Cuatro

Sheridan no podía abrir los ojos. La luz era demasiado blanca, demasiado deslumbrante. Pero estaba segura de no estar viviendo una experiencia cercana a la muerte. No había túnel, ni una figura amorosa, semejante a Cristo, esperando para recibirla con los brazos abiertos. El aire era frío, oía movimiento y voces lejanas, y notaba un olor a antiséptico mezclado con… ¿una pizca de colonia?

Levantó los párpados ligeramente y al mirar por entre las pestañas vio paredes cubiertas de papel azul y amarillo. La vía que salía de su brazo, el televisor suspendido del techo, las barandillas de la cama y la bandeja con ruedas colocada junto a sus pies indicaban que estaba en un hospital. Ignoraba en cuál. Pero eso le parecía menos importante que el hecho de no estar sola.

Había un hombre de pie junto a la ventana, mirando hacia fuera. Sheridan estaba casi segura de que era él quien desprendía aquel olor a colonia.

Había algo perturbador en aquel perfume, en la presencia de aquel hombre…

¿Lo conocía? Le resultaba vagamente familiar. Pero no recordaba dónde lo había visto, ni cuándo, ni cómo se llamaba. Tenía el cabello oscuro y crespo, y una constitución delgada y musculosa, de anchas espaldas y piel dorada por el sol. Sus brazos bien tonificados asomaban por debajo de las mangas cortas de la camiseta y los vaqueros le sentaban mejor que a ningún hombre al que ella hubiera visto antes.

Dudaba de que hubiera reparado en aquel detalle si estuviera a las puertas de la muerte.

Él cambió de postura, pareció verla por el rabillo del ojo y se volvió.

Sí, claro que lo conocía. Jamás podría olvidar aquella cara. Era Cain Granger.

—Gracias a Dios —susurró él, y se acercó inmediatamente.

El alivio y la preocupación que demostraba hicieron que Sheridan se preguntara si se había perdido el capítulo en el que se hacían amigos.

—¿Qué… qué ha pasado? —le costó hablar; tenía la garganta tensa y rasposa, pero ya no le dolía. Una especie de ingrávida euforia había ocupado el lugar del dolor, indicio seguro de que se hallaba bajo los efectos de potentes medicamentos.

Cain tomó su mano y jugueteó con las puntas de sus dedos, como si se conocieran mucho mejor de lo que se conocían en realidad.

—¿No te acuerdas?

Sheridan no podía ensamblar la historia por completo, pero fragmentos de diversas escenas cruzaron velozmente su cabeza: unas botas llenas de barro, una pala, la lluvia… Eran malos recuerdos. Y luego había uno que, salvo por el dolor, no estaba nada mal: un pecho sólido como una roca, unos brazos fibrosos rodeándola, una cama mullida y el mismo olor que había sentido al despertar, un momento antes.

—Tú… yo… estaba en tu cama.

—Sí. Estuviste un momento.

—Pero… no fuiste tú quien… quien me hizo esto —luchó contra la confusión que la embargaba.

Una expresión de ira realzó el verde tormentoso de los ojos de Cain.

—No. Yo te encontré cuando ya estabas herida. Después de que huyera la persona que te hizo esto.

—Ah —tenía sentido. Había visto la cara de Cain en algún momento. Y había oído un helicóptero.

—¿Te acuerdas ahora? —preguntó él.

Parecía ansioso por que lo tranquilizara, pero antes de que pudiera ordenar las imágenes dispersas que flotaban por su cerebro, un hombre más bajo y recio apareció en la puerta, vestido con uniforme policial.

—¡Vaya! ¡Pero si se ha despertado! —exclamó, quitándose su sombrero de vaquero al entrar en la habitación.

Sheridan se habría sorprendido si hubiera visto a un policía con aquel sombrero en California, pero allí no era tan raro. Habría sonreído, pero el músculo que vibraba en la mandíbula de Cain la advirtió de que a él no le agradaba la visita. Cain soltó su mano y se apartó.

—¿Ned? —dijo ella, dudosa.

—Hola —mientras sujetaba el sombrero con una de sus manos gordezuelas, apoyó la otra en la barandilla de la cama y sonrió, dejando entrever el hueco que siempre había tenido entre los dientes. Su hermana melliza tenía uno igual, a menos que se lo hubiera arreglado desde la última vez que Sheridan la había visto—. ¿Cómo te encuentras, señorita?

Sheridan miró a Cain, pero él no estaba observándolos. Había vuelto a ocupar su puesto junto a la pared y estaba de nuevo mirando por la ventana con expresión pensativa. Sheridan veía su perfil: el largo arco de sus pestañas morenas, la barbilla prominente y descarada, la nariz recta y los labios bien formados…

—¿Sheridan?

Apartó la mirada de Cain.

—¿Sí?

—¿Cómo te encuentras?

—Mejor. Creo. ¿Qué me pasa?

—No mucho, ya. El médico dice que te estás recuperando perfectamente. La inflamación cerebral ha bajado. Tienes algunas lesiones internas, pero eso también se arreglará.

—¿Cuánto tiempo llevo en el hospital?

—Una semana.

Parecía una eternidad.

—¿Dónde están mis padres?

—No lo sé. Hemos intentado localizarlos, pero el teléfono de su casa en Wyoming… Es Wyoming, ¿verdad?

Ella logró asentir cuidadosamente con la cabeza.

—Nadie contesta.

¿Por qué?, se preguntó Sheridan. Sus padres siempre estaban allí, fiables como la lluvia.

Entonces se acordó. Se habían ido a hacer un crucero de dos semanas por Alaska. Querían viajar un poco antes de que su hermana pequeña diera a luz, o sea antes… Sheridan había perdido la noción del tiempo. No sabía cuándo debía nacer el bebé.

—Están de vacaciones —dijo.

—Eso lo explica todo.

Una mano de hombre empuñando un madero cruzó con un fogonazo la mente de Sheridan. Pero aquello tenía que ser parte de un sueño…

—¿Qué me ha pasado?

—Alguien te atacó. Por eso estoy aquí. Soy el jefe de policía de Whiterock.

¿Alguien la había atacado?

Aquel hombre armado con un garrote reapareció en su mente. Evidentemente, no era un engendro de su imaginación. La habían atacado en otra ocasión, hacía años, pero en circunstancias muy distintas. ¿Cómo era posible que hubiera vuelto a sucederle?

Quizás esta vez pudiera hacer justicia.

—¿Sabéis quién fue? —preguntó.

Los labios de Ned formaron una línea plana y dura.

—No exactamente. Pero tenemos nuestras sospechas.

Aquello no era ningún consuelo. No lo sabían, lo cual significaba que la situación de doce años atrás volvía a repetirse: más dudas, más esperas, más esperanzas frustradas.

—¿De quién sospechas? —preguntó, pero Cain interrumpió la conversación.

—De quien no debe. Perder el tiempo, eso es lo que está haciendo.

—Pronto lo averiguaremos, ¿no crees? —dijo Ned—. Seguramente esta vez Sheridan vio algo más.

¿Confiaban en que ella pudiera ser de alguna ayuda? Una extraña ansiedad se apoderó de Sheridan. No podía identificar al hombre que la había atacado. No recordaba nada. Al menos, nada claro, ni ordenado. Nada que tuviera sentido o que apuntara hacia los motivos o la identidad de su agresor. Sólo aquellas imágenes perturbadoras y rocambolescas.

—Creo que no —dijo débilmente.

—Cuéntame todo lo que recuerdes desde que llegaste al pueblo, cariño.

Sheridan buscó un punto de partida, un hilo que seguir hasta el momento en que todo se torció. Ahora vivía en Sacramento y trabajaba en El Último Reducto, la asociación de apoyo a las víctimas de delitos violentos que había fundado cinco años antes junto a sus amigas Skye Willis y Jasmine Stratford. No, Stratford, no. Jasmine se había casado y desde hacía un tiempo vivía en Nueva Orleáns con su marido.

Estaba tan confusa…

—¿Por qué volví a Whiterock? —preguntó. Tal vez, con un poco más de información, podría aclarar lo sucedido…

—Quisiste venir cuando te llamé para contarte lo del rifle —respondió Ned, pero Sheridan no recordó nada.

—¿Sí?

—Dijiste que habías aprendido alguna que otra cosilla sobre investigación criminal desde que te fuiste del pueblo y que querías ayudarme a resolver el asesinato de Jason Wyatt. De eso hace tres semanas.

Sheridan no recordaba lo sucedido hacía tres semanas, pero recordaba a Jason. Esa parte del pasado regresó de golpe, como una película de terror acelerada: el hermanastro de Cain rodeándola con el brazo en la camioneta empañada, intentando besarla; su resistencia a dejarle; cómo había limpiado el vaho de la ventanilla con la mano, confiando en ver a Cain; y luego la puerta abriéndose de repente…

Apretó los ojos con fuerza cuando el cañón del rifle se materializó en su cabeza. «Basta. Basta. ¡Basta!». No estaba lista para revivir esa pesadilla.

—¿Sheridan? —insistió Ned.

El sudor humedecía el valle entre sus pechos.

—Yo… todavía me siento rara —murmuró—. Quizá… quizá deberías venir luego.

Cain se volvió. Sheridan notó que la observaba atentamente, valorando la situación con aquella mirada atenta y sigilosa. Había cambiado un poco; era más corpulento, más robusto, de contornos más duros. Pero conservaba aquel aire misterioso y distante.

Ned soltó la barandilla de la cama y empezó a dar vueltas al sombrero entre las manos.

—¿Cuándo? —dijo—. No sé si eres consciente de ello, cariño, pero este hospital está a ciento doce kilómetros de Whiterock.

—Deja de llamarla «cariño» —gruñó Cain—. ¿Y qué pasa si tienes que hacer otro viaje? Sheridan no necesita que la presiones. Bastante mal lo ha pasado ya.

Sheridan se alegró de que alguien la defendiera. Necesitaba que alguien le sirviera de amortiguador. Pero también comprendía la impaciencia de Ned. Este tenía que llevar a cabo una investigación, y esperaba que ella reaccionara como la profesional que decía ser y no como la víctima en la que se había convertido.

De algún modo, por angustioso y terrible que fuera, tenía que escarbar en los recuerdos borrosos que rodeaban aquel suceso. Pero no podía inventarse una lucidez que no tenía.

—¿Puedes contarme algo más? ¿Algún detalle que me ayude a recordar? —preguntó.

—Cain te encontró cerca de una tumba a medio cavar, en el bosque, cerca de su cabaña. Estabas tan malherida que pensó que habías muerto.

Sheridan recordó, sí. Apenas podía respirar.

—Yo…

—Maldita sea, Ned —la atajó Cain—, dale un respiro.

El buen talante de Ned se disipó por completo.

—¿Para que puedas hablar tú con ella primero? —le espetó, y el tono nasal de su voz se hizo más marcado—. ¿Hacerle creer cosas que no sucedieron? ¿Crearle recuerdos falsos? ¡Ni lo sueñes!

En circunstancias normales, Sheridan habría contestado que nadie podía jugar con su memoria de esa forma. La verdad estaba ahí; sólo se hallaba temporalmente encerrada dentro de su mente. Pero se sentía tan insegura que no pudo llevarle la contraria.

—Voy a necesitar un poco de tiempo —dijo.

A Ned no le agradó su respuesta, pero la tensión que reinaba en la habitación no se debía a Sheridan. Entre Cain y Ned había alguna clase de rencilla. Pero ¿por qué? Se conocían desde el instituto, aunque nunca habían sido amigos. Apenas se…

—Te casaste con ella —dijo Sheridan, resolviendo por fin un pequeño misterio.

Cain sabía de qué y de quién estaba hablando. Sheridan lo vio en su cara. Pero Ned seguía concentrado intentando obtener respuestas y no se percató enseguida.

—¿Cómo dices? —dijo con el ceño fruncido.

—Con Amy —explicó ella—. Tina Judd me escribió un año después de que me fuera del pueblo —antes de que su madre le exigiera que pusiera fin incluso a esa relación—. Me dijo que Cain se había casado con tu hermana. Sois cuñados…

—Fuimos cuñados —la interrumpió Cain—. Amy y yo estamos divorciados.

A Sheridan no le sorprendió. Amy nunca había encajado con él. Era demasiado acaparadora. Aunque, por otro lado, Sheridan no estaba segura de que hubiera alguna mujer que encajara con él. Cain ejercía demasiado poder sobre sus relaciones de pareja; al menos, sobre las que ella había conocido.

—No estabas hecho para el matrimonio —en cuanto lo dijo, se dio cuenta de que posiblemente debería haberse mordido la lengua, pero, con la medicación, su cerebro no había detenido a su boca a tiempo. Y una vez dicho, no podía retirarlo.

Cain la miró levantando una ceja mientras Ned se reía.

—Creo que te conoce mejor de lo que pensaba —comentó.

Sheridan ignoraba si el comentario era apropiado o no, pero se alegró de poder rememorar el pasado, aunque aquélla no fuera la parte que más necesitaba recordar.

—Los perros, eso era lo que te gustaba de verdad, ¿no? Los animales.

Cain entregaba su corazón a sus mascotas, pero su cuerpo era un asunto bien distinto. Había empezado a ir con chicas muy joven…

Y sin embargo… Sheridan recordaba aún lo dulce y tierno que había sido con ella aquella noche, en la caravana. Entonces tenía diecisiete años, sólo un año y medio más que ella, y aunque Sheridan consideraba aquella experiencia embarazosa en el mejor de los casos y dolorosa en el peor, Cain no se comportó como un bruto.

Era extraño que recordara tan claramente cuánto se había esforzado él por refrenarse, cuando apenas se acordaba de su propio nombre.

—Teniendo en cuenta que apenas nos conocíamos, no esperaba que te acordaras de eso —la voz de Cain sonaba tan cortante y su actitud parecía tan indiferente que Sheridan supuso que había olvidado aquellos pocos minutos en la caravana. O que su recuerdo no significaba nada para él.

Posiblemente, esto último. Cain había estado con muchas chicas. ¿Qué era para él media hora con una jovencita virgen?

—Supongo que hay cosas que una nunca olvida —dijo en tono tan agridulce como aquel recuerdo.

Entonces vio algo en los ojos de Cain, algo que parecía indicar que recordaba cada detalle tan bien como ella. Pero se resistía a dejar que aquello le importara. Obviamente, Cain no había cambiado. ¿Por qué estaba allí? Ned había dicho que ella llevaba una semana inconsciente. ¿Por qué se había quedado Cain Granger por allí tanto tiempo?

—Confío en que los detalles relativos a la agresión que sufriste sean una de esas cosas —dijo Ned, devolviendo la conversación a su curso original—. Tenemos que encontrar al tipo que te hizo esto.

Sheridan cerró los puños.

—¿Por qué me ha pasado esto? —le preguntó a Ned—. ¿Por qué a mí otra vez?

—Eso es lo que quiero saber —contestó él—. La única respuesta que tengo es que esto tiene que estar relacionado con el asesinato de Jason —siguió hablando, pero lo que dijo no tenía significado para Sheridan. No podía afrontar lo que le había ocurrido a Jason, y menos aún en relación con aquello. Se le encogía el corazón cada vez que oía su nombre. Aquel recuerdo siempre había sido doloroso, pero de pronto le produjo una sobrecarga emocional que no había experimentado nunca antes.

Volvió instintivamente la cara hacia la almohada, intentando evitar las palabras de Ned, esquivar cualquier pensamiento que tuviera que ver con Jason, pero él seguía hablando, diciendo cosas que Sheridan no quería oír. «Márchate». Se había despertado con demasiados interrogantes. Interrogantes que la hacían sentirse perdida y desorientada.

Necesitaba un asidero… y al levantar la vista se encontró con Cain.

—Sea lo que sea lo que ha sucedido, está relacionado con el pasado —dijo él cuando sus ojos se encontraron.

Hablaba alzando la voz sobre la de Ned, pero a Sheridan no le importó. Tenía que hacer oídos sordos a lo que decía Ned, no podía soportar su actitud avasalladora.

—Ojalá pudiera decirte algo más —añadió Cain—. Pero es lo único que sé. Alguien cree que supones un peligro. O está empeñado en matarte desde el principio.

—Pero yo no conozco a nadie que quiera hacerme daño. ¿Qué he hecho para merecer algo así?

—Con ciertas personas, no hay que hacer nada.

Ned, que al fin se había callado, lanzó a Sheridan una mirada de enfado por haber permitido que Cain le robara protagonismo. Pero en ese momento no estaba en condiciones de preocuparse por su falta de cortesía, ni de pedir disculpas por ella.

—Fue sin previo aviso —dijo, aturdida—. Nada me alertó del peligro. Lo último que recuerdo es que estaba haciendo la maleta para venir a Whiterock.

—Supongo que no llevabas mucho tiempo en el pueblo cuando pasó esto —dijo Cain—. ¿Dónde te hospedabas?

—En casa de mi tío —contestó ella al tiempo que Ned decía:

—En casa del viejo Bancroft.

Sí, en casa del viejo Bancroft. Sheridan podía ver la casa. Parecía estar orientándose, cada vez recordaba más cosas.

—Mi tío Perry murió hace un par de años y le dejó la casa a mi madre —le dijo a Cain—. Mis padres la tenían alquilada, pero el hombre que vivía en ella desde que murió mi tío se mudó hace dos meses y mi madre no quiere tener más responsabilidades. Cuando se enteró de que pensaba venir, me pidió que la limpiara y la pusiera en venta.

—¿Notaste si alguien te estaba vigilando? ¿O siguiéndote? —preguntó Ned.

Sheridan se concentró todo lo que pudo en lo que había hecho después de hacer las maletas, pero los detalles que había recordado se esfumaban rápidamente entre las sombras.

—Yo… no lo sé —ni siquiera sabía dónde estaba su coche. ¿Lo había dejado en Sacramento y había alquilado uno al llegar a Nashville en avión? ¿Había llegado a Nashville en avión? Era lo más lógico, pero no recordaba ningún pormenor práctico de los últimos días… ¿o de las últimas semanas?

Nunca había pensado lo importantes que eran esos pormenores, lo mucho que anclaban a una persona, hasta que dejó de recordarlos.

Cain la observaba con atención.

—Volveré —dijo, como si comprendiera que perder esos recuerdos era casi tan aterrador como el acto de violencia que la había llevado allí.

«Volveré». Sheridan se aferró a aquellas palabras al cerrar los ojos. Necesitaba bloquear el miedo y la incertidumbre que iban creciendo dentro de ella.

Sonó el teléfono de la habitación y Ned lo levantó.

—Es para ti —dijo, tendiéndole el aparato a Cain—. Es Owen.

Mientras Cain hablaba con Owen, diciéndole que ella se había despertado y que iba a ponerse bien, Sheridan se adormeció. Casi había dejado atrás el miedo y el malestar, casi había llegado al lugar oscuro y tranquilo en el que había pasado la semana anterior, cuando una mano pesada se posó sobre su brazo.

—¿Sheridan?

Abrió los ojos y vio la cara pecosa y rubicunda de Ned a unos centímetros de la suya.

—Estoy casi seguro de que fue Cain quien te hizo esto —susurró él mientras Cain seguía hablando por teléfono—. ¿Puedes decirme por qué puede querer matarte?

A ella se le ocurrió una razón evidente: ella intentaba ponerlo celoso cuando animó a Jason a llevarla a Rocky Point. Sólo pretendía que Cain la viera con su hermanastro para que se arrepintiera de no llamarla.

—Puede… puede que me culpe por… por lo de Jason.

—¿Por qué?

Los sedantes estaban ganando la partida de nuevo. Le costaba articular las palabras.

—Porque… yo… estaba… allí —parecía un lector de CD con las pilas gastadas.

—Porque os veíais en secreto, ¿verdad?

Sheridan oyó de fondo la voz de Cain. «Te agradecería que llamaras a Janice Powers y Juan Rodríguez para decirles que hoy no voy a ir. Tenían cita para sus perros…».

Sheridan quería escuchar, en lugar de esforzarse por responder.

—¿Qué?

—Cain mató a Jason por celos, ¿verdad? —insistió Ned—. Y luego te hizo esto porque teme que desveles sus motivos.

—No.

—¿Estás segura?

No le gustaba el cambio de tono de Ned, ni su actitud. Pero haciendo un esfuerzo logró decir dos palabras más.

—Estoy… segura.

¿Había arrugado él la frente? Sheridan entornó los ojos intentando aclarar su visión borrosa. Pero él estaba demasiado cerca… y se acercaba cada vez más. Su aliento, con olor a café rancio, le rozó la mejilla.

—¿Tienes idea de quién fue?

Aquella figura oscura, cubierta con el pasamontañas, afloró de nuevo a su memoria, como si saliera de pronto de la niebla.

«¿Qué quiere?», gritaba. «¿Qué le he hecho yo?».

Pero él no respondía. Temía que Sheridan reconociera su voz. Tenía que ser eso. Sheridan notaba que no quería hablar. El modo en que la zarandeaba, su forma de aprovechar cualquier excusa para infligirle dolor, demostraba su desprecio.

«¿Por qué me hace esto? ¿Quién es?», preguntaba ella.

Llenos de un odio palpable, los ojos del desconocido la miraron a través de los agujeros del pasamontañas. Pero siguió sin responder. Cerró las manos alrededor del cuello de Sheridan por segunda vez, cortándole la respiración. Iba a morir. No… podía… liberarse. Él era… demasiado… fuerte. Otra vez. La dejaba… sin aire… Sin… aire. Y luego la soltaba.

Jadeando, ella se tambaleaba y él le daba patadas, tirándola al suelo. Fue entonces cuando Sheridan comenzó a forcejear. No podía hacer otra cosa. Utilizó los pies, sobre todo, y también los dientes, cuando pudo. Incluso se sirvió de la cabeza como ariete, y en una ocasión logró desequilibrarlo.

Esa fue su única victoria. Además de soltarse de sus ataduras, claro. No había cesado de tirar de la cuerda que le ataba las manos a la espalda desde que había recuperado la conciencia. ¿Aquel sujeto pensaba que podía hacerle aquello y salirse con la suya? ¡No! Ella luchaba cada día por los derechos de las víctimas; estaba decidida a luchar por sí misma, a resistirse a cada golpe.

Y entonces, como por milagro, la cuerda se aflojó y cayó al suelo. Sheridan aspiró una bocanada de aire, lo golpeó en la cara tan fuerte como pudo y se abalanzó hacia los árboles.

Pero no logró escapar. Él la agarró por el pelo y la arrastró. Y entonces habló, pero su voz sonó como un gruñido bajo y ronco que Sheridan no pudo identificar. «¡Zorra estúpida! Ahora me las vas a pagar».

Sheridan había pagado, sí, pero no como esperaba. Él no intentó violarla. Sólo siguió golpeándola y golpeándola…

—¿Tienes alguna idea? —Ned la devolvió al presente—. ¿Vas a contestarme?

Ella había empezado a temblar. No quería afrontar nada más. Pero tenía que hacerlo. Si quería atrapar al hombre que la había atacado, tenía que decirle algo más a Ned.

Dios, cuánto deseaba recordar algún detalle del cuerpo o de los gestos de su agresor. Pero todo aquel episodio era un borrón aterrador. Y él un hombre corriente, de mediana estatura, vestido de negro.

—N-no.

—Entonces, ¿cómo sabes que no fue Cain? —preguntó Ned.

El monitor cardíaco revelaba lo deprisa que latía su corazón. Bip… bip… bip, bip, bip…

Cain seguía al teléfono.

—Me pasaré por allí esta noche, a ver qué pasa con ese alternador. Puede que llegue tarde…

—Lo recordaré —prometió ella. Deseaba que aquel ruido cesara. Poder recuperar el aliento. Que Ned se marchara. Le dolía la garganta como si las manos de su atacante acabaran de apretársela…

—¿Cuándo? —insistió Ned—. ¿Cuándo lo recordarás?

—Pronto.

Él le agarró con más fuerza el brazo.

—Escúchame —dijo, pero en ese momento otra persona entró en la habitación. Una enfermera.

—¿Va todo bien?

Ned la soltó.

—Sí, muy bien. Sólo intentaba aclarar unas cosas sobre el suceso que la ha dejado en este estado.

—Creo que es demasiado pronto para eso. Ahora mismo, conviene que no la molesten.

—Era ella quien quería hablar —dijo Ned mientras Cain colgaba.

Sheridan no se molestó en intentar contradecirle. Estaba agotada física y anímicamente; ni siquiera podía abrir los ojos.

—Me temo que voy a tener que pedirles que salgan de la habitación —dijo la enfermera.

—Vendré a verte esta tarde —masculló Cain.

Un momento después, Sheridan sintió que ambos se marchaban. Los zapatos de la enfermera rechinaron cuando rodeó la cama para meter las mantas.

Aliviada por su presencia, Sheridan se desprendió de la realidad y del sol cegador que entraba por la ventana, del miedo y de la confusión. Pero Ned debió de asomar de nuevo la cabeza, porque le oyó decir:

—Por cierto, ¿qué probabilidades hay de que se recupere?

Sheridan no estaba lista para la respuesta a aquella pregunta. Pero tenía que oírla, debía conocer la verdad.

—Yo diría que son buenas —contestó la enfermera—. Hablé con el médico hace menos de una hora. Está muy contento con sus progresos.

Ned carraspeó y esta vez preguntó con un susurro:

—¿Y su memoria? ¿Cree que alguna vez podrá recordar lo que le pasó?

—Es difícil saberlo. Muchos pacientes que sufren lesiones en la cabeza tienen problemas posteriores. Mareos, depresiones, desorientación… Pérdida de memoria. Pueden durar unas pocas semanas o varios meses. Incluso más.

Sheridan tenía un arduo trabajo por delante…

—Pero cabe la posibilidad de que lo recuerde, ¿verdad?

—Depende de su capacidad para asimilar el trauma. Podría desarrollar un trastorno de estrés postraumático agudo, o muchas otras cosas. Pero el médico es optimista. Cree que no será así.

«Dios mío, no, más problemas no». Le había costado más de una década superar el tiroteo.