–Ha confesado que abandonó su puesto en Hougoumont para salir corriendo detrás de su amante. No necesitamos más testimonios.
–Es cierto, pero también debemos considerar que esa muchacha era responsabilidad del Teniente y, como tal, él obró en consecuencia -intervino el general Smith.
–Creo que, al fin y al cabo, la batalla y la guerra se ganaron. Por lo tanto, su acción no es tan grave -puntualizó el general O'Brien.
–Pues yo sigo manteniéndome firme en mi posición. El Teniente desertó de su puesto: fin de la discusión.
–¿Qué habría pasado si la muchacha hubiera muerto? – El general Smith sorprendió a Nordington con su pregunta.
–Nada -respondió muy resuelto.
–¿Nada? – En ese momento era el general O'Brien quien se sorprendía.
–El Teniente habría sido acusado de negligencia con respecto a los civiles y también habría sido juzgado -reflexionó el general Smith dubitativo.
–Pero ¡ha deshonrado al Ejército! – se opuso Nordington.
–Sí, tal vez, pero con su comportamiento salvó una vida y demostró que para él la persona está por encima de un uniforme. Eso devuelve con creces el honor perdido -concluyó el general Smith.
Nordington refunfuñó ante aquella explicación que lo había dejado sin argumentos. En medio de un tenso silencio, la puerta del despacho se abrió. Ingresó el soldado de guardia y, después de cuadrarse, anunció la visita:
–La señorita Christine desea hablar con ustedes.
–¿Quién? – Nordington, tan extrañado como los dos generales, ni siquiera atinó a negarse.
Cuando la vio entrar, exclamó, indignado por su atrevimiento:
–¿Usted? ¡No puede estar aquí!
–He venido a declarar en favor del teniente MacKinlay -respondió serenamente mientras se sentaba. Los tres hombres no podían dejar de mirar a aquella intrépida belleza que había entrado sin pedir permiso en medio del debate, y que no tenía ninguna intención de marcharse.
–¿Cómo se atreve a interrumpir las deliberaciones del tribunal? – le preguntó Nordington con gesto severo, mientras los otros dos hombres sonreían ligeramente.
–Porque antes de emitir un veredicto deberían conocer mi testimonio, ya que estuve directamente involucrada con su partida -respondió con aplomo. No iba a dejarse arredrar por nadie cuando se trataba de defender a Josh.
–Pero ¿de qué demonios está hablando? Usted no tiene nada que hacer en este sitio.
–Dejémosla explicarse, Mariscal -lo conminó el general Smith, que no apartaba la mirada de la mujer.
–Pero ¿qué…? – balbuceó Nordington, sin dar crédito a lo que oía.
–Gracias, señor -interrumpió Christine-. Considero que es injusto acusar al teniente MacKinlay de deserción. El Teniente es completamente inocente.
–¿Y quién, según usted, es el culpable? – le preguntó Nordington con ironía.
–Yo misma -respondió ante aquellos rostros perplejos.
–¡¿Usted?!
–Si yo no hubiera desobedecido al Teniente, esto no habría sucedido.
–¿Desobedecido? ¿A qué se refiere? – preguntó el general Smith.
–Él me ordenó que permaneciera en el interior de la granja.
–Y usted no lo hizo -corroboró Nordington.
Christine asintió y bajó la mirada contrita, pretendía dar un poco de lástima para ablandar a aquellos hombres. Cuando levantó la vista, sus ojos se habían empañado y brillaban más de lo normal.
–Señorita, conozco su aventura, y debo admitir que gracias a su valor se aseguró el enclave -puntualizó el general Smith-. Y que, de alguna manera, el Ejército de Su Majestad está en deuda con usted.
–Pero… -protestó Nordington.
–¿Qué podemos hacer en su favor?
–Retiren los cargos contra el Teniente -respondió ella con tono decidido mirando a los tres hombres.
–¡Eso es imposible! – dijo Nordington entre carcajadas.
–No veo por qué no -sugirió el general O'Brien-. La señorita tiene razón. La situación en Hougoumont era desesperante y, en tales circunstancias, los procedimientos a veces deben pasar a un segundo plano para poder alcanzar los objetivos del Ejército de Su Majestad.
Nordington iba a rechazar aquella propuesta pero, al ver que estaba en clara inferioridad, se abstuvo de hacerlo.
–Por otra parte, el teniente MacKinlay tiene una hoja de servicios impecable. Sería una lástima perder un militar tan valioso por una excepción al reglamento como ésta -comentó el general Smith-. Propongo que desestimemos los cargos de los que se lo acusa.
–Apoyo la moción -dijo el general O'Brien.
Nordington no podía hacer nada en contra de los otros dos miembros del tribunal y se dejó caer en su asiento, derrotado.
–Está bien. Procederé a dejar sin efecto la acusación.
El rostro de Christine se iluminó al escuchar aquellas palabras que significaban el final de la pesadilla. Se estaba marchando cuando el general Smith la detuvo.
–El teniente MacKinlay es muy afortunado por tenerla a su lado, señorita.
–Tal vez la afortunada sea yo -dijo con una tímida sonrisa-. Por cierto, me gustaría que no le comentaran nada de mi visita -les rogó en voz baja.
–Descuide -resopló Nordington.
Christine salió de la sala con el corazón liberado de la angustia de ver a MacKinlay perjudicado por su culpa. Sentía que había obrado bien, después de todo, se lo debía. Él también la había defendido en su momento, y había hecho todo lo posible por darles a ella y a su hermana una nueva oportunidad lejos de las penurias de la guerra. Y, por sobre todas las cosas, lo amaba. MacKinlay había convertido su vida en un cuento de hadas, y no quería que se acabara por nada del mundo. Sonrió loca de felicidad mientras se reunía con su hermana. Horace no estaba con ella, porque había sido requerido por el ujier del tribunal.
–¿Dónde te habías metido? – le preguntó Laurie, intrigada por la súbita desaparición de su hermana.
–Estaba dando una vuelta -le respondió.
Josh seguía esperando una respuesta; Horace lo había dejado solo y aún no había regresado. Durante esos momentos, muchos pensamientos desfilaron por su mente, aunque el más importante era su vida con Christine. Anhelaba casarse con ella en la catedral de St. Giles y vivir en Sandyknowe. "A Christine le gusta. Es lo más parecido a Hougoumont que hay, sin abandonar Escocia", reflexionó.
Le hubiera encantado que Laurie se fuera a vivir con ellos, en un principio, aunque ella tendría de seguro sus propios planes. Recordó con emoción su encuentro con Christine. Era increíble cómo había cambiado su vida desde su marcha al continente; había partido a una misión como tantas otras, en la que no esperaba hallar nada más que batallas y heridos y, sin embargo, había encontrado una mujer junto a la que envejecer. Aunque todo eso parecía tan lejano en ese momento, mientras esperaba su condena.
Perdido en sus cavilaciones, se sobresaltó cuando la puerta se abrió de golpe para dejar paso a su sonriente hermano. A juzgar por su expresión, algo bueno debía de haber pasado. Horace caminó hacia él con los brazos abiertos.
–¡Enhorabuena, hermano! Has sido absuelto: la acusación ha quedado sin efecto -le anunció mientras lo abrazaba.
–¿Cómo? ¿Qué? – Josh se atragantaba con las palabras. No creía haberlo escuchado bien, pero le había parecido entender que era libre.
–He sido requerido por el tribunal para comunicarme que van a retirarte los cargos.
–Pero ¿cómo? ¿Qué ha dicho Nordington?
–Tu acción no será tomada como deserción. En principio, porque Hougoumont no se perdió y, según el general Smith, lo primero que tú anunciaste a tu llegada al cuartel general del duque de Wellington fue que el sitio estaba en peligro. De manera que no se te considera un traidor; simplemente, cumpliste con tu deber de proteger a los civiles -le comunicó Horace radiante de felicidad.
–¿Eso significa que puedo marcharme? – le preguntó conmocionado por la noticia.
–Cuando gustes.
–¿No me expulsan del Ejército?
–No.
–¿Se me degradará?
–Tampoco.
–Sin embargo, pienso presentar mi dimisión -reconoció en un susurro.
–Lo comprendo -le dijo Horace con una mano sobre su hombro.
–¿Y Christine, lo sabe?
–No. He preferido que se lo dijeras tú.
Josh no se detuvo a escuchar nada más; abandonó a la carrera la habitación y fue en busca de Christine.
Aunque ella ya sabía la noticia que le iba a comunicar, fingió desconocerla para preservar su secreto. Josh la estrechó entre sus brazos y la besó con amor; a partir de aquel momento, nada se interponía entre ellos y su felicidad. Sin embargo, MacKinlay sintió una punzada de dolor al no encontrar el rostro de su padre en la sala. Le hubiera gustado comunicárselo en persona, pero no iba a ser posible. Sería demasiado complicado ganarse su aprecio de nuevo ya que, aunque no hubiera sido condenado por desertor, la acusación había logrado manchar su reputación.
Por lo pronto, ya no restaba nada que hacer allí, así que todos regresaron a Sandyknowe dispuestos a celebrar. Esa misma noche, Josh invitó a sus amigos más allegados al festejo. Allí estaban también Horace y Laurie, cada vez más atraídos el uno hacia el otro. Ross MacGregor apareció acompañado de su mujer.
Josh, al verlo, le recordó que tenían un asunto pendiente.
–Si no me equivoco, creo que te debo algo.
–¿De qué estás hablando? – Ross fingió no entender.
–De cierta apuesta que hicimos en una zanja de Bélgica antes de ser atacados por la infantería de Napoleón.
–¿Te refieres a lo de mi luna de miel? – le preguntó con sorna Ross.
–Eso mismo.
–¿Se puede saber que os traéis entre manos? – quiso saber Mary, la esposa de Ross.
Ambos hombres intercambiaron una mirada de complicidad y sonrieron. Ross se acercó a su mujer para susurrarle algo al oído, que pareció escandalizarla. Tiró indignada del brazo de su marido y se adentraron en la casa.
Josh iba a ir tras ellos, cuando el sonido de un carruaje lo sorprendió. Era raro, creía que todos los invitados estaban ya en la casa. Su corazón dio un vuelco al descubrir el coche de su familia en la entrada: Robert MacKinlay en persona había acudido. Lo vio caminar hacia él con paso decidido y porte altivo, vestido con el traje nacional.
–¿Es que tengo que enterarme por tu hermano de que das una reunión? ¿Acaso tu madre y yo no somos parte de tu familia? – le espetó con el mismo tono gruñón de siempre.
–Mis padres no necesitan que yo los invite para venir a su casa.
–Lo sé, hijo, lo sé. Ven, dame un abrazo.
Josh no podía creer que aquello estuviera sucediendo. Conmovido, estrechó entre sus brazos a su padre.
–Te he echado de menos.
–¡Oh, déjate de cortesías! – lo apremió Robert con los ojos empañados.
–¡Hijo! – exclamó su madre emocionada.
Josh la abrazó y depositó un beso en su coronilla. Ninguno de los tres se había dado cuenta de que Christine observaba la escena desde la puerta con alivio y felicidad.
–Anda, di a esa muchacha que se acerque, queremos conocerla -Robert le hizo señas a Christine.
Josh se volvió para contemplar aquella silueta recortada contra la luz del salón. Estaba enfundada en un traje de seda azul, que se ajustaba a su cuerpo como un guante. Se aproximó a ella y la llevó de la mano hasta sus padres.
–Debo reconocer que tienes buen gusto, hijo -comentó galante el padre.
–¡Robert! Mira cómo has puesto a la muchacha -lo reprendió suavemente su esposa.
–No pasa nada, mujer -protestó Robert-. Sólo estaba regalándole un cumplido. Permítame que me excuse por mi comportamiento desconsiderado el día que estuvo con su hermana en casa. Le ruego que acepte mis más humildes disculpas -dijo con una respetuosa reverencia.
–Las acepto encantada, señor MacKinlay. ¿Me concede el honor de ingresar junto a usted? – Le ofreció el brazo.
–Con mucho gusto, hija, con mucho gusto -aceptó él mientras le daba unos suaves golpecitos sobre el dorso de su mano camino a la entrada.
–¿Has visto a tu padre? – le preguntó sorprendida la madre de Josh.
–Déjalo que se muestre tal y como es, ya hemos sufrido bastante estos últimos días -le respondió con un guiño-. Un poco de diversión no vendrá mal.
Horace se sorprendió cuando vio aparecer a su padre del brazo de Christine. Se quedó con la boca abierta por aquella escena y estuvo a punto de derramar el contenido de su copa.
–¡Parece que hubieras visto un espectro! – bromeó Robert MacKinlay.
–No puedo creer que estés aquí -dijo sin salir aún de su asombro.
–¿Te creías que iba a perderme esta magnífica fiesta? – Echó un vistazo a su alrededor-. Vamos, hijo, despierta y búscate una mujer que te acompañe -le dijo mientras pasaba a su lado-. Y si es tan guapa como la de tu hermano, mejor. Así daremos un poco de alegría a la familia.
Ya bien entrada la noche, comenzaron a sonar las notas de la gaita, que llamaban a los invitados a unirse a las danzas tradicionales. Christine lo observaba todo, entusiasmada y feliz por el reencuentro de Josh con su padre.
En un momento, Josh dejó de bailar y se acercó hasta Ross con una sonrisa burlona.
–Bueno, ¿cuándo debo cumplir lo pactado?
–Olvídalo, Josh -le respondió pasando el brazo por los hombros de su amigo.
–En serio -insistió-. He perdido y, por lo tanto, debo pagarte la apuesta.
–Te he dicho que no hace falta. Ya estoy pagado de sobra.
–No te entiendo. Sé que siempre has deseado irte de viaje de bodas con tu esposa.
–Y lo sigo deseando, pero no quiero que te pongas en gastos ahora que debes pensar otra vez en cómo ganarte la vida.
–No se hable más del tema, tengo una posición económica lo suficientemente sólida como para no faltar a mi palabra.
–Lo agradezco, aunque para mí lo más importante es ver que al fin hayas encontrado la horma de tu zapato.
–Soy yo el que te lo agradece, Ross; me has abierto los ojos. – Se sinceró MacKinlay.
–Dime, habrá boda, ¿verdad?
–Por supuesto que nos casaremos.
–¿Se lo has pedido?
–Bueno, no formalmente. Aunque ella ya sabe que quiero que sea mi esposa -balbuceó Josh después de apurar su copa de vino.
–Tienes que pedir su mano en matrimonio. Y ha de ser esta misma noche.
–¿Me he perdido algo? – preguntó Horace, que acababa de sumarse al grupo.
–Tu hermano aún no ha pedido la mano de Christine.
–¿En serio? – Se sorprendió Horace-. ¿Y ya la has metido en tu cama? Hermanito, déjame decirte que eres un poco sinvergüenza. Las mujeres quieren que les asegures su futuro antes de… ya sabes -le recordó en broma.
–Le he dicho que tiene que hacerlo esta misma noche.
–Por mí, perfecto. Además ten en cuenta que, si no te casas, nuestro padre no te dejará entrar en su hogar. Sabes que jamás consentiría que durmamos con una mujer bajo su techo sin estar casados -agregó Horace burlón.
Josh miraba a ambos sin dar crédito a sus comentarios, aunque tuvieran razón. Sabía que era la mujer de su vida, y lo que más deseaba era casarse con ella. Pero con las complicaciones del juicio, el tema del matrimonio había quedado un poco en segundo plano. Evidentemente, según lo que estaba escuchando, era el momento de retomarlo.
–Está bien. Le pediré, una vez más, que sea mi esposa -les anunció.
–No me lo pierdo, Ross -dijo Horace siguiendo con la vista a su hermano, que caminaba decidido.
Entró en el salón para buscarla, pero su padre lo retuvo del brazo y lo apartó para que pudieran charlar a solas.
–No hemos tenido ocasión de hablar sobre tu futuro -comenzó Robert.
–Voy a dejar el Ejército -dijo muy sereno y firme-. Sé que no te hace mucha gracia, pero prefiero dedicarme a otros asuntos.
–Lo entiendo, aunque no lo comparto. Por cierto, la muchacha es un encanto, Josh. No le hagas daño y trátala lo mejor que sepas. Te casarás con ella, ¿verdad? Te lo pregunto porque ya he hablado con el sacerdote.
–¡¿Qué?! – exclamó Josh atónito. Era la segunda vez en la noche que le hablaban de boda, y su padre había ido aun más lejos que su amigo Ross.
–No pretenderás vivir con ella sin haberla desposado, supongo. No me importa lo que hagáis en la intimidad, pero yo quiero que mi hijo se case. Además, desearía que fuera en la catedral de St. Giles, como lo hicimos tu madre y yo. ¡Ah! y no aceptaré una negativa por respuesta -impuso autoritario.
–Como tú mandes -Josh imitó el saludo militar-. Por cierto, ya que has hablado con el párroco, ¿cuándo será la boda?
–Lo más pronto posible, no me agrada que estéis viviendo juntos sin haberse casado.
Josh lo miró y se echó a reír, luego abrazó a su padre y volvieron juntos a la fiesta, donde Horace y Ross lo esperaban. Habían retenido a Christine hasta que Josh llegara, pero no le habían explicado la razón, y la muchacha se sentía aturdida e intrigada.
Él entró acompañado por su padre, sonreía ante sus comentarios pero, cuando la vio, cambió el semblante de inmediato. La miró intensamente y esbozó una de esas sonrisas maravillosas que la hacían flaquear. Ante esa imagen, el corazón de Christine comenzó a latir desbocado, y no hubo manera de tranquilizarlo.
Un silencio se generó en torno a ellos.
–Christine -comenzó Josh-. Cuando me encomendaron la tarea de ponerme, una vez más, al frente de mi regimiento de Highlanders, lo hice con seguridad, como siempre; ya sabía de qué se trataba. En Quatre Bras, antes de que nos fuera encomendada la misión en Hougoumont, me encontraba conversando con mi colega y amigo Ross MacGregor, mientras esperábamos un ataque francés. Ross siempre quiso hacerme sentar cabeza, supongo que él vio algo en mí que ni yo mismo fui capaz de reconocer: la necesidad de tener a mi lado una compañera, una esposa con quien compartir mi vida. Me hizo una apuesta, una absurda apuesta: que me enamoraría. Obviamente, acepté; estaba convencido de que era imposible que eso sucediera, incluso le aposté su postergado viaje de bodas -dijo al tiempo que dirigía una mirada a Ross-. Amigo, comienza a preparar las valijas; he perdido, por lo que tienes tu viaje bien merecido. – Unas risas se escucharon por lo bajo-. Y, cuando menos lo esperaba, apareciste. De repente, como una tormenta de verano. Y aquí me encuentro, frente a ti, sin saber cómo agradecerte todo lo que has hecho por mí y no encontrando las palabras apropiadas para pedirte que seas mi esposa. Sabrás entender mi torpeza, es que, al contrario de lo que me sucede en el frente, no tengo ninguna experiencia en el amor; no sé de qué se trata todo esto, por lo que frente a esta gente como testigo, te pregunto, Chris, mi dulce, Chris, ¿quieres ser mi esposa?
Christine se quedó sin palabras. A su alrededor, los improvisados testigos de la declaración le sonreían y, algunas mujeres, la miraban con ojos brillosos, emocionadas por las palabras de Josh. Y no tuvo ninguna duda, ese hombre que esperaba una respuesta, ese hombre que había roto su infranqueable coraza, ese hombre que había perdido una apuesta, era el hombre con quien pasaría el resto de su vida.
–Sí, Josh. Quiero ser tu esposa.
La noche extendía su manto negro punteado por brillantes. La luna, en lo más alto, observaba las caricias de los amantes bajo su luz. Los jazmines desprendían sus mejores aromas para perfumar el sendero por el que Josh la conducía. Una ligera brisa procedente del estuario del Forth hizo que la piel de Christine se erizara. En atento gesto, él le deslizó su chaqueta sobre los hombros.
–Es más suave que mi guerrera.
Christine lo miró y sonrió dulcemente. Josh la abrazó por detrás rodeando su cintura y ella recostó la cabeza sobre su pecho. Al fondo se veían las cumbres de las montañas más bajas de las Highlands. Del interior de la casa, salían los acordes de un vals que envolvió a los amantes y los transportó a un mundo de ensueño donde todo era dicha y felicidad. Josh la giró hacia él, quería contemplarla, verse reflejado en sus luminosas pupilas, ceder al hechizo de su mirada.
–Sí -murmuró de repente sin que Christine supiera a qué se refería-. Eres la mujer perfecta para mí, aunque tendremos que educar tu carácter.
–¿Mi carácter? – protestó.
–Cuando seas mi esposa, deberás obedecerme más.
–Cuando sea tu esposa, deberás tratarme mejor de lo que lo haces ahora -le respondió con ironía.
–Lady MacKinlay, ¿tiene usted alguna queja de su futuro marido?
–Puede que sí, pero esperaré a que lo sea para hacérsela saber -le contestó mientras se alzaba sobre sus pies para besarlo.
–Pequeña bruja -murmuró antes de unir sus labios a los de ella.
Josh MacKinlay aguardaba nervioso en el interior de St. Giles a que Christine apareciera por la puerta. Sentía un sudor frío en la espalda y tenía las manos completamente empapadas. De vez en cuando, lanzaba miradas furtivas a su hermano o a Ross, quienes se encogían de hombros sin saber qué hacer. De repente, un carruaje tirado por cuatro caballos blancos se detuvo frente a la puerta. De allí bajó el propio duque de Wellington, quien extendió su brazo para ayudar a la novia a descender. Al no tener padre, ella le había pedido a Arthur que fuera él quien la condujera al altar.
Christine llevaba un vestido blanco marfil que habían elegido con su hermana, y los cabellos recogidos en lo alto de la cabeza, de donde caía el velo como una cascada. Cuando apareció en la puerta de la iglesia del brazo del Duque, Josh respiró aliviado, soltando toda la tensión acumulada durante los últimos momentos. La vio avanzar por el pasillo central, sus pasos ligeros parecían no tocar la alfombra. No apartó la mirada de ella hasta que el duque de Wellington la dejó a su lado. Entrelazó sus manos con las de Christine, y la desposó.
Pero Christine, como de costumbre, hacía lo que su espíritu indómito le pedía. Sin esperarlo, caminó con paso decidido hasta la misma cumbre, donde respiró hondo para que el aire puro hinchara sus pulmones. Cerró los ojos y, extendiendo los brazos, deseó ser un pájaro para echarse a volar por encima de aquellos valles.
Cuando Josh la alcanzó, Christine lo aguardaba sentada sobre una roca, junto a un pequeño lago de aguas cristalinas. La expresión que traía le indicó que estaba molesto, pero no le dio importancia, pues sabía que se le pasaría de inmediato.
–¿Es que nunca vas a hacerme caso? – le preguntó resignado.
Christine lo miró con dulzura. Sus labios se curvaron en una seductora sonrisa.
–No vas a convencerme esta vez -le advirtió caminando hacia ella con el ceño fruncido. Se detuvo a escasos centímetros y se agachó hasta que quedaron a la misma altura.
Christine lo observó con gesto burlón y, levantándose de la piedra como un felino, se le abalanzó hasta quedar a horcajadas encima de él.
Josh la contemplaba a medio camino entre la sorpresa y la excitación por tenerla así. Estaba increíblemente bella: sus ojos parecían emitir llamaradas de fuego, sus cabellos flotaban salvajes en el aire, y sus labios se entreabrían deseosos. Entonces calló lo que le iba a decir ya que, al fin y al cabo, era mejor hacer el amor que la guerra.
–¿No me irás a decir que no encuentras más divertido que me comporte como lo hago a que sea una esposa sumisa y obediente? – le preguntó arqueando una ceja.
–Es lo que me atrajo de ti desde el primer día.
–Entonces, ya tienes lo que querías.
–¿Y tú? ¿Qué es lo quieres ahora?
–Creo que ya lo sabes -le dijo inclinándose sobre él para buscar sus labios una vez más.