Capítulo 15

CASTILLO de Llaguno, 9 de mayo de 1360

Cuando Muriel y sus acompañantes llegaron a las puertas del castillo las preguntas de Sirga seguían en el aire. Muriel pensó que entre los muros que se alzaban ante él estaban las respuestas a sus interrogantes, y también el hombre que venía a descubrir.

Ante la puerta, un pequeño grupo de hombres esperaba la llegada de los viajeros. Ruyz, que había tomado la delantera, detuvo el caballo y bajó de él para dirigirse hacia el jefe del grupo del castillo, que aguardaba un poco adelantado al resto de los congregados.

—Saludos. Soy Pero Ruyz, jefe de ballesteros del rey don Pedro. Me acompañan Alfonso de Sirga, pesquisidor real, y don Rodrigo Muriel, amigo y enviado del rey. Aquí están los documentos que acreditan nuestra identidad y misión.

—Yo soy Lope Zurro, alcaide del castillo de Llaguno —dijo el jefe del grupo, cogiendo los papeles que Ruyz le tendía—. Os saludo a todos. Si queréis desmontar y pasar al interior podré responder a todas vuestras preguntas.

Zurro esperó a que Sirga y Muriel bajaran del caballo y luego los guio hacia el interior. Muriel lo contempló pensativo. Zurro era un hombre de pelo gris, lleno de arrugas pero de movimientos ágiles y voz más joven que su aspecto. No era bajo, pero lo aparentaba por su anchura de hombros y su vientre grande y abultado. No obstante, lo que llamó más la atención de Muriel fueron sus brazos, desmesuradamente largos y llenos de músculos. El alcaide producía una sensación de fuerza enorme. Muriel se dijo que uno de esos brazos no tendría ninguna dificultad en levantar por el cuello al pequeño y débil Mateo, y se preguntó por un momento si Sirga y Ruyz habrían tenido la misma idea. Se volvió hacia Sirga para manifestarle sus ideas, pero finalmente no le habló. El veterano pesquisidor tenía la mirada fija y la expresión ausente que Muriel ya le había visto ante el cadáver de Mateo. Sirga dirigía la mirada hacia los muros del castillo, pasando revista a las almenas y a los diferentes torreones. Muriel advirtió que Zurro les dirigía hacia el interior del castillo, alejándose de la torre. Se adelantó hacia el alcaide y le agarró del brazo.

—Si me disculpáis, alcaide, debemos ir primero a la torre. Es importante que examinemos las habitaciones de Utiel, así como sus pertenencias.

Por un instante Zurro se quedó mirando a Muriel con una inequívoca expresión de rechazo y desagrado. Parecía a punto de contestar cuando Ruyz se adelantó:

—Todavía no habéis leído las instrucciones del rey, alcaide. —En efecto, Zurro había cogido los papeles que Ruyz le había tendido, pero no los había examinado y todavía los llevaba en la mano—. En ellas se dice muy claramente que el señor de Muriel le representa y que las órdenes que él dé deben obedecerse como si fueran las del propio rey.

Zurro tragó saliva y miró indeciso a los tres hombres que le contemplaban. Su mirada se fijó después en los dos ballesteros, Laín y el Fierro, que escoltaban al grupo. Se volvió hacia Muriel hablando con premura:

—Pero esos hombres...

—Están a mis órdenes; yo me responsabilizo de ellos —dijo Muriel.

Zurro tragó saliva y con un suspiro se dirigió hacia la torre. Ruyz, impávido, le siguió, mientras Muriel y Sirga intercambiaban una breve mirada. El nerviosismo del alcaide era ostensible.

Cuando llegaron junto a la torre, Muriel recordó que Sirga le había comentado que era más vieja que el castillo. Sin duda era antigua, y las piedras que la formaban aparecían sucias y desgastadas por la humedad y el viento. La torre nacía en un picacho de roca que surgía al extremo de la meseta que habían atravesado. En la base del picacho se abría una pequeña entrada, una boca de una cueva, junto a la cual montaba guardia un soldado. Zurro pasó junto a él sin hablarle y los demás le siguieron. El interior de la cueva estaba iluminado por varios rayos de sol que entraban a través de diferentes grietas. Al fondo se veían unas escaleras, Zurro se encaminó hacia ellas y comenzó a ascender. Muriel contó unos cincuenta escalones tallados en la roca antes de acceder a una cámara de paredes en las que se mezclaban partes de roca natural y piedras que habían sido colocadas para rellenar los agujeros que dejó la naturaleza. La estancia era irregular y nada había en ella, salvo una puerta en uno de sus ángulos. Ésta estaba destrozada. Muriel recordó que el alcaide y sus hombres habían echado la puerta abajo a hachazos y, viendo el grosor de los maderos que la formaban, pensó que no habría sido una tarea fácil.

—¿Esta puerta estaba cerrada normalmente? —preguntó Sirga.

—Siempre —respondió Zurro—. Había dos hombres de guardia permanentemente: uno a la entrada de la cueva, ya lo habéis visto, y otro en esta puerta, pero sin pasar al interior, pues Utiel la mantenía cerrada con el cerrojo, que es grueso y fuerte. Él mismo verificaba la identidad de quien venía hasta aquí mirando a través del ventanillo de la puerta. Si quería recibir a alguien, abría. De lo contrario la mantenía cerrada, cosa que hizo, a veces, durante días enteros. Tomaba muchas precauciones.

Ruyz hizo una seña a Laín, que se quedó de pie junto a los restos de la puerta y entró en la habitación seguido de Sirga, Muriel y el Fierro. Zurro entró el último, con obvia renuencia, y se quedó en el umbral, observando los movimientos de los demás.

Según se vio dentro de la habitación, Sirga pareció volver a ese estado de profundo ensimismamiento que Muriel ya iba conociendo y procedió a un examen sistemático de la habitación. En contraste con el vacío de la pieza precedente, la habitación estaba llena de toda clase de cosas, hasta el extremo que resultaba difícil moverse por su interior. Una cama con muchos almohadones estaba en una esquina de la habitación, junto a un mueble donde había un caldero de barro y una jarra llena de agua. Junto a la cama había una amplia mesa llena de papeles rodeada por varias sillas de distintas formas y tamaños. Al otro lado de la habitación había tres grandes cajones de madera en los que se amontonaba ropa de todas clases, sin ningún orden. Entre la mesa de despacho y las cajas de ropa había dos mesas más pequeñas, cada una con dos sillas; una conservaba aún restos de comida; en la otra había un tablero de ajedrez en el que solo quedaban algunas de las piezas, dando la impresión de que se mantenían las posiciones que quedaron en la última partida.

Sirga comenzó a rastrear en los cajones de ropa. Al poco tiempo los dejó y observó los restos de comida y la disposición de las piezas en el tablero. Poco a poco fue revisando la habitación completa: la cama, los diversos objetos que había en una estantería colocada detrás de la puerta, los libros que Utiel tenía... Después se dirigió hacia la mesa del despacho y se sentó ante ella, examinando por encima algunos papeles. Algo parecía no satisfacerle demasiado. Se volvió a Zurro.

—Nadie ha tocado las cosas de Utiel, según decíais en vuestra carta al rey.

—Y así es, en efecto —contestó Zurro—. Nada se ha movido de la habitación en este tiempo.

Sirga prosiguió el interrogatorio con los ojos clavados en Zurro y una voz plana e inexpresiva que Muriel pensó que debía de resultar bastante inquietante para el nervioso alcaide.

—¿Con quién jugó al ajedrez Utiel?

—Con don Lucca, un anciano caballero italiano que es huésped de Simuel de Carrión, el astrónomo judío que vive en el castillo.

—¿Fue la noche anterior a su muerte?

—Sí, don Lucca fue la última persona que habló con Utiel, a excepción del soldado que estaba de guardia, que le oyó echar el cerrojo y refunfuñar. Al parecer estaba bastante molesto por haber perdido la partida.

—Creo que no era la primera vez que jugaban.

—No. Desde la llegada de Utiel lo habían hecho en varias ocasiones. Por lo que sé, Utiel siempre perdía.

—¿Cenó don Lucca aquí?

—No, Utiel siempre cenaba solo. Don Lucca vino después de la cena. Yo mismo le acompañé hasta la puerta y saludé a Utiel cuando le hizo pasar. Le pregunté si quería que retirasen la cena y se negó. Dijo que más tarde, que aún no la había comido toda pero estaba impaciente por jugar y ya terminaría después de la partida.

—¿Había hecho eso más veces?

—Sí, era lo habitual. La mayoría retirábamos el servicio de la cena a la mañana siguiente.

—Y sin embargo, esa noche casi no comió.

Sirga se dirigió a Muriel y a Ruyz, señalando los platos. Muriel observó los alimentos y comprendió a qué se refería Sirga. Un pan y un trozo de queso estaban intactos en una de las escudillas. En la otra, había un trozo de carne sin aparente señal de haber sido probado. Ruyz agarró la jarra que había junto a los platos. Estaba vacía.

—Sin embargo bebió —comento Ruyz pasándole la jarra a Sirga

—Sí, y además de esta misma jarra —añadió Sirga—. No hay un solo vaso en toda la habitación.

—Pues no era un anfitrión muy considerado nuestro Utiel —intervino Muriel—. Lo mínimo era invitar a un vaso de vino a su contrario.

—Tal vez le gustara mucho este vino. La jarra está completamente seca, no queda ni una gota. —Sirga se volvió hacia Zurro, que continuaba en la puerta—. ¿Esta jarra le fue servida con la comida?

—Sí, es una de las jarras de la cocina del castillo. Nunca le traíamos vaso, prefería beber directamente de ella. Por cierto, que tuvimos varios problemas con él por el vino. Era muy exigente y se quejaba de que las jarras que le traíamos eran muy pequeñas. El cocinero compró en el pueblo varias más grandes para servirle.

Sirga examinó la jarra, que era grande y pesada.

—Media azumbre, por lo menos. ¿Y esta era su ración diaria?

—¡Oh, no! Le traíamos cuatro jarras al día. Desayuno, comida, media tarde y cena. Cuando no se echaba temprano a dormir pedía una quinta jarra al soldado de guardia. Pero no lo hizo en la última noche.

—No, debió de dormirse poco después de salir don Lucca. —Sirga hablaba de nuevo con la pausa que Muriel le había escuchado ya ante el cadáver de Mateo—. ¿Podéis hacer que venga don Lucca? Quiero hacerle unas preguntas.

—Daré orden de que le avisen —dijo Zurro.

El alcaide salió de la habitación. Sirga se levantó, se acercó a la mesa de juego e hizo una seña a Ruyz y a Muriel para que se acercaran.

—La posición de las piezas me llama la atención. Si quedaron así la noche en que Utiel y el italiano jugaron la partida no llegaron a terminarla. En realidad, apenas está empezada. Casi todas las piezas están sobre el tablero y solo hay aparte dos peones de cada lado.

—Eso no parece muy lógico —respondió Muriel—, sobre todo teniendo en cuenta la prisa que tenía Utiel por jugar, según nos cuenta el alcaide.

—Tal vez ocurrió algo que le hizo cambiar de idea. En su última noche debía de estar o muy cansado o muy preocupado. Mirad, en la cama hay todavía una pieza del ajedrez, el rey blanco. Probablemente se echó en el lecho con la pieza en la mano, pensando en la partida, pero se durmió y esta se quedó aquí. Además, debía de estar muy adormilado, tanto que no se tomó la molestia de recoger nada ni de apagar las velas, porque la vela que había en la cabecera de la cama se consumió entera, lo mismo que la que había en la mesa de ajedrez. No tenía costumbre de echarse a dormir sin apagarlas, porque no hay manchas de cera en otros sitios de la habitación. O sea, que tenía mucho sueño o estaba preocupado por algo. Cuando se despertó al día siguiente debía de estar medio atontado. Intentó despabilarse frotándose la cara con agua de este jarro: ved que en este caldero aún queda algo de agua y que hay una tela arrojada junto a él. La utilizaría para secarse la cara, sin duda. No intentó comer, a pesar de que aún tenía toda la cena. Si nada se ha tocado en la habitación desde entonces, todo indica que después de levantarse se dirigió a la escalera para subir a la torre.

Zurro entró en la habitación seguido de un anciano. Muriel, Sirga y Ruyz se volvieron hacia la puerta y vieron junto al alcaide a un hombre alto y enhiesto del que solo su pelo y su barba blanca daban cuenta de su edad. Se mantenía tranquilamente en pie ante los tres compañeros sin sentirse turbado, al menos en apariencia, por las miradas escrutadoras. Los ojos eran brillantes y vivos y sonreía dejando ver unos dientes perfectos. Sin embargo, las miradas de Muriel y de sus compañeros se dirigieron a su brazo derecho, truncado a la altura del codo. Don Lucca interpretó esas miradas. Se acarició el muñón de su brazo derecho con su mano izquierda dejando ver unos dedos largos y fuertes adornados con un grueso anillo de amatista.

—Un viejo y desgraciado accidente, sobre todo para mí. Hace ya tanto tiempo que me he acostumbrado y he aprendido a usar la izquierda para todo, hasta para escribir. Disculpad, creo que ante todo debo presentarme. Soy Lucca de Roccabianca. El alcaide de esta fortaleza me ha dicho que los enviados del rey don Pedro reclamaban mi presencia.

Muriel se adelantó y saludó al viejo caballero con una inclinación de cabeza.

—Os saludo, señor. Permitid que os presente a Pero Ruyz, oficial de ballesteros del rey, y a Alfonso de Sirga, pesquisidor real. Yo soy Rodrigo Muriel y Sanabria y vengo aquí enviado por mi señor el rey don Pedro de Castilla.

Una expresión de sorpresa pasó por el rostro del italiano.

—¿Rodrigo Muriel y Sanabria? ¿Hijo, tal vez, de don Íñigo de Muriel y doña Elvira Lucendo de la Foz?

—Sí, caballero, esos eran los nombres de mis padres.

—Conocí a vuestro padre hace ya muchos años, cuando aún tenía dos brazos. Estaba yo por entonces en Valencia. Era un valiente y honrado caballero. Pero perdonad, no creo que me hayáis llamado por eso.

—No señor, aunque celebro conocer a un amigo de mi padre. Pero las obligaciones que tengo hacia el rey hacen preciso que os preguntemos las circunstancias de vuestra relación con Utiel, en especial las de la última noche de su vida.

—Estoy a vuestra disposición, señores.

Muriel invitó a don Lucca a sentarse en una de las sillas que rodeaban la mesa de juego. Él se sentó en otra. Sirga regresó al sillón de la mesa de despacho y antes de sentarse lo volteó para contemplar a don Lucca. Ruyz y Zurro se quedaron de pie, a ambos lados de la puerta, sin incomodidad aparente. Ambos estaban acostumbrados a largas esperas. Sirga se encargó de interrogar a don Lucca.

—¿Qué tal jugador de ajedrez era Utiel?

—Bastante peor de lo que él creía.

El caballero italiano no se sorprendió del comienzo del interrogatorio, ni del hecho de que fuera Sirga quien lo iniciara. Muriel admiró su perfecto dominio. Se había reclinado cómodamente en la silla y parecía absolutamente relajado. Su tono daba a entender que no participaba en una interpelación, sino en una agradable conversación. La voz del italiano, que tenía apenas un ligero acento que resultaba más bien agradable, resonaba en los bajos techos de la estancia.

—Planeaba estrategias muy complicadas, excesivamente complicadas, que siempre se deshacían por errores o descuidos producto de no fijarse en lo inmediato del juego. Era como la mujer que va al mercado con un cántaro de miel pensando en venderlo, en las compras que va a hacer con ese dinero y los beneficios que sacará y, entusiasmada por su fortuna futura, tropieza con una piedra del camino, cae, rompe el cántaro y despierta de sus imaginaciones descubriendo que no tiene nada.

—Y eso le llevaba a perder —comentó Sirga.

—¡Oh, desde luego! Desde que llegó a este castillo jugamos varias veces y siempre perdió. Las derrotas le ponían furioso y comenzaba inmediatamente a planear su desquite, pero siempre se perdía en sus complicadas maniobras y dejaba al descubierto sus debilidades. Le indiqué varias veces las deficiencias de su juego, pero no me hizo caso.

—Parecéis conocer bien el ajedrez —apuntó Muriel.

—Sin duda. No soy un gran experto, pero he jugado mucho y algo he aprendido. Es la ventaja que tenemos los que llegamos a viejos: hemos tenido tiempo de practicar casi todo. Aprendí mucho de un tío mío, hombre muy versado en ajedrez y en otros muchos conocimientos.

—¿Sois vos de los que creen que el ajedrez y sus piezas representan el mundo y los hombres?

—No, no, señor De Muriel, de ninguna manera. El ajedrez tiene un conjunto de reglas fijas, inexorables, que no se pueden romper. En la vida no hay reglas, o mejor dicho hay una única regla: la del éxito. Este tío mío que he mencionado era un tremendo jugador de ajedrez pero un muy pobre jugador en el juego de la vida.

—¿Jugasteis ayer, señor? —Sirga hizo volver la conversación al tema del asesinato.

—Sí, y me temo que Utiel volvió a perder.

—¿Ésta es la posición en que quedaron las piezas tras la partida? —Sirga se levantó del sillón y se acercó a la mesa señalando el tablero con las piezas.

—No, en absoluto. Cuando terminamos de jugar quise mostrar a Utiel cuándo había cometido su equivocación y comencé a reconstruir la partida, pero enseguida me interrumpió y dijo que estaba cansado y que le apetecía dormir. Las piezas están tal como las dejé cuando Utiel me despidió... aunque aquí veo que falta el rey blanco.

—¿Jugabais con las piezas blancas, don Lucca? —preguntó Sirga, sin responder a la observación del italiano sobre el rey blanco.

—No, yo siempre jugaba con negras. Me temo que el difunto Utiel no era un hombre dispuesto a dar ninguna ventaja a su contrario por pequeña que esta fuese. Sostenía que estaba en su casa y que tenía el derecho de utilizar las piezas blancas.

—¿Le encontrasteis extraño aquella noche? ¿Más hablador, o por el contrario más callado; despistado o preocupado por algo? ¿Hubo algo en él que os llamó la atención?

Don Lucca contempló a Sirga durante un momento, meditando antes de responderle.

—Es difícil explicar cómo estaba Utiel esa noche si antes no os hablo algo de su forma de ser.

—Hablad cuanto queráis, no queremos otra cosa sino escucharos —le dijo Sirga.

El italiano dejó descansar su único brazo sobre la mesa y tamborileó un momento en la tabla con las puntas de sus dedos.

—Utiel era un hombre muy nervioso. O, mejor dicho, era un hombre aterrorizado. Había algo que le obsesionaba y que hacía que nunca estuviese totalmente concentrado en lo que hacía. Nunca me dijo lo que le asustaba, pero el temor estaba ahí. Y al mismo tiempo era un hombre curioso. Siempre estaba inquiriendo sobre las gentes que había en el castillo; y creo que no lo hacía con buenas intenciones, precisamente.

—¿Nunca aludió a lo que le causaba temor?

—No, aunque sí decía que tenía muchos enemigos, y que uno de ellos era muy poderoso, casi tan poderoso como el rey de Castilla.

—Decíais —continuó Sirga tras un breve silencio en el que todos evaluaron las últimas palabras del viejo-que toda esta introducción era necesaria para hablar del estado de Utiel la última noche de su vida.

—Sí, en efecto. Durante todo el tiempo que lo traté Utiel fue un manojo de nervios: se movía con brusquedad, se irritaba sin motivo aparente y se calmaba de pronto; era incapaz de quedarse quieto y tranquilo durante algún tiempo... La noche de la que estamos hablando estuvo, en ese sentido, igual que todas las noches que habíamos jugado: se levantaba continuamente del asiento para poder pensar la jugada, se alertaba por cualquier ruido, pensando que había alguien o algo en la habitación... En general era un triste espectáculo.

Muriel observó al italiano con curiosidad. En la profunda y tranquila voz de don Lucca había un indisimulado tinte de desprecio. La pregunta siguiente de Sirga le reveló que también el veterano pesquisidor lo había advertido.

—Si me perdonáis el atrevimiento, don Lucca, no parece que el difunto os pareciese un hombre muy agradable.

—No, mi señor De Sirga. En realidad creo que era un ser absolutamente despreciable.

—Entonces, ¿por qué os reuníais con él? ¿Cuál era la razón para que le tratarais? Sé, por los informes del alcaide, que jugasteis muchas veces con él, y que erais la persona del castillo que más se relacionaba con el muerto.

—Pues porque era también un hombre fascinante. Sabía muchas cosas y aquellas que contaba me resultaban apasionantes. No era solamente por ser un hombre culto; que en efecto lo era, y no hay muchas gentes con las que se pueda hablar de letras en este castillo. Mi buen amigo Simuel solo tiene atención para las estrellas y para sus máquinas, y son escasas las veces en que se puede encontrar sereno al padre Juan para poder tener una charla con él, aunque se trata de un hombre versado como pocos. Pero es que Utiel sabía cosas de una ciencia que nunca he dominado y que me resulta interesantísima.

—¿Qué ciencia, señor? —preguntó Sirga.

—La política, la ciencia de la política. Yo soy hombre de letras, pero nunca he tenido acceso a las esferas del poder, ni tampoco demasiado interés en ello. Pero Utiel había estado en el interior de muchos sucesos, de muchas conspiraciones, y eso me resultaba distinto y cautivador. Mientras jugábamos le iba preguntando sobre sus conocimientos, y sobre las personas que protagonizan ahora los movimientos de la historia, y lo que él me contaba compensaba con creces lo desagradable de su presencia.

Muriel intervino en la conversación.

—Antes habéis comentado, don Lucca, que a Utiel le gustaba saber de la gente, pero no con buenas intenciones. ¿Por qué lo creéis así?

—¡Oh, bueno! Estaba pensando en el incidente que tuvo con el padre Juan.

—¿Incidente? ¿Podéis explicaros mejor?

—Cómo no, mi señor De Muriel. En una ocasión Utiel pidió ver al padre. Éste acudió cuando casualmente Simuel y yo paseábamos por las almenas que están bajo las ventanas de la torre. Oímos un tremendo escándalo, debo decir que el padre Juan tiene una voz muy poderosa, y avisamos al alcaide. Cuando este acudió a la torre, el padre Juan salía de ella como una furia y Utiel estaba en el suelo un tanto... zarandeado. El padre se negó a explicar lo que había pasado pero, días después, hablando con él, conseguí deducir que Utiel le había amenazado con revelar algún tipo de secreto suyo. El padre se enfadó, y... bien, la diferencia de tamaño era muy notable. Utiel era un hombre pequeño y el padre, vos mismo le veréis después... le sacaba bastante.

Sirga se volvió hacia Zurro, que hasta el momento escuchaba las respuestas del italiano sin hablar pero sin conseguir ocultar el nerviosismo que le embargaba.

—No se informó de eso al rey, si no me equivoco.

—El propio Utiel me pidió que no se informara —contestó Zurro—. Me dijo que todo había sido culpa suya y que no quería causar problemas. Como mis instrucciones eran cuidar de su seguridad y obedecer sus órdenes en cuanto a lo demás, lo dejé estar. De todas maneras hablé con el padre Juan y le indiqué que si había otro acto de violencia por su parte me vería obligado a escribir al obispo.

—En realidad no fue un auténtico acto de violencia —intervino don Lucca con aire divertido—. Si el buen padre hubiera estado enfadado de veras hubiera partido en dos a Utiel sin dificultad. Cuando me habló del tema parecía más divertido por el intento de amenaza que otra cosa. Se trata de un personaje curioso, muy curioso. Y mucho más inteligente de lo que uno pudiera pensar al conocerle.

—Volviendo a Utiel —Sirga interpeló de nuevo a don Lucca para reconducir el interrogatorio—. Debemos concluir que no había nada en él que fuera diferente de otras noches.

—No, en efecto. No esperaba morir ni ser asesinado esa noche. O al menos no lo esperaba más de lo habitual.

Sirga asintió a las palabras del anciano. Durante el interrogatorio había vuelto a adoptar el aire ausente y la voz plana e inexpresiva que se apoderaba de él en los momentos de concentración. Muriel recordó que durante el viaje Ruyz le había comentado que la memoria de Sirga era un auténtico prodigio y que, durante su trabajo, realizaba un consciente e incesante esfuerzo por memorizar hasta el más mínimo detalle todo aquello que veía y oía. Muriel observó al veterano pesquisidor frente por frente al elegante caballero y casi sintió la intensa concentración con que Sirga analizaba y memorizaba a don Lucca y a todo lo que este hacía y decía. Sirga volvió a hablar:

—¿Podéis hablarnos, don Lucca, de la razón de vuestra presencia aquí, en Llaguno?

—Desde luego. Aunque soy italiano he pasado largas temporadas en España desde mi juventud. En Murcia y en Valencia, sobre todo, pero también en Peñafiel y en otras ciudades. Mi afición son las letras y he tenido la suerte de dedicarme de lleno a ellas. He tenido hermanos mayores que se hicieron cargo de las responsabilidades de la familia y a mí me quedó el cómodo papel de segundón. Mi madre era castellana y por ello hablo el idioma sin dificultad. Hace algunos años, en Italia, conocí al padre de Simuel, mi huésped, un sabio rabino que por entonces estaba en Génova con el que he mantenido durante años correspondencia. Es un hombre de grandes saberes y su hijo siguió su senda. Pero Simuel estaba interesado, sobre todo, en la astronomía y en la mecánica. Yo entiendo de ambas ciencias y Simuel me escribió para invitarme a visitar Llaguno y colaborar con él. Aquí vine y hasta el momento estoy disfrutando de la estancia al máximo. Llaguno es un lugar maravilloso para contemplar las estrellas.