Capítulo 18
—Tengo un regalo para ti.
Tiffany sonrió con tal entusiasmo que Sam encontró las fuerzas necesarias para sentarse. Aunque Tiffany no había dicho qué regalo era, Sam vio la tostada con mermelada. La olió, incluso.
—¿Por qué me traes eso? —le preguntó.
Tiffany alzó la tostada.
—No me parece una respuesta muy entusiasta.
—Es solo que... no sé por qué me traes un regalo.
—Porque soy una buena persona. ¿Por qué si no? Ya sabes que a Colin no le gustaría. Si se enterara, me dejaría esta noche sin cenar. Pero voy a arriesgarme por ti.
Aquel gesto de amabilidad estuvo a punto de hacer llorar a Samantha.
—Gracias.
—De nada. ¿No huele bien? —le pasó la tostada por delante de la nariz.
A Sam se le hizo la boca agua.
—Mmm.
—¿Hoy has comido pienso? ¿Puedo decirle a Colin que te estás comportando como una buena mascota?
—Un poco.
Todavía sentía en el estómago las croquetas que había comido. Días atrás, semanas quizá, Samantha había perdido ya la noción del tiempo, Tiffany le había llevado un cepillo de dientes y pasta dentífrica. Pero Sam tenía que utilizar el agua del cuenco para lavarse los dientes, y eso significaba que o bien se tragaba la pasta de dientes, o echaba a perder el agua. Había optado por la primera opción, pues así se libraba al menos del sabor de la comida para perros. En aquel momento, la combinación le estaba revolviendo el estómago y provocándole un ligero mareo.
—¡Bien hecho! Ahora, sonríe. Hoy no quiero ver a nadie triste a mi alrededor.
Sam sintió una oleada de esperanza.
—¿Es que hoy es un día diferente?
Tiffany se encogió de hombros y alargó la mano para poner la tostada a su alcance. Cuando Sam intentó abalanzarse sobre ella, su sonrisa se hizo casi traviesa.
—Te apetece, ¿verdad? —preguntó riendo.
Sam no sabía si debía confiar en aquella nueva faceta de Tiffany. ¿Estaría fingiendo únicamente que iba a darle la tostada?
—¿Eso es un sí? —la urgió Tiffany al verla vacilar.
Sam asintió.
—Demuéstralo.
—¿Cómo?
—Enséñame algún truco.
Sam se aferró a la manta.
—¿Qué clase de truco?
—Haz tus necesidades delante de mí. Como un perro.
Sam miró hacia la arena para gatos que le habían dejado en una esquina. Había tenido diarrea y la arena apestaba a pesar de que Tiffany la había cambiado durante su última visita.
—Eso es asqueroso.
—¿Por qué? ¿Tú no haces pis delante de tus amigas?
—Pero ellas no me miran.
—Vamos, las dos somos chicas.
A Sam se le cayó el corazón a los pies. Tiffany no quería verle hacer sus necesidades. Lo único que quería era obligarla a hacer algo que le hiciera sentirse humillada. En eso era igual que Colin.
—No —respondió en voz tan baja que apenas se oía a sí misma.
—¿Qué has dicho?
Sam no respondió.
—Maldita sea, ¡qué cabezona eres! —exclamó Tiffany con incredulidad—. Rover hacía pis delante de mí. No le importaba hacerlo a cambio de una recompensa.
Sam pensó en las marcas de la pared. Había seguido el ejemplo de Rover haciendo sus propias marcas.
—¿Qué le pasó a Rover?
—Eso no es asunto tuyo —miró la tostada y volvió a ponerse de mal humor—. Oh, qué demonios. Cómetela —se la lanzó—. Yo no puede permitirme el lujo de comer tantas calorías. Pero si te niegas a hacer pis delante de Colin, te arrepentirás. De eso puedes estar segura.
Sam gateó sobre el colchón para agarrar la tostada. Tenía miedo de que Tiffany cambiara de opinión y se la quitara, pero su secuestradora ya no parecía tener ningún interés en la comida. Se apoyó contra la pared y comenzó a hablar de Colin como si Sam fuera su mejor amiga. Sam le oía mencionarle, pero no le prestaba ninguna atención. Estaba demasiado ocupada recogiendo hasta la última gota de mermelada que había caído al suelo.
—Todo va a salir bien —le estaba diciendo Tiffany—. Creo que me he preocupado por nada. Colin me quiere, pero se enfada con demasiada facilidad ¿sabes?
—Mmm —contestó Sam.
En realidad, no tenía ni idea de a qué se refería. Pero quería mantener a Tiffany ocupada mientras ella disfrutaba de la primera comida normal que había ingerido desde lo que le parecía una eternidad. Y la mantequilla estaba tan dulce...
—Hay mucha gente que tiene genio —continuaba parloteando Tiffany—. Él intenta superarlo. Y nunca ha permitido que su enfado se interponga entre nosotros. Deberías haber visto las rosas que me ha mandado.
Con rosas o sin ellas, Samantha sabía que Colin tenía más problemas que el genio. Era un auténtico loco.
—Es muy guapo, ¿no te parece? —preguntó Tiffany.
Sam acababa de dar el último bocado a la tostada. Cerró los ojos y masticó lentamente, saboreándola todo lo posible.
—Te he hecho una pregunta —le advirtió Tiffany, repentinamente irritada—. No entiendo cómo puedes idolatrar de esa manera un simple pedazo de pan. Si te comportas así, no te traeré más comida.
—¿Qué has dicho? —preguntó Sam.
—He dicho que Colin es un hombre muy atractivo, ¿no te parece?
Sam mantuvo la boca cerrada y la fulminó con la mirada. Tiffany se levantó.
—¿Qué pasa? No me digas que te gustaría decirme que no.
—No es atractivo —respondió—. Es el hombre más feo que he visto en mi vida.
—¡Ese comentario es muy desagradable!
Sam no entendía cómo era posible que estuviera pronunciando aquellas palabras. Incluso mientras lo hacía, sabía que iba a arrepentirse de lo que estaba diciendo, pero no podía contenerse.
—Es malo y retorcido y espero que tenga un accidente de coche al volver del trabajo y se muera desangrado. Si eso pasara, bailaría de alegría sobre su tumba, porque el mundo sería un lugar mucho mejor sin él. ¡Y sin ti! Si tuvieras un poco de cerebro, lo mínimo, no le ayudarías. Eres tan mala como él y vais a acabar los dos en el infierno, junto a todos los monstruos que se dedican a hacer daño a la gente.
Tiffany parpadeó como si estuviera demasiado estupefacta como para responder.
—Estúpida ni... —empezó a decir, pero Sam todavía no había terminado.
—A lo mejor me matas, pero te descubrirán, Tiffany. Te descubrirán, te encerrarán en una celda y entonces serás tú el animal. Te pudrirás en la cárcel hasta el día de tu muerte y después vendrán a buscarte los demonios, te arrastrarán al infierno y allí terminarás, retorciéndote de dolor.
—¡No volveré a traerte nunca otro regalo!
Tiffany salió indignada de la habitación y Sam intentó seguirla. Tenía que intentarlo. Aquella podía ser su única oportunidad. Pero Tiffany la empujó hasta el fondo de la habitación.
Se hizo el silencio durante varios segundos. Después, la puerta volvió a abrirse y Tiffany regresó con un collar para perros y una correa.
—¡Cómo te atreves a hablarme de esa forma! Rover era mucho más dulce que tú. ¡Y me alegro de que no te importe morir porque es probable que Colin te mate en cuanto vuelva a casa! ¿Crees que Rover y tú sois las únicas mascotas que hemos tenido? ¡Claro que no! El cadáver de la última chica que tuvimos todavía está pudriéndose en el fondo de una letrina.
Asustada por las consecuencias de su desafío, Sam se acurrucó en una esquina.
—¿Qué vas a hacer? —gimoteó.
—Ya lo verás. En cuanto lleves esto unos cuantos días, dejarás de comportarte como una niña mimada.
Sam intentó resistirse, pero en su estado, no era rival para Tiffany, que ni siquiera retrocedió cuando Sam comenzó a gritar las posibilidades de un contagio. Después de meterle el collar en la cabeza, se lo ató con tanta fuerza que Sam apenas podía respirar. Se tiró al suelo, intentando llenar de aire sus pulmones, mientras Tiffany se cernía sobre ella con las aletas de la nariz abiertas por el enfado y el esfuerzo.
—¿Te gusta así? —preguntó, y se lo cerró un poco más.
Sam no podía contestar. Vio unos puntos negros danzando ante sus ojos y, a los pocos segundos, todo se tornó oscuro.
No era la primera vez que Zoe dormía en el coche. Cuando a los diecisiete años se había ido de casa en el viejo coche que su padre le había comprado, Samantha y ella habían pasado más de una noche en el asiento de atrás, acurrucadas para darse el calor del que habrían disfrutado en un hotel o un apartamento. Al no tener ni el título de bachiller, Zoe no podía aspirar a un buen trabajo y en el caso de que lo hubiera encontrado, no tenía a nadie que pudiera hacerse cargo de Sam. Así que se había dedicado a recorrer el estado de albergue en albergue, cuando no tenía algún novio que pudiera proporcionarle una vida más estable. Si el chico en cuestión era de confianza y estaba dispuesto a cuidar a Sam, Zoe buscaba trabajo por las noches en establecimientos de comida rápida. Pero sus relaciones nunca duraban lo suficiente como para asentarse. Siempre la habían atraído los hombres rebeldes, o los artistas con grandes sueños y poco sentido de la responsabilidad, justo lo contrario que Anton Lucassi, que era el hombre con el que esperaba poder mantener una relación estable. Él era el padre que toda madre habría deseado para su hija.
Quizá Anton y ella hubieran sido más compatibles si no hubiera sido tanta la diferencia de edad, o si sus pasados hubieran sido diferentes, o si Anton no continuara resentido por el daño que le había hecho su primera esposa. Era demasiado suspicaz como para volver a enamorarse y ella demasiado desconfiada como para tener fe en el amor.
De modo que allí estaba, en medio de otra ruptura. En cierto modo, le aliviaba no tener que volver a escuchar los constantes, y a veces irritantes, consejos de Anton. Era demasiado sabelotodo. Pero le descorazonaba pensar que no era capaz de conservar ninguna relación sentimental.
Se enderezó en el asiento, estiró el cuello para relajarlo e hizo un inventario de lo que llevaba en el bolso. Tenía que intentar mitigar el dolor que le provocaba su situación intentando ser práctica. No era la primera vez que estaba en la calle. Lo superaría, reharía su vida. ¿Pero cómo? ¿Qué activos tenía para poder iniciar una nueva vida?
Llevaba unos doscientos dólares en la cartera, y una tarjeta de crédito que le permitía disponer de tres mil dólares, siempre y cuando Anton no se la anulara, pues estaba también a su nombre. Era bastante probable que cerrara sus cuentas en cuanto su conciencia se lo permitiera. Podía alquilar una habitación en un hotel barato, pero incluso en el caso de que Anton le permitiera utilizar la tarjeta, cada dólar que gastaba en sí misma era un dólar menos invertido en la búsqueda de Sam.
Suspiró y recorrió con la mirada las bolsas que llevaba en el asiento trasero del coche. Junto a las maletas que había guardado en el maletero, eran todo lo que Sam y ella tenían. Pero aunque lo vendiera todo, además de la sortija de compromiso, no conseguiría el dinero necesario como para ofrecer una recompensa. Un anillo empeñado y un montón de ropa usada no iban a sumar una gran cantidad.
Pensó en llamar a Jonathan, pero apenas se conocían. No quería saltar de una relación a otra, y menos en el estado en el que se encontraba. No era justo esperar que Jonathan la ayudara. Así que...
—¿Y ahora qué? —musitó, mirando desalentada por la ventanilla.
Después de salir de casa, había conducido hasta el aeropuerto, donde había pasado el resto de la noche imaginando que había encontrado a Sam y que estaban a punto de irse de vacaciones a México. Ya había amanecido, pero se negaba a abandonar sus sueños. Fijaba la mirada en los mapas, imaginando cómo sería todo...
Hipnotizada por los sonidos y el movimiento del aeropuerto, continuó observando. No estaba segura de durante cuánto tiempo. Cuando por fin salió de aquel letargo, el sol estaba en lo alto. No podía continuar allí, sin hacer nada, se dijo a sí misma. No podía dejarse arrastrar por la desesperación. Sam contaba con ella.
Le prometió en silencio a su hija que aguantaría, tomó el teléfono que había dejado en el asiento y llamó al detective Thomas.
No estaba. Eran más de las ocho, pero al parecer, todavía era pronto. Había gente con vidas más regulares que la suya.
Le imaginó desayunando con su esposa, disfrutando de una segunda taza de té antes de ir al trabajo y no pudo evitar enfadarse con él por no estar disponible. Pero no tenía derecho a pedirle más de lo que estaba haciendo. El detective Thomas había demostrado ser un hombre responsable, había investigado todas las pistas, había llamado a todos los refugios, había hablado con sus vecinos. Pero para él, aquello solo era un trabajo. El caso de Sam no se diferenciaba de otros que también tenía que resolver.
Al tiempo que cerraba la mano libre en un puño, Zoe llamó a Skye. Odiaba tener que volver a pedirle ayuda a su amiga. Su organización ya había corrido con los gastos que Jonathan y ella habían tenido en Los Ángeles. Pero estaba dispuesta a hacer cualquier cosa, incluso a pedir en la calle, para encontrar a su hija. Necesitaba que los medios de comunicación dieran cobertura a su caso. Alguien tenía que haber visto a su hija. A lo mejor Skye tenía contactos que podían ayudarla a dar publicidad a la noticia, o podían volver a mostrar en televisión la fotografía de Sam.
El teléfono sonó tres veces, pero justo en ese momento, oyó un pitido anunciando una llamada entrante. Esperando que fuera el detective al que acababa de intentar localizar, descolgó el teléfono.
—¿Diga?
—Hola, ¿cómo estás?
No era Thomas. Era su vecino, Colin Bell.
El sonido de su voz evocó inmediatamente su conducta de la noche anterior.
—Bien —mintió.
Como ya no confiaba en sus verdaderas motivaciones, no quería contar ni con su ayuda ni con su apoyo. Sabía que tendría que arreglárselas sola, como había hecho durante toda su vida.
—¿Y tú? —añadió.
—Preocupado y avergonzado.
Zoe no quería saber por qué. A pesar de lo bien que se había portado con ella cuando la había acompañado a preparar los carteles, prefería evitarle. Pero Colin continuó antes de que hubiera podido contestar.
—Siento mi conducta de anoche, Zoe. Tiffany me ha dicho que me comporté como un baboso, que es posible incluso que te asustara. No sé qué me pasó.
—Yo diría que llevabas una copa de más.
—Llevaba varias copas de más —la corrigió—. A veces me dejo llevar por la presión del trabajo y bebo demasiado, pero eso no es excusa para hacerte pasar un mal rato en tu situación.
Si se hubiera mostrado más arrogante, Zoe habría continuado molesta, pero parecía tan arrepentido que no pudo menos que perdonarle.
—Disculpa aceptada.
—¿De verdad? ¿No lo dices por decir? Me siento como un verdadero estúpido.
Zoe sonrió. La conducta de su vecino no era en aquel momento la mayor de sus preocupaciones. Por lo menos había reconocido que se había pasado de la raya. Teniendo en cuenta su arrepentimiento y que no era probable que aquello fuera a repetirse, puesto que habían dejado de ser vecinos, no tenía sentido mostrarse desagradable.
—Olvídalo. En aquel momento, no eras tú mismo.
Colin dejó escapar un silbido.
—Eres tan guapa como generosa. Pero no lo digo con doble sentido, así que no me cuelgues.
—En ese caso, me limitaré a decir gracias —respondió Zoe riendo.
—Y en cuanto a mi preocupación, la cuestión es que me he acercado a ver a Anton antes de ir a trabajar y me ha dicho que te habías ido de casa.
—Es cierto.
—Espero que no tenga nada que ver conmigo.
El recuerdo de lo ocurrido la noche anterior le hizo sentirse incómoda.
—¿Por qué va a tener que ver contigo?
—Ha sido todo tan rápido que tengo miedo de que haya pensado que en el jardín pasó algo más de lo que realmente ocurrió.
Zoe suspiró con cierto alivio al oírle.
—No, no ha sido eso. Ha sido una combinación de factores.
La esperanza ciega. La estupidez. La búsqueda de un perfil de hombre con el que no encajaba... Afortunadamente, no tenía necesidad de entrar en detalles, así que decidió culpar a la situación en la que se encontraban.
—Supongo que nuestra relación no ha podido soportar la tensión de haber perdido a Samantha.
—En cualquier caso, no era suficientemente bueno para ti, Zoe. Un hombre tan mayor... Nunca he entendido qué veías en él.
Zoe veía seguridad y estabilidad, pero dudaba de que un hombre que había alcanzado el éxito a la edad de Colin pudiera comprenderlo. Él nunca había tenido que luchar para sobrevivir.
En cualquier caso, lo que Anton iba a darle había resultado ser al final una ilusión. La había decepcionado tanto como los hombres con los que había estado antes. Más incluso.
Pero no podía cargar sobre él todas las culpas. Probablemente, si se hubiera permitido ver la realidad tal y como era, habrían roto meses atrás. Anton le había ofrecido un hogar, un trabajo y un ambiente alejado del alcohol y las drogas, pero no estaban hechos el uno para el otro.
Pensó en Jonathan y en el deseo que la había invadido en el instante en el que había posado los labios en su cuello. Aquello le había abierto los ojos, le había demostrado que había renunciado a su propia sexualidad demasiado pronto.
—Supongo que no encajábamos tan bien como pensábamos.
—Espero que no te haya dejado completamente abandonada. ¿Tienes dinero? Porque si no, yo puedo prestártelo.
Cualquier traza de hostilidad hacia su vecino desapareció en aquel momento. No quería pedirle dinero prestado, de la misma forma que tampoco había querido pedírselo a Anton. No le conocía y sospechaba que a Tiffany no le haría ninguna gracia. Aun así, le pareció muy amable al ofrecérselo.
—No lo necesito, pero gracias por ofrecérmelo.
—¿En dónde estás?
—En un hotel.
—¿En cuál?
Zoe se alisó las arrugas del vestido.
—En un hotel pequeño, en el centro de la ciudad.
Había visto dos hoteles de ese estilo la noche anterior, y había tenido oportunidad de conocerlos en la época en la que se alimentaba en comedores benéficos.
—¿Te refieres a uno de esos hoteles de la calle Dieciséis?
—No me he fijado en qué calle estaba. Me he limitado a entrar.
—Ah —se produjo un silencio—. ¿Se sabe algo de Sam?
—No ha habido ningún cambio.
—¿De verdad? ¿La policía no te ha dicho nada?
Zoe puso el coche en marcha y arrugó la nariz al ver que el indicador de la gasolina se detenía a medio depósito.
—Están haciendo todo lo que pueden.
—No es suficiente.
—Yo pienso lo mismo.
Pero a lo mejor no podían hacer nada más. Ni siquiera Jonathan había sido capaz de averiguar lo que había ocurrido.
—He organizado una partida de búsqueda con secretarias y abogados de mi bufete. He pensado que podríamos recorrer el barrio y los alrededores mañana por la mañana enseñando la fotografía de Sam. Después, podemos peinar el terreno que hay al lado de nuestra urbanización.
Justo cuando acababa de decidir que Colin no le gustaba, su vecino tenía un gesto como aquel. ¿Qué demonios le pasaba? Necesitaba apoyos, y no podía permitirse el lujo de ser selectiva. Sobre todo cuando se encontraba con personas que estaban dispuestas a ayudarla.
—Se supone que la policía va a hacerlo hoy, pero no creo que haga ningún daño volver a explorar el mismo terreno.
—Eso es exactamente lo que pensaba.
—Te agradezco mucho la ayuda.
—No tienes por qué darme las gracias, pero puedes venir a cenar esta noche a casa para que organicemos las diferentes rutas —la invitó—. Yo puedo ir a buscar los mapas después del almuerzo.
Si Colin se estaba tomando tantas molestias, ¿cómo iba a negarse?
—Claro. ¿A qué hora quieres que vaya?
—He quedado con unos amigos alrededor de las nueve, así que... ¿por qué no quedamos a las seis?
Era una hora temprana y había dejado claro que no pretendía prolongar la velada. Eso evidenciaba que la cita no tenía segundas intenciones, lo cual serviría para poner fin a todas sus dudas.
—De acuerdo, a las seis me parece bien.
—Genial. Nos veremos entonces —contestó Colin, y colgó el teléfono.
Zoe suspiró mientras presionaba la tecla con la que poner fin a la llamada. Anton había pasado a la historia. Su vecino, que nunca le había gustado, se estaba mostrando más amable que nunca. Su hija continuaba desaparecida. Tenía muy poco dinero, estaba sin casa y sin trabajo. Y no podía olvidar la noche que había pasado en el hotel con el detective de Skye. Estaba perdida y él parecía ser la única persona a la que podía aferrarse.
¿Cómo podía haber cambiado tanto su vida en solo unos días?
En vez de llamar a Skye otra vez, Zoe decidió conducir hasta la sede de la organización. Puso el coche en marcha y retrocedió por la misma carretera por la que había llegado la noche anterior. Pero antes de que hubiera llegado a la autopista, sonó el teléfono.
—¿Diga?
—¿Zoe? Soy Jonathan.
—Sí, ya lo sé —había reconocido su voz al instante—. ¿Cómo estás?
—Esperanzado. Es una apuesta arriesgada, pero creo que podríamos tener una pista.