Capítulo 10
CAMPAMENTO real a las afueras de Nájera, 1 de mayo de 1360
Pedro se asomó a la puerta de la tienda e hizo una seña. Rápidamente, las cortinas que tapaban la entrada se levantaron y un grupo se servidores entraron con una amplia tabla que dispusieron como mesa y unos taburetes. Mientras tanto los convocados al consejo accedieron a la tienda real. El primero fue Fernando de Castro, que con expresión de alegría en su rostro franco y hermoso se dirigió directamente a Rodrigo y le estrechó en un fuerte abrazo. De repente, confundido, se volvió hacia el rey, disculpándose por no haberle presentado previamente sus respetos. Pedro sonrió alegremente y tranquilizó a Fernando.
—No te apures: en el reencuentro de viejos amigos separados hace tanto hay demasiada alegría como para mezclarla con protocolos.
Castro sonrió, algo apurado todavía, aferrado a la mano de Muriel. Le cuchicheó al oído: «Luego hablaremos nosotros» con un susurro que debió de oírse en la tienda más lejana del campamento. Rodrigo saludó con un gesto de cabeza a Ayala y Fernández y le presentaron a Martín López, un hombre alto y lúgubre, de ropaje oscuro, que le examinó como quien toma medidas para un ataúd. López de Córdoba musitó un «Muy honrado, señor De Muriel» y se sentó silenciosamente en el lugar que el rey le indicaba. Cuando ya todos estaban sentados llegó a la tienda Samuel Toledano. Al ver a Rodrigo se dirigió hacia él para saludarle con corrección, pero sin afecto. Rodrigo no se sorprendió; el tesorero judío que el rey había elegido para crear una nueva hacienda real y él nunca habían simpatizado. Pero lo que sí le sorprendió fue el extremo envejecimiento que Toledano había experimentado en su ausencia; el hombre alto y solemne que recordaba se había convertido en un viejo encorvado de ojos acuosos, y cuando sacó la mano derecha de la bocamanga para estrechar la de Rodrigo le fue imposible disimular los temblores que padecía. Toledano se sentó en el extremo de la mesa, frente al otro extremo donde estaba el rey, y allí se quedó, encorvado, dando la sensación de estar apartado de los demás por una distancia superior a la realmente existente. Rodrigo observó que Castro, incapaz de cualquier disimulo, apartó ostensiblemente su taburete de Toledano y se colocó de espaldas al judío.
El rey habló, como siempre sin preámbulos y directo al asunto a tratar como tenía por costumbre.
—Rodrigo nos trae noticias de la guerra de Francia. Al parecer un gran desastre ha destrozado el ejército inglés. Pero él nos lo explicará mejor.
Muriel miró a los asistentes y empezó a contar su historia, procurando ordenar bien las partes para ser perfectamente entendido.
—Volvía de la corte de Polonia, donde Casimiro III aumenta cada día su poder al haber alcanzado una alianza con Luis de Anjou, rey de Hungría, que le facilita las cosas a la hora de establecer su dominio sobre sus fronteras del norte. Al llegar a Francia me dirigí hacia París, pues tenía noticias de que allí se encontraba el ejército inglés. Como supe por diversos informantes, el rey de Inglaterra había dirigido su campaña como un auténtico necio. Cuando desembarcó en Calais era principios de noviembre, la peor época para una expedición militar. Llevaba tapices y músicos, caballos, criados y pajes, bailarinas y sacerdotes, pero no llevaba víveres, y en los meses siguientes los caballeros ingleses llegarían a saber lo que es el hambre.
Rodrigo siguió contando con voz suave y reposada el transcurso de una de las campañas militares más ridículas y absurdas de toda la historia de Europa. Durante todo noviembre, Eduardo de Inglaterra avanzó entre campos despoblados y ciudades fuertemente fortificadas y bien aprovisionadas sin sacar beneficios de unos ni de otras. El frío sacudía a las tropas y aunque encontraban ciudades abandonadas en las que hubieran podido guarecerse, el terror de los soldados a la peste hacía imposible usarlas como refugio. Finalmente, la primera semana de diciembre, en medio de un infernal invierno en que la nieve no dejaba de caer, Eduardo puso sitio a Reims, donde pensaba hacerse coronar rey de Francia tras una entrada triunfal. A los cuarenta días se tuvo que retirar, después de pasar hambre y frío, sin haber conseguido nada. El elegante ejército de caballeros se había convertido en una banda de famélicos ladrones que se dirigieron hacia el sur, hacia Borgoña, para resarcirse de tanta privación. Los ingleses se refocilaron en la muerte y las pequeñas aldeas que encontraban en su camino fueron destruidas hasta los cimientos. Las torturas, violaciones y asesinatos fueron las actividades a las que se dedicó con entusiasmo la nobleza inglesa, con su rey a la cabeza. A lo largo de la ruta de los ingleses humeaban las hogueras donde quemaban vivos a los campesinos que encontraban. Al cabo de dos meses de saqueos y barbaridades, el caballeresco rey inglés aceptó, sin ruborizarse, un pago de 200.000 monedas de oro por parte de las ciudades borgoñonas para que se fueran a robar y asesinar a otra parte. Eduardo se dirigió hacia París y la sitió a primeros de abril. Una semana de matanzas e incendios a las puertas de París no consiguió conmover a los defensores. Eduardo, aburrido, se dirigió a Chartres, pensando que allí conseguiría la victoria que se le negaba. Tras más de cinco meses de campaña, aún no se había producido ninguna batalla, y los cortesanos, más que hartos, anhelaban volver a sus posesiones inglesas. El paseo triunfal que todos habían imaginado se había convertido en un camino detestable e interminable que no conseguía llegar a ninguna parte. Seguían torturando, violando y matando a todos los que encontraban, pero cada vez eran menos los que caían en sus manos. El duque de Lancaster rogó al rey que aceptara un acuerdo con el Delfín, pero Eduardo, enfurecido, se negó. Continuaba esperando una batalla que le diera la gloria que había imaginado cuando salió de las islas.
—El domingo 12 de abril — explicó Rodrigo-me acerqué a Chartres portando cartas de presentación para sir John Chandos, uno de los generales del rey. Me informaron de dónde estaba el ejército del rey y hacia allí me dirigí. El tiempo era infernal: una niebla espantosa se había aposentado desde hacía días en la región; el frío era tremendo y a pesar de las pieles que llevaba muchas veces me costaba respirar; la lluvia caía sin cesar, una lluvia fría que se metía por todas partes y hacía imposible el descanso. A la caída de la noche llegué al campamento inglés, donde la confusión era tremenda. La disciplina había desaparecido del ejército hacía tiempo y cada grupo se había instalado donde Dios le dio a entender. Los animales, agotados, se echaban en cualquier parte, interrumpiendo el camino. Los soldados de diferentes grupos peleaban entre ellos por cualquier causa y el ruido era ensordecedor. Nadie pudo decirme dónde estaba la tienda de Chandos y decidí pasar la noche por mi cuenta y volver a intentarlo al día siguiente. Encontré cobijo bajo unos roquedales, en la línea exterior del campamento, cerca de un grupo de caballos. Estaba en lo alto de un pequeño cerro, pero la niebla me impedía ver nada a mi alrededor. Me eché a dormir con el cansancio del viaje, dentro de una pequeña cueva que había en el roquedal. La mañana siguiente amaneció extraña y amenazadora, con una luz apagada y triste.
Mientras Rodrigo hablaba, recordaba aquella noche, en la que apenas pudo dormir. En la oscuridad de la cueva, con tan solo un pequeño fuego, no conseguía mitigar el frío. Había echado los últimos restos de su provisión de leña y no había en la cueva ninguna otra cosa lo suficientemente seca como para alimentar la llama. Acurrucado junto al fuego dormitó entre pesadillas. La imagen de su madre desgreñada y enloquecida se le aparecía una y otra vez, y la herida de su costado le despertaba de cuando en cuando. De repente, una punzada más fuerte que las demás le atormentó y recordó nítidamente la hoja de acero entrando en su cuerpo de muchacho. Se incorporó, decidido a ahuyentar la pesadilla, y se acercó a la entrada de la cueva. Comenzaba a amanecer.
Rodrigo siguió hablando, contando al consejo lo que ocurrió aquella mañana.
—El aire estaba cargado de tensión. Sentí que el vello de mis brazos se erizaba y que mi piel hormigueaba constantemente. De repente mi caballo sufrió un acceso de terror e intentó escapar, pero con esfuerzo conseguí controlarle y lo metí en la cueva. Allí se arrimó a la pared temblando, alejándose lo más posible de la entrada. Yo miré hacia el exterior prestando atención a los ruidos: los sonidos del campamento, tan agudos la noche anterior, se oían apagados. Los caballos que había en un redil cercano a la cueva relinchaban sin parar y se agitaban; parecían aterrorizados. Me llamó la atención un ruido extraño, sordo, que se oía al fondo y que no conseguía identificar, que poco a poco fue aumentando lentamente y haciéndose más reconocible. Me recordaba a un molino de batán que había cerca de mi hogar y que vi más de una vez de niño. Los martillos del batán golpeaban incesantemente, impulsados por la rueda del molino, machacando la tela con un ruido profundo y monótono. Aquel sonido en el campamento parecía producido por miles y miles de molinos de batán e iba aumentando cada vez más. De repente un violentísimo relámpago iluminó toda la escena ante mis ojos. En unos breves segundos vi el campamento con una claridad tal que aún lo tengo fresco en la memoria. Yo estaba en lo alto de una colina; a mi derecha había un redil lleno de caballos que se agitaban aterrorizados en vano intento de huir del desastre; a mis pies estaba el campamento inglés: un amasijo informe de tiendas, carretas, hombres y animales sin orden ni estructura. Los hombres miraban hacia el cielo esperando por unos segundos el trueno. Cuando este llegó hubo un temblor, después unos instantes de sorprendente silencio y por fin el infierno cayó sobre la tierra.
Rodrigo guardó silencio por unos momentos, todavía angustiado ante el recuerdo de aquellos instantes. El rey y los consejeros le escuchaban con intensa concentración.
—Los relámpagos incesantes iluminaron la escena con una luz espectral. Los truenos, sin embargo, no se oían, pues su sonido quedaba ahogado por el estruendo de un violentísimo granizo que cayó sobre la tierra. La boca de la cueva me protegió, de lo contrario hubiera muerto sin remisión: los pedriscos eran del tamaño de un puño, algunos como una cabeza de niño. Parecía que Dios hubiera dispuesto el apedreamiento de la tierra en castigo de un horrible pecado que solo él pudiera comprender. Los caballos que había a mi derecha solo tardaron en morir algunos segundos, horriblemente lapidados; las piedras de granizo se estrellaban contra sus cuerpos y hacían brotar su sangre como la lava sale del volcán. Los vigilantes intentaron llegar hasta la cueva donde yo estaba, pero apenas pudieron dar unos pasos: cayeron aplastados por las piedras del cielo y pronto estuvieron destrozados y cubiertos de sangre. Recuerdo que uno de los caballos intentaba saltar la cerca en el momento en que un pedrisco le cayó entre los ojos: su cabeza desapareció en una explosión de sangre. Vi a hombres aterrorizados perecer aplastados bajo las piedras. Vi cómo otros buscaban refugios bajo las carretas o bajo sus escudos. El rojo de la sangre estaba por todas partes: en los animales, en los hombres, en las ropas, en los carros. De pronto el pedrisco paró. Y llegó el viento. Un viento que destrozó las tiendas que aún quedaban en pie, que volcó las carretas. Los árboles fueron arrancados y cayeron sobre la tierra. Y con el viento llegó el agua: la lluvia más violenta que yo haya visto nunca. La hondonada donde estaba el campamento se llenó de agua y de barro: todo fue arrastrado. La lluvia paró y el viento también y la niebla desapareció poco a poco. Apenas había pasado media hora desde el comienzo de la tormenta y en todo el campamento que había bajo mis pies no se veía el menor signo de vida. Un enorme montón de fango sepultaba a hombres y animales; aquí y allá se veían los restos de lo que fuera el orgulloso ejército invasor: un escudo abandonado, una bandera hecha jirones, una carreta destrozada. El campamento del ejército inglés se había convertido en los restos de un desastre.
Los asistentes al consejo escuchaban ensimismados a Rodrigo. Fue Martín López de Córdoba con su voz profunda y hueca quien rompió el silencio:
—¿Quedó el ejército inglés totalmente destrozado?
—No, señor De Córdoba —contestó Muriel—, pero sí enormemente diezmado. Los distintos grupos de tropas se habían aposentado en diferentes grupos debido a la desorganización. Los que estaban en lugares altos sufrieron menos y la tormenta no descargó igual en todos los sitios. Las tiendas del rey soportaron apenas un ramalazo del exterior de la tormenta, por eso él y todo su séquito no sufrieron graves daños. Al día siguiente, ya sin fuerza ni empuje, partieron hacia Inglaterra.
—Por lo tanto —intervino Mateo Fernández—, la expedición del rey Eduardo ha sido infructuosa. Ha perdido tiempo y dinero y no ha conseguido su objetivo de proclamarse rey de Francia. ¿Se atreverá a intentarlo otra vez, señor De Muriel?
—Parece difícil, señor Fernández, pero eso no quiere decir que Inglaterra renuncie a intervenir en Francia. Me parece posible que algunos comandantes, Chandos y Knollys por ejemplo, sigan actuando en Francia con algunos pequeños grupos.
—¿Conseguisteis hablar con Chandos, señor De Muriel?
La pregunta partió de Ayala, que había escuchado a Rodrigo con suma atención. Tan sereno como siempre, no parecía en absoluto intimidado por ser el más reciente consejero del rey.
—No, señor De Ayala. La confusión era grande. Pero pude hablar brevemente con un caballero que conocía de mi estancia en Inglaterra y que servía a sir Walter Knollys. «El ejército está destrozado y el rey solo piensa en volver a la corte y a sus diversiones», me dijo, enfurecido. «No escucha a su hijo ni a sus comandantes. Pero ¡por Dios!, lord Knollys no se irá de Francia sin haber conseguido un botín para pagar a sus hombres.» Francia seguirá siendo un campo de batalla, pues el Delfín aún no tiene fuerzas suficientes para controlar el reino. Es la hora de las compañías de mercenarios, de Chandos, de Knollys y de Beltrán Du Gluesquin.
—Y de Enrique de Trastámara, tal vez.
Todas las miradas se volvieron hacia Ayala, que había hecho la última afirmación con su voz tranquila.
—¿Qué queréis decir, Ayala? —preguntó el rey.
—Mi señor, vuestro hermano ha invertido todo el crédito que tenía en la corte de Aragón en esta invasión, y lo ha perdido. A partir de ahora tendrá la enemiga declarada de los infantes de Aragón, los hermanos de vuestro padre. Si es cierto, como ha llegado a mis oídos, que Cabrera está en su contra, poco le queda por hacer por el momento ante el rey de Aragón. Pero tiene un grupo de hombres que le siguen y que son expertos en la guerra. Si yo estuviera en su caso intentaría pasar a Francia, y buscaría allí las oportunidades de adquirir una buena fortuna que le hiciera algo más independiente de lo que es ahora. Además puede contar con la ayuda de los Luna, que siempre fueron enemigos de los infantes.
—¿Y el trono, señor De Ayala? ¿Creéis que Enrique renunciará a él?
La pregunta provenía de Fernando de Castro, que no parecía sentir mucha simpatía por el alavés.
—¡Oh no, señor De Castro! Enrique no renunciará jamás a ser rey de Castilla. Pero por el momento deberá poner freno a sus ambiciones. Aragón, tras esta batalla, ha quedado seriamente dañado por Castilla. Con las complicaciones que el Ceremonioso tiene en Cerdeña, no le conviene reclutar nuevas tropas para mandar a Castilla y aún menos poner a un general fracasado al frente de su ejército. Nuestro señor mantiene buenas relaciones con Inglaterra y nuestros vecinos de Granada y Córdoba. Francia no existe apenas como reino y sus gobernantes necesitan más ayuda de la que pueden dar. En cuanto al rey de Navarra, bien sabemos todos que se vendería a cualquiera por dinero, pero en este momento Enrique no tiene dinero y Castilla tiene fuerza, así que el de Navarra se quedará quieto en sus montañas, rogando que le olviden. Para Enrique la única oportunidad es dejar que pase tiempo esperando que Francia y Aragón recuperen su antiguo poder, y mientras tanto reunir dinero para sobornar a Carlos de Navarra. Entonces, cuando juzgue que Castilla pasa por un momento de especial dificultad, atacará. Pero para eso deben pasar años: tales cambios en la situación del mundo nunca son rápidos.
Ayala no sentía ningún embarazo en extenderse ante el consejo del rey. Muriel observó que se le escuchaba con interés, con excepción de algunos resoplidos irritados de Fernando de Castro, que, no obstante, era demasiado respetuoso con el rey para expresar más claramente su desagrado. Hubo un breve momento de silencio después de las palabras del alavés. Pedro, según su costumbre, cambió bruscamente de tema, dando así por finalizado el análisis del futuro de Enrique.
—Rodrigo nos ha traído otra información importante. Recordaréis todos que Ayala expuso a este consejo que era muy extraño que Enrique hubiera iniciado la invasión sin aliados en el interior de Castilla, que fomentaran revueltas y desórdenes con el fin de dividir nuestras fuerzas y así tener más posibilidades de victoria. Pues bien, acertó.
Pedro guardó silencio por un momento. Con su tranquilidad de costumbre, Ayala no había movido una pestaña ante las palabras del rey y miraba al soberano con cortés interés. Castro seguía enfurruñado y Toledano perdido en sus sueños. Fernández y López de Córdoba escuchaban con intensa concentración. El rey prosiguió:
—Rodrigo me ha traído información de una conjura. Los conjurados tenían por objeto no solo el desorden sino también atraerme a una trampa y asesinarme.
—¿Conocéis los nombres, señor? —la pregunta partió de Toledano, que hasta el momento había permanecido mudo e inmóvil en su asiento. Fue formulada con voz seca e inexpresiva, pero a pesar de ello había en el aire una cierta nota de desafío.
Pedro miró a Rodrigo y asintió con la cabeza. Muriel habló:
—La información procede del propio consejo privado de Enrique. Los conjurados son Men Rodríguez Tenorio, Fernán Gudiel de Toledo, Fortún Sánchez Calderón, Pedro Núñez de Guzmán, Gutierre Fernández y su hermano, el arzobispo de Toledo Vasco Gutiérrez.
—¿Estáis seguro de lo que decís, Rodrigo? Mirad que estáis acusando de traición a hombres de muy antigua nobleza y alta condición. Hombres que, por su noble nacimiento, sin duda, no son capaces de ese horrible crimen, reservado para otros de más baja condición y más aún para los que no siguen el recto camino de la cristiandad.
Toledano era de nuevo el autor de la pregunta, pero ahora se percibía en sus palabras un fuerte sarcasmo, aumentado por el hecho de que mientras hablaba su mirada se dirigía a Castro, que era el único de los presentes, aparte de Rodrigo y del propio rey, que pertenecía a la vieja nobleza castellana. Muriel sonrió apenas, pues conocía bien las vueltas y revueltas que podía haber detrás de las palabras del judío.
—La traición vive en el corazón del hombre, amigo Samuel, de todos los hombres. A veces despierta, a veces dormida, pero siempre presente, ataca a la voluntad en el momento en que esta se halla más debilitada. De todos podemos esperar la traición, pero cualquier hombre, sea cual sea su condición, puede imponer su rectitud y seguir el camino de la lealtad y el honor —dijo.
Castro, que se había agitado ante las últimas palabras de Toledano, se tranquilizó visiblemente después de la réplica de Muriel. Se inclinó hacia Rodrigo y con uno de sus susurros atronadores le dijo:
—Siempre has sabido, Rodrigo, decir lo que yo pienso y que sin embargo no puedo explicar. Me alegro de tu vuelta.
El rey, que había permanecido silencioso durante este intercambio, volvió a tomar la dirección de sus hombres.
—He resuelto la ejecución de los traidores en el más breve espacio de tiempo posible. Los informes de Rodrigo no admiten discusión.
Nadie en el consejo protestó. La pena por traición era la muerte y eso era sabido por todos.
—Mateo —ordenó el rey—, encargaos de que se cumpla esta decisión con toda rapidez.
El sonriente Fernández asintió sin perder un momento su aire bonachón. «He aquí un hombre peligroso», se dijo Rodrigo.
Hubo un breve silencio. Cuando parecía que el consejo iba a terminar, la voz de Ayala volvió a oírse.
—Tal vez sería conveniente proceder con prudencia en el caso del arzobispo. El papa podría sentirse molesto si fuera ejecutado sin su conocimiento.
—¿Y qué poder tiene el papa en estos momentos? ¿Va la puta de Aviñón a imponernos su ley, ahora que ni siquiera los franceses le hacen caso?
Castro explotó de nuevo, dejando aún más claro la antipatía que sentía por Ayala. Rodrigo intervino y apoyó la mano en el hombro de su viejo amigo.
—El papa es menos poderoso que antes, es cierto, pero no es prudente ganarse su mala voluntad. El destierro podría ser suficiente para el arzobispo.
El rey observó la mesa durante unos segundos y levantó la mirada con una expresión de cierta diversión en su rostro frío.
—De acuerdo. El arzobispo será desterrado. Mateo, dispón que sea apresado y metido en prisión hasta que su hermano sea ejecutado; que contemple el tormento en primera fila y que después de la ejecución sea llevado a toda velocidad a la frontera de Francia. Elegid personalmente a los hombres que le llevarán. Mando que sea dejado en tierra francesa sin caballo, mulo ni asno, que sea privado de dinero, armas, calzado y ropa. Que se le vista como un labrador y que descalzo y solo se adentre en el reino de Francia. A buen seguro que Dios, para proteger a varón tan santo, dispondrá una buena resma de milagros para protegerlo y guiarlo. De no ser así tendrá ocasión para practicar las virtudes de la resignación y el contentamiento, tan convenientes para su misión en la tierra.
Rodrigo no se sorprendió de la decisión del rey. Demasiado bien conocía el odio de Pedro por los religiosos y, a decir verdad, lo compartía en buena parte, por lo que en su interior aprobó totalmente su decisión. Observó interesado la reacción de los demás consejeros ante trato tan indigno dispensado a todo un arzobispo de Toledo. Toledano sonreía encantado, como siempre que podía infligir un daño a sus mortales enemigos; Fernández mantenía en su rostro la misma expresión bonachona y bienhumorada que tenía cuando el rey le ordenó ejecutar las sentencias de muerte; López de Córdoba revisaba unos pergaminos sin tener al parecer ningún interés en la suerte del eclesiástico. Solo Castro se removió inquieto, como siempre que el rey desvelaba su profunda hostilidad contra los representantes de una religión que Castro profesaba con una lealtad solo superada por la que ofrecía al monarca.
«Uno de estos —pensó Rodrigo—. Uno de estos, o Diego García de Padilla, es un traidor, cómplice de esos hombres que van a morir y del arzobispo que va a ser humillado y desterrado. Uno de estos tiene que sentir temor ante la posibilidad de ser descubierto. Solo la muerte espera a los traidores: así ocurre en todos los tiempos y en todos los reinos. Pero solo ocurre si el traidor no triunfa. Si al final Enrique gana solo el traidor vivirá y todos los demás moriremos. ¡Necio! Enrique es implacable. Nunca protegerá a un ex partidario de Pedro, por muchos beneficios que le haya dado, cuando ya no pueda sacar provecho de él. Ninguno de estos hombres da muestras de temor, pero eso sería extraño. Son todos gente de probado valor.» Un nuevo pensamiento le asaltó de pronto: ¿por qué, esa misma mañana, Diego de Padilla había marchado a Portugal?
El rey se levantó con ánimo de concluir la reunión:
—Debemos pensar en todo lo que ha expuesto Rodrigo. Mañana nos reuniremos de nuevo para sopesar nuestras decisiones y nuestras alianzas. Los momentos son cruciales y es necesario meditar bien nuestros próximos pasos. Nos quedaremos aquí deliberando, en tanto se produce la rendición de Nájera y de Enrique.
El tono del rey no admitía réplica. Rodrigo comprendió que Pedro estaba en realidad poniendo bajo arresto a todo el consejo, hasta que él mismo descubriese el nombre del traidor. La inquietud por la ausencia de Diego aumentó en su interior. ¿Podría ser esa ausencia una señal? Estaba indeciso en mencionar el tema, pero Ayala lo puso de inmediato sobre la mesa.
—No están aquí todos los consejeros, señor. ¿Debemos enviar a buscar a don Diego?
Rodrigo captó una finísima ironía en la voz de Ayala. De alguna manera parecía dar a entender que las opiniones de Diego no iban a influir mucho en la reunión.
—He enviado a Diego a Portugal por una cuestión de suma importancia. Ahora que Rodrigo vuelve de Francia, necesitaba a alguien de mi entera confianza para esta misión.
Rodrigo creyó comprender al fin las razones del viaje de Diego. Pedro no sabía si Diego era el traidor, y no quería que lo fuese, pero no se atrevía a rechazar la idea. Le estaba dando, a él sólo, la posibilidad de huir. Si verdaderamente era el traidor, Diego podría pasar de Portugal a Francia o Inglaterra y Pedro no tendría que presentarse ante la mujer amada con la sangre de su hermano en sus manos.
—La reunión ha terminado —concluyó el rey—. Ayala, Rodrigo, quedaos.
El resto de consejeros se levantaron de sus asientos con intención de abandonar la tienda cuando la voz del rey les detuvo.
—¡Ah, Mateo! Cuando prendáis al arzobispo, hacedle saber que debe la vida al señor De Ayala. Quién sabe, amigo Ayala —dijo, dirigiéndose al alavés—, tal vez os esté haciendo un favor. Nunca se sabe cuándo necesita tener uno amigos en el lado opuesto.
Castro, Toledano, Fernández y López de Córdoba contemplaron un momento a Ayala ante aquella insinuación que en boca de un rey podía tener un significado terrible. Muriel no sabía a quién admirar más: si al rey, que acababa de ofrecer una magnífica pista falsa al traidor para que pensara que las sospechas iban dirigidas hacia Ayala, o al propio acusado, que con perfecta tranquilidad contemplaba al rey con la expresión cortés de alguien que escucha cosas que no le conciernen en absoluto.
Durante un breve instante todos permanecieron en silencio. Por fin Castro hizo una inclinación de cabeza al rey y, lanzando una mirada de satisfacción a Ayala, abandonó la tienda. El resto de los consejeros le siguió y Pedro se quedó solo con Muriel y el alavés.
El rey se sentó e indicó a sus hombres que hicieran lo mismo. Cuando habló, su voz tenía una entonación de normalidad que contrastaba con la acusación que aún flotaba en la habitación.
—Parece que el señor De Castro no os guarda mucho afecto, amigo Ayala.
Éste sonrió, francamente divertido.
—Fernando de Castro os es absolutamente leal, mi señor. Pero al mismo tiempo es bastante exclusivista. Piensa que cualquiera que esté junto a vos le hace de menos, y eso entorpece su razonamiento.
Muriel admiró el tacto de Ayala. Bien sabía el tranquilo personaje que tenía delante la vieja amistad entre Castro y el rey, y había reducido la importancia de las sospechas de Castro sin decir nada ofensivo contra él.
—Pero —prosiguió el Rey—, no por ello deja de ser cierto que no os va a perjudicar mantener amigos en el bando de Enrique. Al fin y al cabo él está aún ahí y, aunque derrotado, puede todavía recuperarse.
Ayala se inclinó hacia delante y apoyó sus brazos en los muslos, juntando las manos. Cuando habló su voz había cambiado: mantenía la tranquilidad, pero había desaparecido su tono de cortés indiferencia. Rodrigo pensó que estaba demasiado tranquilo ante la acusación del rey, que aún seguía en el aire sin que el alavés hubiera dado muestras de tenerla en cuenta. «Éste es el momento de defenderse, de negar la acusación, y, sin embargo, Ayala no lo hace. Hay en este hombre un tremendo orgullo. Está claro que no se siente inferior al rey ni a nadie. Probablemente por eso no quiere defenderse. Lo toma como una humillación y se niega a ello.»
—Creo, mi señor —dijo al fin Ayala, fijando su mirada en Pedro—, que el hombre sabio es el que intenta dejar amigos y deudores en el camino. Nunca se sabe cuándo puede cambiar la fortuna y los dones antiguos son semillas que sembramos y que tal vez florezcan algún día, si es que lo necesitamos. Al fin y al cabo, ¿no es eso lo qué está ocurriendo? ¿No estáis intentando pagar una vieja deuda a vuestro hermano Enrique?
El rey se puso en pie. Se dirigió hacia la mesa del Becerro y se apoyó por un momento en el grueso libro. Rodrigo sintió el desasosiego que siempre llegaba con la mención del Bastardo y sus relaciones con el rey. Pedro se encaró con Ayala.
—¿Por qué decís eso, amigo Ayala?
—Señor, tras la batalla habéis quedado dueño absoluto del campo. Enrique se refugió en Nájera y cometió la peor torpeza de su vida. Dentro de la ciudad sitiada, sin ejército, no tiene escapatoria. Vos podéis atacar la ciudad para conquistarla o sitiarla fuertemente para, cuando empiece a hacerse sentir el hambre, proclamar que solo queréis la entrega de vuestro hermano. Cualquiera de las dos soluciones os permitiría capturar a Enrique. Sin embargo, no emprendéis ninguna de las dos acciones. Habéis situado fuerzas frente a la ciudad, pero teniendo buen cuidado de dejar franco el camino de las montañas. Le ponéis un puente de plata para huir a Francia. Viendo todo esto, recuerdo que cuando fuisteis preso en Toro, Enrique no entró en el reparto de cargos que hicieron vuestros demás parientes. Ignoro si fue un acto de repulsa por su parte o un astuto cálculo previendo que aquella situación no podía mantenerse. Por más que lo pienso me sigue pareciendo evidente que queréis dejar escapar a vuestro hermano, pero, sin embargo, lo sucedido en Toro me parece causa insuficiente para vuestra conducta.
En la voz de Ayala había un tono de interrogación. Rodrigo pensó que aquel hombre solo vivía para una pasión: saber, conocer, comprender. Tal vez, fantaseó, la ambición para Ayala no era más que un medio para llegar a conocer, a saber, lo más posible. El rey volvió a preguntarle.
—¿Creéis por tanto que sería más conveniente para mí que Enrique fuera capturado?
—Es difícil decirlo, mi señor. —Ayala se llevó las manos a la cabeza, distraídamente, y se revolvió el pelo mientras hablaba—. Hay muchos aspectos positivos en el hecho de que sea capturado y muerto —su voz no se alteró al pronunciar la última palabra—, pero también los hay en el hecho de que siga con vida. Al fin y al cabo no es el único que aspira a vuestra corona, y si él muere es más fácil que el resto de vuestros enemigos, vuestros hermanos y vuestros tíos, si me permitís decirlo, se pongan de acuerdo en seguir a un solo individuo. Temen y envidian a don Enrique, y siempre se le opondrá alguno mientras esté vivo. Pero, no obstante, no cabe duda de que el Trastámara es el más peligroso de todos. No tengo los suficientes datos —la confesión por parte de Ayala sonó como un lamento-pero creo que lo más conveniente para vos es perseguir y eliminar a vuestro hermano allá donde se encuentre. Espero, señor, que me perdonéis si os doy un consejo que, me temo, está totalmente en contra de vuestras intenciones.
«Sí, totalmente en contra —pensó Rodrigo—. Le va a dejar escapar, quiere que escape, quiere saldar la vieja deuda del pozo de arañas. ¡Qué estupidez! ¿Cómo se puede permitir esa debilidad? Es el momento de acabar con Enrique, ¡y le va a dar una nueva oportunidad! Pero yo ya conozco esta mirada de Pedro: la decisión está tomada y no la va a cambiar. Ayala es inteligente y analítico, pero si el rey no le envía a Llaguno debe de ser que no confía del todo en él. Quizá la acusación que le ha hecho no sea una mera cortina de humo, quizás Ayala pueda estar también en connivencia con el otro bando; esa insistencia en la muerte de Enrique puede ser también una forma de negar los lazos. O incluso de borrar huellas.»
Los pensamientos de Rodrigo se vieron interrumpidos por las palabras del rey:
—Vuestros consejos son siempre apreciados y valorados, Ayala —dijo—. Pensaré en todo ello.
Ayala inclinó la cabeza, agradeciendo las palabras de Pedro. El rey apoyó una mano en el hombro de Rodrigo.
—Pero ahora debemos terminar esta conversación. Mi amigo, el señor De Muriel, estará cansado de su largo viaje y debe descansar. Más tarde, esta noche, quiero ofrecerle no un banquete, que no encaja con un campamento de guerreros, sino una cena de viejos amigos que vuelven a encontrarse.
Muriel comprendió: al día siguiente debía partir para el castillo de Llaguno.