Capítulo 7
Le abrió la puerta una mujer alta, mucho más joven de lo que esperaba, y también más atractiva. Vestida con una sudadera azul y marrón, unas zapatillas de casa y sin maquillajes, se aferraba a la puerta como si se hubiera abalanzado a abrir en cuanto había oído la llamada y se estuviera tomando unos segundos para recuperar el equilibrio. Evidentemente, esperaba encontrarse con otra persona al otro lado de la puerta. Presumiblemente, con alguien que llevara a su hija.
—¿Señora Duncan?
—¿Sí?
—Soy Jonathan Stivers —le tendió su tarjeta—. Me envía Skye Williams, de El Último Recurso, para hablar sobre Sam.
Antes de que hubiera podido decir nada, apareció un hombre tras ella.
—Zoe, maldita sea, ¿qué haces? Ya sabes que debería haber abierto yo. Se supone que debes descansar.
Las oscuras ojeras que enmarcaban sus ojos, unos ojos de color ámbar, perfectos para la melena castaña dorada, y que habrían resultado fascinantes si no hubiera sido por el dolor que reflejaban, testificaban la necesidad de descanso. Pero Jonathan sabía que no tenía sentido forzarla. Sabía que no podía dormir. Estaba envuelta en el entumecimiento que acompañaba a la tragedia, un espacio en el que la gente continuaba moviéndose y respirando, pero dejaba de vivir.
Resistiéndose a los intentos de su compañero de guiarla de vuelta a donde quiera que estuviera descansando, se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja y abrió la puerta.
—Adelante. Menos mal que ha venido.
—Deja que le atienda yo —se ofreció el hombre.
Jonathan quería creer que aquel era el padre o el hermano de Zoe. La diferencia de edad sugería una relación familiar. Pero el lenguaje corporal de Don Yo Me Ocupo de Todo, lo identificaba como el amante de Samantha Duncan, Anton Lucassi.
—¿Zoe? —presionó Lucassi.
Una chispa de emoción iluminó el pálido rostro de Zoe.
—No, Anton. Voy a ocuparme yo.
Anton sacudió la cabeza, claramente disgustado con aquella respuesta.
—Vas a terminar ingresada, y entonces no le serás de ninguna ayuda a Sam.
Por lo que a Jonathan se refería, aquella discusión podía esperar hasta más tarde.
—Usted es...
—El prometido de Zoe —contestó el hombre.
Justo lo que sospechaba.
—Magnífico, señor Lucassi —sonrió—. Pero quizá sea mejor que no nos preocupemos ahora por esa siesta. Necesitamos concentrarnos en el problema que nos ocupa. ¿Podrían sentarse conmigo durante unos minutos?
Un músculo se tensó en la mejilla de Lucas. Era evidente que no le gustaba recibir órdenes, pero al final, asintió y le condujo hasta un salón decorado en blanco y negro, con algunas esculturas de art decó. A Jonathan, más que de una vivienda, le pareció la decoración de una lujosa oficina.
—¿Puedo ofrecerle una copa? —preguntó Zoe.
Fue una invitación educada, automática, casi un intento de normalidad. Pero Jonathan percibía su fragilidad. Tenía la impresión de que iba a derrumbarse en cualquier momento. Y Lucassi no estaba ayudando. Aunque era evidente que estaba haciendo todo lo que podía, la tirantez que había entre ellos era tan evidente como la desesperación de Zoe.
—No, gracias.
Jonathan se sentó en un sofá de cuero de aspecto muy caro. Sacó una grabadora del bolsillo y la colocó en la mesita del café.
—¿Les importaría que grabara la conversación?
—Preferiría que no lo hiciera —contestó Anton.
Jonathan arqueó las cejas.
—¿Por alguna razón en especial?
Lucassi se sentó frente a él.
—Estoy preocupado por Sam y por la repercusión que todo este asunto está teniendo en Zoe. Pero todo el mundo sabe que en una situación como esta, las primeras en ser investigadas son las personas del entorno más cercano de la niña. Yo soy la última persona que habló con ella y la que descubrió que había desaparecido. Supongo que eso me convierte en sospechoso de algo. Y no puedo evitar ponerme nervioso.
—¿Le hizo algo a Sam? —preguntó Jonathan a bocajarro.
—¡Por supuesto que no!
—En ese caso, relájese y permítame hacer mi trabajo. Antes de abrir mi propia oficina, estuve trabajando durante seis años como policía en Sacramento. He pasado por esto unas cuantas veces y he aprendido que es preferible grabar cualquier conversación que pueda aportar información relevante para no perder ningún detalle. También me resulta útil observar la expresión de las personas con las que hablo, algo que no resulta fácil si tengo que escribir al mismo tiempo.
Anton se movió incómodo en su asiento.
—En el caso de que estén mintiendo.
—Sí, pero si usted no está mintiendo, no tiene por qué preocuparse.
—No sería el primer inocente que termina en prisión.
—No estoy intentando encarcelar a nadie —Jonathan le sostuvo la mirada—. Lo único que me preocupa es encontrar a Samantha.
Lucassi parpadeó, y asintió. Jonathan se inclinó hacia él.
—Estoy aquí para ayudar, ¿de acuerdo?
Zoe Duncan permanecía sentada en el borde de la silla, con la espalda recta y las manos en el regazo.
—No le haga caso a Anton. Es solo que... los dos estamos asustados. Y confundidos.
—Lo comprendo.
¿Qué estaba haciendo una mujer tan atractiva con un hombre como Lucassi?
«La trata mejor que cualquiera de los canallas con los que ha salido hasta ahora», le había dicho Skye. Teniendo en cuenta la actitud condescendiente de Lucassi, sus relaciones anteriores debían de haber sido bastante malas. Jonathan no habría soportado a un hombre como aquel ni cinco minutos.
—¿Podrían indicarme sus nombres y sus fechas de nacimiento? Es para la grabación.
—Zoe Elizabeth Duncan. Nací el trece de septiembre de mil novecientos ochenta.
Veintinueve años. La misma edad que él. Jonathan intentó imaginársela en el segundo curso de bachillerato, habiendo sido víctima de una violación, con solo quince o dieciséis años. Y había tenido a su hija. A esa edad, apenas era una niña. Para colmo de males, Zoe no había contado con el apoyo de la familia. Sabiendo lo que sabía de su padre, Jonathan no podía evitar preguntarse cómo se las habría arreglado.
Pero aquel no era el momento de hacer ese tipo de preguntas. Volvió a prestar atención a Lucassi.
—¿Y usted, señor?
—Anton Kenneth Lucassi. Uno de noviembre de mil novecientos sesenta y cinco.
Se llevaban quince años. Jonathan ya había imaginado que era una diferencia de edad acusada.
—Señor Lucassi, antes ha comentado que usted fue el último en hablar con la hija de Zoe y el primero en llegar a casa. ¿Puede contarme lo que ocurrió?
—Llamé a Sam a la hora del almuerzo para ver cómo se encontraba. Me dijo que estaba bien y que...
—Espere un momento —Jonathan alzó la mano—. ¿A la hora del almuerzo? Ayer fue lunes, ¿por qué no estaba a esa hora en el colegio?
—Tiene una mononucleosis infecciosa. Lleva una semana sin ir al colegio.
—Ya entiendo.
—Así que tanto su madre como yo hablábamos con ella a menudo —continuó Anton—. Pero cerca de tres horas después de que hubiera hablado con ella, Zoe me llamó al trabajo porque no conseguía localizarla.
—¿Dónde estaba?
—Trabajando.
—¿Eso era alrededor de las tres?
—Exacto —contestó Lucassi—. Zoe me pidió que viniera a casa a comprobar cómo estaba.
—Y usted lo hizo.
—A regañadientes —admitió—. No podía imaginarme que pudiera haberle pasado nada. Este barrio es muy tranquilo, ¿sabe? Pero cuando llegué —sacudió la cabeza con un gesto de impotencia—, había desaparecido.
Jonathan cruzó los tobillos y se echó hacia atrás, esperando animar a Zoe y a Lucassi a relajarse si también él parecía estar más tranquilo.
—¿Y usted, señora Duncan? ¿Cuándo vio a su hija por última vez?
—Ayer, antes de ir al trabajo. Fui a su dormitorio a despedirme de ella, como hago siempre.
—¿Dónde trabaja?
Zoe comenzó a clavarse la uña en la cutícula del dedo pulgar.
—Trabajaba en Tate Commercial, pero me despidieron ayer.
—¿Cuando descubrieron que había desaparecido su hija?
—No, antes. Un poco antes —se corrigió—. No conseguía localizarla, estaba destrozada. Y perdí la paciencia.
—Entiendo —de modo que era una mujer más enérgica de lo que parecía en aquel estado de ánimo—. ¿Su hija se había marchado sola alguna vez?
—No.
Lucassi hizo un sonido de disgusto.
—Zoe, cuéntaselo todo.
Zoe se cubrió el rostro, como si estuviera intentando recuperar la compostura. Pero no sirvió de mucho. Las lágrimas empapaban sus mejillas cuando por fin las dejó caer.
—Se enfadó mucho cuando decidí que viniéramos a vivir con Anton porque eso significó que teníamos que renunciar a su perro.
—Salió corriendo a la calle y tuvimos que perseguirla —añadió Lucassi.
—¿Adónde pretendía ir? —preguntó Jonathan.
—A ninguna parte —fue Zoe la que contestó—. Salió corriendo porque estaba enfadada. Cualquier niño se habría enfadado al tener que renunciar a su perro.
—Dijo que preferiría vivir en la calle a tener que renunciar a Peanut —volvió a añadir Lucassi.
Zoe se secó las lágrimas.
—Pero en cuanto le expliqué lo que este cambio de casa significaba para nosotras, se tranquilizó.
—Sin embargo, volvió a hablar de la posibilidad de marcharse en la nota que le escribió a su mejor amiga —insistió Lucassi.
Skye solo había mencionado la carta que le había escrito a su abuelo.
—¿Dónde encontraron esa nota?
—En su mochila.
—Pero no cree que estuviera hablando en serio —la defendió Zoe.
Lucassi se encogió de hombros.
—¿Quién puede saberlo? Es posible. Yo no sabía lo que pensaba de mí.
¿Le habría importado siquiera lo suficiente como para fijarse?
—¿Y qué pensaba de usted?
—Ayer por la noche fuimos a ver a Marti Seacrest. Es su mejor amiga, su única amiga íntima. Sam no llevaba mucho tiempo en este colegio y al principio, estaba tan enfadada por lo de su perro que se negaba a adaptarse. En cualquier caso, cuando le enseñé la nota a Marti, admitió por fin que Samantha siempre se estaba quejando de lo estricto que soy.
—¿Se considera una persona estricta? —preguntó Jonathan.
—Por supuesto que no —posó la mano en la rodilla de Zoe—. ¿Tú dirías que soy una persona estricta?
Como Zoe se quedó mirándole en silencio, frunció el ceño.
—No soy estricto. El problema es que Sam no está acostumbrada a que le pongan normas —se volvió hacia Jonathan y bajó la voz como si estuviera confiándole un gran secreto—. Siempre han vivido en casas de mala muerte, así que no han tenido que preocuparse de cuidar sus pertenencias.
—Por lo menos, en esas casas de mala muerte podía tener a su perro —replicó Zoe.
—¿Me estás culpando por lo del perro? Fuiste tú la que quería venir a vivir a esta casa. Te gustaban los colegios, el vecindario.
Zoe echaba chispas por los ojos.
—¡Me obligaste a elegir!
—Y tú tomaste la decisión acertada. La educación de tu hija es más importante que tener un perro en casa, soltando pelo por todas partes y con un olor apestoso —arrugó la nariz—. El perro está perfectamente —añadió—. Me aseguré de proporcionarle un buen hogar.
—Sigo sin comprender por qué Peanut no podía vivir en el patio.
—Porque es una zona ajardinada. Y ese maldito animal se pasaba la vida ladrando.
Jonathan tosió discretamente.
—¿Podemos intentar avanzar? —se produjo un silencio y Jonathan continuó—. ¿En qué condiciones encontró la casa cuando llegó ayer, señor Lucassi?
Zoe y Jonathan intercambiaron una mirada beligerante, pero dejaron de discutir.
—No noté nada diferente.
Por lo que Jonathan podía decir, no había ni una sola revista fuera de lugar, ni un simple envoltorio de caramelo que arruinara aquel prístino orden. No podía imaginar a una niña viviendo en aquel mausoleo. No le extrañaba que allí no pudiera vivir un perro. Pero eso no era asunto suyo.
—¿Estaban las puertas abiertas? ¿La ducha? ¿La televisión encendida? ¿Notó algo especial? Descríbame la escena, por favor.
Cada vez más nervioso, Lucassi deslizaba las manos hacia delante y hacia atrás por los brazos de la butaca en la que estaba sentado.
—Todas las puertas estaban cerradas, excepto la que conduce a la piscina. Cuando la había llamado, estaba tomando el sol, así que salí, esperando que se hubiera quedado dormida en la tumbona. Pero lo único que encontré en la tumbona fue el iPod que le regalé en Navidad, una toalla y un libro.
—¿Algún resto de comida?
—¿Comida?
—¿Una lata de refresco que ella no habría tomado? ¿Una taza de café, aunque Sam odie el café? Cualquier cosa que pudiera indicar que estaba acompañada.
—Nada.
«Nada» no le servía de ninguna ayuda. Jonathan se levantó.
—¿Podrían enseñarme la casa?
Lucassi se levantó de un salto, pero Zoe se le adelantó.
—Lo haré yo.
Obviamente, su prometido podría haber objetado, pero justo en ese momento, sonó el teléfono. Lucassi miró hacia la puerta que parecía conducir a un estudio, asintió con un gesto y fue a contestar mientras Zoe llevaba a Jonathan a la piscina a través de la cocina.
—Un lugar muy agradable —comentó Jonathan cuando llegaron al jardín.
—Sí, eso pensaba yo. Veía en esta casa todo lo que Sam nunca había tenido, todo lo que quería darle: la posibilidad de alcanzar el éxito en la vida, un buen colegio, un entorno seguro —rio con amargura—. Un entorno seguro —sollozó.
Jonathan posó la mano en su brazo para reclamar toda su atención.
—Esto no es culpa suya. Podría haber ocurrido en cualquier parte.
Zoe tragó saliva con fuerza.
—Pero se suponía que no podía ocurrir aquí. Por eso me mudé a esta casa, aunque para ello tuviera que renunciar a Peanut.
—Lo comprendo.
Tomó aire.
—¿Será sincero conmigo? —le preguntó Zoe.
Un escalofrío de advertencia recorrió la espalda de Jonathan. Sabía lo que le estaba pidiendo y no quería contestar a esa pregunta tan específica.
—Seré todo lo sincero que pueda.
—Han pasado ya veinticuatro horas, ¿qué posibilidades tenemos? ¿Encontraremos a mi hija viva?
Guiñando los ojos para protegerse del sol, Jonathan estudió la zona de la piscina. Necesitaba algún detalle, alguna pista. Y pronto. Si habían secuestrado a Sam, las posibilidades de encontrarla con vida disminuían minuto a minuto.
—Eso depende de muchos factores.
—¿Como cuáles?
Fue entonces Jonathan el que tomó aire.
—¿Cree que es posible que el hombre que la violó pueda habérsela llevado como forma de venganza?
Desapareció del rostro de Zoe el escaso color que todavía conservaba.
—¡No! Está en la cárcel.
Aunque estaba muy lejos de desear aclarar aquel malentendido, Jonathan se aclaró la garganta para decir:
—Ya no.
Zoe se le quedó mirando boquiabierta durante varios segundos.
—¿Ya está fuera?
—Han pasado casi trece años. Ha pasado encerrado más tiempo que la media.
Zoe negó con la cabeza.
—Ni siquiera sabe de la existencia de la niña.
—¿Es posible que se haya enterado a través de algún amigo, o de su padre, quizá?
—No.
—¿Y de su madre?
—Mi madre nunca ha formado parte de mi vida.
—¿Cómo la conoció Franky?
—En realidad no me conocía. Y este no es un tema del que me apetezca hablar. Él ni siquiera sabe que Sam existe, ¿de acuerdo? Por favor, no vuelva a mencionarlo —miró por encima del hombro y bajó la voz—. Anton no lo sabe. Nadie lo sabe, excepto mi padre, y solo porque en aquel entonces yo tenía quince años y vivía con él. Sam cree que su padre murió en un accidente de coche antes de que ella naciera. Yo... No quiero que sepa nunca la verdad. Podría pensar que... —se le quebró la voz. El sentimiento que estaba intentando expresar era demasiado doloroso—, que a lo mejor no la quería.
Se llevó una mano al pecho y se obligó a continuar a través de las lágrimas.
—Eso podría hacerle dudar de mi amor. O llevarla a pensar que no es tan buena como... —se sorbió la nariz y se forzó a seguir—, otras chicas... o alguna locura de ese tipo, ¿sabe?
Jonathan no tenía la menor idea de qué le llevó a hacerlo. Probablemente la cruda necesidad de consuelo de Zoe. Pero lo siguiente que supo fue que la estaba abrazando y que no podía soltarla porque ella se aferraba a él mientras sollozaba en silencio contra su hombro.
—La encontraremos —susurró—. Y usted va a resistir por el bien de su hija.
No importaba que acabaran de conocerse. La empatía que se había producido entre ellos hacía que aquel contacto pareciera completamente natural... hasta que Lucassi salió de la casa.
—¿Consuela con tanta ternura a todos sus clientes?
Jonathan sintió que Zoe se tensaba. Cuando se apartó de él, se tambaleó ligeramente y Jonathan deseó poder consolarla durante varios minutos más. Aun así, comprendía los motivos por los que a Lucassi no le gustaba lo que había visto.
—Solo a aquellos que no encuentran consuelo en otra parte —contestó, y comenzó a caminar a lo largo de la piscina a grandes zancadas.
—Pida todo lo que necesite, y quédese el tiempo que haga falta —dijo Zoe.
Después, debió meterse en casa, porque cuando Jonathan se volvió, el único que estaba en el patio era Lucassi.