Capítulo 9
CAMPAMENTO real a las afueras de Nájera, 1 de mayo de 1360
Muriel contempló pensativo al rey. Sabía bien que el monarca era muy escéptico en lo tocante a la religión; había sido excomulgado varias veces sin que ello le afectara lo más mínimo. Como de costumbre, el rey ocultaba su auténtica opinión bajo una apariencia inescrutable. Muriel conocía a Pedro y no le sorprendía su actitud, pero una palabra del rey había despertado su atención.
—¿Por qué pecador? —preguntó.
—El muerto era judío. El alcaide es un estúpido supersticioso que cree firmemente que los judíos se reúnen cada noche para adorar al diablo. Estoy convencido de que esperaba cosas aún peores que el castigo divino.
—¿Por qué ese hombre era importante?
—Fue durante años el encargado de todos los negocios sucios de Samuel Toledano. Conocía todas sus historias y recovecos. Tenía que interrogarle yo mismo en persona, sin testigos, para averiguar todo lo que sabía. Pero cuando iba a enfrentarme a él Enrique entró en Castilla y me obligó a la batalla, así que lo envié a Llaguno lejos de todo y de todos con una fuerte escolta cuya misión era mantenerle con vida. El alcaide, aparte de sus manías de brujerías y diablos, es un hombre de probada lealtad y un militar competente. Todo parecía seguro y yo no dudaba de que Utiel seguiría con vida cuando pudiera centrarme en su historia. Pero me equivoqué.
—¿Qué pasa con Samuel Toledano?
—No sé si se trata de él, Rodrigo, pero hay un traidor entre mi gente. Están ocurriendo cosas que solo son posibles si hay algún informante en esta corte muy cerca del trono. Solo pueden ser cinco: Samuel, Fernández (a quien has visto antes), Martín López de Córdoba, Fernando o Diego. No puedo concebir que Fernando me traicione. Samuel, Fernández y Martín son odiados en el otro bando y no tienen ningún futuro sin mí. Y Diego... María se moriría si su hermano fuera un traidor. No obstante, ha de ser uno de ellos.
El semblante del rey seguía frío, como de costumbre, pero Rodrigo percibió en su voz un leve temblor cuando pronunció el nombre de María de Padilla. Rodrigo conocía el sentimiento que había detrás de ese temblor.
—¿Cómo está María? —preguntó con voz baja y tranquila.
El rey suspiró.
—¿Cómo ha estado siempre, Rodrigo? Su cuerpo es débil, pero su mente no descansa. La enfermedad le va ganando la batalla que lleva librando desde hace años. Si descubro que Diego es un traidor, ¿qué será de ella? Nunca se recobrará del golpe.
—¿Creéis que es Diego?
—No lo sé, Rodrigo, no puedo saberlo. Pero tiene que ser uno de ellos. Necesito que tú lo descubras. Vienes de fuera y estás libre de toda sospecha. Debes ir a Llaguno y averiguar qué pasó. En realidad se trata de una pesquisa: investigar un crimen, examinar los indicios, hablar con los testigos y descubrir al culpable. Quién es, por qué lo hizo, en nombre de quién actuó.
—No tengo experiencia, señor. No soy un pesquisidor.
—Lo sé. Contigo irá mi mejor indagador, un hombre de inteligencia y experiencia. Estará a tu servicio y te ayudará en todo lo que sea necesario. Te recomiendo que confíes en su capacidad, lleva mucho tiempo trabajando para el reino y siempre con gran habilidad.
—Necesitaré más información sobre el asesinato.
—Alfonso de Sirga, mi pesquisidor, te la dará. Él está perfectamente informado de todo. Ya sé que te apremio mucho, pero debes partir lo más pronto posible.
—Puedo salir ya mismo, señor.
—No, Rodrigo. Si te fueras ahora mismo todo el mundo sabría que vas a una misión encargada por mí. Saludarás a tus amigos y conocidos y esta noche, durante la cena que te ofreceré como bienvenida, me pedirás licencia para visitar a tu madre, a quien no ves desde tu partida.
Rodrigo miró extrañado al rey. La herida de su costado, la vieja cicatriz, se hizo dolorosamente presente, como cada vez que se mencionaba a su madre. Pensó con amargura, casi con odio, en la mujer desgreñada y enloquecida que él siempre había conocido encerrada de por vida en su celda. Una vida sin sentido y sin objetivo que se había prolongado muchos años, muchos...
—Mi madre murió hace ya año y medio, señor.
—Es cierto. Pero yo mantuve en secreto su muerte. Solo a ti te envié la noticia. La gente de la corte la cree aún viva, recluida en vuestras tierras, como siempre. Así estaba seguro de que tus primos no intentarían arrebatarte parte de tu herencia.
—Se hará como decís, señor.
—Hay otra cosa más, Rodrigo. Por algunos informes que me han llegado sé que el muerto tenía costumbre de escribir con frecuencia en un libro que llevaba consigo. No sé qué es lo que escribía. Quiero ese libro, Rodrigo, o al menos conocer su contenido. Debes encontrarlo, si existe, y todo lo que allí dice debe ser conocido únicamente por ti. —El rey se acercó a Rodrigo y le puso una mano en el hombro para reafirmar sus siguientes palabras—: Todo aquel que haya participado en esa muerte forma parte de una traición. Debe ser castigado, por tanto, sin dilación. En esta misión, Rodrigo, tú serás mi brazo ejecutor. Recuerda: ningún traidor debe quedar con vida.
Pedro pronunció las últimas palabras con total tranquilidad, sin muestra apreciable de que considerase sus últimas instrucciones diferentes de las anteriores.
—Señor —dijo Rodrigo, sorprendido—, es la primera vez que me dais una orden como esta. Mi preocupación en las misiones que me habéis encargado era la de mantenerme con vida y evitar la violencia para poder enviaros las noticias que demandabais. Hasta ahora no he participado directamente en ninguna muerte. Me dijisteis en vuestras cartas, más de una vez, que evitara el peligro, que yo solo era un observador, que mi misión era ver y contar pero nunca actuar.
—Así es, Rodrigo, pero al volver aquí las cosas han cambiado para ti. ¿Recuerdas nuestra conversación en los campos de Toro, la última vez que nos vimos? Entonces me pediste quedarte aquí y participar en la lucha. Yo te contesté que Hinestrosa me sería más útil que tú. Fue un servidor leal, un consejero inteligente y un amigo querido. Pero murió, Rodrigo, y ese fue el precio que pagó por la decisión que yo tomé aquella noche. Fue en septiembre pasado, en Araviena, luchando contra las tropas de Enrique. Tuve que ir a dar personalmente a María la noticia de que su tío, su padre espiritual, había muerto.
Pedro calló. Rodrigo no contestó. Sabía bien la especial relación entre Juan Fernández de Hinestrosa y María de Padilla. La amada de Pedro tenía a su tío Hinestrosa como su auténtico padre. Su muerte tenía que haber sido un golpe tremendo para ella. Contempló al rey, callado y pensativo, y respetó su silencio. Por fin Pedro siguió hablando con la misma entonación tranquila y meditada que usaba siempre que el asunto era importante.
—Y ahora tú, Rodrigo, debes asumir su lugar. Es la hora de hacer firme tu compromiso. No he llegado a ser lo que soy ahora con las manos limpias, Rodrigo. He traicionado, mentido y asesinado para conseguir mis fines, para ganar tiempo o simplemente para evitarme dificultades. —Hablaba con total tranquilidad, erguido ante Muriel. A Rodrigo le pareció que todo el campamento se había quedado en silencio, o que había desaparecido, que no existía nada más en el mundo que aquel hombre alto, rubio y pálido que desgranaba su discurso con fría decisión, con los brazos cruzados y la cabeza ligeramente inclinada hacia delante, observando a su interlocutor con intensa concentración—. Y la gente que está conmigo debe estar dispuesta a hacer lo mismo que yo. Hace tiempo que he ido más allá de la moral, Rodrigo. Solo me importa lo que quiero conseguir.
—¿Y qué es lo que queréis conseguir, mi señor? Hace años que no nos vemos y ya no sé si vuestros sueños son los mismos que tenían aquellos dos muchachos que hablaban de todas las cosas de la Tierra mientras la corte los despreciaba e ignoraba. Han pasado muchas cosas desde entonces y vos tenéis el poder, señor. Y el poder ha envenenado a muchos, los ha cambiado y transformado. En mis viajes he visto que los poderosos no usan el poder, sino que son utilizados por él, y que al final todos acaban haciéndose iguales. He visto al papa, al emperador, a los reyes de Francia y de Inglaterra, al Gran Turco y al maestre de la Orden Teutónica, a los mil príncipes de Italia, a los reyes de Polonia y de Hungría, a los jefes de las ligas holandesas y al rey moro de Granada. Ninguno de ellos era libre: todos estaban presos de intereses de los nobles o de los ricos. Daba igual que tuvieran a su alrededor condes, sacerdotes y obispos, o aduladores y cortesanos; la pompa y las riquezas no ocultaban la realidad: el poder los tenía prisioneros y se servía de ellos para sus fines. ¿Cómo sé, señor, que no sois uno de ellos? Yo no soy Fernando de Castro, no juré fidelidad a Pedro, rey de Castilla, sobre todas las cosas. No soy Diego, ni Hinestrosa, y aunque quiero a María no moveré un dedo para hacer más noble y poderosa la casa de los Padilla ni de ninguna otra familia del reino. Ni tampoco quiero hacer más rica y poderosa mi casa. Soy el último de ella y confío en que conmigo acabe para siempre.
La voz de Rodrigo temblaba. Había perdido su calma y se había puesto de pie mirando al rey, sin importarle quién o qué era. Pedro le escuchaba con la misma frialdad con la que había hablado. Rodrigo no conseguía controlar el tono de su voz, pero no le importaba. Tenía que comprobar que sus viajes y trabajos de cinco años habían servido a la causa en la que él creía: que no había trabajado para un rey más, sino para un rey distinto. Prosiguió:
—En estos años de viajes he confirmado aquello que comentábamos de muchachos, cuando pensábamos empeñar nuestros fines en conseguir un mundo más justo para todos, en acabar con la nobleza inútil y los privilegios inmerecidos, en dejar de prometer el paraíso en el cielo y buscar el bienestar en la tierra. En todas partes el frío y la peste han destruido el mundo que existía. Todas las tierras están llenas de cadáveres, cadáveres de personas y cadáveres de aldeas, de restos incendiados, de ruinas y escombros. La gente sobrevive como puede y la nobleza inútil de todas las tierras se dedica afanosamente a reforzar su poder, a mantener las cosas como en el tiempo de la maldita regularidad, antes de que llegaran el frío y la muerte. Pero el mundo está cambiando, ha cambiado y hace falta mudar muchas cosas. Yo sigo queriendo transformarlo todo, destruir aquello que odiaba hace cinco años, pero no sé si eso es lo que tú quieres. —Rodrigo, en su excitación, volvió al tuteo juvenil de tiempo atrás, cuando ambos eran muy jóvenes—. ¡Demuéstrame que sigues pensando como aquellos dos muchachos idealistas! ¿Te acuerdas de ellos? ¡Yo tengo muy claros en la memoria mis sueños!
Pedro escuchó impávido el discurso de Muriel.
—Hace tiempo que no oía palabras como esas, Rodrigo. No abundan los que se atreven a plantarme cara. No sé si me gusta.
Pedro calló y alzó la vista hacia Rodrigo, que permanecía en pie. Éste le devolvió la mirada. Durante un tiempo se midieron en un silencioso desafío. Al final, Pedro sonrió y bajó la cabeza. Asintió en silencio un momento y volvió a mirar a Rodrigo a los ojos.
—Podría jurarte que sigo pensando lo mismo que hace años, pero recuerdo bien que entonces comentabas que las bellas palabras no valen nada y que un hombre debe ser juzgado por lo que hace. Has visto mi campamento y habrás sacado conclusiones de ello. Ya ves que no vivo entre lujos y que ni mi tienda ni mis ropas son distintas de la de cualquier otro hombre.
Rodrigo miró a su alrededor, examinando la tienda en la que hasta el momento no se había fijado. No había tapices en el suelo, únicamente se habían cavado unas zanjas y colocado encima unos maderos para prevenir el agua de las lluvias. Cuatro taburetes y dos mesas eran el magro mobiliario. La mesa del centro, más grande, estaba llena de papeles, libros y mapas. En una esquina sobre la segunda mesa, mucho más pequeña que la central, reposaba un grueso libro. El rey se levantó de su asiento, agarró a Rodrigo del brazo y lo llevó hasta la mesa del centro.
—No todo el tiempo estoy pensando en la guerra, Rodrigo. ¿Recuerdas que un día hablaste de lo absurdo que resultaba que se castigara a las viudas que se casaban antes de pasar un año de la muerte de su primer marido? Primero porque se atentaba contra la libertad de esas mujeres, y segundo porque después de la mortalidad de la pestilencia era necesario repoblar el reino. Aquí está la orden por la cual se retiran esos castigos. También aquí puedes ver mis instrucciones sobre salarios de labradores. Después de la mortandad el labriego es un operario cualificado y caro, y los nobles han tenido que aceptarlo; se dan cuenta de que sus ingresos han bajado, pero no pueden hacer nada para cambiarlo. Les he dado a los labriegos el derecho a cambiar de territorio y de señor. Si los propietarios se empeñan en pagar poco a los labradores, estos, sencillamente, se irán a otras tierras. Lo que sobran ahora son campos, y faltan brazos, y hay monasterios deseosos de labriegos para resucitar los despoblados. Pero no solo eso, Rodrigo, estoy decidido a acabar con los colonos. —Mientras hablaba, Pedro enseñaba a Rodrigo diversos documentos que había sobre la mesa—. Cada vez hay más arrendamientos: el labriego ya no trabaja para el señor todo su tiempo a cambio solamente de comida y techo, sino que se compromete a un pago fijo y el resto de lo que obtiene es para su beneficio. Comienza a poseer, a conocer la diferencia entre sobrevivir y vivir para sí mismo. Aprende la importancia y el valor de su trabajo. Compara su vida con la de sus padres y ve la diferencia. Empieza a ser un poco libre, aunque aún no se da cuenta.
Pedro se dirigió a la mesita del fondo y alzó con las dos manos el grueso libro que antes había llamado la atención de Muriel.
—Y esta es una de mis mayores obras: el Becerro de Behetrías. Aquí están todos los lugares y tierras del reino con sus obligaciones, impuestos y relaciones. Lo mandé redactar y desde entonces va conmigo siempre. Por vez primera el rey de Castilla conoce de verdad su reino. —Pedro enseñó el Becerro con aire triunfal a Muriel. Por primera vez desde que Rodrigo había entrado en la tienda, el rey manifestaba una emoción. Su cara resplandecía de orgullo—. Todo está aquí. Se acabaron los señoríos que se fundan en documentos eclesiásticos que un monje complaciente acaba de falsificar, o los impuestos que reclama un noble sobre la base de un documento olvidado en alguno de sus castillos y que de pronto saca a relucir. Este libro recoge todo mi reino y toda reclamación, todo derecho que no esté inscrito en este libro, no es válido. Es mi arma definitiva para acabar con la Castilla del tiempo de mi padre, Rodrigo.
Pedro calló y volvió a colocar el libro en la mesita. Acarició por un momento el lomo con los dedos y se volvió hacia Rodrigo.
—Éste es el camino que sigo desde que estoy en el trono, Rodrigo. El camino que Enrique adivina y comprende y por el cual está decidido a destruirme sobre todas las cosas.
Muriel escuchaba al rey y el sonido de sus palabras se confundía en su mente con la voz de un muchacho solitario, que, de cuando en cuando, recitaba sus sueños en una estancia olvidada de un castillo hostil y extraño.
—No habéis cambiado, señor. Habéis sufrido y os habéis endurecido, pero veo que aún sois capaz de soñar.
Pedro sonrió apenas. Hubo un breve silencio entre los dos, muy distinto del anterior. El rey volvió a hablar y, como tenía por costumbre, cambió bruscamente de tema, atento siempre a lo más práctico.
—Mañana, cuando vayas hacia Llaguno, Alfonso de Sirga te dará más detalles sobre el asunto que debes investigar. Ahora tenemos que hablar de tus últimos informes y de la guerra de Francia e Inglaterra. Creo que traes noticias del ejército inglés.
—De lo que queda de él, señor. La desgracia se abatió sobre Eduardo y seis meses de campaña fueron destrozados en media hora de infierno.
Pedro enarcó las cejas, intrigado y curioso. Pero era hombre habituado a esperar y no siguió preguntando.
—Mejor será que nos lo cuentes a todos, Rodrigo. Vamos a celebrar un consejo y allí oiremos tus noticias.
—¿Quiénes están en el consejo, señor?
—Vamos a ver: a Ayala le has conocido ya. Le he invitado recientemente a unirse al consejo; es un hombre inteligente y culto, sus opiniones merecen ser tenidas en cuenta. También estarán Samuel y Fernando. Diego pertenece al consejo pero ha salido hacia Portugal esta misma mañana. De los otros dos, a Fernández lo has visto hace un momento. No te dejes engañar por su sonrisa fácil y su aspecto: es un hombre de hierro y hace tiempo que decidió que servirme era el único camino para ascender. Es ambicioso en grado sumo y eso le hace útil, pero también peligroso. A Martín López de Córdoba tampoco lo conoces. Es un pensador, un hombre de ideas: vale más para pensar, meditar y analizar que para actuar, pero su cabeza es una maravilla: recuerda todo y lo tiene presente en el momento de opinar. A menudo nos sorprende con una relación que a nadie se le había ocurrido antes, y casi siempre acierta. Es frío, basa su lealtad en su análisis de las posibilidades de mi victoria; mientras crea en ella me seguirá, después...
—¿Queréis decir que él puede ser el traidor?
—Puede, Rodrigo, puede. Pero no me encaja con su personalidad. Sería correr un riesgo personal, añadir a la situación una serie de factores imprevisibles. Y este hombre odia lo imprevisible. No es cobarde, no, le he visto más de una vez afrontar riesgos sin titubear. Pero siempre ha analizado antes los factores de la situación y solo si considera que el éxito es factible, o por lo menos probable, actúa. Si no es así, espera y reflexiona. Correr un riesgo personal, arriesgar su posición para conseguir una recompensa que no pasa de ser una mera posibilidad, no me parece propio de él. Pero más tarde hablaremos de todos ellos. Ahora tienes que informarnos al consejo y a mí sobre la guerra de Francia.