Seis

—¿Qué es todo ese jaleo que se ha armado? —preguntó Marshall.

Cain apoyó el codo sobre el teléfono público del vestíbulo del hospital, lamentando de nuevo no tener un móvil. Había tenido que llamar a Levi Matherly para asegurarse de que se estaba ocupando de sus perros, y había decidido telefonear también a su abuelo mientras el médico estaba con Sheridan. Su relación con John, su padrastro, había sido tensa desde el principio, pero respecto a Marshall podía decirse todo lo contrario. Habían congeniado desde el momento en que, teniendo él doce años, su madre lo llevó a la ferretería Wyatt para hacer las presentaciones.

—Así que ya te has enterado —dijo Cain, frotándose los ojos para intentar ahuyentar el cansancio.

—¿Es que crees que aquí no llegan las noticias?

Marshall vivía en una residencia. Tenía un principio de Alzheimer, y aquél era el mejor lugar para él. Pero a Cain no le gustaba ver a su abuelo, siempre tan independiente, en una situación que no agradaba a ninguno de los dos. Marshall estaba lúcido casi todo el tiempo; sólo de vez en cuando se encontraba perdido y confuso.

—Supongo que ahí tienes todo lo que quieres —dijo Cain, riendo—. Incluida una retahíla de novias, a juzgar por las tarjetas que vi en tu mesa la última vez.

—¡Novias! —su voz retumbó a través de la línea—. Tú sabes que yo jamás engañaría a Mildred. Le he sido fiel a esa mujer más de cincuenta años.

Cain intentó hacer caso omiso de la respuesta de Marshall. Mildred había muerto antes de que Cain entrara en el instituto. Marshall solía olvidarlo más que cualquier otra cosa. Seguramente porque era lo que más habría deseado cambiar.

—¿Cómo está, por cierto? —preguntó su abuelo—. ¿Cómo es que nunca viene a verme?

Cain hizo una mueca, maldiciendo la enfermedad que iba despojando lentamente a Marshall de su memoria. «Dios mío, ¿por qué tiene que pasarle esto a la persona que más quiero?». Nunca sabía qué decir cuando Marshall perdía la cabeza, pero normalmente optaba por seguirle la corriente, en lugar de arriesgarse a avergonzar a un hombre tan orgulloso como su abuelo.

—Está bien. Seguro que irá pronto por allí.

—La echo de menos —dijo Marshall—. La vida no es la misma sin ella.

Se hizo un tenso silencio, porque Cain ya no podía fingir. Él también añoraba a su abuela. Había sido siempre tan cariñosa y amable como Marshall. Si viviera… Todo habría sido distinto, para él y para Marshall.

—Pero está muerta, ¿verdad? —preguntó Marshall por fin—. Ya lo sé, ya lo sé —murmuró, como si tuviera que repetírselo para convencerse.

Había vuelto. A veces entraba y salía de la realidad tan rápidamente que Cain casi se convencía de que no iba a empeorar.

—Sí.

Su abuelo se aclaró la garganta, y Cain sospechó que intentaba disimular las lágrimas.

—Pero Sheridan Kohl no está muerta, ¿verdad? Me acuerdo de sus padres, ¿sabes? Iban mucho por la ferretería. Un sobrino suyo llevaba mi tienda de Nashville antes de que la vendiera. Eran buena gente. Un poco estirados para mi gusto, quizá. Pero buena gente. Estarán muy contentos porque su pequeña se haya salvado. Y todo gracias a ti.

Cain sonrió. Otros podían dudar de él; Marshall, nunca.

—Todavía no lo saben. Están en un crucero. Y puede que todavía sea un poco prematuro celebrar que Sheridan se haya salvado.

—¿Y eso por qué?

—Anoche pasó algo aquí, en el hospital. Vieron a un hombre con peluca y uniforme de médico justo delante de su habitación. Escapó cuando un doctor intentó hablar con él.

—¿Crees que quería hacerle daño?

—Creo que volvió a acabar el trabajo.

—¿Y qué vas a hacer al respecto?

Cain se preguntaba lo mismo desde la noche anterior. No podía proteger a Sheridan en un lugar tan expuesto. Y tampoco podía quedarse indefinidamente en el hospital.

—Voy a llevarla a casa conmigo.

—Eso será interesante —comentó Marshall.

Cain nunca había atendido a una mujer. Pero había tratado a tantos animales enfermos y heridos que imaginaba que no sería muy distinto. Teniéndole en su esfera de influencia, controlaría mejor la situación. Podía cuidar de ella hasta que pudiera valerse sola.

—Seguro que sí. Si puedo convencerla.

—Va a empezar mi programa favorito —anunció de pronto Marshall.

Cain se rió. Marshall organizaba su vida conforme a la programación televisiva.

—Está bien, te dejo.

—Llámame luego.

—Lo haré —dijo Cain. Colgó y volvió apresuradamente a la habitación de Sheridan para hablar con el doctor.

Cuando Sheridan despertó, era de día y Cain estaba sentado junto a su cama. Tenía las manos entre las rodillas, el pelo de un lado de la cabeza levantado, como si no hubiera podido peinárselo, y la sombra de barba que cubría su mandíbula se había oscurecido considerablemente.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —preguntó Sheridan.

—Casi dos días.

—Lo siento. Anoche debí decirte que te fueras a casa —todavía estaba algo aturdida, pero se encontraba mejor. El sol que entraba por la ventana despejó las dudas que aún tenía. Sintió el olor de la comida cubierta con una campana que había sobre la mesa móvil, y por primera vez desde la agresión notó una punzada de hambre.

—¿Compartimos el almuerzo?

—No.

Parecía preocupado.

—¿Ocurre algo? —preguntó ella, indecisa.

—Quiero sacarte de aquí.

Ella se olvidó de la comida.

—¿Qué?

—La persona que te hizo esto, no ha acabado aún.

La fugaz sensación de bienestar que le había producido el sol se esfumó de pronto.

—¿Qué quieres decir?

—Alguien que no era ni un médico ni una enfermera intentó entrar aquí anoche, cuando nos quedamos dormidos.

—¿Lo intentó?

—Tenía un aspecto sospechoso, alguien le llamó la atención, y escapó.

Un profundo desasosiego le erizó la piel de los brazos.

—¿Estás diciendo que quien me ha hecho esto no se ha dado por vencido?

—No lo sé. Puede que no tenga nada que ver, pero no quiero arriesgarme.

Sheridan notaba su reticencia a asustarla. Y también su convencimiento de que todo aquello estaba relacionado.

—Es un asesino tenaz.

—Hace falta mucha audacia para intentar algo así en un lugar público.

—O un deseo muy intenso. Por eso…

La interrumpieron unas voces en la puerta. Ned entró seguido por una mujer algo menos corpulenta que él, pero que aún así estaba muy lejos de ser menuda. Sheridan comprendió sin necesidad de presentaciones que se trataba de Amy. La reconoció por su parecido con Ned, pero se habría acordado de ella de todas formas, a pesar de los kilos de más, de la trenza que mantenía en orden su largo cabello rojizo y del uniforme azul oscuro.

Confiando en ver cómo reaccionaba en presencia de su ex mujer, observó a Cain, cuyo semblante se volvió de inmediato tan neutro que no permitía adivinar qué estaba pensando.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Ned.

—Como sabrás, anoche hubo un pequeño incidente en el hospital —contestó Cain.

—¿Qué demonios querías decir? Por lo que me dijiste por teléfono, daba la impresión de que alguien había intentado atacar a Sheridan.

—Creo que eso es exactamente lo que pasó. Por suerte había un médico en el pasillo al que le chocó ver a un hombre con peluca paseándose por el hospital.

Amy se acercó a la cama y cruzó los brazos sobre unos pechos que no tenía en el instituto; al menos, de aquel tamaño. Sus ojos volaron hacia Cain por quinta vez desde que había entrado. Saltaba a la vista que estaba tan enamorada de él como siempre, pero cuando habló parecía bastante profesional.

—¿No lo detuvieron?

—No. Unos cuantos celadores salieron detrás de él, pero escapó.

Ned soltó un exabrupto y sacudió la cabeza.

—No puedo creerlo.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Amy.

Cain se pasó una mano por el pelo alborotado.

—Me gustaría llevarla a casa conmigo.

Sheridan se quedó boquiabierta. Aquello debía de ser lo que Cain pretendía decirle antes de la llegada de Ned y Amy, pero ella no se había dado cuenta.

Ned respondió antes que ella.

—¡De eso nada!

Cain se levantó y rodeó la cama.

—¿Por qué no?

—Porque confío en que me ayude a resolver el asesinato de Jason. Y no me apetece que se instale cómodamente en tu casa.

—Pienso hacer todo lo que pueda por resolver el asesinato de Jason —dijo Sheridan—, pero eso no tiene nada que ver con Cain. El lugar donde me aloje es indiferente.

—Entonces, ¿quieres irte a su casa? —preguntó Amy.

—No, claro que no. No quiero causarle molestias a él, ni a nadie más. Seguramente habrá otras alternativas.

—¿Qué te hace pensar que en tu casa estará a salvo? —preguntó Ned.

—Es mejor que estar en el hospital —contestó Cain—. Aquí entra y sale demasiada gente. Hay tanto ruido y tanto ajetreo que no sé quién está fuera de lugar y quién no.

—Estoy seguro de que quien fuera no volverá —terció Amy.

—Eso no podemos asegurarlo —dijo Cain—. Ha venido una vez, así que creo que es lo bastante audaz como para intentar cualquier cosa.

Amy miraba a uno y a otro.

—Pues pondremos un guardia.

—¿Y quién va a pagarlo? —masculló Ned.

Sheridan se sintió obligada a ofrecerse a hacerlo, pero no podía costearlo de su bolsillo. Ella, Skye y su nueva socia, Ava Bixby, apenas cobraban para cubrir gastos.

—Seguramente mi asociación pueda pagarlo. A eso nos dedicamos, a cubrir lagunas como ésta. Y teniendo en cuenta las circunstancias, supongo que eso también vale para mí. Una víctima es una víctima.

—No es necesario que nadie pague nada —dijo Cain—. Si te llevo a casa, saldrá gratis.

—Pero su médico no va a permitirlo —dijo Ned.

—Ya he hablado con él —Cain se apoyó en un lado de la cama—. Está de acuerdo conmigo. Cree que Sheridan se recuperará más deprisa en una casa que aquí. Y le parece bien que Owen le eche un vistazo de vez en cuando y luego le informe.

Amy se esforzaba visiblemente por disimular su angustia. Era evidente que la ex mujer de Cain no quería que Sheridan se acercara a él.

—Si puede trasladarse, ¿por qué no la mandamos a su casa, a California?

—No puede hacer un viaje tan largo —dijo Cain—. Todavía no.

—Y no pienso marcharme de Whiterock —le dijo Sheridan—, hasta que el hombre que me agredió esté entre rejas.

—Entonces, ¿vas a irte a casa de Cain? —preguntó Ned.

Sheridan se subió las mantas, buscando su calor reconfortante.

—Es la mejor opción.

Ned lanzó a Cain una mirada taimada.

—¿Por qué te interesa tanto este asunto?

—Tengo tantas ganas como ella de cerrar el caso —dijo Cain—. Quiero saber quién intentó inculparme colocando ese rifle en mi cabaña.

—Cabe la posibilidad de que no recupere la memoria —señaló Amy—. Y no será de gran ayuda para la investigación si no recuerda lo que ocurrió.

—¿Cómo dices? —Sheridan estaba a punto de explicarle que había colaborado en más de un centenar de investigaciones criminales durante los cinco años anteriores; que tenía muchas cosas que aportar, al margen de lo que recordara o no. Seguramente tenía más experiencia enfrentándose a delitos violetos que toda la fuerza policial de Whiterock. Pero Cain ya había respondido, y Sheridan sabía que a Amy no le interesaba lo que ella dijera. Sólo le importaba Cain.

—Al menos, no estará expuesta —dijo él—. Tendrá un lugar seguro donde recuperarse.

—¿Y quién va a protegerla de ti? —le espetó Amy.

Cain levantó los ojos al cielo.

—Yo no soy una amenaza para ella, y tú lo sabes.

Ella lo miró con ira.

—Tú eres una amenaza para cualquier mujer, Cain.

Él ignoró el comentario.

—Mi casa es tranquila y está lejos de la carretera y del pueblo. Y tengo a los perros. Ellos me avisarán, si alguien se acerca.

Ned cambió una mirada con su hermana.

—Esto no me gusta —dijo. Pero su tono había cambiado, y Sheridan intuyó que sólo intentaba apoyar a Amy. Cain había echado por tierra sus objeciones profesionales.

—Alguien podría matar a tus perros. ¿Y qué pasaría entonces? —preguntó Amy.

—Si alguien mata a mis perros, más vale que rece por que no lo atrape.

Ned tocó el brazo de Sheridan.

—Estarías más segura con un guardia.

—Tu médico está dispuesto a darte el alta. No necesitas permiso de Ned —dijo Cain.

—Mi hermano sabe de lo que habla —la angustia que reflejaba la cara de Amy casi hizo que Sheridan sintiera lástima por ella. Quería tanto a Cain que ni siquiera podía asimilar que la acogiera en su casa por caridad.

Pero si no podía volver a Sacramento, sólo tenía a Cain. No conocía a nadie más que pudiera mantenerla a salvo. Era él quien la había sacado del bosque, quien le había salvado la vida. Además, ella se había enfrentado a demasiadas batallas desde su marcha de Whiterock para huir ahora de ésta.

—Cain no me da ningún miedo —dijo. Pero, al decidirse por fin, se preguntó si no se estaría abocando al mismo desamor que sufría Amy desde tiempos del instituto. A veces incluso había pensado en Cain mientras hacía el amor con el hombre con el que había estado a punto de casarse.

Tal vez ella tampoco había superado su enamoramiento.

Cain se quedó en la puerta de la casa del difunto tío de Sheridan, que seguía amueblada igual que el día en que murió su propietario, a pesar de que después había habido un inquilino. La puerta estaba cerrada, pero la llave estaba escondida debajo del felpudo, así que cualquiera podía entrar. No vio indicios de que hubieran forzado la entrada. La persona que se había llevado a Sheridan había entrado después de que ella abriera la puerta, o se había limitado a usar la llave, como había hecho él. O tal vez ella le había dejado pasar.

Ned y Amy, o uno de los otros dos agentes de la policía de Whiterock, habían visitado la casa mientras Sheridan estaba en el hospital, y habían hecho una chapuza buscando huellas dactilares. Un polvillo blanco cubría casi todas las superficies. Sin embargo, no habían encontrado nada útil. Cain lo sabía porque había llamado a Ned para ver si habían encontrado el bolso de Sheridan, y Ned le había dicho que sí: su contenido estaba desparramado por el suelo de la cocina.

Ahora que la policía había acabado su labor, Cain pensaba recoger las pertenencias de Sheridan y llevarlas a su casa, donde Owen estaba cuidando de ella en su ausencia.

En una habitación del fondo sonaba una radio. Cain supuso que llevaba encendida desde la llegada de Sheridan. Tal vez ella confiaba en que de ese modo la casa pareciera menos vacía. Sintonizada en una emisora de rhythm-and-blues de Nashville, quebraba el silencio, pero el aire estancado y la sensación de lugar cerrado que impregnaba la casa hacían que la música produjera desolación, más que alivio.

Varias moscas escaparon cuando Cain entró. Algunas abejas revoloteaban entre la enredadera que se había apoderado de las jardineras de la fachada. El jardín olía a tierra caliente, pero un olor mucho menos agradable emanaba de la cocina, sobre cuya encimera Cain descubrió una bolsa marrón llena de compra. El fondo de la bolsa estaba empapado de sangre.

Después de lo que había visto la noche que rescató a Sheridan, aquella imagen lo puso nervioso. Seguramente la persona que la había sacado de allí a rastras habría dejado un regalito repugnante…

No, la policía lo habría encontrado primero. Evidentemente, había visto demasiadas películas de terror.

Un rápido inventario del contenido de la bolsa arrojó como resultado medio kilo de carne picada en mal estado. Por lo visto, el sujeto que había atacado a Sheridan la había abordado justo después de que llegara del supermercado. Tal vez la había seguido hasta casa.

Cain frunció el ceño al ver unas salpicaduras de sangre en la ventana de la cocina. Enseguida notó que no se debían a la carne podrida. Allí había tenido lugar un forcejeo. Había una silla volcada. Todo lo que contenía el bolso de Sheridan estaba desperdigado por el suelo. Incluso la puerta de la nevera estaba abierta. El motor sobrecargado lograba exhalar un leve chorro de frescor en medio de la habitación sofocante, pero el helado del congelador se había derretido. Y debajo había un charco de agua. ¿La policía no se había molestado en apagar la radio y cerrar la nevera?

—Cretinos insensibles —masculló Cain.

Seguramente Amy lo había dejado así a propósito. No le hacía ninguna gracia que Sheridan fuera a alojarse en su casa. Pero ver la casa tal y como estaba la noche en que Sheridan fue agredida dio a Cain una idea más clara de lo que había sucedido. Al menos, ahora sabía cómo había empezado todo.

Desdobló una de las bolsas de papel que Sheridan había vaciado antes de que la interrumpieran y comenzó a recoger los cosméticos, los documentos, los bolígrafos y otras cosas que ella llevaba en el bolso. El maquillaje estaba resquebrajado, la barra de labios se había derretido y su móvil se había quedado sin batería. Cain se preguntó si su familia y sus amigos estaban intentando localizarla, y qué estarían pensando después de tanto tiempo sin tener noticias suyas.

Al levantarse para ir en busca de su equipaje y del cargador del teléfono, vio una cartera en la que no había reparado hasta entonces. Al sacarla de debajo de la mesa se dio cuenta de que contenía fotografías: fotografías que él no tenía derecho a ver, pero que miró de todos modos, llevado por la curiosidad.

Había una de la hermana pequeña de Sheridan con traje de novia; otra de sus padres junto a un árbol de Navidad, y una tercera en la que Sheridan aparecía con otras dos mujeres, posando delante de una puerta de cristal en la que se leía «El Último Reducto». Al ver una fotografía en la que Sheridan aparecía en un acontecimiento formal con un hombre que la rodeaba con el brazo, se detuvo un momento a analizar sus gestos. ¿Era aquel hombre importante para ella? ¿Estaba preocupado por que Sheridan no estuviera localizable? ¿Le había hecho el amor como él doce años antes?

Cain arrumbó aquella pregunta al fondo de su mente y pasó a la siguiente fotografía. Y se quedó paralizado. Era la fotografía de Jason en segundo curso del instituto.

¿Por qué llevaba Sheridan un recordatorio constante de lo que le había ocurrido?

La tristeza por la muerte de su hermanastro golpeó a Cain como el día en que sucedió, como si no hubiera pasado el tiempo. Jason era el mejor chico que había conocido nunca. Era más optimista y desenvuelto que Robert, más sociable que Owen. Era un atleta, el alumno al que todos habrían votado como el que tenía más posibilidades de triunfar, si hubiera vivido para graduarse.

Cain todavía se acordaba de lo contento que estaba por tener una cita con Sheridan. Y recordaba también cómo le habían corroído los celos…

—Hola, ¿hay alguien? —gritó una voz de hombre.

Cain dejó el álbum de fotos en el bolso.

—¡Adelante!

Se oyó el crujido de unas pisadas en el pasillo antes de que Tiger Chandler se asomara a la cocina.

—Me había parecido tu camioneta. Cómo está el vecindario, ¿eh?

Cain le devolvió la sonrisa.

—Este vecindario se fue al carajo mucho antes de que yo llegara.

—No me digas —aunque no era de los que frecuentaban el gimnasio, Tiger era de complexión robusta y fornida por naturaleza. Cain lo había visto en alguna pelea de bar, y sabía que podía ser formidable—. ¿Eres la cuadrilla de limpieza?

—Más o menos.

Tiger arrugó una nariz demasiado pequeña para su cara.

—Pues, por cómo huele, tienes trabajo para rato.

—Olía bien hasta que llegaste tú —Cain sonrió mientras usaba un papel de cocina para limpiarse el carmín derretido de las manos.

Tiger se frotó las puntas rubias de su pelo oxigenado, engominado y peinado hacia arriba.

—No sabía que te gustaba jugar con maquillaje.

Cain enderezó las sillas volcadas.

—No te preocupes. A ti te he dejado las bragas y los tacones.

Tiger se rió, pero se puso serio al mirar alrededor.

—Así que aquí es donde sucedió, ¿eh?

—Eso parece.

—Sólo llevaba una noche y un día en el pueblo. Menuda fiesta de bienvenida.

Cain sacó un paño del cajón que había junto al fregadero y empezó a limpiar la mesa.

—¿Cómo sabes cuánto tiempo llevaba en el pueblo? ¿Hablaste con ella?

—No. Amy lo sabe por la fecha del contrato del coche que alquiló.

—El que hizo eso se dio prisa.

Tiger puso una expresión amarga.

—Está claro que sabía a lo que venía.

—La pregunta es por qué. ¿Por qué a Sheridan? ¿Y por qué ahora?

—A mí no me lo preguntes. No nos despedimos precisamente como amigos —pareció darse cuenta de que aquello lo situaba en el campo de los enemigos de Sheridan y añadió—: Pero yo nunca la atacaría.

Cain dejó la bolsa con las pertenencias de Sheridan sobre la mesa que acababa de limpiar y quitó el polvo a las sillas.

—¿Has tenido algún contacto con ella en estos años?

—No. No creo que nadie lo haya tenido. Estaba muy asustada cuando se marchó. Toda la familia lo estaba. Recogieron sus cosas y se largaron sin mirar atrás.

Cain arrojó el paño al fregadero.

—Le habían disparado sin saber por qué. Y vio morir a mi hermanastro. Cualquiera se habría traumatizado —armándose de valor para soportar el hedor, agarró otra bolsa, puso dentro la carne estropeada y la sacó a la basura.

—Bueno, ¿y cómo está? —preguntó Tiger cuando volvió—. ¿Ha cambiado mucho?

Estaba aún más guapa. Y seguramente tenía más experiencia sexual. Pero Cain no pensaba decirlo en voz alta. Encontró un cepillo en un armario, cerca de la entrada del garaje, y se puso a barrer.

—No lo sé. Está bastante aturdida desde que pasó todo esto.

—Es curioso que esté en tu casa.

—¿Por qué? —Cain se detuvo un momento para mirarlo.

—Siempre pensé que estaba colada por ti.

No. Sólo había intentado desprenderse del control de sus padres haciendo exactamente lo que ellos más temían. Al menos, eso le gustaba pensar a Cain. Era la única explicación que aliviaba su mala conciencia por haberla ignorado después de su encuentro. Reconocer que estaba enamorada de él le hacía sentirse demasiado culpable.

—¿Por qué pensabas eso?

—Cuando rompió conmigo, me dijo que le gustaba otro chico, pero luego no se lió con nadie. Y cualquiera habría aprovechado la oportunidad sin pensárselo dos veces.

Cain siguió barriendo.

—No sería más que una excusa para librarse de ti.

Tiger no se lo tomó a broma.

—Puede ser, pero su hermana pequeña me dijo una cosa interesante una vez.

Cain no estaba seguro de querer oír qué era. La confianza que Sheridan había depositado en él aquella noche, hacía mucho tiempo, le había aterrorizado. Prefería no tener ninguna prueba de que había verdadero amor detrás de su encuentro. Eso sólo le haría más difícil convencerse de que Sheridan sólo intentaba rebelarse contra sus padres.

—Las hermanas pequeñas dicen muchas cosas.

Tiger vaciló y luego pareció desentenderse del asunto.

—Sí. En el instituto erais tan distintos que nunca pude imaginaros juntos.

Cain tampoco. Y sin embargo…

—Está muy bien que hagas esto por ella —dijo Tiger.

¿Por qué lo estaba haciendo? ¿Por qué se prestaba a involucrarse cada vez más en aquel asunto? Notaba el tono interrogativo de Tiger, pero él tampoco lo entendía del todo. Tal vez fuera porque, por primera vez en su vida, Sheridan, aquella chica que lo había tenido todo, necesitaba a alguien. Lo necesitaba a él.

—No habría sido muy agradable volver a casa y encontrarse con esto después de lo que le ha pasado.

—Entonces, ¿va a volver aquí?

—Supongo que sí, cuando se encuentre con fuerzas.

—¿Te importa que me pase por tu casa alguna vez para hacerle una visita?

Cain no quería que nadie la molestara. Al menos, durante unos días. Pero sabía que Tiger malinterpretaría su preocupación si le decía que no.

—Claro que no.

—Bueno, pues ya nos veremos por allí.

Después de que Tiger se marchara, Cain acabó de limpiar el polvo, pasó la aspiradora y fregó. Luego recogió el equipaje de Sheridan, lo sacó del dormitorio y cerró la puerta con llave. No había encontrado el cargador del teléfono de Sheridan y estaba preguntándose si ella lo habría dejado en California cuando, al abrir la puerta de la camioneta, encontró una caja gigantesca de condones sobre el asiento.

Había una nota encima. Y Cain estaba seguro de que era Amy quien la había escrito. Por lo menos espera hasta que pueda caminar.