Ocho

Aquel «luego» pareció llegar en un abrir y cerrar de ojos, pero al ver que el sol empezaba a ponerse Sheridan comprendió que en realidad habían pasado horas.

—Hora de cenar —anunció Cain, zarandeándola suavemente por el hombro.

La repugnancia que le producía lo que le había dicho Owen seguía allí, esperando para arruinarle el resto del día.

—Necesito un calmante —gruñó, luchando por no despejarse.

El ruido de platos indicaba que Cain había llevado una bandeja y la estaba colocando en la mesilla de noche, pero Sheridan no se molestó en abrir los ojos. Cada vez que pensaba en su conversación con Owen, cada vez que lo imaginaba escondido en la caravana, deseaba taparse la cabeza con las mantas.

—Voy a quitarte el Vicodin —dijo Cain.

Aquello la hizo abrir los ojos.

—¿Qué?

—Te deja demasiado desorientada y puede crear adicción. Prefiero usar hierbas y otros remedios naturales.

En el hospital no había dicho nada de aquello.

—Será una broma, ¿no?

Su expresión dejó claro que no estaba bromeando incluso antes de que contestara.

—No.

—¿Por qué?

—Ya te lo he dicho: es lo mejor para ti. Te recuperarás antes. Confía en mí.

Recuperarse antes sonaba bien. Pero ¿confiar en él? Confiar en él en aquella caravana había sido desastroso.

—¿Estás seguro de que cambiará algo?

—Ya lo verás.

Ella miró la taza de la bandeja.

—¿Más infusión?

—Sí. Tienes que tomar un poco con cada comida —señaló la cómoda que había junto a los pies de la cama—. Te he traído tu bolso.

Al fin un respiro. Aliviada por haber recuperado su permiso de conducir y sus tarjetas de crédito, Sheridan logró mascullar un «gracias», a pesar de su mal humor. Intentó incorporarse para verlo por sí misma, pero empezó a ver manchas negras delante de los ojos y se dejó caer hacia atrás.

—Tómatelo con calma —le aconsejó él, y la ayudó a incorporarse apoyándola en varias almohadas—. ¿Estás bien?

Sheridan asintió con la cabeza, pero el hecho de que él oliera tan bien, de que incluso en ese momento le dieran ganas de hundir la nariz en su camiseta, la puso aún de peor humor.

—¿Dónde estaba?

—En casa de tu tío. El dinero, las tarjetas de crédito… Creo que está todo.

¿Cómo había ocurrido? ¿Había habido un forcejeo? Si pudiera recordar dónde estaba, lo que hacía, lo que había visto…

—¿La policía ha encontrado huellas o alguna otra pista?

—No. La persona que te secuestró llevaba guantes. Había algunas gotas de sangre cerca del fregadero. Creo que entró en la casa mientras estabas guardando la compra. Viste que algo se movía, o quizá su reflejo en la ventana, te diste la vuelta y te golpeó.

—Así que la sangre no era suya.

—No.

Su semblante debió de reflejar su desesperación, porque Cain pareció querer animarla.

—También he traído tus maletas. He pensado que querrías quitarte la bata del hospital.

Se sentía expuesta con aquella bata holgada y atada a la espalda, sobre todo porque no llevaba nada debajo. Pero seguramente lo que había llevado para dormir era aún más impúdico. Tenía previsto estar sola.

—Suelo dormir en bragas y camiseta de tirantes.

Sus ojos se encontraron y la habitación pareció cargarse de electricidad suficiente para iluminar todo Manhattan. Pero un momento después, Sheridan se preguntó si era ella la única que lo había sentido.

—Por mí bien, con tal de que te sientas cómoda —dijo Cain.

¿Estaba fingiendo que no lo tentaba, llevara lo que llevara?

—¿Puedes salir un minuto? —preguntó ella—. Tengo que ir al baño —Cain la había ayudado otras veces, pero ahora estaba más despejada y prefería hacerlo sola.

Cain no se fue. Deslizó a un lado la bandeja para que Sheridan no tropezara con ella al pasar. Luego echó mano de las mantas.

Ella se bajó rápidamente la bata de hospital.

—¿Lista? —empezó a deslizar una mano alrededor de su espalda, pero Sheridan se puso rígida y procuró apartarse. Quería levantarse sola, pero Cain ignoró su resistencia y la levantó en brazos. Luego la sentó en el váter, haciendo que se sintiera tan incapaz como una niña pequeña.

Odiando su debilidad y sus dolores físicos, Sheridan esperó a que la puerta se cerrara para tener un poco de intimidad. Aun así, sabía que Cain estaba justo al otro lado, esperando a que acabara.

¿Por qué se había ido a casa con él? ¿Cómo se le había ocurrido?

Era por los fármacos, concluyó. Le habían afectado al cerebro. Y también por el miedo. Se sentía más segura con Cain que con alguien como Ned, que era menos inteligente, menos despierto, menos capaz y mucho menos considerado con la gente que lo rodeaba.

Cuando acabó, se apoyó en las paredes y el lavabo para no caerse y se lavó las manos. Pero al oír la cadena y el grifo, Cain abrió la puerta y frunció el ceño.

—Podrías desmayarte y darte un golpe en la cabeza, ¿sabes?

Sheridan lo apartó cuando la tocó.

—Estoy bien.

Cain no la obligó a aceptar su ayuda, pero se quedó cerca, observándola luchar para dar cada paso, apoyada en las paredes y los muebles. Seguramente le ofreció una visión espléndida de su trasero desnudo al subirse a la cama, pero a Sheridan no le importó. Había vuelto sola a la cama. Y eso en sí mismo era un triunfo… hasta que el dolor se abatió sobre ella, castigándola por esforzarse demasiado.

Haciendo una mueca, intentó refrenar una náusea repentina y cerró los ojos.

—¿Estás bien? —preguntó Cain.

Al ver que no contestaba, le puso una mano en la frente, pero ella volvió la cara.

—¿Qué ocurre?

Sheridan sofocó un gemido y se secó el labio superior, humedecido por el sudor.

—Nada —no podía estar sudando; ni siquiera hacía calor en la habitación.

—¿No vas a decírmelo?

—¿Tú qué crees? Todo esto es absurdo —le espetó ella—. Tengo que irme a un hotel, donde pueda valerme sola.

Abrió los ojos para ver cómo se tomaba la noticia y se lo encontró observándola con el ceño fruncido.

—No puedes valerte sola todavía.

Tenía razón. Era absurdo discutir. Pero reconocer su incapacidad casi la hizo llorar. Se sentía tan indefensa, tan infeliz… Alguien le había hecho aquello a propósito. ¿Por qué? No tenía sentido. No llevaba en el pueblo tiempo suficiente para haber ofendido a nadie.

—¿Puedes darme el Vicodin, por favor? —dijo—. Un buen montón —necesitaba olvidarse de todo. Era demasiado consciente del dolor, demasiado consciente de Cain, demasiado consciente del pasado.

—Sheridan…

Ella no quería mirarlo. Sabía por su tono de voz que había notado que estaba a punto de echarse a llorar. Había vuelto a Whiterock para enmendar el pasado… en la medida de lo posible, al menos. Tenía que hacer todo lo que estuviera en su mano para llevar al asesino de Jason ante la justicia; se lo debía a Jason. Y ahora no podía hacer nada, salvo depender de aquel hombre. Del hombre que era el motivo por el que Jason había ido a Rocky Point. Ella había utilizado a Jason para intentar poner celoso a Cain.

—¿Qué? —masculló.

—Entiendo que estés hecha polvo, ¿de acuerdo? Pero te sentirás mejor si comes algo. Luego puedo darte una infusión para aliviar el dolor. También tengo una pomada. No huele muy bien; la verdad es que es para caballos, pero ya verás cómo mejora los hematomas.

¿Tenía también algo para el desamor? Ella había permanecido doce años alejada de Whiterock, y se creía lo bastante fuerte como para volver por fin. Y ahora esto…

Se apartó de él.

—Olvídate de la comida. Dame sólo cualquier calmante que tengas a mano.

Él le puso una mano sobre la espalda y rozó fugazmente la piel desnuda entre los lazos de la bata. Intentaba reconfortarla, tranquilizarla como habría hecho con un animal herido. Sheridan no se hacía ilusiones; sabía que su caricia no significaba nada más.

—Tienes que comer, ¿de acuerdo? La infusión puede sentarte mal si la tomas con el estómago vacío.

—Comeré mañana —rechinó los dientes para no gemir de dolor y se acurrucó bajo las mantas.

Él la destapó.

—Resistirte no va a servirte de nada.

Su voz se había vuelto severa, casi enojada; y Sheridan se alegró: así ella también podía enfadarse.

—Déjame en paz.

—No —Sheridan sintió el aire fresco cuando apartó las mantas—. Ahora soy yo quien cuida de ti —dijo Cain y, tras incorporarla con firmeza, aunque delicadamente, le sujetó la barbilla para que tuviera que mirarlo—. Y vas a comer un poco.

—Ni siquiera sé qué hago aquí. ¿Por qué me estás cuidando?

—Porque, que yo sepa, no había una cola de candidatos dispuestos a hacerlo.

Ella se pasó una mano por la barbilla con gesto impaciente antes de que las lágrimas pudieran caer sobre su pecho.

—No tengo ni un solo amigo aquí.

—¿He hecho algo mal? —preguntó él—. Porque este cambio de actitud tan repentino me está desconcertando.

—¿Tú estás desconcertado?

—Sí.

Sheridan lo miró con rabia, y él le sostuvo la mirada. Como a la mayoría de los hombres, le incomodaba verla llorar y quería hacer algo para impedirlo. Pero sus intentos de ayudarla no habían servido de nada y empezaba a exasperarse.

—¿Me culpas a mí de esto por algún motivo? —preguntó.

—¿Del ataque? No —no podía culparlo. Cain la había salvado. Y había sido muy amable con ella. Pero Sheridan no lograba olvidar las imágenes que había evocado Owen. A lo largo de los años había revisado aquel momento de intimidad con Cain como una película predilecta, disfrutando cada vez. Saber que Owen estaba allí lo había echado todo a perder. La hacía estremecerse de horror.

—Dime qué ha cambiado.

Sheridan tuvo la impresión de que su instinto lo impulsaba a usar las manos para tranquilizarla, pero el modo en que había respondido a su contacto hizo que se lo pensara dos veces.

Ella entendía por qué le obedecían los perros. Sentía la misma compulsión. Pero era ese carisma, ese toque mágico de Cain, el que la había metido en líos.

Echando los hombros hacia atrás, tragó saliva.

—Owen nos estaba espiando esa noche —susurró.

Cain no dijo nada al principio. Desvió la mirada, cambió de posición el tenedor de la bandeja, junto al plato en el que había cortado un filete a trocitos.

—¿De qué estás hablando?

—Vaya, lo siento —dijo ella con una risa amarga—. Supongo que, con tantas chicas, se te habrá olvidado. Pero, para refrescarte la memoria, hicimos… practicamos el sexo una vez. En una caravana. Durante una fiesta. Yo tenía dieciséis años y tú…

—Lo recuerdo.

Había mucha emoción en aquellas dos palabras, pero Sheridan no alcanzaba a imaginar a qué se debía.

—Owen también estaba allí. Nos estuvo observando todo el tiempo. ¿Lo sabías?

—No —su semblante se ensombreció. O estaba enfadado, o tan avergonzado como ella. Pero Cain nunca se avergonzaba. Era demasiado indiferente para eso.

—Pues así es —insistió ella.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo ha dicho él esta mañana —le dolía la cabeza. Le dolía todo el cuerpo. Pero tenía que dejar de llorar. No quería llorar delante de Cain—. Dijo que… que estaba fuera de la caravana cuando entramos. Pero por su forma de decirlo me dio la impresión de que… de que estaba allí. Dentro.

Cain cruzó los brazos, pero no se relajó.

—Aunque sea cierto, no tienes que preocuparte. No se lo ha dicho a nadie. Ni va a decírselo ahora.

—¿Eso es todo? —dijo ella—. ¿A ti no te preocupa? ¡Fue testigo del momento más humillante de mi vida!

Cain se tambaleó como si lo hubiera abofeteado, y el destello de dolor que cruzó su semblante la dejó muda de sorpresa. Luego él se levantó, salió de la habitación y regresó unos minutos después con la medicación que le habían recetado y un vaso de agua.

—Ten.

La crudeza de sus propias palabras había apagado el ardor de la ira y el resentimiento de Sheridan. Pero ahora se sentía fría y vacía, y aquejada por una especie de mala conciencia enfermiza.

Las pastillas eran su vía de escape. Las necesitaba, necesitaba la salida que le procuraban. Se las tomó con ansia, tragándose las dos a la vez. Luego, Cain recogió el vaso vacío y la bandeja y salió de la habitación con la mandíbula tensa.

Cain no pudo encontrar a Owen, así que se sentó en los escalones del porche con sus perros, contento de poder disfrutar del frescor de la noche. Llevaba ocho días pensando en el hombre que había atacado a Sheridan, en el rifle encontrado en su cabaña, en las dudas de su padrastro y en su madre. Por alguna razón, estar con Sheridan le devolvía el recuerdo de Julia, hacía que la añorara como si fuera un muchacho abandonado. Como cuando tenía diecisiete años. Su madre había sido lo único bueno de su dislocada infancia, y había tenido que verla consumirse hasta la muerte.

Se reclinó hacia atrás, apoyándose en las manos, y miró el cielo estrellado.

Koda, que intuía su desasosiego, dejó escapar un gemido de conmiseración. Su cola golpeó los tablones de madera. Maximilian apoyó el hocico sobre el regazo de Cain, y Quijote se adormeció a sus pies. Cain prefería la simplicidad de los animales a las complejidades de los humanos. Seguramente debería haber dejado que otras personas se ocuparan de Sheridan. Que Ned apostara un guardia en la puerta de su habitación en el hospital. Lo que fuera. Pero no creía mucho en los remedios que usaban los médicos convencionales. Los fármacos que recetaban para curar una enfermedad provocaban otra. Sabía que, con un poco de esfuerzo por su parte y un poco de empeño por parte de Sheridan, podía hacerlo mejor que ellos. Tal vez no pudiera enmascarar tan bien los síntomas, pero podía curarla sin causarle otros problemas.

Quería hacerlo, quería darle la oportunidad de recuperarse por completo. Imaginaba que era su forma de compensarla por haberla pervertido de joven, cuando estaba empeñado en sembrar el caos a su alrededor siempre que podía.

Recogió una piedra del suelo, la arrojó a la explanada y la oyó caer cerca del cobertizo en el que guardaba las herramientas y los utensilios de jardinería. Owen nunca le había hablado del asunto de la caravana. ¿Por qué le había dicho a Sheridan que estaba allí? Tenía que saber que la perturbaría, como a cualquier mujer. Y, al parecer, aquello había sido humillante para ella. Él lo había hecho lo mejor que había podido, pero… Qué demonios, en aquel entonces era un crío de diecisiete años. ¿Qué sabía él?

Tomó el teléfono inalámbrico que había sacado de la casa e intentó de nuevo hablar con Owen. Se estaba haciendo tarde, pero no creía que pudiera irse a la cama hasta hacer responder a su hermano por aquella metedura de pata. No sólo no había hecho notar su presencia antes de que se quitaran la ropa, sino que había avergonzado a Sheridan contándoselo doce años después.

Esta vez el teléfono sonó sólo una vez antes de que contestara la mujer de Owen.

—¿Diga?

—¿Lucy?

—¡Cain!

Oyó una sonrisa en su voz.

—¿Cómo estás?

—Bien —dijo ella—, pero tengo entendido que tú estás muy atareado.

—No mucho, la verdad. Me dedico a curar. No es muy distinto, aunque se trate de una mujer —bueno, quizás en el caso de aquella mujer sí lo fuera…

—Por lo que me ha dicho Owen, no estamos hablando de un esguince. No puedo creer que alguien de Whiterock le haya hecho eso.

—Ojalá supiera quién ha sido.

—Sí, ojalá.

—¿Está Owen por ahí?

—Está en el dormitorio. Espera un minuto.

Un momento después, Cain volvió a oír su voz.

—Te lo paso.

—Cuídate —dijo él, y su hermanastro se puso al teléfono—. ¿Qué demonios le has dicho a Sheridan? —preguntó antes de que Owen dijera una palabra.

Hubo un largo silencio.

—¿Owen?

—No sé a qué te refieres.

—Les has dicho que estabas en la caravana.

—No le he dicho que estuviera dentro. Le he dicho que la vi entrar contigo.

—Pues ella cree que estabas dentro, espiándonos.

—No es verdad.

Cain habría deseado poder creerle.

—¿Por qué le has hablado de eso?

—¿Puedes contestarme a una pregunta? —dijo Owen.

—Estoy bastante cabreado. Depende de lo que sea.

—¿Cómo lo conseguiste?

—¿El qué?

—Que se acostara contigo. Ni siquiera había besado a un chico antes de enrollarse contigo.

Para Sheridan, Cain había sido el primero en todo. Pero Owen no parecía estar lanzando conjeturas, ni hablando de lo que deducía por la reputación de Sheridan. Parecía estar seguro.

—¿Por qué crees que no había besado a nadie?

Pasaron varios segundos antes de que Owen respondiera. Obviamente, había advertido una nota de sospecha en la voz de Cain.

—Intercepté una nota que le mandó a una amiga suya —dijo por fin.

—¿A qué amiga?

—No lo recuerdo. Puede que a Lauren Shellinger. Salían mucho juntas.

Se lo estaba inventando. Cain lo notaba.

—No, Owen. Sheridan me lo dijo esa noche. Me dijo que nadie la había besado como la estaba besando yo, y lo sabes porque estabas allí. ¿Verdad?

El silencio de Owen equivalía a una confesión. Cain apoyó la cabeza en la mano libre.

—Estabas dentro de la caravana.

—No me atreví a decir nada, Cain. No quería estropeártelo.

—¿Cómo es que no te vimos?

—Estaba en el cuarto de baño.

—Esto parece una tomadura de pelo —Cain ya tenía suficiente mala conciencia respecto a aquel incidente sin necesidad de aquello—. ¿Crees que me importaba más echar un polvo que la intimidad de Sheridan? ¿O que el hecho de que fueras demasiado pequeño para ver esas cosas?

—No sabía qué hacer —dijo Owen—. Estaba contento porque por fin me habías hecho caso, porque me habías invitado a ir contigo. No quería arruinarte la diversión.

—¿Y por qué lo sacas a relucir ahora? Te lo has callado doce años, Owen. ¿Por qué nos lo has dicho?

Al ver que su hermano se quedaba callado de nuevo, a Cain se le ocurrió de pronto una razón muy probable.

—Espera un momento… Papá cree que maté a Jason por Sheridan. Te lo ha dicho y tú te has acordado de lo que viste en la caravana y empiezas a creerlo.

—No, no lo creo —protestó su hermano.

Si fuera cierto, no habría sacado aquello a colación. Sin la muerte de Jason, lo ocurrido entre Cain y Sheridan no habría tenido más importancia en sus vidas que cualquiera otra experiencia de Cain con una chica.

—¿Por qué se lo has contado a Sheridan? —insistió—. ¿Por qué no has acudido a mí?

—Quería saber qué sentía ella por ti, eso es todo. Si había algo entre vosotros, si estabais liados en aquella época sin que nadie lo supiera. Aparte de lo que vi, quiero decir —añadió torpemente.

—Sólo nos vimos esa vez —dijo Cain. «El momento más humillante de mi vida»—. No estaba en absoluto celoso de que estuviera con Jason.

—¿Seguro?

—Seguro.

—Esta mañana, Maureen Johansen le dijo a Ned que estabas en Rocky Point la noche que murió Jason.

Cain se levantó tan bruscamente que sus perros se alejaron.

—Muchos pasábamos los fines de semana en Rocky Point. Por eso, entre otras cosas, fue tan impactante que mataran a Jason.

—Maureen cree que viste a Sheridan con Jason y que te enfadaste. Dice que te comportaste de forma extraña cuando te diste cuenta de que estaban juntos. Que incluso quisiste irte temprano.

Era cierto. A pesar de su supuesta indiferencia hacia Sheridan, le había molestado saber que estaba con su hermanastro. Pero una animadora mojigata no era su tipo. Después de estar con ella, sabía que era tan inocente como parecía, y dejó de interesarle. Tal vez él fuera camino de la perdición, pero no había necesidad de arrastrarla consigo. Había muchas otras chicas con las que tontear, chicas disponibles que no tenían ninguna reputación que defender.

Confiaba en que Sheridan siguiera con su vida como si su encuentro en la caravana no hubiera tenido lugar. Suponía que, mientras mantuviera la boca cerrada, nadie lo sabría, porque él, desde luego, no iba a decírselo a nadie. Pero apenas unas semanas después alguien les disparó a su hermanastro y a ella, y el error que había cometido con Sheridan superó con creces el simple hecho de haberla despojado de su virginidad. Jason no habría estado allí de no ser por ella. Rocky Point era para rebeldes. No era un sitio propio de Jason, ni de Sheridan, y por eso Cain comprendió enseguida que Sheridan estaba haciendo una exhibición dirigida únicamente a él.

—¿Y de dónde se ha sacado eso Maureen? Ni siquiera hablé con ella esa noche.

—Es por lo de las pruebas balísticas del rifle y por la agresión de Sheridan. Todo el mundo anda revuelto. Y Ned y Amy no están siendo de gran ayuda.

—Si Ned cree que soy yo quien atacó a Sheridan, ¿por qué ha dejado que me la trajera a casa?

—Dijo que era decisión de Sheridan.

Así que las sospechas persistían. A pesar de que un hombre misterioso había estado en el hospital. ¿Acaso pensaba Ned que él había pagado a alguien para que rondara por el hospital llevando una peluca?

—Es de locos —masculló.

—¿Cain? —la voz de Sheridan rompió su concentración. Era muy quebradiza, pero estaba llena de angustia—. ¿Cain?

Algo iba mal.

—Tengo que colgar —pulsó la tecla que apagaba el teléfono sin escuchar la respuesta de Owen y entró corriendo en la casa, tirando el teléfono en la mesa de la entrada al pasar—. ¡Ya voy! —gritó, y al abrir la puerta del dormitorio se la encontró tendida en el suelo—. ¿Qué ocurre? ¿Qué haces fuera de la cama?

—Tengo que… que ir al baño. Estoy… mareada.

Estaba sufriendo una reacción a los medicamentos.

Cain la tomó en brazos, pero apenas habían llegado al cuarto de baño cuando Sheridan empezó a vomitar.

—Vete —dijo ella, y le hizo débilmente una seña de que saliera mientras le daban arcadas.

Pero Cain no podía dejarla. Sheridan casi no se tenía en pie.

—No voy a ir a ninguna parte —dijo, y la sostuvo hasta que acabó de vomitar. Para entonces estaba pálida y floja en sus brazos.

—No pasa nada —susurró él, apartándole el pelo de la cara sudorosa—. Vas a ponerte bien.

Una lágrima se deslizó por la mejilla de Sheridan, pero ella la dejó caer sobre el pecho de Cain.

—Deja que te lleve a la cama.

Cuando la tomó en brazos, Sheridan hizo un débil intento de resistirse.

—No… así no. Necesito… un baño.

Pero no tenía fuerzas para darse uno, y no querría que la lavara él.

Tras un momento de indecisión, Cain la depositó sobre la cama y recogió el champú y el jabón, el cepillo de pelo y el de dientes. Luego la llevó fuera de la casa, cruzó el claro y bajó por detrás de la clínica, hasta la poza que formaba un arroyo de aguas claras. No era exactamente una bañera, pero Cain sabía que el agua la limpiaría y la refrescaría al mismo tiempo.

Se metió con ropa y todo y dejó que el agua los envolviera.