Capitulo 1
Diez años después
Hope Tanner iba conduciendo por las calles del último lugar donde querría estar: en Superior, Utah. Algunos lugares de aquel pueblo le traían recuerdos agradables, como la escuela elemental donde le habían permitido estudiar durante dos años. Pero la mayoría de los recuerdos eran amargos. Pasó frente a la casa de reuniones, donde ella y sus veintinueve hermanos tenían que sentarse en los bancos de madera durante horas, los domingos, para escuchar el sermón sagrado de los Brethren, cantando alabanzas a la poligamia y la vida comunal. Vio la panadería de la tía Thelma, que había hecho las tartas de cada una de las bodas de su padre, y el viejo establo donde...
Hope cerró los ojos. No quería recordar aquello por nada del mundo.
Hacía once años que se había escapado de Superior. Había sido difícil, pero había salido adelante. Había estudiado y había conseguido el título de enfermera. Vivía en una casa de alquiler en St. George, a tres horas de Superior. Y nunca habría vuelto allí de no haber sido por sus hermanas.
Cuando llegó al parque, detuvo el coche. Aún no era mediodía, y la mayoría de los miembros de la Iglesia Apostólica de la Eternidad estaban en misa. Pero pronto el parque se llenaría de niños y mujeres, y posiblemente de algunos hombres. Los demás se quedarían en el vestíbulo de la iglesia, decidiendo la hija de quién se convertiría en la siguiente esposa de un viejo. Era el día de la Madre y, después del rito, todos se reunían para comer al aire libre. Si tenía suerte, vería a sus hermanas, e incluso hablaría con alguna antes de que su padre y el resto de los Brethren saliera de la iglesia.
«Date la vuelta y vete a casa», le gritaba su mente mientras esperaba junto al parque. « ¿Qué estás haciendo? Has pasado once años recuperándote de lo que ocurrió en este lugar»
Pero Hope no se permitiría el lujo de marcharse. Quizá Charity, Faith, Sarah o LaRee quisieran irse de allí. Y quizá ella pudiera ayudarlas.
Enseguida vio a un grupo de mujeres y niños caminado por la calle con cestas y recipientes. Entraron al parque y los niños echaron a correr rápidamente, mientras las mujeres disponían la comida en las mesas del merendero. Llevaban vestidos sencillos hasta los pies, hechos por ellas mismas, y mangas hasta las muñecas, y tenían el pelo recogido y la cara sin maquillar.
Los Brethren no aceptaban ninguna muestra de vanidad y se oponían a las influencias modernas. No veían la televisión y no recibían educación. Por lo tanto, muy pocas de aquellas mujeres habían terminado el instituto. Vivían recluidas, con funciones perfectamente delimitadas. Los hombres trabajaban y le daban a la iglesia todo el dinero que ganaban. Ellos eran los que ordenaban y disponían, y podían casarse cuantas veces quisieran. Las mujeres eran relegadas a la cocina, a la limpieza y a la crianza de los hijos.
Hope era una de las que se había rebelado. No había podido vivir de acuerdo con esos principios. Para su familia, su alma estaba perdida. Hope no sabía si iba a ir al infierno, pero sí sabía que ya había estado allí.
Se acercó, entre los árboles, mientras empezaba a reconocer a algunas de las mujeres. Raylynn PughTanner, la más joven de las esposas de su padre, al menos cuando Hope vivía allí, estaba tan sencilla como siempre. Llevaba un vestido muy suelto, y Hope pensó que quizá estuviera embarazada, o que acababa de tener un hijo. Le estaba explicando a una niña lo que tenía que hacer.
—No pongas los postres en esa mesa, Melanie —le decía—. ¿No ves que aún no hemos puesto el mantel?
¿Melanie? Era la única hija de Raylynn y de su padre, casi un bebé, cuando ella se había marchado. ¿Cuántos hijos más habría tenido su padre? ¿Con cuántas mujeres más se habría casado?
Lo último que Hope sabía era que tenía seis esposas, de las que Marianne, la madre de Hope, hacía el numero cuatro.
Raylynn, la sexta, nunca se había llevado bien con Hope. Desde el principio, había sido autoritaria y demasiado directa, y se había hecho con el mando de la casa de Marianne, al menos cuando Jedidiah, el padre de Hope, no estaba por allí.
Sin embargo, Hope olvidó todo aquello cuando por fin localizó a su madre. Marianne apareció con un vestido que Hope creyó reconocer, seguida de dos niñas, de doce y catorce años más o menos. Hope se dio cuenta de que eran sus hermanas pequeñas.
Habían crecido mucho. No las habría reconocido si no hubieran estado con su madre. Incluso Marianne había cambiado. Estaba muy delgada y tenía el pelo completamente gris. Parecía tener veinte años más.
Hope sintió culpabilidad por haber abandonado a su madre. Ella siempre había sido un apoyo para Marianne, y su única confidente.
De todos los lugares del mundo, su familia tenía que haber sido de allí, pensó Hope mientras veía a sus hermanas poner la comida en una de las mesas.
De repente, Hope sintió el fuerte impulso de cumplir su propósito. Volvió al coche por las flores que había cortado de su jardín para su madre. Tenía que hablar con ella antes de que llegara su padre. Y, aun así, su madre creía que uno de los mandamientos de Dios era someterse a la voluntad del marido, y por tanto, era difícil que escuchara algo que no viniera de él o del pulpito de la iglesia. Respiró hondo y caminó con decisión hacia la zona donde se habían sentado.
La hermana Raylynn fue la primera que la vio, y durante un interminable momento, Hope sintió el mismo miedo y la misma confusión que once años antes.
Pero entonces vio a Charity, cinco años menor que ella, con un bebé apoyado en la cadera y un pequeñín agarrado a su falda, y a Faith, de dieciocho años, embarazada.
Raylynn dijo algo y la señaló. Su madre dejó de limpiarle la boca al bebé de Charity y todas se volvieron a mirarla, alarmadas o sorprendidas, Hope no supo muy bien cómo. Notó una opresión en la garganta.
—Hope, ¿eres tú? —dijo su madre, con la voz temblorosa.
—Sí, soy yo —le dijo, ofreciéndole el ramo de flores—. Feliz día, mamá.
Su madre se puso una mano en la mejilla huesuda y extendió la otra para tomar el ramo o para acariciarle la mejilla a Hope. Sin embargo, Raylynn las interrumpió.
—Bien, ya viene —dijo—. No te preocupes, Marianne. No tendrás que enfrentarte a esto tú sola. Jed ya está aquí.
Su madre dejó caer la mano, y Hope miró hacia su padre con el miedo atenazándole el estómago, mientras él entraba en el parque. Tenía el ceño fruncido, como de costumbre, pero su expresión se endureció aún más cuando una niña pequeña corrió hacia él y le anunció alegremente:
— ¡Se llama Hope, papá! ¡Lo he oído! ¿A que es muy guapa? ¿Verdad, papá?
Su padre pasó por delante de la niña sin responder. Era alto e imponente, aunque había perdido mucho pelo. Sin embargo, su cara no había envejecido.
— ¿Qué es esto? ¿Qué está ocurriendo aquí? —gritó mientras corría hacia ellas. Junto a él se acercaban sus dos hermanos, Rulon, aún más alto que su padre, que tenía ocho mujeres, y Arvin, el hombre al que ella había rechazado como marido. Tenía cincuenta y seis años, uno más que su padre, y aún así, Hope habría sido su décima esposa.
Quería marcharse, pero no lo hizo. Charity estaba frente a ella, demacrada y cansada a los veintitrés años. ¿Con quién la habría casado su padre?
—Hope ha vuelto —dijo su madre, en tono conciliador, cuando Jed llegó junto a ellas.
Su padre la observó, y ella supo que estaba fijándose en cómo había cambiado, sobre todo en la forma de vestir. Llevaba una blusa de seda blanca y unos pantalones cortos de color marrón. Iba vestida como una gentil, como una extraña, y se le veían las piernas. Pero Hope disfrutaba de la libertad de tomar sus propias decisiones y de la alegría de tener una educación y de trabajar. Vivía en un mundo en el que los hombres y las mujeres eran iguales. Podía hablar y ser escuchada.
Aquello era lo que quería para sus hermanas. Una oportunidad para que supieran lo que ella sabía, que había otras personas en el mundo que creían cosas diferentes a las que creía su padre. Quería darles la oportunidad de que consiguieran más de la vida.
—Padre —murmuró Hope, pero el viejo resentimiento volvió y la palabra le supo amarga. Si no hubiera sido por su traición, si no hubiera sido porque él le había dado prioridad a los intereses y a la lascivia de Arvin antes que a la felicidad de su hija, quizá ella no habría hecho lo que hizo en el granero.
—Hay que ser sinvergüenza para aparecer aquí en el día dedicado a las madres, cuando tú eres culpable exactamente de lo contrario —le soltó su padre.
—Yo nunca he sido irrespetuosa con mi madre — y miró significativamente a Arvin—. Habría sido toda una deshonra para mí serlo.
— ¡Desobedeciste la ley de Dios! —gritó Arvin.
— ¿La ley de Dios? ¿O la vuestra? —replicó ella.
—Eso es pecado —le dijo su padre—. No permitiré que le hables así a Arvin. Siempre te ha querido y ha sido bueno contigo, pero tú te comportaste mal con él.
Por un instante, Hope recordó las caricias de su tío cuando era una niña. Sus dedos largos y fríos la habían rozado a la menor oportunidad, y casi no había podido esperar a que ella pudiera tener hijos para pedirle la mano a su padre.
—No tenía derecho a presionarme después de haber rechazado su proposición. Yo sólo tenía dieciséis años —dijo ella.
Su padre sacudió una mano, despreciativo.
—Tu madre tenía quince años cuando se casó conmigo.
—Eso no importa. Yo habría sido muy desgraciada.
— ¡Que el Cielo no permita que yo haga nada que desagrade a semejante princesa! —Bramó su padre—. ¡Dios te castigará por tu orgullo, Hope!
—Dios ya no necesita castigarme. Vosotros ya habéis hecho suficiente.
—Hope, no digas esas cosas —le rogó su madre. Pero ella sentía tanta ira que no pudo contenerse.
—Lo que habéis hecho en el nombre de la religión es peor que cualquier cosa que yo haya podido hacer —le dijo a su padre—. Usáis el nombre de Dios para manipular y oprimir, para sentiros más grandes de lo que sois en realidad.
Su padre apretó los puños como si fuera a golpearla. La había pegado algunas veces, pero Hope sabía que no iba a pegarla delante de otras personas. Si la agredía, ella presentaría una denuncia ante la policía, y la Iglesia Apostólica de la Eternidad no quería tener nada que ver con aquello. Al fin y al cabo, la poligamia era una práctica ilegal, y se habían dado algunos casos en los que los polígamos habían ido a la cárcel.
Sin embargo, el murmullo de la multitud que los rodeaba le dijo a Hope que las cosas habían llegado demasiado lejos. Ella había ido allí con la intención de ser diplomática, de asegurarse de que su familia estaba bien y de comprobar si podía hacer algo por sus hermanas. En vez de aquello, había menospreciado a la iglesia y a su padre. No había podido evitarlo. Estaba viendo cómo vivían con una mirada nueva, y se daba cuenta de que casi nada había cambiado.
—Tengo que pedirte que te marches —le dijo su padre.
Hope miró a Faith y a Charity.
— ¿Alguna quiere venir conmigo?
Sus hermanas miraron al suelo. Su madre abrió la boca como si quisiera decir algo, pero después volvió a cerrarla.
—Está bien, me voy —dijo Hope. Sin embargo, Faith la tomó por el brazo.
—Es el día de la Madre —dijo, mirando a su padre mientras la sujetaba—. ¿No se puede quedar Hope durante una o dos horas?
—Hace mucho tiempo que no la vemos —añadió su madre—.Además, no piensa lo que dice.Yo lo sé.
— ¿Y por qué tiene que marcharse? —Faith fue más allá—.Ya sabes la historia de la Biblia sobre el hijo pródigo. Esto debería ser una ocasión alegre. Aunque no esté pensando en quedarse mucho. Al menos, podríamos...
—Tú mantente al margen de esto, señorita. No dejaré que te envenene a ti también —dijo Arvin, y el tono posesivo y autoritario de su voz le dijo a Hope que Faith era algo más que su sobrina. ¿Sería hijo de Arvin el bebé que Faith llevaba en el vientre?
Aquella idea puso enferma a Hope. Había llegado tarde para Charity y Faith. Sintió una profunda tristeza al mirar a su preciosa hermana de dieciocho años.
Sin embargo, Faith no la miró a los ojos.
—Pienso todas las cosas que he dicho —le dijo a su padre.
—Entonces vete, y no te molestes en volver —respondió él.
Hope paseó la mirada por todas las mujeres y los niños que la rodeaban.
—No lo haré. Teniendo tantos hijos como tú tienes, ¿qué significa para ti una más o menos?
Dejó caer las flores al suelo, se volvió y caminó ciegamente hacia el coche. No podía ayudar a nadie allí, pensó, secándose las lágrimas que le corrían por las mejillas. Estaban atrapadas en aquella vida, manipuladas por las visiones que su padre decía tener.
Exactamente igual que antes.
Sin embargo, cuando llegó al coche, la misma niñita que la había llamado guapa unos minutos antes salió de entre unos matorrales y se acercó a ella. Era evidente que había corrido mucho, porque tuvo que pararse a respirar.
—Faith me ha pedido... —jadeó y continuó— que te diga que vayas a verla al cementerio... esta noche a las once.