Capítulo 19

 

Phoenix retrocedió por enésima vez para estudiar cómo quedaba la mesa. Había conseguido recuperar suficientes platos. No eran todos iguales, pero había improvisado lo mejor que había podido y, por lo menos para ella, había logrado combinarlos con cierto estilo. No creía que Riley y Jacob lo notaran, pero se sentía orgullosa de lo que había conseguido rebuscando en el patio. Había utilizado un plato como mantequera, una sartén honda con dos asas como cuenco para la pasta y una tabla de madera cubierta por un bonito trapo de cocina como fuente para el pan de ajo. Había hecho el mantel con una tela a cuadros y había utilizado la tela sobrante para las servilletas. Iban a tener que beber en unos frascos reciclados, pero, si no se acercaba lo suficiente como para ver los defectos, podía decir que sus esfuerzos se habían visto recompensados. El olor de la comida era delicioso gracias a la albahaca, el orégano y el tomillo que había echado a la salsa de los espaguetis. Jacob había comido otras veces en su casa, pero nunca había sido una cena tan formal. Se había limitado a prepararle unos huevos revueltos, un burrito de queso y frijoles o un sándwich de queso.

Y nunca había invitado a Riley.

Satisfecha, corrió al cuarto de baño. No quería que llegaran antes de que hubiera podido ducharse y cambiarse de ropa.

Cuarenta y cinco minutos después, estaba poniéndose la blusa turquesa con una bonita falda estampada que había encontrado rebajada en una de las tiendas para turistas del pueblo, y empezando a mirar el reloj. Se suponía que tenían que llegar a las siete, al cabo de quince minutos. Miró la mesa otra vez, enderezó el tenedor del plato de Jacob y arregló las flores silvestres que había cortado en el arroyo y había colocado en un frasco que había pintado de rojo para hacer un centro de mesa. Después, se metió en la cocina para espolvorear el parmesano rallado en la salsa y abrió el horno, intentando evitar que el pan de ajo se endureciera en exceso. A continuación, fue al cuarto de estar para asomarse a la ventana.

A las siete menos cinco apareció la camioneta de Riley en el camino de la entrada y ella sintió un revoloteo de mariposas en el estómago. No entendía por qué estaba tan nerviosa. Solo iban a cenar juntos. Pero no consiguió que el corazón le latiera a un ritmo normal.

Quizá tuviera miedo de que su madre intentara arruinarles la velada. Phoenix se había planteado la posibilidad de invitar a Lizzie o intentar cenar en su casa, pero no se imaginaba a los cuatro juntos. Todavía era demasiado pronto para algo así. De modo que le había llevado la cena antes de lo habitual y le había dicho que se la calentara cuando quisiera cenar.

Al oír que llamaban a la puerta, quiso salir corriendo a abrir, pero se reprimió. Contó hasta diez para no parecer demasiado ansiosa, tomó aire y abrió la puerta.

–¡Hola! Podéis pasar.

Riley llevaba una botella de vino y un ramo de flores que le tendió.

–Estás muy guapa –la alabó.

Él también estaba muy guapo, recién duchado y vestido con unos pantalones cortos de color caqui y una camiseta marrón con cuello de pico que se pegaba a su pecho y hacía resaltar las motas doradas de sus ojos.

–Gracias.

Sonrió, pero se dijo a sí misma que no debía tomarse demasiado en serio aquel tipo de cumplidos. Riley solo estaba siendo educado. La gente decía cosas de ese tipo cuando iba a cenar a casa de alguien. Se obligó a desviar la mirada hacia su hijo.

–Espero que todo haya salido bien. Ya sabes que no tengo mucha experiencia en la cocina, así que no te hagas demasiadas expectativas.

Jacob le dio un abrazo, a pesar de que Phoenix tenía las manos ocupadas.

–Si la salsa de los espaguetis está la mitad de rica que tus galletas, nos va a encantar.

Riley tosió.

–Es una reacción alérgica –dijo cuando Phoenix le miró extrañada–. Huele muy bien.

Phoenix buscó un recipiente para dejar las flores. A diferencia de las suyas, aquellas eran flores por las que había que pagar.

–El lunes tengo otro partido –anunció Jacob mientras ella rebuscaba en los armarios.

–¿Es fuera?

–Sí.

–Pues allí estaré.

–¡Si ni siquiera sabes dónde es!

–No importa –respondió, y le oyó reír.

Cuando Jacob fue al cuarto de baño, Riley se acercó a la zona de la cocina situada más cerca de la mesa.

–¿Puedo ayudar en algo?

Ojalá no oliera tan bien ni fuera tan guapo. Así le resultaría más fácil concentrarse en lo que tenía que concentrarse, pensó Phoenix.

Al ver que no encontraba ningún recipiente para colocar las flores, Riley pasó delante de ella, rescató la lata de tomate que había tirado Phoenix a la basura, la lavó y colocó las flores en ella.

–Tienes buen ojo –le dijo ella.

Riley le guiñó el ojo.

–Te conviene tenerme cerca.

Phoenix ignoró las implicaciones de aquella frase, a pesar de la sonrisa de Riley, que le daba un especial significado.

–¿Puedo hacer algo más? –preguntó Riley.

–Lo tengo todo bajo control. Siéntate. ¿Tienes hambre?

–Estoy muerto de hambre.

–Bueno, no creo que esto se parezca a las comidas que te prepara tu madre, pero… espero que esté rico.

–Estás guapísima –volvió a decirle.

En aquella ocasión, Jacob no estaba cerca para ver su expresión. Y Riley la miró como si apenas pudiera reprimir las ganas de acariciarla.

Decidiendo que aquello tampoco merecía una respuesta, Phoenix tomó la toalla vieja que utilizaba a modo de guante para el horno para sacar el pan.

–¿Estás ilusionado con tu próximo cumpleaños?

–Estaría más ilusionado si vinieras tú también a la cabaña.

–Es mejor que me quede. Además, así podré ayudarte con Jacob. No tiene por qué ir a casa de Tristan. Puede quedarse aquí si quiere.

–Los padres de Tristan se quieren llevar a los chicos a San Francisco.

–¿Entonces él también va a pasar fuera el fin de semana?

Riley la estudió con atención.

–¿Lo ves? Jacob tampoco te necesita. Podrías venir conmigo.

–Eso terminaría confundiendo a todo el mundo –y, sobre todo, a ella.

–No, claro que no. Vendrá un montón de gente. Tú solo serás una más.

Phoenix nunca había estado en una situación como aquella. No había participado ni en una celebración colectiva ni en una fiesta desde que había salido del instituto. Aquello la tentaba. Además, tenía un regalo fabuloso para Riley, siempre y cuando llegara a tiempo el correo.

Pero negó con la cabeza. No se imaginaba socializando con su grupo. No iba a poder disfrutar sabiéndose el blanco de todas las miradas.

–Ojalá pudiera –musitó.

Riley apoyó las manos en sus hombros.

–Puedes venir, Phoenix. Lo único que tienes que hacer es decir que sí.

Estaba tan cerca de ella que Phoenix podía sentir el calor que emanaba su cuerpo y aquello reavivó el recuerdo de las caricias de la piscina.

–A veces no sé si estás bromeando conmigo…

–¡Claro que no!

Phoenix se quedó un poco sorprendida por su indignación.

–O… o me estás poniendo a prueba.

–¿Para qué voy a ponerte a prueba?

–Para asegurarte de que puedes estar tranquilo, supongo. Para no tener que preocuparte de que… de que me esté aferrando demasiado a ti.

Riley tensó las manos sobre sus hombros.

–Eso no me da ningún miedo, Phoenix.

Entonces, ¿qué estaba haciendo? Phoenix sabía lo que diría su madre, que pretendía utilizarla y abandonarla después. Phoenix odiaba creerla, pero Riley se comportaba como si de verdad se sintiera atraído por ella, y sabía que ella no tenía nada que pudiera atraer a un hombre como él. ¿Tendría razón su madre? ¿Esperaría Riley recibir placer a cambio de permitirle mantener una relación con Jacob?

–No me mires tan asustada –añadió él–. De momento, solo te estoy invitando a mi fiesta de cumpleaños.

–Pero tenerme allí podría causarte problemas.

–¿En qué sentido?

¿Había olvidado ya lo que había pasado en la piscina? ¿Lo fácil que habría sido dar un paso adelante?

–Para empezar, la gente hablará.

–¿Y qué van a decir?

–Que… que no he aprendido la lección.

–Phoenix…

Al oír la cisterna del cuarto de baño y los pasos de Jacob en el pasillo, Phoenix se llevó un dedo a los labios y rodeó a Riley por miedo a que su hijo les viera tan cerca.

 

 

Riley se presionó el puente de la nariz con el pulgar y el índice cuando oyó que Phoenix le decía a Jacob que había hecho un bizcocho de chocolate. La había puesto nerviosa. A medida que avanzaba la noche, estaba cada vez más convencido. Phoenix se concentraba solo en Jacob y estuvo hablando de temas como la fiesta de promoción, los entrenamientos, los partidos, sus amistades o las universidades que estaba considerando como opción.

Riley cenó en silencio, maravillado de que la comida estuviera tan sabrosa. Después de las galletas que Phoenix había llevado al partido de Jacob, pensaba que iban a tener problemas para tomar cualquier cosa que cocinara. Pero jamás había probado unos espaguetis tan ricos y a Jacob le gustaron tanto como a él. Hasta el bizcocho de chocolate estaba bueno.

Phoenix les invitó a repetir de todo, también del postre, pero ella apenas comió. Riley decidió entonces que no debería haberla presionado para que fuera a la cabaña. La propuesta la había afectado y comprendía por qué. Había pasado diecisiete años reprochándose el haberse enamorado de él y le estaba pidiendo que volviera a meter la mano en el fuego.

Era demasiado pronto para pedirle algo así. Si quería volver a salir con ella, tendría que ir despacio, más despacio de lo que iría con cualquier otra mujer. Pero no era tan fácil como parecía. No era capaz de sacarla de su cabeza y las ganas permanentes de acariciarla le estaban volviendo loco, sobre todo desde que estaba convencido de que Phoenix quería lo mismo que él. Por lo menos, en la piscina se había comportado como si lo deseara. Le bastaba pensar en lo que le había permitido hacer para excitarse.

Cuando terminaron de cenar, Jacob se retiró al cuarto de estar para hacer los deberes de Química y Riley insistió en ayudar a Phoenix a recoger.

–Se supone que los invitados no tienen que ocuparse de eso –le dijo Phoenix–. ¿Por qué no te relajas? Puedes ir a ver si Jacob necesita ayuda.

–Jacob está perfectamente. Y no me importa retirar algunas cosas de la mesa.

Llevó los platos al mostrador, pero no era capaz de decidir qué hacer con las sobras. Phoenix no parecía tener recipientes para guardarlas. Se le ocurrió cubrir los cuencos en los que había servido la comida con papel de aluminio. Por suerte, había papel de aluminio. Pero cuando abrió la nevera, la encontró abarrotada de antiguos frascos de mayonesa y mantequilla de cacahuete llenos de… sacó uno, ¿más salsa para la pasta?

–¡Vaya! ¿Por qué has hecho tanta? –se volvió y la vio retirando los vasos.

Phoenix se encogió de hombros como si no tuviera ninguna importancia, pero parecía un poco avergonzada.

–He tenido que hacer varios intentos hasta que me ha salido bien.

–¿Has repetido varias veces la salsa?

–Esta era mi primera cena con invitados. No podía servir algo que no estuviera rico –le explicó, como si cualquiera hubiera hecho lo mismo que ella.

¡Pero sus únicos invitados habían sido Jacob y él! Riley señaló los frascos que había en la nevera.

–¿Y qué problema ha habido con todas estas salsas?

Phoenix frunció el ceño.

–No han salido bien, pero no estoy segura de en qué me he equivocado.

–¿Y por qué las guardas?

–No me gusta desperdiciar la comida. Me las comeré yo. Ahora solo necesito comprar bolsas para congelados.

Así que consideraba que eran suficientemente buenas para ella. Riley no creía haber conocido nunca a una mujer como Phoenix. ¿Quién habría imaginado que terminaría admirando a la mujer más despreciada del pueblo como a ningún otro de sus vecinos? Resultaba casi cómico el miedo con el que había esperado su vuelta, sobre todo cuando comparaba su primera reacción con lo que sentía en aquel momento.

–Bueno, pues al final has descubierto el secreto. La salsa estaba riquísima.

–Gracias.

Pareció sentirse gratificada con el cumplido, como si hubiera alcanzado el objetivo que se había marcado. Pero no estaba alentándole de ninguna manera. Riley sabía que si él avanzaba hacia la nevera, ella se apartaría. Y si se acercaba a la mesa, ella iría hacia el fregadero.

Aquella determinación de no rozarle siquiera le resultaba bastante irónica. Phoenix le había deseado con locura diecisiete años atrás. Y cuando era él el que la deseaba, no quería ni acercarse a él, a pesar de lo que dijeran los demás.

Terminaron de lavar los platos y estuvieron jugando a las cartas mientras esperaban a que Jacob terminara los deberes. Durante la partida, Riley la miraba más a ella que a sus cartas, pero Phoenix desviaba la mirada cada vez que sus ojos se encontraban. Después, fueron a dar un paseo por el arroyo. Cuando Jacob le dio a Phoenix la mano para evitar que resbalara al pisar una piedra, Riley deseó poder estar al otro lado.

Pero se limitó a seguirles.

–Podríamos ayudarte a limpiar todo esto –le propuso Jacob a Phoenix, mirando por encima del hombro para señalar el terreno en el que estaban los tráileres.

Phoenix estaba más contenta de lo que Riley la había visto nunca. Era indudable que le encantaba tener a Jacob de la mano. El mero hecho de verles juntos le hizo volver a sentirse culpable por haberse interpuesto entre ellos hasta entonces. Era un milagro que Phoenix no le guardara ningún rencor.

O, a lo mejor, aquello era parte del problema. A lo mejor sí estaba resentida. Él no sentía aquel resentimiento por parte de Phoenix, pero era imposible que no le odiara por haberle negado lo que más quería.

–Lo tendré en cuenta. Me encantaría poder hacerlo antes o después, pero tengo que tener cuidado con mi madre. Que mueva sus cosas, y, sobre todo, que me deshaga de ellas, la afecta mucho. Y, al fin y al cabo, esta es su casa. Yo solo soy una invitada.

–Una invitada que cuida de ella –señaló Riley.

–Todo lo que ella me permite.

–No hay ninguna prisa –dijo Jacob–. Vendremos cuando nos necesites.

–Eres un encanto –Phoenix le dirigió una sonrisa radiante y después se detuvieron durante unos segundos cerca del agua para contemplar la puesta de sol.

Cuando Riley llegó a su lado, Jacob dijo:

–Dale la mano a mamá un momento. Voy a ver si encuentro piedras para hacerlas saltar en el agua.

–No necesito ayuda –protestó Phoenix.

Pero Jacob les hizo unir las manos y emprendió la búsqueda.

Riley tiró de Phoenix lo suficiente como para hacerle perder el equilibrio. Instintivamente, ella gritó y se aferró a él para no aterrizar en el agua.

–¿Estás bien? –le preguntó Riley.

–¡Lo has hecho a propósito! –le acusó.

Riley alzó las manos, mostrándole sus dedos entrelazados.

–Y ha funcionado, ¿verdad?

 

 

–¿Qué tal ha ido todo?

Riley le dirigió una mirada fugaz a su hijo mientras regresaban a casa.

–¿Qué quieres decir? Tú también estabas allí. Ha ido todo muy bien, ¿no te parece?

–Me dijiste que la cena a lo mejor no estaba muy buena. Yo me la habría comido de todas formas, pero me ha parecido que estaba perfecta.

–Y lo estaba –no mencionó las galletas que había tenido que cambiar, ni que Phoenix había preparado quién sabía cuántos litros de salsa de tomate–. Está aprendiendo a cocinar.

–Y…

–¿Y qué?

–¿Y a ti cómo te ha tratado?

¿Estaría empezando Jacob a albergar la esperanza de que terminaran juntos?

–Como ya te he dicho, estabas allí.

–Pero estaba haciendo los deberes mientras estabais en la cocina.

Riley apretó los labios mientras recordaba.

–Ha sido… educada.

–¿Y ya está?

–He conseguido que me diera la mano.

–¿En casa?

–No –admitió con la mirada fija en la carretera.

–No te referirás a cuando estábamos en el arroyo –esbozó un mueca–. No sé si cuenta el haber estado a punto de tirar a una chica al agua.

Riley jamás habría imaginado que su hijo estuviera en condiciones de criticar su capacidad para seducir a una mujer. Pero su relación era muy especial. La diferencia de edad no era tan grande como entre la mayoría de padres e hijos; durante dieciséis años habían estado solos ellos dos y trabajaban juntos a menudo. Todo ello contribuía a que, en ocasiones, Jacob le tratara como a un amigo.

–Está muy recelosa.

–Pero cuando habla de ti, te pone siempre por las nubes.

–Eso no significa que esté dispuesta a hacer algo más que profundizar en nuestra amistad.

–Necesitas tiempo para ganártela.

–Salir de Whiskey Creek, llevarla a algún lugar en el que no se sienta perseguida por el pasado, ayudaría –reflexionó Riley–. Me gustaría poder convencerla de que viniera a la cabaña conmigo el fin de semana que viene.

–¿No quiere ir?

Riley negó con la cabeza y Jacob dijo:

–Intentaré convencerla.

Riley le pidió que no lo hiciera. No le parecía justo involucrar a Jacob, sabiendo que Phoenix haría cualquier cosa por él. Le parecía una ventaja injusta. Pero su negativa no disuadió a su hijo. Durante los siguientes días, le dejó a Phoenix un mensaje en Facebook, se acercó a verla y le estuvo hablando de su partido. Y también le confesó que Riley había dicho que debería ir al lago Melones a pasar el fin de semana. Que sería divertido. Que tendría oportunidad de hacer nuevos amigos. Y que la vida consistía en algo más que en cuidar de su madre y levantar un negocio.

Riley incluso había oído parte de una de aquellas conversaciones, puesto que había llevado a Phoenix al partido. Pero, por lo que había oído aquel día, y por lo que Jacob le había contado después, la respuesta de Phoenix siempre era la misma, decía que no encajaría con su grupo de amigos.

Para el viernes por la mañana, Riley estaba deseando quedarse en su casa. Kyle le había dicho que tenía a una mujer dispuesta a acompañarle en aquella salida, pero ni siquiera le apetecía conocerla. Lo único que evitó que se quedara fue que no quería dejar plantados a sus amigos. Al fin y al cabo, era su cumpleaños y estaba deseando ver a Gail y a Simon, que llevaban mucho tiempo sin ir al pueblo.

La mujer a la que Kyle había invitado estaba esperándole cuando llegó. Se llamaba Candy Rasmussen y era tan guapa como Kyle había prometido. También parecía simpática. Le dirigió una sonrisa radiante cuando les presentaron y tiró de él para que se sentara a su lado casi al instante.

Pero en cuanto conocieron a Simon, tanto ella como la cita de Kyle, una mujer llamada Samantha, empezaron a adularle como auténticas admiradoras y Riley comprendió que aquel iba a ser un fin de semana muy largo.