Capítulo 8

CAMPAMENTO real a las afueras de Nájera, 1 de mayo de 1360

—Años ha, en tiempos de la regularidad, estos eran campos alegres. Por estas fechas el calor ya se notaba y los pájaros cantaban que daba gloria oírlos. Pero ahora, después de la pestilencia y el hielo, tenemos poco más que un yermo junto a Nájera.

El guía de Rodrigo hablaba en voz baja y tranquila. Muriel pensó que ya debía de haber repetido muchas veces esas frases. En el frío aire de la mañana, las palabras parecían congelarse en densas nubes de vapor que salían de su boca. El guía siguió hablando.

—Pronto terminará el frío y volverá la regularidad. Quiero volver a ver los campos de flores que había en mi niñez, cuando llegaba la primavera y las mariposas volaban. Hace mucho tiempo que no veo mariposas.

Rodrigo no respondió. Muchas veces había oído palabras semejantes. La mayor parte de los que habían visto los días alegres de la regularidad estaban seguros de que el buen tiempo volvería. Rodrigo conocía bien las historias que contaban, historias que parecían sueños imposibles: largos veranos, primaveras y otoños suaves, años en los que la nieve apenas se veía unos días. Rodrigo era más joven, había nacido en los tiempos del frío y eso era todo lo que conocía: campos helados, aldeas despobladas por la pestilencia y cubiertas por la nieve, ruinas y restos sin vida de pueblos y ciudades, huertos que una vez estuvieron sembrados y que permanecían abandonados, caras de aldeanos estragadas por el frío y el hambre, lugarejos incendiados con sus habitantes dentro al saberse la noticia de que había habido muertos por pestilencia. Meses y meses de crudo invierno, primaveras frías, otoños duros y un breve verano en el que el sol apenas llegaba a calentar. A pesar de las palabras de su guía, Rodrigo no creía en el regreso de la regularidad. Vivían en un mundo nuevo y distinto, duro y frío, y esos buenos tiempos del pasado nunca volverían. Muchas veces Rodrigo dudaba de que hubieran existido en realidad; seguramente fueron tiempos mejores, pero no tan brillantes y cálidos como los recordaban los nostálgicos del pasado. El recuerdo embellecía las cosas, al menos a aquellos afortunados que tenían cosas bellas que recordar. Esas mariposas que mencionaba su guía... una especie de flores voladoras, le habían explicado una vez. ¿Cómo podían existir semejantes cosas? Él observaba la realidad y notaba que en esta, en vez de suavizarse, el invierno era cada vez más duro y el tiempo más frío. A pesar de que la hosca primavera de Castilla ya habría tenido que empezar, el frío seguía tan intenso como siempre: ese año no iba a ser el del regreso del calor.

—Allí están las tiendas del rey, ¡quién lo dijera! Raro rey este. No trae oro, ni lujos, ni juglares. Solo armas y prisa.

Muriel tampoco respondió ante este nuevo intento del guía de entablar conversación. Pensaba en el largo viaje que ahora finalizaría con la audiencia ante el rey. Más de cinco años hacía que partió, un helado amanecer, y desde entonces no le había visto. Los correos que le enviaba a Pedro viajaban cargados de noticias, pero los que el rey le mandaba de vuelta solo traían unas breves palabras indicándole su próximo destino y las preguntas que debía hacer. ¡Tantos sitios, tantas cosas! La curiosidad del rey era inextinguible y Muriel se daba cuenta de que su cometido le daba la posibilidad de ser uno de los mayores viajeros de su época. Había aprendido y había madurado. Al volver a Castilla, la había contemplado con nuevos ojos y había visto cosas que antes se le escapaban. Ahora, a punto de volver a ver al rey de los ojos pálidos, estaba inquieto. ¿Qué habría pasado en ese tiempo con el joven reflexivo y profundo que él conocía? En otros países había oído historias terribles sobre el tirano sediento de sangre, asesino de su hermano y carcelero y torturador de su esposa. Pero también había quien hablaba del rey justiciero que protegía a los pobres y luchaba por la felicidad de muchos frente a los poderosos. El tiempo había pasado, Pedro tenía veinticinco años y en un tiempo en que muchos hombres morían sin cumplir los treinta, los veinticinco eran síntoma de madurez.

El campamento que a lo lejos se veía era el que se podía esperar del rey don Pedro: práctico y sobrio. Bien se veía que el monarca seguía indiferente al lujo y las comodidades.

—Un jinete viene —dijo de pronto su guía—. Probablemente saben de nuestra llegada.

Muriel contempló inmóvil al caballo que se acercaba. Al poco se vio que el jinete era un joven, aproximadamente de la misma edad que él, alto y esbelto, vestido con gruesas pieles que no llegaban a desdibujar su figura. Una capucha le cubría la cabeza, pero al llegar ante Rodrigo se descubrió, revelando un semblante pálido con unos ojos oscuros y atentos. Rodrigo pensó que pocas veces había visto a un hombre tan perfectamente tranquilo. El joven se acercó, saludó con extrema corrección y preguntó:

—¿Sois vos don Rodrigo Muriel?

Rodrigo asintió.

—Acompañadme, por favor —dijo el joven—. El rey os está esperando.

Muriel se volvió hacia su guía para ofrecerle unas monedas. Éste negó con la cabeza, sonriendo.

—No señor. Nada se cobra a quien viaja en nombre del rey don Pedro.

Muriel asintió con la cabeza y le dio las gracias. El guía saludó a los dos jinetes y volvió hacia sus rebaños, que habían quedado al cuidado de sus hijos.

El joven esperaba a Muriel sentado en su caballo, con una perfecta tranquilidad. Muriel se dio cuenta de que observaba con total atención, como si el emisario del rey quisiera recordar para siempre al hombre a por el cual había sido enviado. Cortésmente indicó a Muriel el camino y cabalgó junto a él una pizca retrasado en señal de deferencia. Muriel miró hacia el oeste. La bruma no permitía ver muy lejos, pero Rodrigo sabía que en esa dirección estaba Nájera, cercada por las tropas castellanas. Se dirigió a su silencioso acompañante.

—Creo que no nos conocemos, señor.

—Nos vimos una vez, señor De Muriel, pero hace ya tiempo. Me llamo Pero López de Ayala y soy alavés, hijo de Fernán Pérez.

—Me acuerdo bien de vuestro padre y sabía que tenía un hijo algo mayor que yo. Tendréis pues veintisiete años, ¿no es así?

—Veintiocho ya, señor De Muriel.

—Y decidme, señor De Ayala, ¿cuál es la situación de la guerra?

—Se puede decir que la guerra ya ha terminado de hecho. Don Enrique, que mandaba las tropas invasoras, apenas consiguió destrozar las juderías de Nájera y Miranda de Ebro matando a todos los judíos que pudo. Pero llegada la hora de una auténtica batalla, en Briviesca, retrocedió e intentó regresar a Aragón por donde había entrado. El rey dispuso una marcha forzada rodeando Santo Domingo de la Calzada y alcanzó a las tropas del bastardo frente a Nájera. Fue el 29 de abril y la victoria del rey fue total. El propio don Enrique se salvó de milagro de ser capturado y hubo de entrar en la ciudad por una brecha que sus hombres abrieron. Ahora permanece allí, sitiado, y parece difícil que pueda escapar.

Ayala hablaba con tranquilidad y, le pareció a Muriel, con un deje de indiferencia, como si la guerra de los dos hermanastros fuera un episodio sin importancia y ligeramente aburrido. No obstante, no vaciló un momento en su exposición, como si estuviera pronunciando un discurso ya ensayado. Muriel siguió interrogando, intrigado por la frialdad del alavés.

—¿Qué pretendía don Enrique? ¿Era suficiente el ejército que traía para conquistar Castilla?

—De ninguna manera. Su ejército era pequeño y mal preparado. Y es difícil que pudiera traer uno mejor de Aragón. Al Ceremonioso...

—¿Ceremonioso?

—Así llaman al rey Pedro de Aragón. Le encantan la etiqueta y las ceremonias y está dictando ordenanzas para todo el que se mueve en su corte. Ahora tiene graves problemas en Cerdeña y tiene allí tropas, por lo que no puede contar con ejércitos para apoyar a Enrique de Trastámara. Y por otra parte, le puede interesar ayudar a Enrique, pero no tanto que se haga demasiado fuerte. Una guerra en Castilla le interesa a Aragón, pero un rey castellano fuerte no, sea quien fuere el rey.

—¿Y no os parece extraño que Enrique esté dispuesto a apoyarse en él?

—¿Y qué otra opción tiene? Nadie más estaría dispuesto a enfrentarse con Pedro de Castilla. Aunque la realidad es que esta absurda invasión estaba destinada al fracaso desde que empezó: la única posibilidad del bastardo era que estallasen en el interior una serie de revueltas que obligasen al rey a dividir sus fuerzas. No me explico cómo no ha intentado alentar esas revueltas o cómo no ha esperado a que se produjeran. Es posible que en Aragón los emigrados estén a la greña por el poco poder que el rey aragonés quiera darles y que don Enrique haya entrado en Castilla para impedir que el infante de Aragón, don Fernando, adquiriera preeminencia. Se dice que Cabrera apoya a don Fernando, pero no sé hasta qué punto eso es cierto.

Muriel miró a Ayala con respeto. La precisión de las suposiciones del alavés era desconcertante. En efecto, Cabrera, el poderoso ministro de Pedro IV de Aragón el Ceremonioso, apoyaba a don Fernando de Aragón para derrocar a Pedro de Castilla. No se fiaba del Trastámara, a quien consideraba demasiado independiente para hacer el papel de rey títere que él deseaba en Castilla. En esa lucha Enrique solo contaba con el apoyo de los Luna, la poderosa familia zaragozana enemiga histórica de Fernando de Aragón. Necesitaba a todo trance victorias para afirmar su posición en Aragón, y Muriel llevaba en un bolsillo de su pecho la lista de los conjurados que hubieran debido ayudar en el interior de Castilla al conde de Trastámara, si la invasión no hubiera terminado tan rápida y desastrosamente.

Mientras Muriel meditaba llegaron a las tiendas que soportaban el gélido viento de la mañana. Ayala descabalgó y cortésmente sostuvo la brida de Muriel mientras este bajaba del caballo. Ayala entregó los caballos a uno de los guardias que había en la entrada del campamento e indicó a Muriel que le siguiera. Uno tras otro se dirigieron a una tienda, en nada diferente de las otras, que estaba custodiada por una pareja de ballesteros de negro uniforme. Al ver acercarse a los dos hombres uno de los ballesteros dijo algo hacia el interior de la tienda. Al instante se entreabrió la cortina que cerraba la tienda y un hombre regordete y sonriente apareció. Ayala se dirigió a él con la misma voz tranquila con la que antes había relatado a Muriel la batalla.

—Aquí está el señor Rodrigo Muriel, señor Fernández. Señor de Muriel, permitidme que os presente a Mateo Fernández, ministro del rey don Pedro.

Muriel se inclinó, interesado. Veía por primera vez a Fernández, acusado por todas las cortes europeas de ser el asesino más despiadado y sangriento que pudiera imaginarse. La verdad era que el hombrecillo colorado y feliz que le saludaba no parecía muy peligroso, pero Rodrigo había aprendido hacía tiempo a no juzgar por las apariencias.

Ayala se despidió de Fernández y se inclinó ante Muriel con su imperturbable cortesía.

—Señor De Muriel, quedo a vuestra disposición. Si alguna vez tenéis tiempo y ganas, será para mí un honor oír el relato de alguno de vuestros viajes.

Muriel se inclinó a su vez.

—El honor será mío, señor De Ayala.

Fernández contempló a Ayala mientras este se alejaba.

—Hombre curioso este Ayala —comentó—. Está poseído por el ansia de saber. Tanto es su interés por saber todo y tan pocas sus emociones que más parece libro que hombre. Pero acompañadme, señor De Muriel, os lo ruego. El rey os espera impaciente.

Muriel entró en la tienda. Ésta estaba dividida por un tapiz que Fernández apartó con la mano para que Rodrigo pasara. Muriel entró y observó que el ministro no le seguía.

Un hombre alto, rubio y pálido se levantó de un taburete y se dirigió hacia Muriel.

—Bien, Rodrigo, ha pasado mucho tiempo.

—Señor... —dijo Muriel intentando arrodillarse.

—Déjate de ceremonias, Rodrigo. —El rey agarró por los hombros a Rodrigo y le miró a los ojos—. Dime, ¿cómo estoy?

Muriel miró a su antiguo compañero de juegos.

—Estáis distinto, señor. Más duro y más curtido, pero parecéis tener el mismo empeño de siempre. Cuando me fui erais un muchacho serio y pensativo. Ahora sois un hombre, creo que seguiréis siendo serio y pensativo.

—Es la edad, Rodrigo. Tú también has cambiado, pero a mejor. Creo que has aprendido a esperar y a observar con cierto cinismo las cosas.

Hubo un segundo de silencio. Pedro miró fijamente a Rodrigo y de pronto le abrazó con fuerza. Por un instante fueron dos viejos amigos que se volvían a encontrar.

El fugaz instante pasó y el viejo amigo de Muriel volvió a ser el rey. Indicó a Rodrigo un asiento y este se sentó y esperó. Pedro volvió a su taburete y habló.

—Ya sabrás, Rodrigo, que la invasión falló y que estamos ahora en buena situación para devolver a mi tocayo aragonés parte de su medicina. Pero no es probable que Enrique haya entrado aquí contando solo con tan pobres fuerzas. Es seguro que contaba con esos apoyos en el interior que tú me habías anunciado.

—El hombre que me trajo hasta el campamento comentaba lo mismo, señor.

—¿Ayala? Sí, es un hombre inteligente. Ambicioso y frío, pero muy inteligente. También a mí me comentó su idea. Pero no contesté nada. Con nadie he comentado tus noticias.

—Ya es seguro, señor. Pagué bien a varios infantes del séquito del conde de Trastámara. Enrique pretendía que estallasen revueltas mientras vuestras tropas se aprestaban a combatirle. En los últimos tiempos entraron en Castilla para buscar aliados varios enviados de vuestro hermano, entre ellos Pedro Carrillo.

—¿Carrillo, dices? Veo que Enrique sigue utilizando a su alma condenada particular. —Pedro esbozó una fría sonrisa—. O mejor dicho, que su amada esposa, Juana Manuel, sigue utilizando a su fiel caballero del corazón. ¿Averiguaste los nombres de los traidores?

—Sí, señor. Son Men Rodríguez Tenorio, Fernán Gudiel de Toledo, Fortún Sánchez Calderón y Pedro Núñez de Guzmán. Éstos tenían que hacer estallar las revueltas. Vasco Gutiérrez, el arzobispo de Toledo, había de dirigirse a vos con el fin de comunicaros que su hermano Gutierre Fernández debía daros un mensaje a solas. La misión de Gutierre era asesinaros.

—¡Gutierre! —El rey repitió el nombre, pensativo—. Gutierre también me traiciona. ¿Qué puede haberle ofrecido Enrique?

—Vuestro hermano ofrece cualquier cosa a todo el que se le acerca; sabe que muerto vos su victoria es fija. Tenéis la cabeza puesta a precio, mi señor. Toda la corte de Aragón lo sabe.

—¿Le has visto en este tiempo, Rodrigo? ¿Hablaste con él?

Muriel miró a su rey, sorprendido.

—Ya sabéis que sí, mi señor. Hace unos dos años. Coincidimos en Venecia cuando el Dogo Dolfino estaba intentando llegar a un acuerdo de paz con los húngaros y acabó entregándoles la Dalmacia. Yo formaba parte de la embajada húngara, con un nombre supuesto, y Enrique estaba en ese momento en Venecia, en buenas relaciones con la familia Dolfino, no conseguí enterarme por qué razones. Yo sabía que estaba allí, pero no pude evitarle, mientras que para él fue una sorpresa. La situación era extraña. Ni yo podía atacarle a él ni él a mí, al menos de manera pública y mientras se estuviese negociando la paz. Hablamos largo rato en uno de los pasillos del palacio del Dogo. Él se mostró como siempre, encantador y afable, pero nada más despedirme de él salí de palacio, dejé una nota a mi huésped húngaro y abandoné Venecia a toda velocidad. Nunca he confiado en Enrique y menos aún en Carrillo, que estaba tras él con sus ojos de asesino.

—Sí, ya sé que me lo contaste, pero hay cosas que no se pueden decir por escrito. ¿Ha cambiado?

—Como todos. Ha madurado y es algo menos estridente y exagerado. Los años enseñan. Pero en lo sustancial sigue siendo el mismo: le encanta ser ingenioso y quiere que todo el mundo le admire y quiera. Es cortés con todos, y su conversación es agradable y entretenida. Para el que no le conozca a fondo puede ser fascinante y no dudo que mucha gente le sigue hechizada por su encanto. Pero en su interior es como todos los hijos de Leonor de Guzmán —Rodrigo observó que Pedro no se inmutaba al oír el nombre de la amante de su padre—: malvado, asesino, traidor y miserable.

—No hay mucha gente que piense eso, Rodrigo.

—No hay mucha gente que le conozca bien. Enrique ha conseguido tener un servidor, Carrillo, en quien ha depositado todas las sombras de su alma. Mientras el Trastámara se permite hipnotizar a la gente con su encanto, Carrillo carga con toda su vileza. Eso explica que sea el amante de Juana Manuel: una pareja que solo piensa en la muerte de todos los demás. ¿Para qué va a tener que ser Enrique desagradable y malvado? Su esposa y el amante de esta se encargarán de todas las atrocidades que sean necesarias para el beneficio de los tres.

—Es curioso lo de la esposa de Enrique: ha heredado toda la arrogancia, egoísmo e implacabilidad de su padre el infante, pero absolutamente nada de su encanto y simpatía. Parece que su padre y su marido le han robado todo el atractivo que alguna vez pudiera haber tenido.

Rodrigo estaba impaciente por la conversación. Odiaba con toda su alma a los hijos de Leonor de Guzmán, a todos los hermanos sin excluir a ninguno, y nunca había aprobado la curiosa relación que existía entre Pedro y Enrique. Le parecía una debilidad culpable de su rey. Miró fijamente a los ojos a Pedro y dejó que esa impaciencia se reflejara en sus palabras.

—Hay almas negras que solo están a gusto en el infierno. Algunas son muy evidentes, como las de Juana Manuel y Carrillo; otras se esconden tras una atractiva careta, como las de don Juan Manuel y las de vuestro hermanastro. Pero en el fondo todas son la misma basura y podredumbre.

Pedro calló un momento. Muriel pensó que acaso había perdido la costumbre de que le contradijeran. De repente, el rey sonrió:

—Hay cosas que no cambian, ya veo. Nunca te han importando las apariencias y siempre te has ceñido a los hechos. Pura lógica. Voy a necesitar esa lógica, Rodrigo, y con urgencia. Hay una misión importante y solo confío en ti para cumplirla. Debes partir mañana mismo.

—¿Adónde, señor?

—A la fortaleza de Llaguno, en las montañas. Allí tenía en custodia a un hombre cuyos informes me interesaban. Ese hombre ha muerto y quiero saber cómo y por qué.

—¿No os lo han informado ya?

—Llegó una carta del alcaide de Llaguno a primera hora de esta mañana contándome la noticia. —El Rey miraba fijamente a Rodrigo. Su voz y su rostro eran cuidadosamente inexpresivos—. Me dice que Dios mandó en el amanecer un rayo divino que fulminó al pecador desde lo alto.