Capítulo 4
CAMINO de Portugal, 25 de abril de 1360
Muchos kilómetros al oeste del campamento de Pedro de Castilla, el sol no conseguía atravesar los gruesos nubarrones y la mañana se presentaba oscura y fría. Diego de Padilla se preparaba para una etapa más del largo viaje hacia Portugal. En todos los días que llevaba de camino mantenía una idea fija: odiaba este viaje, odiaba Portugal y odiaba a la gente que le acompañaba.
Con su habitual eficacia, Rodrigo Pérez de Castro puso orden en el grupo que acompañaba a Diego. Como siempre, con la cuidadosa cortesía que exhibía desde que empezó el viaje, se acercó a él para solicitarle su orden de comenzar la marcha. Pero Diego sabía que todo era pura apariencia. Pese a que en todas partes donde pasaban se le presentaba como el jefe del grupo, pese a que iba como enviado del rey de Castilla a Portugal con una importante embajada, pese a que el mismo Pedro le había dado un abrazo al partir, no era sino un desterrado al que una escolta llevaba lejos de Castilla. Con frustración e ira contempló la cara sonriente de Pérez de Castro, y deseó hacerle tragar su sempiterna sonrisa. Pero una vez más se contuvo. Sabía bien que estaba solo y que entre los ballesteros del rey que le acompañaban no tenía ningún apoyo.
Dio la orden a Pérez de Castro y le siguió a la cabecera de la comitiva. No miró hacia atrás, pero sintió como una picadura en su espalda la presencia de Nuño Fernández de Roa, su perro guardián. Tanto Pérez de Castro como Roa eran los dos hombres de confianza que el rey había enviado al mando de aquella tropa. Pero mientras Pérez de Castro se ocupaba de dirigir la marcha y organizar todas las actividades, Roa solo se dedicaba a escoltar a Diego. Roa era un hombre grande, huesudo y de aspecto siniestro, endurecido por una vida de batallas de las que las abundantes cicatrices que tenía eran un buen testimonio. Desde que el viaje había empezado apenas había sonreído y casi no había hablado. Se limitaba a estar siempre detrás de Padilla, con un aspecto tan siniestro que Diego no podía evitar un estremecimiento cuando pensaba que lo tenía detrás, jugando, como casi siempre, con un negro cuchillo que llevaba al cinto. «Nuño será tu protector, Diego —le había dicho el rey al despedirse—. Quiero estar seguro de que no te ocurre nada.» Pero Diego dudaba a veces de si Roa no sería su verdugo.
Todo por su viaje a Llaguno. Desde que el rey se había enterado de ese viaje su situación en la corte había cambiado. Diego se sentía en peligro. ¿Qué estaría pasando en Llaguno? ¿Qué había hecho Utiel?