Capítulo 12

CAMINO de Llaguno, 3 — 6 de mayo de 1360

El viaje continuó por tierras vacías y frías. De vez en cuando se veían los restos de algún pueblo abandonado y olvidado tras la pestilencia. Ruyz, que dirigía el grupo, no dudaba en tomar caminos extraños. Según explicó brevemente a Sirga y Muriel, el rey le había dicho con claridad que era más importante el secreto que la velocidad, y deliberadamente había trazado una ruta que pasaba lejos de los pueblos habitados de la zona. Nada más podían ya decirse los viajeros del cadáver que esperaba en el castillo de Llaguno y, por silencioso acuerdo, el tema no volvió a aparecer en las conversaciones que se establecieron durante el camino. Grandes viajeros los tres, pero de distinta forma, rememoraron sus viajes y las tierras que habían visto. Muriel, los países europeos y africanos que había recorrido en su incesante peregrinar; Sirga, las ciudades y pueblos donde el rey don Pedro y su padre le habían mandado a investigar extraños sucesos; Ruyz, todos los campos de batalla de España, que había recorrido en treinta años de batallar incesante y que describía con concisión espartana y vocabulario militar. Con especial intensidad recordaba las guerras de su juventud, cuando los nobles se disputaban el poder frente a un rey niño e impotente. Ruyz recordaba bien esos años y en especial las luchas interminables contra el infante Juan Manuel, el padre de la cruel esposa de Enrique de Trastámara, a quien describía como el más inteligente y despiadado personaje que jamás existiera. Muriel escuchaba interesado las historias de Ruyz, de las que se desprendían sentimientos mezclados de admiración y odio hacia el turbulento infante.

—¿Conocéis, amigo Pero, los libros que escribió el infante? —le preguntó después de la historia de una de las muchas traiciones en las que era especialista don Juan Manuel—. Muchos dicen que contienen consejos de elevada moralidad y que son la mejor guía para la conducta de un hombre honesto y prudente.

—Alfonso me ha leído varias obras suyas, Rodrigo. Solo puedo decir que, al oírlo, me parecía imposible que fuera el mismo hombre que escribía aquellas palabras el noble intrigante y valeroso que yo conocí.

—No es quizá tan raro —comentó Sirga—. Al romano Séneca le reprochaban en su tiempo que alabara la pobreza y la sobriedad mientras se hacía rico sirviendo al cruel y licencioso Nerón.

—No sabía que conocieseis a Séneca, Alfonso.

—Me eduqué en un monasterio, Rodrigo, y monje sería en estos momentos si no fuera por la pestilencia. Todos sus habitantes murieron, y yo hui. Fui capturado por los sarracenos y liberado después por las tropas del rey don Alfonso, al que recuerdo con agradecimiento.

—De todas formas —intervino Ruyz—, no todos creen en la moralidad de los libros del infante. Recuerdo que, hace poco, el señor De Ayala nos comentó a Alfonso y a mí que los consejos del infante se dedicaban más a obtener ventaja que a tener honorables conductas, y que en no pocas ocasiones recomendaba la mentira y el engaño para conseguir un fin.

—El señor De Ayala me pareció un hombre de poderosa inteligencia —dijo Muriel—. Me extrañó, en cierto modo, que el rey no le encargara a él esta misión.

—Es un hombre inteligente en grado sumo, y de profunda cultura —comentó Sirga—, pero también muy peligroso.

—¿Por qué decís eso, Alfonso? —preguntó extrañado Muriel.

—Es un hombre que sigue su propio camino, y eso resulta inquietante. Nosotros tres seguimos al rey don Pedro. Vos, Rodrigo, lo habéis demostrado en estos años sobradamente, sobre todo teniendo en cuenta que podíais haberos unido a Enrique para defender los derechos de los poderosos, como han hecho la mayoría de los nobles de Castilla. Pero y yo estamos comprometidos en la lucha de nuestro rey, no ya por nosotros, que probablemente no llegaremos a ver el triunfo, ni por los hijos que no tenemos, sino por la gente como nosotros: el pueblo bajo, los pecheros, los campesinos, los artesanos. El triunfo de don Pedro es nuestro triunfo: la esperanza de una vida mejor y más justa para todos. Ayala piensa en sí mismo y en su ambición: una ambición honorable, lo reconozco: el ansia de saber, de conocerlo todo, de tener todos los secretos; el poder para él es un medio para esos fines. Don Pedro le ofrece ahora ese poder, y Ayala le sigue, aunque sobradamente se da cuenta de las intenciones del rey. Pero él tampoco es fiel a su clase, solo se preocupa de sí mismo y el rey le ofrece, por ahora, la realización de sus deseos. Si en un determinado momento considera que sus intereses tienen mejor futuro en el bando del bastardo se pasará a él, y por eso don Pedro, que le respeta, le admira y valora sus consejos, no puede confiar en él como en cualquiera de nosotros tres.

Muriel escuchaba a Sirga con atención. El rey le había proporcionado dos acompañantes que no eran unos servidores cualesquiera, sino hombres entregados, conscientemente, a una causa que conocían y abrazaban en su totalidad. Sentía una tranquila alegría: tras muchos años de soledad encontraba compañeros que compartían sus esperanzas y sus anhelos. El «nosotros tres» de Sirga resonó en sus oídos como un regalo inesperado y reconfortante. Se volvió hacia Ruyz, que había escuchado las palabras de Sirga en silenciosa aprobación.

—Creo, Pero, que veíais en don Juan Manuel el perfecto ejemplo de todo lo que combatimos, ¿no es así?

—Efectivamente, Rodrigo. Nunca tuvo el infante la menor sospecha de que la gente tuviera otra visión en la vida que la de servirle en todo. Fue un amo duro y cruel, y sus vasallos de Murcia más de una vez reclamaron al rey ante la dura servidumbre a que les sometía el infante.

—Y sin embargo, muchos le recuerdan con añoranza. Una de las sirvientes de mi madre se refería a él como el más bello y gentil de los caballeros de Castilla.

—Y así era, Rodrigo. Solo le vi a lo lejos, pues personas de mi clase no podían acercarse a tan noble caballero —a primera vista no parecía percibirse en la voz de Ruyz ninguna segunda intención, pero Rodrigo ya había aprendido a valorar la cuidadosa inexpresividad del veterano ballestero—, pero era sin duda hermoso. Gran seductor de mujeres y de hombres, valiente como pocos en el combate, inteligente y encantador. Se decía de él que era la encarnación de los nobles caballeros de la Antigüedad: Roldán, Oliveros, Tristán. Pero yo, que vi sus hechos, no le imagino peregrinando en busca de un amor, ni dispuesto a morir para mantener su honor o su palabra. Era un hombre temible y me alegré cuando supe de su muerte.

—Hace ya tiempo de eso, creo recordar.

—Hace ya casi doce años, Rodrigo —contestó Sirga—. En 1348.

—Mi padre sirvió al infante, ¿lo sabíais? No, no creáis que le guardo respeto a don Juan Manuel por ello. Mi padre murió antes de que yo naciera y apenas sé nada de él. Fue a finales de 1332, en una de las habituales escaramuzas contra los moros que entonces mantenía el infante en su señorío de Murcia. Era sin duda su destino: aquella fue la última lucha del infante contra los moros. Inmediatamente después llegó a un acuerdo con los reinos musulmanes y dejó de luchar.

—Tanto dejó de luchar que se negó a apoyar al rey don Alfonso en el cerco de Gibraltar. En castigo el rey dirigió una expedición contra Murcia —explicó Ruyz—. Yo estaba en esa expedición, recuerdo que fue en agosto de 1334, pues don Alfonso recibió en el campamento la noticia del nacimiento de su hijo don Pedro, nuestro rey. Todos esperábamos fiesta, pero don Alfonso ordenó simplemente proseguir la marcha. Nunca, ni en el momento de su nacimiento, sintió mucho amor por su hijo. Ya entonces mantenía relaciones públicas con Leonor de Guzmán y ya habían nacido los gemelos Enrique y Fadrique. Eran mayores que don Pedro, nacieron un año antes, y entonces sí que hubo grandes fiestas. Ellos dos fueron siempre los más amados del rey.

—Sí, lo sé muy bien —añadió Muriel—, les conocí a todos cuando eran aún niños. Los gemelos eran los favoritos de la corte y todo les estaba permitido. Y, mientras, don Pedro, el legítimo heredero, era un niño solitario que se escondía de todos para no ser insultado y torturado por sus hermanastros. Yo aparecí en la corte cuando tenía trece años. Mi madre llevaba ya varios años en una completa locura y mis parientes me alejaron de ella y me enviaron a vivir a la corte con un tío lejano que jamás se preocupó por mí. Solitario y abandonado como don Pedro, pronto este y yo entablamos amistad. Yo era alto y fuerte y tras unos cuantos enfrentamientos con los bastardos, sobre todo con Fadrique, dejaron de molestarnos y pudimos estar solos. En todo el tiempo que estuve allí, jamás quiso el rey ver a su hijo.

—¿Era don Enrique muy cruel con el rey, Rodrigo?

—No, Enrique era diferente a todos. Se mantenía apartado de sus hermanos, y si a veces intervenía era para suavizar las cosas. El peor era Fadrique sin duda: el mayor canalla que he conocido; necio, cobarde y cruel. Sin embargo, obedecía como un perro a su gemelo. El resto de los hermanos no era mucho mejor. Tello era traicionero, rencoroso, astuto y peligroso. Juan un necio presuntuoso. Sancho, el menor, a pesar de su poca edad ya dejaba claro que podía llegar a ser el más canalla de todos. En cuanto a Enrique nunca logré comprenderle del todo: todavía no sé si se compadecía de su hermanastro o si experimentaba el placer de mandar sobre todos sus hermanos. Nadie se atrevía a desobedecerle, ni siquiera su propia madre, que odiaba a don Pedro y que muy a gusto le hubiera matado. Y sin embargo, Enrique era amenazador. Ordenaba con una sonrisa y cuando se proponía ser agradable podía ser el más encantador y amigable de los muchachos, así como ahora es el más encantador y seductor de los nobles de Castilla.

—¿Le habéis tratado últimamente, Rodrigo?

—No directamente, Alfonso, pero conozco muy bien sus andanzas. Gran parte de mis viajes, en estos cinco años, fueron para adquirir noticias sobre el bastardo. Me entrevisté con muchas gentes que le vieron y hablaron con él. Ha estado en muchos sitios, participado en muchas empresas y nunca ha caído en el fracaso. Todos sus éxitos le han hecho más rico, más hábil y más peligroso. Y siempre, siempre, ha mantenido su idea fija, su meta, su propósito último y verdadero: el trono de Castilla.

—Tal vez ese sea su primer y gran fracaso —comentó Ruyz.

—Tal vez —asintió Muriel—, pero eso se verá al final de la partida. Por ahora estamos embarcados en su transcurso y tal vez no haya llegado ni a la mitad. El rey solo teme a don Enrique. Hace cinco años, cuando huimos de Toro, así me lo dijo, y después de mi viaje le comprendo. Los otros hermanastros del rey, o los infantes de Aragón, no son sino meros fantoches que se estrellarán siempre ante la roca que es don Pedro. El rey de Aragón les deja hacer, pues todo lo que sea crear problemas a Castilla es bueno para él, pero mantiene cuidado de que ninguno se vuelva demasiado poderoso. Desconfía en especial de Fernando de Aragón, a pesar del apoyo que este recibe de Cabrera, pues sabe que el infante puede volverse contra él en cualquier momento. Los aspirantes pueden perderse en ese laberinto de intrigas, y se dedican más a intentar conseguir el mando de los exiliados que a poner en verdaderos apuros al reino de Castilla. Solo Enrique se ha aventurado a abandonar la protección de Aragón y a lanzarse a la batalla como hicieron Hakwood, o Du Gluesquin, para conseguir su propio dinero y sus propias tropas. Su nombre no suena tanto como el de otros capitanes, pero es hábil y prudente: nunca se dirige a un objetivo que no sea capaz de conseguir. No ha tenido victorias resonantes, pero tampoco ninguna derrota hasta Nájera. Y si logra escapar se hará más peligroso, pues aprenderá de su error y nunca más se embarcará en ninguna empresa cuyo éxito dependa de otros.

—¡Cuánto habría disfrutado don Juan Manuel en estos tiempos turbulentos! —comentó Sirga—. Pocas ocasiones habrá como esta para las intrigas y las traiciones.

—Sería un peligroso enemigo, sin duda —respondió Rodrigo—. Su hija, doña Juana, es la esposa de Enrique, como sabéis, y desde muy joven defendió fervorosamente los privilegios de su familia. La conocí hace tiempo. No cabe duda de que ha heredado todos los defectos de su padre y ninguna de sus virtudes: es cruel, dura, ambiciosa y traicionera y, a la vez, mezquina y aviesa. Enrique la odia, pero sabe bien que no encontrará otra persona tan decidida a encumbrarle y a la vez tan implacable y tan falta de escrúpulos.

—Se dice que es la amante de Pedro Carrillo, el favorito de Enrique —comentó Sirga.

—Ya he oído los rumores. No me sorprendería. Enrique de Trastámara y Juana Manuel se han asociado para una empresa que les reportará beneficio a los dos: el trono de Castilla. Pero no hay amor entre ellos y el suyo fue un matrimonio de conveniencia. Por lo demás, Enrique tampoco podría quejarse mucho: nunca ha sido un ejemplo de fidelidad conyugal.

—Por cierto que se casaron nada más morir don Juan Manuel —dijo Ruyz.

—Sí, así es —contestó Sirga—. Y no creáis que Juana sintió el menor pesar por la muerte de su padre. Siempre le odió.

Así continuó el viaje, y el conocimiento de Sirga, Ruyz y Muriel fue haciéndose más sólido. El frío fue aumentando a medida que se iban acercando a la zona montañosa donde se situaba Llaguno. Sirga y Muriel tuvieron necesidad de abrigarse mientras que Ruyz y el resto de sus ballesteros permanecían impertérritos con sus uniformes de negro cuero. Paraban para dormir en pueblos muertos y abandonados, nadie sabía si por la pestilencia o por el gran frío. En casas desmanteladas pasaban la noche, oyendo el crudo viento del exterior. Salían cuando el día empezaba a clarear, mientras dos de los ballesteros se dedicaban a limpiar los restos de su paso para frustrar a posibles seguidores.

La compañía funcionaba con tranquila eficacia y Muriel notó que rara vez Ruyz se veía necesitado de dar órdenes a sus hombres. Con dos exploradores siempre por delante, la comitiva caminaba con tranquilidad, reposando los caballos cada dos horas. Dos veces al día Ruyz ordenaba desmontar y hacer dos horas de camino a pie para dar un descanso más largo a las monturas. Según explicó, en el camino a Llaguno no encontrarían otras cabalgaduras, y en el propio castillo probablemente no tendrían para todo su grupo. Así pues, era necesario mantener a los caballos lo más frescos posible.

—El rey me advirtió —les comunicó Ruyz a Sirga y Muriel-que posiblemente debería mandar mensajeros por delante a nuestro regreso con la información. Tan solo un nombre, pero es importante que llegue a Nájera lo antes posible. Por eso los caballos deben mantenerse en las mejores condiciones posibles.

Muriel no se sentía molesto por las frecuentes paradas. Acostumbrado a los viajes disfrutaba de la tranquilidad de este y de la compañía, que para él era un lujo inesperado. En esas paradas Ruyz le enseñó el uso de la ballesta. El veterano era totalmente favorable a la ballesta de estribera y consideraba el armatoste como arma de un solo disparo, quizás útil para un defensor tras una muralla que dispusiera de varias armas, pero no utilizable por un soldado en campo abierto. Para demostrar sus ideas a Sirga y Muriel les hizo una exhibición. Ruyz, con su pequeña ballesta, y Laín, uno de los ballesteros, con el armatoste, se colocaron a unos cincuenta metros de un árbol. Mientras el ballestero cargaba el armatoste, haciendo un considerable esfuerzo, introducía un viroque y apoyaba el arma en el suelo con la vara de hierro que se utilizaba para fijar la estabilidad, Ruyz clavaba sin esfuerzo aparente seis flechas en el árbol con sendos disparos de ballesta. Pero cuando el ballestero disparó el armatoste, el árbol que había resistido las seis flechas sin aparente movimiento quedó partido en dos por la tremenda fuerza del viroque, que hizo saltar por los aires infinidad de astillas de madera.

—El poder de destrucción del armatoste es muy superior —explicó Ruyz—, pero quien lo emplee solo podrá utilizarlo si está bien protegido. De lo contrario un ballestero normal podrá matarlo antes de que tenga tiempo de cargar su arma.

—Pero desde los muros de una fortaleza sí que puede utilizarse con razonable seguridad. Y entonces su capacidad de destrucción y su alcance presentarán una ventaja —repuso Sirga.

—En principio sí. Ahora bien, ya habéis visto el tiempo que tardaba Laín en cargarlo. Si los defensores cuentan únicamente con armatostes, los atacantes saben que cuentan con un largo espacio de tiempo entre una descarga y otra para moverse. Con ballestas normales es posible mantener una lluvia de flechas sobre el terreno casi continuamente.

—Mayor rapidez todavía de disparo se consigue con los arcos, ¿no es así? —preguntó Muriel, que había observado con interés la demostración.

—Efectivamente, pero con arco y flecha se pierde distancia y potencia de tiro. —Ruyz hablaba con más animación de lo habitual, dejando claro que el tema le atraía y que le había dedicado tiempo y meditación—. La ballesta representa un punto medio en velocidad de disparo, en potencia y en alcance. Pero lo que la hace preferible para una tropa a caballo es su facilidad de uso. Ya habéis visto la dificultad del armatoste y cómo es necesario estar en tierra e inmóvil para cargarlo y dispararlo. El arco, por su parte, necesita que el arquero utilice las dos manos para apuntar y disparar. Podrá hacerlo desde el caballo, dirigiendo a este con las rodillas siempre que el caballo vaya despacio, pero no podrá hacerlo si va al galope. Una tropa montada lanzada a toda velocidad será mucho más efectiva con venablos que con arcos. En cambio con ballestas como esta —palmoteó su ballesta de estribera-se puede cabalgar con una mano y disparar con la otra sin perder velocidad. Os lo demostraré.

Ruyz se montó en su caballo de un ágil brinco. Con rapidez puso a su animal al galope y comenzó a dar vueltas en torno a Sirga y Muriel. Levantó la mano para avisar a sus compañeros y comenzó a actuar. Con la mano izquierda asió las riendas, y mantuvo la dirección exigiendo siempre al caballo la máxima velocidad. Mientras tanto, con la mano derecha asió la ballesta de estribera y la colocó a un lado de la silla con la cuerda apoyada en un recio vástago metálico que sobresalía en la silla de su montura. Apoyó la mano en el extremo de la culata y presionó con fuerza hacia abajo, hasta que sonó un fuerte chasquido. Con un gesto enseñó la ballesta ya montada a Sirga y Muriel y la apoyó sobre sus rodillas. Sin mirar, extrajo un dardo de una bolsa que llevaba en su cinturón y lo colocó en la ballesta. Después apoyó la culata en la silla, justo delante de su muslo, y disparó. El dardo se clavó profundamente en el tocón del árbol destrozado por el armatoste. Cuatro veces repitió la operación antes de detener su caballo. Las cinco flechas habían quedado profundamente clavadas en el árbol destrozado.

—Impresionante, Pero —Muriel se dirigió sonriente al ballestero, que no parecía en absoluto fatigado por su esfuerzo—. Con hombres de vuestra habilidad un grupo reducido de ballesteros puede ser una hueste formidable. Sin embargo creo que para conseguirla deben de ser necesarias muchas horas de esfuerzo y entrenamiento.

—Así es, Rodrigo. —Ruyz desmontó mientras respondía y se dirigió hacia sus compañeros—. Fue el rey don Pedro quien decidió que se impulsara el entrenamiento y quien consideró conveniente usar tropas de plebeyos montadas y no solo como infantería. Según él, hay muy pocas tropas entrenadas y preparadas por el mundo, y con frecuencia los generales solo confían en el número para sus batallas. Pero una tropa entrenada y pequeña puede moverse con mucha más velocidad que un ejército numeroso, salirle al encuentro antes de lo esperado por los generales enemigos y compensar con su habilidad la diferencia de número.

—Ésa fue en realidad la clave de la victoria de Nájera —intervino Sirga—. Don Pedro llegó mucho antes de lo que el Trastámara consideraba posible. Las fuerzas del rey eran menores, pero mejor entrenadas.

—Como las Compañías Blancas de Du Gluesquin —dijo Muriel—. También él cree en el entrenamiento de sus hombres. Aunque, como habéis indicado, Pero, sobre todo en la infantería. Por lo que sé combaten con arcos, como la mayoría de las compañías de mercenarios, aunque varias de ellas usan el arco largo inglés.

—Sí, es cierto; es una buena arma. Mucho más potente y de más alcance que los arcos normales. Pero es de difícil uso y exige corpulencia del arquero. En Inglaterra es obligatorio su uso para todos los plebeyos y hay grandes concursos y premios. De esta forma los reyes ingleses siempre tienen a su disposición hombres entrenados para dispararlo en la batalla. Las tropas de Hakwood lo utilizan siempre.

Los tres permanecieron en silencio, meditando. Por fin Sirga manifestó lo que estaba en la mente de todos:

—En Castilla nunca ha ocurrido eso. Ningún rey ha confiado tanto en su pueblo como para mantenerlo armado continuamente.