Capítulo 11
–Estás jugando con fuego.
Phoenix continuó sacando la comida podrida de la nevera de su madre. Casi no soportaba el olor, pero había querido vaciar la nevera desde que había salido de prisión y estaba decidida a terminar con aquella tarea aquella noche. Le resultaría mucho más fácil cocinar para su madre si era capaz de abrir la nevera.
–¿No tienes nada que decir? –la urgió Lizzie.
Estaba sentada junto a la mesa de la cocina, detrás de una pila de periódicos que solo Dios sabía los años que tenían.
–¿Qué quieres que diga? –replicó Phoenix–. Riley es el padre de mi hijo. Eso no tengo manera de evitarlo.
Lizzie tiró una uva en la jaula de los hámsteres.
–Pues serías más inteligente si lo hicieras. Jacob ya irá a buscarte cuando sea mayor.
Después de lo que había pasado en el partido, Phoenix había considerado la posibilidad de marcharse por el bien de su hijo, pero, como le había dicho a Riley, Jacob no era la única razón por la que había vuelto a Whiskey Creek. Lizzie no era consciente de que también ella formaba parte de aquella decisión y no se lo creería aunque se lo dijera.
–No quiero perderme lo poco que queda de la infancia de mi hijo.
–¿Aunque su padre sea una tentación demasiado fuerte para ti?
–¡Basta! Ya me has acusado de haberme acostado con él –protestó–. Ni siquiera me ha tocado, así que no tengo la menor idea de a qué te refieres.
–¡Oh, claro que la tienes! A lo mejor no te ha tocado todavía, pero no dejas de pensar en ello.
Phoenix odiaba que su madre tuviera razón. Estaba empezando a sentir la carencia de haber pasado diecisiete años sin un hombre. Ella había pensado que sería capaz de concentrarse exclusivamente en la maternidad por lo menos durante un par de años. Pero sus hormonas se estaban interponiendo en su camino, haciéndola desear una satisfacción más plena, y Riley era la única pareja que concebía su cerebro.
–¿No me dijiste que Riley no te gustaba? ¿Ahora te parece que es un hombre atractivo?
–El hecho de que sea guapo no significa que se pueda confiar en él.
–Antes ni siquiera admitías que fuera guapo.
Phoenix arrugó la nariz al abrir otro recipiente con comida podrida. En aquella ocasión, un arroz pegajoso. ¿Quién iba a imaginar que el arroz pudiera oler tan mal como unos huevos podridos?
–Estábamos en el instituto cuando me dejó. Supongo que no esperarías que se casara conmigo.
–Eso es lo que estoy intentando decirte. Él nunca se casará contigo, así que no le dejes meterse en tu cama. No te conducirá a nada.
Phoenix estaba empezando a pensar que con la satisfacción física tendría suficiente. Pero sabía que Riley sería una pésima opción. Solo serviría para complicar una relación ya de por sí compleja y que amenazaría la relación que estaba empezando a construir con Jacob.
–No voy a acostarme con Riley.
–No he visto a muchos otros hombres por aquí.
–¡Solo llevo una semana en casa!
–No importa. Si yo estuviera en tu lugar, buscaría a alguien, aunque solo fuera para que el padre de tu hijo sepa que tiene menos posibilidades de volver a utilizarte que una bola de nieve de sobrevivir en el infierno.
–¿De utilizarme? Disfrutamos del sexo. Los dos quisimos hacerlo. Éramos jóvenes. ¿No puedes concederle por lo menos el beneficio de la duda?
–¿Su familia y él te concedieron a ti el beneficio de la duda?
Phoenix suspiró mientras se ajustaba los guantes de goma.
–Riley podría estar poniéndome las cosas mucho más difíciles, pero está colaborando conmigo.
Para su sorpresa, que no esperaba que fuera a ser tan amable con ella.
–¿Y eso no te hace preguntarte por qué? –inquirió su madre.
–Lo que me hace es sentirme agradecida, eso es todo.
La silla en la que estaba sentada Lizzie chirrió cuando esta cambió de postura.
–¡Eh, vamos! Te encantaría volver a estar con él. Pero él se cree demasiado bueno para ti, así que no te dejes engañar.
Era evidente que también Lizzie pensaba que era demasiado bueno para ella.
–Gracias por recordarme mi posición –musitó Phoenix mientras volvía a hundirse en la nevera.
El intenso olor del esmalte de uñas de su madre, que se hacía la manicura casi a diario, batallaba con el olor hiriente de una lechuga podrida.
–¿No puedes darte prisa? –preguntó Lizzie–. ¿O cerrar la nevera? No soporto esa peste.
–Esa peste empeorará si no acabo cuanto antes con esto.
–Vale, pero no tires nada que todavía sea comestible.
–Creo que no soy capaz de ver la diferencia. Y si tú también lo fueras a lo mejor no hacía falta llegar a esto.
–Yo no te he pedido que limpiaras mi nevera –le espetó Lizzie.
Siempre tan agradecida. Phoenix sacudió la cabeza, pero no hizo ningún comentario. Saber por qué su madre se mostraba tan desagradable no hacía que resultara más fácil tratar con ella.
–¿Has considerado alguna vez la posibilidad de poner internet? –preguntó Phoenix con la esperanza de desviar la conversación hacia un tema que no fuera un campo minado.
–No tengo dinero –contestó Lizzie sin considerarlo siquiera–. ¿De qué me iba a servir, de todas formas?
–Podrías conseguir un ordenador portátil a buen precio, conocer gente por internet, hacer amigos, ver programas de televisión antiguos, series, películas. Hay toneladas de contenidos disponibles a cambio de unos dólares al mes. Menos de lo que pagas por la televisión por cable. Además, podrías disponer de videojuegos.
–Estoy demasiado ocupada.
Phoenix se mordió la lengua. ¿Su madre pensaba que estaba demasiado ocupada? Lo único que hacía en todo el día era ver la televisión y ocuparse de sus animales (afortunadamente, mucho mejor de lo que se había ocupado de sus hijos), pintarse las uñas de las manos (no llegaba a las de los pies), y organizar y reorganizar la basura que coleccionaba como si el papel de aluminio fuera oro líquido.
–Muy bien –dijo Phoenix al cabo de un rato–. Pero yo pienso contratar el servicio de internet en cuanto pueda permitírmelo. Lo necesito para mi negocio. Si al final me dejas enseñarte unas cuantas cosas, a lo mejor consigo hacerte cambiar de opinión.
–Seguro que no –su madre le dirigió una mirada penetrante. Phoenix alzó la suya justo a tiempo de verla–. No intentes cambiarlo todo. Estoy bien tal y como estoy.
Sí, estaba genial. Todo el mundo tenía aquella cantidad de moho creciendo en el refrigerador.
Se hizo el silencio entre ellas, pero, al cabo de unos minutos, Phoenix lo rompió.
–Esta noche Jacob me ha dado un abrazo.
No se lo había dicho a su madre por miedo a que Lizzie respondiera con algún comentario mordaz que le arruinara aquel recuerdo. Pero, en aquel momento, quería demostrarle que su hijo se había mostrado mucho más receptivo de lo que ella había predicho.
–¿De verdad?
Phoenix advirtió la sorpresa en su voz y sonrió.
–Ahí delante, en el patio. Me ha dicho adiós y me ha dado mi primer abrazo.
Se produjo una ligera pausa. Después, su madre preguntó en un tono más amable:
–¿Y qué ha hecho Riley?
–Nada.
–Yo no confiaría en él –insistió Lizzie, volviendo a su tono habitual.
Se lo había dicho antes y quizá tuviera razón. Pero parte del problema de Lizzie era que no confiaba en nadie.
¡Tenía treinta pedidos de pulseras! Eufórica, Phoenix clavó la mirada en la pantalla del ordenador. Estaba sentada en el Black Gold Coffee. Nunca había tenido tantas peticiones al mismo tiempo y la mayor parte eran de los modelos más caros. No podía imaginar a qué se había debido aquel crecimiento tan drástico. Hasta entonces, había recibido uno o dos pedidos a la semana como mucho.
Pero no tardó en resolver el misterio. Cuando comprobó las direcciones vio que los pedidos procedían todos de un mismo barrio de Los Ángeles en el que debía de vivir un grupo de amigos o, seguramente, había una universidad o un instituto. Tenía que ser eso, porque casi todas las direcciones de envío tenían el mismo código postal.
Qué curioso…
Sonriendo para sí, comenzó a escribir a sus nuevos clientes para comunicarles que les enviaría las pulseras. Por suerte, pedía el dinero por adelantado, así que disponía de ciento cincuenta dólares en su cuenta de PayPal. Podría comprar más material, que, desde luego, iba a necesitar, y también comida. Entre otras cosas, los ingredientes que necesitaba para invitar a Jacob a cenar y…
La campanilla de la puerta sonó y al alzar la mirada descubrió a una de las amigas que tenía Riley en el instituto. Callie Vanetta entró con un hombre, que debía de ser su marido, pero ninguno de ellos se fijó en los otros clientes de la cafetería. Se detuvieron en la caja registradora, así que Phoenix se relajó y volvió de nuevo al trabajo. Estaba tan concentrada en asegurarse de que había confirmado todos los pedidos que dejó de controlar la puerta para ver si entraba alguien que no quisiera encontrarse con ella. De todas formas, la cafetería estaba cada vez más llena y era imposible ver la puerta.
Sin embargo, cuando volvió a levantar la mirada, vio que Callie y su marido no habían abandonado la cafetería tras comprar su café, tal y como esperaba. Estaban sentados y se había unido más gente a ellos. Y cuando vio a Riley cruzar la puerta, deseó haber prestado más atención a aquel grupo. Debería haberse marchado al ver entrar a Noah Rackham y a Eve Harmon, otros dos amigos de Riley.
Este no se fijó en ella al principio. Fue alguien de la mesa el que le hizo reparar en su presencia. Oyó que alguien de la mesa preguntaba:
–¿Esa no es Phoenix?
Riley miró entonces hacia ella, se levantó y se acercó a saludarla.
–Hola.
Phoenix consideró la posibilidad de cerrar el ordenador y marcharse, pero todavía tenía que contestar a varios correos. No quería tardar mucho en contestar a los pedidos. Y tampoco le apetecía tener que volver al pueblo en bicicleta cuando Riley y sus amigos se hubieran ido para trabajar durante un cuarto de hora más.
Tenía que acostumbrarse a vivir en Whiskey Creek. Y eso significaba soportar miradas, susurros y señalamientos como aquel. No podía salir corriendo cada vez que se encontrara con alguien que conociera su historia.
–Hola.
Se reclinó en la silla y cruzó las piernas, intentando mostrarse educada, pero distante, para que Riley no se sintiera obligado a hacer nada más que saludarla. La verdad fuera dicha, ni siquiera esperaba que lo hiciera, pero le pareció un gesto muy amable por su parte.
–Estás muy guapa con esa blusa.
Llevaba la misma blusa y los pantalones cortos que se había puesto para el partido. Le daba un cierto reparo, pero no tenía mucha más ropa, y nadie lo sabía mejor que él.
–Gracias.
Riley señaló el ordenador.
–¿Estás trabajando?
–Ayer por la noche recibí varios pedidos. Dentro de unos días podré pasarte algo de dinero para Jacob.
–Ni a Jacob ni a mí nos hace falta –respondió él–. ¿Por qué no te quedas ese dinero y lo utilizas tú? Te llevará algún tiempo instalarte y a mí no me parece mal.
Riley nunca le había pedido dinero, pero aquella era, en parte, la razón por la que ella había insistido en darle a Jacob cuanto había podido. Quería dejar claro que estaba dispuesta a cumplir con su obligación. Y no quería dar a Riley más argumentos de los que ya tenía para negarle sus visitas.
–Dejar de ocuparse de un hijo no es una opción. Y no quiero ser una carga. Además, tengo más pedidos de los que esperaba.
Riley parecía no saber qué decir, pero, al final, asintió.
–Supongo que es un alivio.
–Lo es. Pero ahora tengo que hacer las pulseras.
–¿No tienes ninguna en inventario?
–No muchas. Solo las que utilizo para las fotografías y los experimentos.
Antes de que hubiera podido decir nada más, entró Kyle en la cafetería. Al verles, pasó de largo la cola de la barra y se acercó a saludarles.
–¡Hola! ¿Cómo estás?
Aquella muestra de amistad fue tan tranquilizadora que Phoenix sintió que cedía parte de la ansiedad y ensanchó su sonrisa. Advirtió que llevaba la pulsera que había hecho para él.
–Me alegro de verte.
–Yo también. Estás genial.
Phoenix había hecho todo lo posible para disimular los puntos. Se había peinado el pelo hacia delante en vez de hacia atrás.
–Eso es porque hay alguien que tiene un gusto excelente para la ropa.
Un músculo se tensó en la mejilla de Riley, como si no le estuviera haciendo mucha gracia aquella conversación, pero no les interrumpió.
–Me alegro de que te gustara todo –alzó la muñeca–. A mí también me gusta mucho lo que he conseguido a cambio.
Phoenix se cuidó mucho de mirar a Riley.
–Gracias. Sé que es… original.
–Querrás decir preciosa.
–Nos están esperando –Riley le dio a Kyle un golpe en la espalda, con más fuerza de la debida, a juzgar por el sobresalto de Kyle–. Y algunos tenemos que trabajar.
Kyle apretó los labios como si estuviera reprimiendo una risa.
–Yo, entre ellos –miró después a Phoenix–. Cuídate, ¿quieres?
–Tú también.
Kyle se detuvo un segundo más.
–Todavía tienes mi número de teléfono por si necesitas que te lleve a algún sitio, ¿verdad?
–Sí, lo tengo.
–No vaciles a la hora de utilizarlo. No quiero que vayas andando o en bicicleta de noche.
–No piensa llamarte –le espetó Riley y, en aquella ocasión, Kyle se echó a reír.
–Tienes razón –dijo Phoenix después de que Kyle fuera a reunirse con sus amigos–. No voy a llamarle. No te preocupes, no voy a intentar introducirme en tu círculo de amigos. Pero Kyle es un hombre muy amable y me gusta ser amable con él.
–Y el hecho de que seas una mujer guapa y estés soltera no tiene nada que ver con eso.
Phoenix no estaba segura de haber oído bien.
–¿Perdón?
–Nada. No importa.
Riley miró la carta escrita en la pizarra y miró después hacia la mesa en la que estaba sentada Phoenix. No había nada en ella, salvo el ordenador portátil y la mochila que utilizaba para llevarlo.
–¿Puedo invitarte a un café?
Phoenix se había gastado hasta su último penique el día que había ido al partido de Jacob comprando las pipas y el refresco isotónico, pero ya no le importaba. Gracias a aquellos treinta pedidos, pronto iba a disponer de dinero.
–No, gracias. Ya he tomado un café al llegar –mintió.
–También tienen desayunos. Magdalenas integrales y ese tipo de cosas.
–Estoy bien, gracias –esperaba que no comenzara a sonarle el estómago y, para su alivio, no lo hizo–. Y no quiero seguir apartándote de tus amigos.
Dichos amigos estaban sentados en una esquina, pero estaban todos estirando el cuello para verla. Aunque sonreían como si pretendieran mostrarse afectuosos con ella, Phoenix no se fiaba.
Se dijo que les dejaría satisfacer su curiosidad mientras terminaba su trabajo. Después, cerraría el ordenador y se marcharía. No le gustaba que le recordaran la diferencia entre su estatus social y el suyo.
–De acuerdo –le dijo Riley–. Enhorabuena por los pedidos.
Phoenix se despidió de él con un gesto.
–Gracias.
En cuanto Riley regresó con sus amigos, ella bajó la cabeza e intentó concentrarse en los últimos correos que había enviado. No le gustaba estar en el Black Gold cuando estaba tan lleno; esa era la razón por la que prefería llegar a primera hora de la mañana. Debería haberse marchado en cuanto había visto a los amigos de Riley, aunque eso la hubiera obligado a regresar más tarde, a la hora de más calor. Porque no habían pasado ni cinco minutos cuando oyó que alguien musitaba:
–Zorra asquerosa.
Sin saber cómo, distinguió aquellas palabras en medio del rumor de voces de la cafetería. Riley y su grupo no repararon en ellas. Hablaban y reían de tal manera que si el mundo se hubiera detenido de pronto ni siquiera se habrían dado cuenta.
Y se alegró de ello. No quería que lo notaran, porque cuando alzó la mirada, vio que era Buddy Mansfield. Había entrado con un amigo y los dos la estaban fulminando con la mirada. Buddy tenía la cara completamente roja.
–¡Dios mío, no! –musitó Phoenix mientras el corazón le daba un vuelco.
No quería montar una escena en la cafetería. Odiaría dar el espectáculo, no quería que la pusieran en una situación embarazosa delante de Riley.
Decidida a evitar cualquier tipo de confrontación, aunque fuera verbal, agarró el ordenador, dejando detrás la mochila para ahorrar tiempo, y se metió en el cuarto de baño. Habría preferido desaparecer. Desgraciadamente, era imposible. Buddy y su amigo se interponían entre la puerta y ella.
Alzó la mirada hacia la única ventana que había en el baño con la esperanza de poder escapar a través de ella. Pero era demasiado pequeña, estaba demasiado alta y no podía abrirse del todo.
Rezando para que Buddy pidiera el café y se marchara, se abrazó al ordenador y esperó, cambiando nerviosa el peso de un pie al otro.
–Vete –musitó, deseando que Buddy obedeciera.
Pero la puerta se abrió de golpe.
–¿Crees que no tengo huevos para entrar a buscarte aquí? –preguntó Buddy, bloqueándole la salida junto a su amigo, que permanecía tras él.
El recuerdo del rostro de Buddy cuando había estado a punto de atropellarla hizo que Phoenix rompiera a sudar.
–No quiero causarte problemas.
Hablaba en voz muy baja para que ni Riley ni sus amigos pudieran oírla, pero Buddy no siguió su ejemplo.
–¡Me importa un comino! –gritó–. Mataste a mi hermana, ¿crees que me apetece verte cuando voy conduciendo por el pueblo? ¿O cuando voy a tomar un café? ¿O cuando salgo a cenar?
Su amigo, aunque no dijo nada, parecía apoyarle.
–Yo no… Yo no… –comenzó a decir, pero se le trababa la lengua y no era capaz de pronunciar palabra.
Probablemente porque no estaba segura de qué decir. Quería insistir en que ella no había matado a nadie, pero sabía que no la creería. Era mucho más inteligente intentar distender la situación para poder marcharse sin sufrir más daño.
–Me iré ahora mismo, si me dejas pasar.
–¿Que te deje pasar? ¿Cuando tú me estás insultando al volver aquí, demostrándome que estás viva mientras Lori…? –se le quebró la voz, pero consiguió controlarla– ¿… mientras Lori se ha ido para siempre?
Dio un paso hacia ella y Phoenix retrocedió, pero chocó contra los cubículos del cuarto de baño.
–Siento mucho lo de Lori. Yo no quería que muriera. Para serte sincera, en muchas ocasiones he deseado que fuera ella la que estuviera aquí en mi lugar. Pero no puedo cambiar el pasado. Tanto tú como yo… tenemos que encontrar la manera de afrontarlo y continuar viviendo.
–Eso no significa que tenga que soportar tu presencia en el pueblo.
Phoenix se abrazó con fuerza al ordenador.
–También es mi pueblo, tengo un hijo aquí. Esa es la razón por la que he vuelto. Por él y por mi madre.
–Tu hijo ya tiene a su padre. No necesita a una furcia expresidiaria. Y la gorda de tu madre se merece todo lo que le está pasando. No le sirves de nada a nadie, ¿entiendes? Nos harías un favor a todos si…
–¿Qué está pasando aquí?
En el momento en el que Riley apareció en el marco de la puerta, empujando con los hombros al amigo de Buddy, Phoenix sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas, pero tragó con fuerza y parpadeó para reprimirlas.
–Esto no es asunto tuyo –replicó Buddy–. Díselo tú, Stan.
Pero el amigo de Buddy no dijo nada. Se limitó a encogerse de hombros como si no estuviera seguro de qué hacer.
Riley le ignoró.
–No causes problemas, Buddy –le advirtió–. ¿Crees que esto te va a servir para superar lo que le pasó a Lori?
Buddy señaló a Phoenix con el dedo. Estaba tan cerca de ella que estuvo a punto de clavárselo en la nariz.
–¡No debería estar aquí!
Riley se acercó a él.
–¿Crees que estaría aquí si hubiera matado a Lori?
–¿Qué demonios estás diciendo? ¡Era ella la que conducía el coche!
–Ya ha cumplido su condena. Ahora puede ir adonde le apetezca, incluso aquí –le hizo un rápido gesto a Phoenix y añadió–: Sal de aquí cuanto antes.
Phoenix se odió a sí misma por estarle tan agradecida. Hasta que no asimiló su alivio no fue consciente del miedo que había pasado. Pero en cuanto dio un paso hacia la puerta, Buddy le dio un empujón, haciendo que Phoenix chocara contra los cubículos del baño y que el ordenador terminara en el suelo.
Phoenix supo que se había roto en cuanto lo oyó chocar contra el duro cemento.
–¡No! –exclamó. Todo su negocio dependía de aquel ordenador.
Se agachó para recogerlo, pero Buddy le pisó la mano, moviendo el pie como si quisiera romperle hasta el último hueso.
Y entonces se desató el infierno. Riley agarró a Buddy del cuello, giró con él y le dio un puñetazo. El impulso del golpe le lanzó contra el lavabo.
El amigo de Buddy gritó:
–¡Qué demonios! –y se volvió hacia Riley.
Afortunadamente, uno de los amigos de Riley, que se habían aglutinado en la puerta, paró el movimiento del puño y arrastró a Stan fuera del baño.
Phoenix pensó que todo había terminado, hasta que vio que Buddy recuperaba el equilibrio y cargaba contra Riley. Dejó entonces el ordenador en el suelo y se lanzó hacia él, intentando interceptar el golpe. Lo último que necesitaba era que alguien saliera herido. Pero Dylan Amos, una de las personas que estaba con los amigos de Riley, la estrechó contra su pecho.
–¡Sal de aquí! –gritó Riley justo antes de que Buddy comenzara emplearse a fondo.
Phoenix nunca había visto a Riley pelear con nadie. Siempre había sido una persona muy popular, apreciada y muy equilibrada. Le costaba creer que estuviera en medio de aquella pelea y no quería ser ella la causa.
–¡Riley, no! –gritó–. ¡Para!
Forcejeó para intentar liberarse e insistir en que fuera Riley el que saliera del cuarto de baño. Buddy era mucho más grande que él y tenía miedo de lo que podría pasar si la pelea continuaba. Pero Dylan la retuvo.
–¡No le distraigas! –le susurró al oído.
–¡Pero le va a hacer daño!
¿Acaso no era evidente? ¿Por qué nadie intervenía? Los amigos de Riley estaban agarrando al amigo de Stan para que la pelea fuera justa, pero nada más.
–No le pasará nada –le aseguró Dylan–. Está tan enfadado que podría acabar con cualquiera. Yo no me interpondría en su camino, y te aseguro que tengo mucha más experiencia que él.
–Nunca le había visto así –comentó alguien más.
A Phoenix le pareció que lo había dicho Kyle, pero no volvió la cabeza para asegurarse. Fijó la mirada en los dos hombres que estaban intercambiando golpes hasta que Riley recibió un puñetazo en la cara y comenzó a sangrar por la nariz. Se sintió entonces como si el puñetazo se lo hubieran dado a ella y no fue capaz de continuar mirando.
–Voy a vomitar –le dijo a Dylan–. Déjame salir.
Dylan debió de comprender que no mentía. Tras bloquearle el paso para que no pudiera cambiar de opinión y regresar al baño, la soltó.
A pesar de que le temblaban las rodillas, Phoenix consiguió abrirse camino entre la gente que se había arremolinado en la puerta. Pero apenas acababa de salir cuando vomitó.