III
Abuelo Garnier: «Si quieres olvidar tus problemas, sal a dar una vuelta con unas botas de montar de tacón nuevecitas».
Dakota le hizo señas para indicarle el pequeño supermercado en el centro del pueblo, pero Tyson no se detuvo. Primero quería ver dónde vivía su niñera. En sus manos, no había oído quejarse en toda la tarde a Braden. No tenía intención de dejarla ir sin saber al menos dónde encontrarla.
Dos calles más adelante, Dakota se detuvo a un lado.
–Te lo has pasado –dijo ella cuando él se detuvo a su lado y bajó la ventanilla.
–Lo sé.
–¿Y adónde vas?
–Tenía... –no quería dar demasiadas explicaciones so pena de que ella viera lo inepto que era, y lo último que quería ver en los periódicos era que era un inútil como padre. Merecía un poco de privacidad, pero por experiencia sabía que para ello había que guardarla celosamente–. Tenía curiosidad por ver dónde vives.
–¿Por qué? –preguntó ella, irritada.
–Porque quiero conocer esto.
–Mi casa no es un punto de interés. Además, no tienes tiempo que perder. Te cerrarán la tienda, y no puedes sobrevivir sin pañales, ¿recuerda?
–Aún queda media hora.
–El tiempo que te llevará hacer la compra.
Él creía que tendría suficiente con quince minutos, pero si tenía o no tiempo no era el tema. Era evidente que ella no quería que la siguiera. No podía imaginar por qué, pero en ese momento su ceño fruncido le dejó claro que no había más que hablar.
–De acuerdo.
La tensión en el rostro de Dakota disminuyó.
–Tienes mi número. Llámame si tienes algún problema.
Tyson se preguntó si lo habría dicho en serio.
–Lo haré.
–Buenas noches –dijo ella con firmeza y maniobró para sacar aquel montón de chatarra a la carretera.
Tyson estuvo a punto de darse la vuelta. Su comportamiento era ridículo. Seguro que podría aguantar ocho horas sin pedir ayuda. Pero Braden eligió ese momento para ponerse nervioso y empezó a tirar del arnés que lo sujetaba a su asiento. Tyson se asustó de pensar en otra noche como la anterior. Pensó que no podría hacerlo. No tenía la paciencia ni las reservas emocionales.
Esperó a que las luces traseras del coche de Dakota casi hubieran desaparecido y la siguió a una prudente distancia. Le había dicho que podía llamarla, pero ¿y si tenía el sueño muy profundo y no respondía? No haría ningún daño ver dónde vivía, por si acaso.
Atravesaron todo el pueblo y, más allá del cementerio, donde las construcciones eran cada vez más escasas para dar paso al campo abierto, entró en un polvoriento parque de caravanas que apenas si tenía un rectángulo de césped y unos árboles como única atracción.
Tyson rodó en silencio. El espacio entre las veinte caravanas del parque estaba lleno de neumáticos tirados, cajas de cartón y botellas de vino. Había varios coches sin las ruedas, que estaban apoyadas sobre bloques de cemento, y los dueños de algunas de las caravanas habían tratado de adecentar su espacio decorándolo con piedras volcánicas. Su madre se habría mostrado horrorizada. Si su madre tenía algo era buen gusto.
–No puede vivir aquí –murmuró, tratando de evitar los boquetes más profundos que surcaban el camino de tierra.
Tyson sabía que su coche no pasaría desapercibido allí. No podía seguir a Dakota más lejos sin llamar la atención, de modo que aparcó junto a un contenedor que parecía haber sido saqueado por los chavales o los animales de los alrededores.
Dakota metió el coche bajo un endeble porche junto a una caravana con un cartel que decía ser la número 13. Era una de las más destartaladas del parque, pero alguien había colocado un sonajero de viento de poco valor sobre una de las vigas que soportaban el porche que cubría el coche y había plantado flores en la entrada. Se veían a la luz de la farola, justo al lado de la caravana. A Tyson le pareció que estaban mustias y pedían agua a gritos, pero Dakota subió los cuatro escalones sin prestar atención a los alrededores y entró.
La puerta se cerró tras ella y las luces se encendieron.
Al momento comprendió por qué Gabe le había prometido a Dakota que le pagaría el triple. Aquel lugar era francamente deprimente. Quería alejarse de allí a toda prisa, y además no podía quedarse. Braden estaba llorando otra vez, probablemente harto de estar en el coche. Pero Tyson no creyó que sacarlo le hiciera ningún bien. La noche anterior, nada había servido para calmarlo.
Suspiró. La tortura comenzaba una vez más. Ocho interminables horas se abrían frente a él durante las cuales no sabría qué hacer con aquel pequeño ser que, sin querer, había ayudado a crear. Pero ver el lugar donde Dakota vivía le hizo ver sus problemas con otra perspectiva. La vida podía ser peor. Como vivir allí.
Entró entonces en el familiar habitáculo tapizado de cuero de su coche, y dio la vuelta en dirección al mercado de Finley.
La camioneta de su padre estaba, pero él no. Una desagradable sensación penetró en ella al tiempo que entraba precipitadamente en la caravana. Esperaba que se hubiera ido a la cama, pero sabía que eso era mucho esperar.
Con toda seguridad, su habitación estaría tan vacía como el resto de la caravana. A juzgar por el caos de la cocina, se había preparado la cena, por lo menos. Pero no había ninguna nota en el frigorífico, ni en la encimera entre las montañas de facturas, ni en la mesa atestada de cosas. Si solo había salido a dar una vuelta o a ver a Johnny Diddimyer a echar una partida de póquer, habría dejado una nota pues imaginaría que se preocuparía.
Dakota se tapó la cara y trató de tranquilizarse. No se sentía capaz de pasar por lo de la semana anterior otra vez, pero no podía cenar e irse a la cama. Si su padre estaba borracho y montando alguna de las suyas, la policía lo metería en el calabozo hasta que se le pasara y no estaba bien físicamente para soportarlo. Caminar con bastón no era el peor de sus problemas. Podía sufrir un ataque al corazón en cualquier momento. Y además necesitaba un hígado nuevo.
Si su padre se las había arreglado para llegar al Honky Tonk tenía que ir a por él. Se volvía muy violento cuando bebía. Le había resultado duro cuidar de él después del accidente, pero cada vez le costaba más. Ya no era la misma persona. A veces le daba tanto miedo que no sabía si sobreviviría unos cuantos meses.
Se frotó el vendaje que le cubría una herida en el brazo. Estaba segura de que deberían haberle dado puntos, pero no se había atrevido a ir al médico. Si alguien se enteraba de que su padre la había atacado con un cuchillo, insistirían en meterlo en un centro. Casi todo el mundo le decía que lo hiciera. ¿Pero de dónde iba a sacar el dinero? Recibía una pequeña cantidad del estado cada mes, pero ni siquiera sumado a lo que ganaba sería suficiente para pagar un centro. Además, no podía abandonarlo. Si vivía con aquellos dolores era por culpa de ella.
Vaciló delante de la puerta, pero finalmente echó hacia atrás los hombros y levantó la cabeza. Lo encontraría y lo llevaría a casa. Al darse cuenta de lo que había hecho la última vez se había echado a llorar, literalmente destrozado. Estaba segura de que no querría hacerle daño otra vez.
Tyson no sabía qué hacer. Braden se había quedado dormido en el camino y no se había despertado cuando lo había metido cuidadosamente en su cuna, dándole a su padre la esperanza de que, después de todo, la noche iba a ser tranquila para ambos. Pero hacia medianoche el niño se despertó y empezó a llorar. Tyson le cambió el pañal y le dio un biberón. Trató incluso de calmarlo con el chupete, después de hervirlo como decían las instrucciones de la caja.
Nada parecía funcionar.
Consideró la posibilidad de llamar a su madre para pedirle consejo, pero ya lo había hecho la noche anterior y no le había servido de nada. Priscilla Garnier sabía tanto de bebés como él. Le había sugerido que lo metiera en la cuna y lo dejara llorar, pero la respuesta le había parecido totalmente inaceptable. Le había quitado la custodia a Rachelle por negligencia, y no pensaba seguir sus pasos.
–¿Qué es lo que quieres? –le preguntó al bebé, tan desquiciado que parecía al borde de las lágrimas.
El rostro de Braden enrojeció violentamente, y aunque tenía la boca abierta, no emitía ruido alguno.
–¡Respira! –gritó Tyson en un ataque de pánico.
Finalmente, Braden inspiró y dejó escapar otro ensordecedor chillido.
No podía más. Tenía que llamar a Dakota Brown. No le apetecía, y menos en mitad de la noche, pero le parecía que no le iría mal un dinero extra y todo el dinero le parecía poco si conseguía aliviar al bebé. Le prometería otros quinientos, o lo que ella quisiera, con tal de que fuera a la cabaña sin perder un minuto. Había sido una estupidez dejar que se marchara.
Hubiera cerrado la puerta para poder oír el teléfono, pero no se atrevió. ¿Y si el monstruo dejaba de respirar y moría de muerte súbita?
El niño continuó berreando mientras Tyson se dirigía hacia el despacho con él en brazos. Se había ocupado de dejar el número de Dakota en un lugar destacado para que no le costara encontrarlo en caso de necesidad. Pero en vez de una voz soñolienta, se encontró con un mensaje grabado.
–Lo sentimos, pero este número ha sido desconectado. Si cree que ha marcado por error...
¿Cómo podía ser? ¡Le había dado su número ese mismo día! Volvió a marcar por si se había equivocado, pero recibió el mismo
«Maldición». ¿Qué iba a hacer? No podía seguir dando vueltas. Algo malo le ocurría a Braden y estaban en una cabaña en una carretera que se adentraba en las montañas, en un estado desconocido. Tyson ni siquiera sabía dónde estaba el hospital.
Acomodó al niño en su asiento de coche con dificultad porque no dejaba de contorsionarse y dar patadas, y acto seguido, salió de allí como alma que llevara el diablo.
Cuando Tyson llegó al parque de caravanas, Braden se había quedado dormido agotado de tanto llorar. El silencio era un bendición, pero sabía que sería mejor no darse la vuelta. No pensaba dejarse engañar por el truco de la pequeña siesta. En cualquier caso, la paz no duró mucho. Tyson oyó gritos en cuanto abrió la puerta del conductor.
Al principio pensó que provenía de la caravana que estaba junto a la de Dakota. La luz estaba encendida. Pero enseguida se dio cuenta de que los vecinos estaban despiertos por el jaleo. Vio a una pareja mayor mirando subrepticiamente a través de las rendijas de la persiana, tratando de ver lo que ocurría al lado.
Él también se lo preguntaba. No podía imaginarse al hombre del que Dakota le había dicho que tenía «problemas de salud» pudiera utilizar aquel sórdido lenguaje que resonaba en la fresca noche.
–Haga que pare –gritó la anciana al ver a Tyson–. O llamaré a la policía.
Tyson cerró la puerta del coche para que el ruido no despertara a Braden.
–¿Qué ocurre?
–Ya están otra vez –respondió la mujer.
–¿Que están otra vez?
–¡Peleándose! ¿Es que no lo oye? –dijo el hombre–. Él se emborracha y lo paga con ella, cada vez más.
–Le juro que uno de estos días la matará –apuntó la mujer con inquietud.
¿Así que el alcoholismo era el «problema de salud» del padre de Dakota? Tyson gimió desganadamente. ¿Qué estaba haciendo él allí? En un parque de caravanas de mala muerte, en mitad de la noche, en una ciudad de unos mil quinientos habitantes donde nunca antes había estado. Y acompañado por su bebé.
Dios, la vida tenía un don para complicarse. Tal vez su abuelo tenía razón al decirle que debería haberse quedado en Montana, el lugar al que pertenecía.
–¡Dame las llaves! –rugió una voz de hombre–. O ayúdame, Dakota...
–¡Basta! Papá, escucha –trató de bajar la voz, pero Tyson seguía oyéndola–. Vas a despertar a todos los vecinos y entonces llamarán a la policía. Otra vez. ¿Quieres pasar la noche en el calabozo? Tienes que calmarte...
–¡No me digas lo que tengo que hacer!
Un grito seguido de un golpe sordo reverberaron en el aire de la noche. Y, a continuación, ruido de algo que se quebraba.
–¿Qué demonios ha sido eso? –se preguntó Tyson en voz alta mientras se abalanzaba hacia la puerta y la abría de golpe. Allí estaba Dakota, tratando de protegerse usando la mesa como escudo entre ella y su atacante. En el suelo vio un jarrón roto. Se le habían soltado algunos mechones de cabello, como si su padre la hubiera agarrado por ahí, pero fue la sangre que brotaba de su boca lo que enfureció a Tyson. ¿Quién se creía que era aquel viejo para pegar a su hija impunemente?
–¡Siéntese! –gritó Tyson.
El hombre que se volvió hacia él tenía un tono amarillento en la piel y una papada flácida que le daba aspecto de bulldog. Tenía además un brillo siniestro en los ojos, y no pareció agradarle la visita.
–¿Quién demonios eres tú? ¡Sal de mi casa! –trató de levantar el bastón que momentos antes blandiera contra Dakota, pero Tyson se lo arrancó de las manos.
Tyson tiró el bastón a lo lejos y agarró al hombre por la pechera de la camisa. Este le lanzó un torpe puñetazo, pero Tyson lo esquivó y lo empujó hacia el sofá.
–He dicho que se siente.
–Basta. ¡Vas a hacerle daño! –lo increpó Dakota, pero Tyson estaba más interesado en su padre.
–¡Eh, estúpido engreído, ni siquiera te conozco! ¿Quién te crees que eres?
–Seré su peor pesadilla si no se queda donde está y cierra la boca –dijo Tyson. Y entonces, justo cuando el padre de Dakota parecía a punto de levantarse para arremeter contra él, parpadeó y su ira pareció evaporarse.
–Espera un momento... ¿Eres Tyson Garnier? ¿El Tyson Garnier de la tele? ¿Qué demonios estás haciendo en mi caravana? –preguntó, riéndose como si no fuera el mismo hombre que había tratado de matar a su hija unos segundos antes–. ¿Te lo puedes creer? –continuó con tono embelesado–. Tyson Garnier en mi salón.
El enfado de Tyson no se disipó con igual rapidez.
–Y le daré una patada en el trasero si vuelve a ponerle una mano encima –gruñó.
Por un momento, pareció como si el hombre no comprendiera, pero entonces la confusión desapareció.
–¿A Dakota? No era mi intención hacerle daño. Es mi niña. Nos peleamos de vez en cuando. Es difícil aguantar que me diga lo que tengo que hacer. Pero ella sabe que nunca le haría daño.
Dakota evitó la mirada de Tyson. Su padre ya le había hecho daño. Tyson vio su labio hinchado, y tenía un arañazo en el cuello.
–Siéntate –dijo el señor Brown haciéndole un magnánimo gesto hacia a una silla de plástico–. Dakota, ¿por qué no le traes una cerveza a Tyson?
Dakota miró fijamente a su padre.
–No quiere una cerveza, papá.
–¿Qué más tenemos?
–Nada. Espera aquí un momento. Voy fuera a hablar con él.
Y diciendo esto, salió dejando a Tyson de pie en medio de la estrecha habitación, sintiendo aún el golpe de la adrenalina en las venas. Quería hacer algo más, pero no podía. No era lugar para darle al señor Brown una lección. Y era evidente que estaba enfermo.
Con una última mirada llena de ferocidad, Tyson siguió a Dakota y esperó hasta que esta terminó de disculparse con los vecinos.
–Estamos cansados de esto, Dakota. Tienes que hacer algo con él –dijo el anciano, tras lo cual entró con su mujer y apagaron las luces.
Tyson esperaba que Dakota le preguntara qué estaba haciendo allí a esas horas. Incluso se preparó para enfrentarse a su enfado. Había visto esas cosas en la tele, mujeres maltratadas que no agradecían que los demás se metieran en sus vidas. Pero Dakota no sacó el tema.
–¿Dónde está Braden? –preguntó.
–En el coche.
–¿Cómo está?
Tyson inspiró profundamente.
–No está pasando una buena noche.
Ninguno de los dos, pero después de lo que ella había sufrido, no se sintió capaz de quejarse.
–¿Entonces por qué has venido?
–Intenté llamar. No me dijiste que el teléfono estaría cortado.
Una expresión llena de dolor atravesó el rostro de Dakota.
–No lo estaba cuando salí hacia la cabaña esta mañana.
–Tal vez marqué mal –dijo él, incapaz de añadir más preocupaciones a las que ya tenía.
–No. Yo misma lo pude comprobar antes de ir a la cama. Pero... me pondré al día en el pago.
Tyson le entregó los quinientos dólares que había sacado del cajero.
–Toma. Esto te ayudará.
Ella no dijo nada y se guardó el dinero en el bolsillo.
–¿Considerarías la posibilidad de volver a la cabaña conmigo? –preguntó él, rascándose el cuello con gesto vacilante–. No... se me dan muy bien los bebés –añadió, pero lo cierto era que después de lo que había visto, no podía dejarla allí. Sin embargo, pensó que sería mejor apelar a su lástima que a su orgullo.
La sirena de un coche de policía resonó en la distancia. Dakota ladeó la cabeza y Tyson se dio cuenta de que la estaba escuchando atentamente. Y se tapó los ojos con las manos.
–No sé qué hacer.
–Te pagaré más.
Ella se tocó el labio tímidamente.
–Y si ven esto, podrían detenerlo por agresión.
Tyson extendió la mano y le sacudió de la camisa los pelos sueltos, teniendo especial cuidado de no rozarle los pechos.
–Tal vez una larga temporada tras los barrotes sea lo mejor para él.
–No. Ya lo has visto. No está bien. No puede tumbarse para dormir, no le sientan bien determinados alimentos, necesita que alguien vigile que se toma las medicinas.
–¿Por eso sigues con él? –le preguntó él con ternura.
–Ese es uno de los motivos –respondió ella, y a continuación volvió dentro. Cuando salió, llevaba consigo una pequeña bolsa, su bolso y sus llaves–. Salgamos de aquí.