llevaba razón cuando dijo que ambos caerían al suelo si él apoyaba todo su peso en ella. Ya sabía que era un hombre fornido y poderoso, pero hasta ese momento no había comprendido hasta qué punto.
Perkin dejó el arma a un lado y fue a rescatar a la princesa. Cogió el brazo sano de Brage, lo apoyó en su hombro y acompañó al fornido vikingo hasta la cama.
Brage soltó un gemido que parecía auténtico.
—Parece sufrir dolores, milady —comentó el guardia.
—Lo sé —repuso ella—. Lord Alfrick se disgustará si empeora. Es importante que siga gozando de buena salud.
Bajo el peso de Brage, Perkin se tambaleó un par de veces y su propia debilidad lo desconcertó. Cuando por fin le ayudó a recostarse, Perkin se sintió extrañamente mareado.
El guardia se volvió hacia Dynna y ella le sonrió.
—Gracias por tu ayuda —le dijo—. No sé que hubiera hecho sin ti.
—¿Estaréis bien? ¿Necesitáis alguna cosa? —preguntó el guardia; de pronto experimentó una tremenda soñolencia.
—No. Todo está bien.
Perkin se dispuso a abandonar la habitación, pensando que lady Dynna era muy valiente. Cuando estaba a punto de alcanzar la puerta, se tambaleó. Se apoyó contra la pared y le lanzó una mirada desconcertada a lady Dynna.
—Milady… —Entonces se cayó al suelo, soltó un suave gemido y se quedó inmóvil.
Dynna observó fascinada el efecto de la pócima. Esperaba que Perkin no se hubiese hecho daño al caer, y se apresuró a comprobar que sólo dormía y no estaba herido.
—¿Perkin? —dijo y le rozó el hombro.
Pero éste no se movió.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Brage.
—Debe de haber bebido toda la jarra para dormir tan profundamente —contestó ella, mirando por encima del hombro—. Cuando despierte estará bien, no se ha hecho daño.
Trató de levantar al guardia, pero no pudo.
—Ayudadme, quiero tenderlo en la cama.
Brage se acercó, se arrodilló a su lado y cogió al guardia en brazos; cuando Dynna intentó ayudarle, la apartó.
Atónita, observó cómo transportaba al fornido guardia hasta la cama. Al ver que había recuperado las fuerzas hasta ese punto se puso nerviosa: durante todos esos días había estado jugando con ella… Dynna sintió un punto de desconfianza: si la había engañado acerca de su capacidad física para escapar, ¿qué más podía haberle ocultado? Pensó en huir sola, mientras aún pudiera, pero se aferró a su plan original por necesidad. Juntos, la posibilidad de alcanzar el refugio de la casa paterna era mucho mayor.
Brage se enderezó y se volvió hacia ella, y entonces vio su expresión.
—Os dije que la perspectiva de la libertad me daría la fuerza de cinco vikingos.
—Sí, ya lo veo.
Sus miradas se encontraron. Brage vio las llamas que ardían en sus ojos y supo que estaba furiosa.
—Maniatémoslo y amordacémoslo —dijo el vikingo—. Así, si despierta antes de hora, no podrá dar la alarma.
—No le hagáis daño. Perkin es un hombre bondadoso y no nos ha hecho nada malo.
Brage desgarró la manta y usó las tiras para atar y amordazar al guardia. Perkin no se movió. Mientras Brage le sujetaba las muñecas y los tobillos con los trozos de la manta, Dynna abrió la cesta y sacó la túnica y las botas de cuero suave proporcionadas por Matilda y se las tendió.
Brage se puso la túnica; le quedaba estrecha pero le cubría el pecho. Las botas eran de su talla. Después atravesó la habitación, cogió la espada de Perkin y la alzó, disfrutando del placer de volver a estar armado. Era una buena espada, y se alegró. Si se veía obligado a luchar, quería estar lo mejor armado posible. Puesto que no disponía de su propia espada, habría de conformarse con aquélla.
Dynna lo observó mientras empuñaba la espada y vio el resplandor fiero en su mirada, el mismo que había visto la primera vez. Ya no le parecía un prisionero: ahora volvía a ser el guerrero vikingo y al comprender lo que había hecho Dynna tragó saliva.
Brage notó su mirada y se volvió hacia ella. Permanecieron en silencio, contemplándose fijamente y comprendiendo que la osada aventura que estaban a punto de emprender podía ser mortífera.
—¿Estáis segura de que queréis acompañarme? —preguntó Brage.
—Estoy segura —contestó ella sin dudar ni un instante.
Se mantuvieron la mirada unos segundos más, sabiendo que su destino estaba escrito.
—Vamos, en marcha —dijo él al fin.
Salieron de la habitación a hurtadillas y cerraron la puerta con llave antes de descender las escaleras y emprender la primera fase de su huida.
Avanzaron en silencio, procurando ocultarse entre las sombras, y al aproximarse a la capilla oyeron pasos. Dynna sufrió un instante de pánico, porque no había dónde ocultarse y, desesperada, cogió a Brage del brazo e indicó la puerta de la capilla. Se deslizaron dentro del oscuro recinto, esperando y aguzando los oídos hasta que los pasos se acercaron y pasaron junto a ellos.
Cuando volvió a reinar el silencio, Dynna soltó un suspiro. Sólo entonces notó el temblor de sus manos y que Brage estaba justo detrás de ella con la espada dispuesta. Su mirada osciló entre él y el arma.
—Me niego a regresar a esa habitación o a ser encadenado —dijo Brage.
—Estoy preocupada… No creí que a esta hora de la noche alguien andaría por ahí. Creí…
—¿Lady Dynna? ¿Necesitáis ayuda?
Se volvieron sobresaltados al escuchar la voz. El padre Corwin, que había estado dedicado a sus plegarias cuando la puerta se abrió y Dynna entró acompañada por un extraño, sólo tardó un instante en comprender lo que ocurría.
La pregunta del padre Corwin atravesó el silencio de la capilla. Dynna soltó un grito ahogado y Brage dio un paso hacia el sacerdote, dispuesto a luchar.
—Padre… Brage… No… —lo cogió del brazo para detenerlo—. No imaginé que alguien estaría aquí…
Corwin reconoció el tono angustiado de su voz y comprendió. Que hubiera aceptado la propuesta matrimonial de Edmund sin protestar lo había sorprendido.
—No temáis, lady Dynna, no supongo una amenaza para vos —dijo, arrodillándose y sin alzar la vista.
—He de abandonar este lugar, padre Corwin. No puedo quedarme aquí, no puedo casarme con Edmund.
—No temáis. No he visto nada fuera de lo común esta noche.
Dynna sintió un gran alivio. Él tenía el poder de poner punto final a su huida y había optado por no hacerlo.
—Gracias.
—¿Dynna? —Brage todavía estaba dispuesto a arremeter y al hablarle no despegó la vista del sacerdote.
—No pasa nada —lo calmó ella—. El padre Corwin es un amigo.
Brage lo dudaba, pero no dijo nada. No obstante, estaba dispuesto a todo mientras aguardaba el desarrollo de los acontecimientos.
El padre Corwin notó la ferocidad del hombre que la acompañaba y en cierto modo se alegró de que estuviera allí para protegerla. Ella necesitaría alguien que la defendiera, y se sintió orgulloso de que Dynna osara desafiar a sir Edmund.
—Tened cuidado al atravesar la Gran Sala —les dijo el sacerdote—. Habrá ojos observando. Sin embargo, si yo me marchara a esta hora, nadie me detendría ni me interrogaría.
—¿Iríais con nosotros?
—No puedo, pero buscad y procurad encontrar aquello que Dios ha dispuesto para vuestra salvación —dijo, indicando la capilla y la puerta que daba a la pequeña habitación donde él dormía.
Las palabras del sacerdote la desconcertaron y comprendió que albergaban un significado oculto. Recorrió la capilla en busca de algo que pudiera servirles de ayuda mientras Brage vigilaba junto a la puerta. Cuando se detuvo ante la puerta que daba a la habitación del padre Corwin, vio que encima de su estrecha cama había dos casullas plegadas.
—¡Os referíais a esto! —susurró y las cogió.
—Que la paz sea con vos, hija mía —contestó el sacerdote, mantuvo los ojos cerrados y prosiguió con sus oraciones.
Dynna regresó apresuradamente junto a Brage, que no comprendía lo que estaba haciendo.
—¡Tomad! ¡Ponéoslo! —le ordenó.
—¿Qué es?
—Es la casulla de un sacerdote. Poneos la capucha y si alguien os dirige la palabra, asentid con la cabeza y seguid caminando. Simulad que rezáis.
Brage se puso la larga casulla y se cubrió la cabeza con la capucha.
—Bien… Yo me pondré la otra. Así, si alguien nos ve, creerá que somos el padre Corwin y el padre Osmar. A condición de guardar silencio, nadie sospechará de nosotros.
Brage ocultó la espada de Perkin entre los pliegues de la casulla y Dynna se envolvió en la otra. Una vez más, estaban preparados para escapar.
—¿Hay algo que pueda hacer por vos, padre? —imploró Dynna—. ¿Lo que sea?
—Sed salva y feliz, lady Dynna. Es el deseo de Dios.
—Gracias, padre…
Antes de abrir la puerta para dirigirse a la Gran Sala, ella y Brage intercambiaron una última mirada.