Capítulo 7

Christine se retiró a su habitación para recapacitar sobre la idea que no dejaba de palpitar en su mente. Sabía de lo arriesgado de la empresa que pretendía llevar a cabo, y de las consecuencias que podía acarrear. Sentada en el borde de la cama, con la mirada fija en la llama de la vela que ardía en su mesilla de noche, sentía que debía pensar muy bien antes de actuar.

La situación era angustiante; el número de heridos se había visto reducido a la mitad: muchos habían fallecido en la mesa de operaciones, y otros, lo habían hecho en el transcurso del día. Los pocos que habían sobrevivido, dormían como podían en el piso inferior. Christine sabía que la granja no resistiría mucho más en esas condiciones.

En ese preciso momento, entró Laurie; al verla allí sentada con la mirada perdida, supo de inmediato que algo no marchaba bien. La contempló durante unos instantes, intentando adivinar el motivo que la había llevado a permanecer tan quieta y reflexiva.

–¿Qué te ocurre? ¿Por qué no estás descansando? – le preguntó mientras se sentaba junto a ella.

Christine tomó las manos de su hermana entre las suyas y, armándose de valor, le contó lo que pensaba hacer.

–Tengo que marcharme.

–¿Marcharte? Pero, ¿qué dices? – Sobresaltada, Laurie se puso de pie frente a Christine.

–Josh me ha comentado que, si no llegan refuerzos pronto, acabaremos todos muertos.

–De acuerdo, es evidente que alguien debe ir a buscar ayuda, pero eso no significa que tengas que hacerlo tú. Para algo están los soldados, o él mismo, pero ¿tú? ¿Te has detenido a pensar en lo que te sucederá si caes en manos de los franceses? ¿Lo imaginas? Te fusilarán después de violarte. – Laurie permaneció en silencio mientras su genio se reflejaba en sus ojos brillantes-. ¿Lo sabe él? – Con aquella mirada, intentaba prevenir a su hermana de hacer cualquier tontería y, al mismo tiempo, le advertía que ella misma se lo contaría.

–No, pero escucha, Laurie -le suplicó-. Si nadie avisa a las tropas británicas de la situación aquí, los franceses nos matarán a todos. Y yo no quiero que tú mueras.

–Yo tampoco, pero… -La muchacha titubeó unos momentos antes de continuar-. Iré contigo -concluyó con firmeza.

–¡De ningún modo! – exclamó autoritariamente Christine-. No es una tarea para dos mujeres, yo sola me desenvolvería mejor. Piénsalo, te necesito aquí para que sigas como si nada sucediera.

–Pero él notará tu ausencia, me preguntará y, si no te encuentra, removerá cielo y tierra hasta dar contigo. Cuando vea que no estás, atará cabos y…

–…y para entonces, yo habré regresado -completó la mayor con total seguridad.

–No deberías desobedecerlo, Christine -le advirtió muy seria.

–Sé que me juego mucho en lo que voy a hacer. Que tal vez, cuando regrese, él no quiera ni dirigirme la palabra siquiera. ¡Hasta puede que me ate a la cama, como prometió!

–Siempre has sido igual. La aventurera, la guerrera que soñaba de pequeña con liderar ejércitos.

–Lástima que no fuera un hombre. Pero, pese a no serlo, poseo coraje y decisión, como me dijo él. – Recordó en un susurro sus palabras.

–¿Qué le diré cuando pregunte por ti?

–Que estoy durmiendo, o que no quiero verlo -propuso, en un intento por encontrar la disculpa más acertada.

–Christine, mírame a los ojos y dime que no lo haces por él.

Aquella pregunta hubiera hecho flaquear al más valiente y decidido de los hombres, pero no a Christine. Miró a su hermana a los ojos y con semblante sereno le respondió:

–Por supuesto que no.

–Mientes muy bien, siempre has sabido hacerlo -replicó Laurie con ironía.

–Si sabías la respuesta, ¿por qué me lo has preguntado?

–Oh, sólo quería estar segura -respondió sin darle importancia al asunto.

–¿Segura de qué? – insistió Christine.

–De que lo amas.

Christine no pudo evitar que un calor intenso tiñera sus mejillas y confirmara las sospechas de Laurie, y las de ella misma. Sonrió avergonzada y se abrazó a su hermana, que la contemplaba con nostalgia.

–Tengo que prepararme. Prefiero marcharme amparada en la oscuridad de la noche. Y sécate esas lágrimas, que no estás en ningún entierro.

Laurie se rió nerviosa por aquel comentario, mientras su hermana se preparaba para partir de inmediato.

–¡Por favor, Christine, no lo hagas! Te lo suplico, ¡es una locura! – le imploró con la voz invadida por la angustia.

–Alguien tiene que hacerlo -respondió dulce pero decididamente Christine. Luego le pasó la mano por el pelo con ternura-. Cuida de él mientras estoy fuera -agregó.

Laurie asintió con los ojos vidriosos mientras su hermana comenzaba a descender la escalera.

–Saldré por detrás. Apaga las luces cuando me haya marchado.

Christine caminó hacia la parte trasera de la casa, salió por la ventana y se volvió para contemplar el rostro de su hermana por última vez. "Tal vez no vuelva a verla", pensó. Le dio un beso en la mejilla y desapareció en la penumbra. Laurie la vio avanzar a tientas entre los arbustos hasta hundirse en la noche. Cerró la ventana y, tras dudar unos instantes sobre si salir corriendo y avisar a MacKinlay o hacer caso a su hermana, apagó la luz.

El terreno que pisaba no le era desconocido a Christine, ya que había recorrido aquellos parajes en innumerables ocasiones. Sin embargo, la oscuridad era casi total, salvo por la tenue luz de la luna. Avanzó deprisa sin mirar atrás, el corazón latía desbocado en su pecho con cada paso que daba. No quiso volver el rostro hacia la granja para evitar arrepentirse, sino que se limitó a seguir adelante, casi corriendo, hasta que las luces de las hogueras no fueron más que puntos luminosos en el horizonte. Pronto sintió que le faltaba el aire y se detuvo unos instantes para recuperarlo. Era consciente de que cerca de allí habría tropas francesas acampadas, y de que posiblemente tropezara con ellas. Pero estaba preparada para todo, sabía perfectamente el papel que debía desempeñar en cada momento.

Retomó la caminata con paso ligero, ayudada por la pendiente del terreno. Iba repasando en su mente el mensaje que tenía que darle al duque de Wellington, cuando de repente sus pensamientos volvieron a MacKinlay. Pensó en lo que haría cuando viera que ella no estaba. Se lo figuraba registrando el lugar hecho una furia, y a la pobre Laurie resistiendo estoicamente a todas sus preguntas. Confiaba en que su hermana le facilitara las cosas y le permitiera ganar tiempo para llegar al cuartel general de los británicos.

Imaginó que MacKinlay saldría en su busca y que, si la encontraba, la llevaría de vuelta a la granja para encerrarla en la habitación y atarla a la cama. Comenzó a reírse al representarse la escena. Por supuesto, ella no iba a rendirse y a dejar que la encarcelara así como así. Lucharía para evitar que la apresara con sus rudos brazos, aunque no pudiera escapar de ellos ni quisiera hacerlo nunca. Deseaba dormirse contra su pecho mientras él le acariciaba el pelo y la hacía derretir en su interior con besos suaves y tiernos.

Eso le hizo recordar su fugaz beso, todavía sentía un ligero temblor en las piernas al rememorar sus caricias, y cómo se había detenido de repente. Indudablemente se tomaba tan en serio aquel momento como ella, que pensaba que sólo se entregaría al hombre que su corazón eligiera para compartir la vida. Sintió una especie de cosquilleo en el estómago, que descendía hasta morir en sus muslos. Respiró hondo al evocar aquel encuentro que la había hecho sentirse una mujer deseada.

Estos pensamientos le impidieron oír en un primer momento el sonido de voces no muy lejos de allí. Cuando al fin distinguió la lengua en la que hablaban, se detuvo en seco. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, y las palmas de las manos le comenzaron a sudar copiosamente. Se dio cuenta de que se encontraba en el territorio ocupado por las tropas francesas y que, a partir de ese momento, debería tener mucho cuidado.

Caminó despacio para intentar vislumbrar el lugar exacto en el que acampaban. Se acercó aun más, hasta que divisó la luz de una hoguera, alrededor de la que charlaban varios soldados. De repente, una voz detrás de ella la sobresaltó:

–¿Qué te pasa, bonita? ¿Te has perdido? – le preguntó un soldado mientras posaba la mano en su espalda sin ningún tipo de delicadeza y la bajaba para manosearle el trasero.

–¡Apártate! – Barrió al atrevido de un manotazo-. Sólo quiero regresar al campamento. Salí a caminar y no encontraba el sendero de vuelta.

–Está bien, está bien. Sólo era una broma. ¡Cómo sois, vosotras las cantineras! – masculló-. Ven, sígueme.

Christine respiró aliviada, pues había pasado la prueba más difícil. Aquel soldado la había tomado por una de las muchas cantineras que acompañaban a los ejércitos. Mientras caminaba, miró atentamente a su alrededor para tomar nota de los hombres que había allí apostados. Ninguno se fijó demasiado en ella, pues era normal ver a esas mujeres rondando por el campamento. Siguió caminando hasta llegar junto al fuego, en torno al cual estaban reunidos varios hombres.

–¿Me servirías un poco de coñac, muchacha? – le pidió uno mientras le extendía una taza.

–Claro, por supuesto. – Recogió el barril del suelo y llenó la taza hasta arriba.

–Vaya, esta cantinera sí que es generosa. Oye, dime, ¿cuál es tu nombre?-le preguntó antes de llevarse la taza a los labios.

–Marie.

–¿Eres nueva? No te habíamos visto por aquí antes -le dijo un soldado de caballería que se despojaba de su pelliza para sentarse.

–Me uní hace unas semanas -se limitó a decir.

–¿Tienes marido? – le preguntó un soldado de infantería acercándose a ella y rodeándola por la cintura.

–No, pero tampoco lo busco. – Se apartó de él con una mirada feroz.

–Ten cuidado, Philippe, a mí casi me acribilla cuando la encontré ahí, entre los arbustos.

–¿Qué hacías allí? – Quiso saber el soldado de caballería.

–Salí a dar una vuelta -respondió altiva.

–No deberías apartarte mucho del campamento -le aconsejó uno de los armeros de la guardia mientras arrastraba un tronco para arrojarlo al fuego.

–¿Por qué motivo? – preguntó suspicaz.

–Los ingleses no están muy lejos.

–No lo sabía.

–Ese maldito Duque -masculló un oficial de Estado Mayor mientras se echaba un capote por encima de los hombros-. Ha apostado sus tropas en lo alto de una meseta para dificultarnos el ataque. Para llegar hasta él, tendremos que caminar cuesta arriba.

–Espero que esta maldita guerra termine pronto, ya tengo ganas de regresar a casa -dijo otro.

Christine escuchaba atenta todos aquellos comentarios mientras continuaba sirviendo coñac a quien se lo pidiera.

–Dinos, muchacha, ¿de dónde eres? A juzgar por tu acento, tú no eres francesa -le dijo un soldado de infantería.

–No, soy de aquí, de Bélgica.

–¿Simpatizas con Napoleón?

–Más que con ese estirado del duque de Wellington -respondió convencida.

–¿Has oído, Laurent? Ha llamado "estirado" al comandante Wellington.

–Lo cierto es que me gustaría que se marchara y nos dejara en paz. Por culpa suya, me quedé sin casa en la capital -agregó envalentonada al ver que le creían.

–Y fue entonces cuando te uniste a nosotros -señaló el oficial de Estado Mayor.

Christine asintió; no sabía muy bien qué estaba haciendo, pero cuanto más tiempo pasaba charlando con aquellos hombres, más confianza en sí misma adquiría. Le parecía como si en verdad colaborara con las tropas de Napoleón y los conociera a todos desde siempre.

–Debo decirte que el Ejército no es el lugar más adecuado para una muchacha tan joven y tan linda como tú.

–No tenía otra salida. – Se encogió de hombros.

En ese momento, se unió al grupo un oficial de mayor rango, lo supo porque todos se cuadraron y lo saludaron al verlo. Hasta los soldados que estaban sentados o tumbados se levantaron en cuanto aquel hombre de prominentes patillas apareció.

–Descansen.

El hombre se quedó observando a Christine, que se inquietó ante aquella mirada penetrante. Temió ser descubierta, sin embargo, un momento después el oficial desvió la atención y se dirigió a los allí reunidos con voz potente.

–Parece que la situación es bastante favorable. Mañana por la mañana comenzaremos un ataque frontal contra el ejército británico.

–¿Y los prusianos? – le preguntó un oficial.

–De ello se encarga Grouchy y su regimiento de dragones a caballo.

–¿Recibiremos apoyo de la artillería?

–Será la primera en comenzar el ataque, para despistar al duque de Wellington. De ese modo, no tendrá tiempo de organizar las defensas para protegerse de la carga de la infantería.

–¿Cuál es la situación en Hougoumont?

Al escuchar aquella pregunta, Christine no pudo evitar sobresaltarse.

–Hougoumont caerá mañana. Los británicos apostados en la granja han perdido la mitad de sus hombres. Sólo es cuestión de horas que el enclave sea nuestro.

"Cuestión de horas", se repitió Christine mientras se mordía los labios y clavaba su mirada en el fuego.

–¡Eh, muchacha! Sirve coñac aquí.

El reclamo del oficial la sacó por un momento de sus pensamientos. Evitó mirarlo a los ojos al alcanzarle la taza, aunque no pudo impedir que la mano le temblara. Luego se apartó un poco para digerir aquellas duras noticias. En menos de un día, su hermana y MacKinlay tal vez estarían muertos. Si no se daba prisa en llegar al campamento inglés y advertir del peligro que corrían en Hougoumont, sería demasiado tarde para todos. Sintió una opresión en el pecho, como si el corazón se le encogiera con el sólo pensamiento de perder a su hermana. Tenía que abandonar el campamento francés cuanto antes, pero aquellos hombres no la iban a dejar tranquila hasta que no se durmieran o se emborracharan. Una y otra vez la llamaban para que les sirviera.

–¡Eh! "cantinerita, niña bonita…" -comenzó a cantar el soldado de infantería con la voz algo trabada por el coñac, y pronto se le unieron todos los demás-: "… si yo pudiera lograr tu amor. Una semana, de buena gana, ¡sin comer guiso estaría yo!"

Christine sonrió agradecida e incluso sintió que los colores se le subían a las mejillas, lo que provocó las risas de los soldados.

–Otra ronda, muchacha -ordenó el oficial de mayor rango.

Christine obedeció; esperaba que al fin el alcohol surtiera efecto en los hombres, aunque algunos parecían aguantar más de lo normal. Deseaba escapar de allí cuanto antes, pero la fortuna no parecía estar de su parte. Finalmente encontró una salida al comprobar que el coñac se había acabado.

–Lo siento, pero se terminó. – Mostró el barril vacío.

–Vaya, entonces tendremos que ir a buscar otro -le respondió un soldado de caballería.

–Dejadme a mí -dijo muy solícita Christine: era su oportunidad de deslizarse entre las sombras de la noche y escaparse.

Todos la vieron desaparecer en dirección al centro del campamento.

–Qué muchacha. Apuesto a que no ha estado jamás con un hombre -comentó el soldado de caballería.

–Sí, seguro que está sin estrenar -bromeó el oficial con una sonrisa maliciosa-. Creo que, cuando regrese, la invitaré a dar un paseo.

–Llevad el látigo porque araña -dijo un tercero entre risas.

El oficial, que se había animado pensando en la propuesta que le haría, se quedó esperando unos instantes, hasta que se dio cuenta de que tardaba más de la cuenta en regresar. Impaciente, echó una mirada a sus compañeros, la mayoría dormidos, y se encaminó en la misma dirección por la que había desaparecido Christine. Apretó el paso, se sentía airado por el plantón que consideraba haber recibido. La buscó por todas partes sin hallar rastro de ella. Preguntó a otros soldados si la habían visto pasar, pero ninguno supo responderle con exactitud. Se detuvo a hablar con alguna que otra cantinera para ver si la conocían o la habían visto.

–No sé de quién me habláis, General.

–¿Cómo que no? Si es una cantinera, tenéis que conocerla. Tiene el pelo oscuro y los ojos claros, no sé muy bien el color, porque el fuego tal vez les daba otra tonalidad. Es de estatura media, bien proporcionada y muy bonita. Vestía una falda de color vino y una chaqueta azul.

La mujer se quedó pensativa durante unos segundos, intentando reconocer en aquella descripción a alguna de la cantineras del campamento. Tras una pausa, negó con la cabeza.

–No la conozco. Es más, me atrevería a deciros que no es una cantinera de las nuestras -afirmó.

El general francés regresó entonces, los puños apretados de rabia, junto al grupo de soldados donde la había visto. Cuando llegó, le preguntó a un oficial allí presente:

–Decidme, ¿conocíais a la cantinera?

–No. Gérard la encontró. – Señaló a un soldado.

–¿Dónde estaba cuando la visteis? – interrogó al soldado.

–Estaba merodeando por los alrededores del campamento.

–¿Ella sola?

–Sí -respondió despreocupado-, ¿Qué ocurre?

–Parece ser que no era una cantinera del ejército. He preguntado a las demás, y no la conocen.

–Pero hablaba francés, y nos contó que…

–Os contó lo que quiso, y os lo tragasteis. Esa mujer bien podría haber sido una espía de los ingleses. ¡Demonios! – Arrojó su taza al fuego con rabia.

–¿Qué sucede? – Se despertó alarmado el oficial del capote.

–Que hemos expuesto el plan de ataque de mañana delante de una extraña.

Aquella explicación tomó por sorpresa a los soldados, que de inmediato se dieron cuenta de lo que aquello significaba.

–¿Aún estamos a tiempo de cambiar las órdenes? – preguntó el oficial.

–Demasiado tarde. ¡Maldita mujer!

Christine había conseguido por fin zafarse de aquellos soldados y deslizarse por debajo de varias carretas de suministros hasta volver a quedar en el camino. Avanzó agazapada y con sigilo gran parte del trayecto hasta que se cercioró de que se encontraba lo suficientemente lejos del campamento como para emprender una marcha rápida. Necesitaba llegar cuanto antes al cuartel general británico para informarles de la situación en Hougoumont y de los planes de ataque de los franceses.

Tras varias horas de caminata que le parecieron eternas, se sintió exhausta antes de llegar a destino. Se acomodó detrás de unos arbustos, cerró los ojos y trató de dormir, aunque fuesen sólo unos pocos minutos para recobrar fuerzas; sin embargo, se levantó como un resorte al recordar a su hermana y a MacKinlay cercados en Hougoumont. "Es cuestión de horas que caiga", había dicho el oficial francés. Seguramente atacarían al amanecer, y a media mañana no quedaría nadie vivo en la granja. Respiró hondo e inició de nuevo la marcha. No había previsto lo difícil de la travesía y no había tomado ningún recaudo: sentía la boca pastosa, y la sed comenzaba a ser acuciante. Sudaba y jadeaba por el esfuerzo, y creía que no lograría alcanzar su objetivo, cuando una voz le dio el alto.

–¡Alto! ¿Quién va?

Christine levantó las manos por sobre su cabeza y trató de calmarse antes de responder. De entre la espesura del bosque, aparecieron dos hombres apuntándole con bayonetas. Christine se quedó inmóvil mientras los soldados se acercaban, sus rostros reflejaban cierta extrañeza por ver a una mujer.

–¿Quién sois y qué hacéis a estas horas por aquí? – le preguntó autoritariamente uno de ellos, en inglés, sin dejar de apuntarle.

–Vengo de Hougoumont.

–¿Hougoumont? – Se sorprendió aún más el soldado-. ¿A pie?

Christine se limitó a asentir, mientras el nudo en su garganta se cerraba.

–Vengo a solicitar ayuda para los soldados que allí combaten. Y además, tengo noticias sobre el próximo ataque del ejército francés. Hougoumont caerá mañana por la mañana. MacKinlay, el teniente a cargo, necesitará ayuda… -No pudo concluir, pues en ese momento sufrió un súbito desmayo ante la atónita mirada de los dos hombres.

Antes de desvanecerse, Christine sintió cómo se sumergía en la oscuridad más profunda. De repente, se le presentaron el rostro de MacKinlay y el de su hermana, ambos sonreían y la cuidaban. Luego aparecía la granja de Hougoumont, y todos reían y cantaban, celebrando el fin de la guerra. Y MacKinlay la besaba. La besaba…

–Josh… -murmuró.

Apenas hacía un par de horas que MacKinlay se había recostado, cuando se volvió a poner de pie. Echó un vistazo a su alrededor; todo era muerte y desolación. Sintió náuseas al ver los cuerpos de los soldados caídos; pese a haber estado en varias batallas, no terminaba de acostumbrarse a ver a la muerte cara a cara. A su lado, MacGregor seguía acurrucado contra la zanja, envuelto en una liviana manta de tartán. Decidió caminar hacia la casa con la intención de tomar algo y de comprobar que todo estuviera en orden. Abrió la puerta y esta vez no encontró a Christine dormida sobre la mesa.

–Por lo menos esta noche se ha ido a dormir a su cama -murmuró para sí-. Pobre muchacha, lo que le ha tocado vivir de repente.

Echó un vistazo a los heridos que había diseminados por el suelo, la mayoría dormía. MacKinlay se fijó en un soldado de rostro pálido y demacrado. Tomó una sábana y le cubrió la cabeza; no hacía falta que comprobara el pulso, debía de haber muerto hacía horas. Luego subió las escaleras en dirección a la habitación de Christine, quería aprovechar que estaba dormida para contemplarla.

Tocó a la puerta, pero no escuchó nada del otro lado, entonces la abrió y entró sigilosamente. Sin embargo, en la cama no había nadie; ni siquiera había sido deshecha. MacKinlay frunció el ceño extrañado. Salió de la habitación y se dirigió hacia la de Laurie, tal vez Christine se encontrara con su hermana. Entró sin llamar; Laurie dormía en su cama, pero Christine tampoco estaba allí. Alarmado ante la posibilidad de que hubiera cometido alguna estupidez, zarandeó a Laurie hasta despertarla. Al ver la expresión en el rostro de MacKinlay, comprendió de inmediato que habían sido descubiertas.

–¡Laurie, Laurie, despierta!

La muchacha se hacía la dormida para evitar enfrentarse a MacKinlay. Pero él no estaba dispuesto a darle tregua, de manera que por fin consiguió que le prestara atención. Su mirada lo expresaba todo: estaba rabioso.

–¿Dónde está Christine? – bramó.

–No sé -respondió temerosa.

–No me mientas, Laurie. Tú sabes dónde se encuentra. Dímelo.

Laurie estaba angustiada, por la situación y porque su hermana no había regresado como le había prometido.

–¡¿Dónde está?! – le gritó Josh.

–Se fue, se marchó cuando tú te fuiste -balbuceó Laurie entre sollozos.

–¿Adonde, Laurie? – intentó tranquilizarse.

–Me contó sobre la conversación que mantuvisteis, y lo de los refuerzos y todo eso, y decidió irse a ver a los ingleses.

–¡¿Qué?! ¿Ha ido a buscar refuerzos? – No podía creer lo que estaba oyendo.

–Tienes que encontrarla -le suplicó con los ojos arrasados por el llanto-. Por favor, prométeme que la encontrarás y la traerás de vuelta.

–No voy a abandonarla, Laurie. Puedes estar segura de que sería lo último que haría.

–La quieres, ¿verdad?

MacKinlay asintió muy serio.

–Entonces, compréndela: ella es como es. No la culpes -le pidió.

¿Cómo podría hacer tal cosa, si era justamente su valentía lo que lo había hecho enamorarse de ella?, pensó consternado Josh. Sin embargo, aquel carácter la había llevado a hacer una locura. Pero no había tiempo para reflexiones, debía actuar rápidamente.

–Quiero que te quedes en casa y eches una mano al ayudante del médico en todo lo necesario. Y, escúchame bien, quiero que bajo ninguna circunstancia salgas fuera, ¿de acuerdo? – le ordenó.

–¿Y tú, qué vas a hacer?

–Traerla de regreso -respondió decidido.

Abandonó la habitación, bajó las escaleras saltando los escalones de dos en dos y corrió a buscar a MacGregor, que se levantó al verlo llegar tan agitado.

–Christine se ha marchado.

–¡¿Qué?! – La sorpresa lo sentó de nuevo sobre la zanja.

–Fue a buscar al duque de Wellington.

–Pero ¿de qué me estás hablando? – No llegaba a comprender del todo lo que había sucedido.

–Cómo explicártelo… Todo ha sido culpa mía, por comentarle que necesitábamos refuerzos, y que el Duque tal vez podría enviarlos.

–¿Le dijiste dónde se encontraba el grueso del ejército? – Se levantó como un resorte.

Al ver asentir a MacKinlay, Ross MacGregor se llevó las manos a la cabeza.

–Pero ¿cómo se te ocurrió hacer algo así? – Aquello era increíble.

–No se me pasó por la cabeza que pudiera cometer tamaña estupidez -masculló MacKinlay.

–No estarás pensando en salir a buscarla, ¿verdad?

–¿Y qué otra opción tengo?

–Por todos los santos, MacKinlay, ¿estás loco? Si abandonas el puesto, te acusarán de deserción, y tu carrera militar se irá al diablo. – Le intentó hacer ver aunque, por la mirada de él, supo que sería muy difícil hacerlo desistir.

–Ya he contado con ello, Ross.

–¿Y te parece que vale la pena acabar con tu brillante porvenir por esa mujer? – Ross sabía cuánto significaba para Josh su profesión, pero comprendió que nada de lo que dijera lo haría cambiar de opinión.

–Necesito encontrarla, Ross. Tal vez sea desobediente, altanera y orgullosa, pero es un encanto de mujer, y no estoy dispuesto a renunciar a ella.

–Comprendo. Hay un caballo en la cuadra, puedes llevártelo.

–Quedas al mando del regimiento, Ross. Por cierto, Laurie está al tanto de todo, asegúrate de vez en cuando de que esté bien.

–Lo haré. Y ahora, márchate.

MacKinlay corrió hacia el establo que quedaba detrás de la casa y en el que aún había un caballo, además de varias vacas y pollos. Los habían encerrado durante los combates por miedo a que se escaparan y, con ellos, el sustento de los habitantes de Hougoumont. Ensilló lo más rápido que pudo y salió al galope en la dirección que seguramente había tomado Christine. En su pecho, ardía la llama de la desesperación. ¿Cómo se le había ocurrido hacer semejante locura? Ella sola cruzando el campo de batalla, atravesando las líneas francesas. "¡Qué mujer!", pensó mientras galopaba. "En cuanto le ponga las manos encima, juro que la ato. Esta vez sí que la ato a la cama", masculló entre dientes y espoleó al caballo para que galopara más rápido.

Capítulo 8

Christine había sido llevada entre los dos soldados británicos al cuartel general del duque de Wellington. Allí fue auscultada por uno de los médicos del Ejército.

–Ha sufrido un desmayo, fruto del agotamiento físico -diagnosticó.

–¿De dónde viene? – preguntó el general Smith a los soldados que la encontraron.

–Nos dijo que de la granja de Hougoumont, General.

–¿Hougoumont? – repitió el General pensativo-. ¿No es allí donde se encuentra el regimiento de Highlanders, al mando del teniente MacKinlay?

–Es cierto -corroboró el general O'Brien, que entraba justo en ese momento en la estancia y se abría paso entre los hombres apostados alrededor de la cama-. ¿Cómo es posible que el Teniente nos haya enviado a una mujer como mensajera?

–Tal vez no haya sido él. Lo conozco desde hace años, y sé que sólo se fiaría de sus propios Highlanders para una tarea tan delicada -apuntó el general Smith frotándose el mentón desconcertado.

–¿Insinuáis que esta mujer pudo haber venido por iniciativa propia? – inquirió el general O'Brien.

–Si ese fuera el caso, esta muchacha bien se merecería que la condecoraran. Pero ¿qué fue exactamente lo que os dijo?

–Hizo alguna alusión a la situación en la que se encontraba la granja, señor. Dijo que mañana caería ante los franceses.

–¡¿Mañana?! – exclamó el general Smith agitado por aquella revelación-. Si eso es verdad, debemos enviar refuerzos esta misma noche.

–Deberíamos consultar al Duque en persona -sugirió O'Brien muy serio-. Si Hougoumont cae, Napoleón ganará un terreno muy difícil de recuperar.

–Iré a despertarlo -decidió Smith y se abrió paso hacia la salida.

–¿Dijo algo más, soldado? – continuó O'Brien.

–Que tenía información sobre el ataque.

–¡Esto es realmente muy extraño! ¿De dónde ha salido esta mujer? – se preguntó con la mirada fija en su rostro.

El general Smith se apresuró para llegar a la casa de Mont Saint Jean y despertar al duque de Wellington. Tras contarle lo ocurrido, el propio Duque acudió a visitar a la mujer. Al entrar en la tienda, todos se apartaron para dejarle el paso libre hacia la cama en la que permanecía Christine. Sus ojos escrutaron aquel cuerpo bajo las sábanas, de rostro dulce y rasgos finos; los cabellos castaños estaban esparcidos sobre la almohada, algo enmarañados y sucios, pero no desmerecían en ningún momento su belleza.

–¿Quién es esta mujer? – interrogó a sus oficiales.

–Según parece, ha venido desde Hougoumont andando, como os comenté -le respondió el general Smith.

–¿Cómo sabemos si es cierto lo que dice? – le preguntó con recelo.

–Sólo tenemos su palabra, señor.

El duque de Wellington permaneció en silencio unos instantes, sopesando aquel comentario. En ese momento, Christine comenzó a volver en sí, ante la atenta mirada de aquellos hombres. Abrió lentamente los ojos, miró a su alrededor, todavía algo aturdida, y en seguida frunció el ceño, dado que no reconocía el rostro de ninguno.

–Un poco de agua -ordenó el doctor.

Inmediatamente uno de los soldados le alcanzó una cantimplora que el doctor acercó a los labios de Christine, mientras la ayudaba a incorporarse. La muchacha se aferró al recipiente como si fuera su tabla de salvación, y el doctor tuvo que retirárselo, ya que el exceso de líquido podía hacerle daño en su estado.

–Calma, calma. Debéis beber con moderación.

Christine se quedó expectante, mirando a todos aquellos hombres que aguardaban impacientes su relato.

–¿Quién sois? – preguntó el Duque con voz sosegada y dulce.

–Me llamo Christine -respondió ella con la misma tranquilidad.

–¿Es cierto que habéis caminado desde Hougoumont para advertirnos de su situación?

Christine asintió; sentía formársele un nudo en la garganta, pero hizo un esfuerzo por proseguir:

–La situación allí es dramática. El teniente MacKinlay ha perdido a más de la mitad de sus hombres.

–¿Conocéis al teniente MacKinlay? – le preguntó el Duque, sorprendido por aquel dato.

–Sí, mi hermana y yo vivimos en la granja. El Teniente y sus hombres la ocuparon hace unos días.

–¿Habéis estado viviendo allí durante la batalla? – No dejaba de sorprenderse por el valor de aquella mujer.

–Sí, señor -le respondió, resignada.

–Decidnos, ¿es cierto que la granja caerá mañana? – intervino el general O'Brien.

–Sí, eso dijeron.

–¿Quiénes? – El Duque mostraba interés por toda aquella información y por aquella enigmática mujer.

–Los soldados franceses -susurró.

–¿Os habéis topado con soldados de Napoleón?

–Estuve en su campamento.

–¿En su campamento? – exclamó el Duque sin poder dar crédito a lo que oía -. Pero ¿de dónde habéis salido?

–Tan sólo soy una granjera -respondió ella con modestia.

–¿Y qué hacíais en el campamento francés? – volvió a intervenir el general O'Brien.

–Me acerqué demasiado cuando venía hacia aquí, y me encontraron, pero me confundieron con una cantinera. Les serví coñac hasta que se acabó, entonces me mandaron a buscar más y aproveché para huir.

–Fascinante -murmuró el Duque, asombrado por su coraje.

–Escuché que atacarían por la mañana. Será un ataque frontal apoyado en la artillería. Un tal Grouchy se encargará de los prusianos.

–Perfecto, esto era justamente lo que necesitábamos. General O'Brien, mandad dos regimientos a reforzar Hougoumont, deben llegar antes del alba. General Smith, preparad las defensas para repeler el ataque de los franceses. Y despertad al Estado Mayor. Hay que reunirse de inmediato -dijo a los principales oficiales allí presentes. Después se volvió hacia Christine, que contemplaba aquellos movimientos con gran expectación-. Una última pregunta, señorita, ¿sabe el teniente MacKinlay que estáis aquí?

–No. Pero cuando lo sepa, no le va a gustar mucho.

–¿Por qué?

–Porque he desobedecido sus órdenes de no abandonar la granja -respondió con temor.

–No os preocupéis, no sois uno de sus soldados. Además, nadie puede reprocharos vuestra conducta esta noche. Es más, deberían condecoraros por vuestra acción -le aseguró-. Decidme, ¿le tenéis aprecio al Teniente? – le preguntó suspicaz, pues sospechaba que existía algún tipo de lazo entre ambos.

Al ver cómo las mejillas de Christine se encendían súbitamente y bajaba la mirada, sonrió complacido y se alejó de la muchacha.

–Procurad que esté cómoda -le indicó al doctor mientras salía de la tienda.

Momentos después, Christine se quedó sola y comenzó a recapacitar sobre lo sucedido aquella noche. Estaba agotada por la larga caminata y por la tensión que había experimentado. Comenzaba a darse cuenta del riesgo que había corrido, y sentía una enorme angustia por haber abandonado a su hermana y haber engañado a MacKinlay. Cuando descubriera lo que había hecho, no se lo iba a perdonar jamás.

Él la había protegido en todo momento, intentando mantenerla al margen de los peligros de la batalla, y no había dudado en defenderla de las balas con su propio cuerpo. Como paga, ella lo había hecho enfurecer siempre que había tenido ocasión, le había desobedecido y, no conforme con ello, se había fugado en mitad de la noche a campo traviesa. Le había prometido respetar sus órdenes y, en cambio, se había marchado de Hougoumont a buscar refuerzos. En pocas palabras, lo había traicionado. Sintió que las lágrimas resbalaban por sus mejillas hasta caer sobre la almohada, pero ya era demasiado tarde para arrepentirse.

–¡Teniente MacKinlay! – exclamó sorprendido el cabo de guardia al verlo llegar-. ¿Qué hacéis aquí?

–Necesito ver al general Smith. Es urgente -dijo agitado.

El cabo de guardia lo condujo hacia la casa donde se llevaba a cabo la reunión de Estado Mayor. Cuando se percataron de la presencia del cabo, todos los presentes dejaron de hablar y le reprocharon con mirada acusadora el haberlos interrumpido, justo cuando menos tiempo podían perder.

–¿Qué ocurre? – preguntó el duque de Wellington.

–El teniente MacKinlay espera afuera -informó el cabo en posición firme.

–¿El Teniente, aquí? – exclamó sorprendido-. Esta es una noche llena de sorpresas -comentó a sus oficiales-. Hacedlo pasar.

Aunque conocían la información que Christine había facilitado al propio Duque, todos lo aguardaron con impaciencia, ya que lo que tuviera para contarles debía de ser muy importante como para justificar su presencia. Cuando MacKinlay entró en la estancia, su aspecto no era precisamente el más decoroso. Su guerrera estaba sucia y algo deshilachada por los avatares de la batalla, mientras que en su kilt apenas si se distinguía el dibujo del tartán.

–Teniente MacKinlay, ¿qué hacéis aquí? – preguntó el Duque.

–He venido para informar de la situación por la que atravesamos en Hougoumont -respondió luego de cuadrarse ante sus superiores.

–Ya somos partícipes de vuestra situación, Teniente.

–¿Cómo? – Se extrañó por aquella revelación. Aunque no estaba seguro de que hubiera sido Christine la mensajera, algo en su interior le indicaba que seguía viva, y que estaba en el campamento-. No os comprendo, señor.

–La señorita Christine vino desde su granja para darnos un detallado informe de las condiciones en que se hallaba. Pero, no contenta con ello, se permitió la osadía de infiltrarse en el campamento de los franceses, y averiguar su plan de ataque.

El rostro de MacKinlay pasaba del enojo a la sorpresa con cada una de las palabras pronunciadas por el Duque, a quien causaba gran regocijo la curiosidad y perplejidad que sus explicaciones estaban provocando en el Teniente.

–¿Christine está aquí? ¿A salvo?

Sus ojos brillaban de emoción y su corazón latía acelerado por la noticia. No pudo evitar sentir un enorme alivio al enterarse de que no había caído en manos enemigas ni yacía muerta en algún barranco.

–Respecto de Hougoumont, ya se han tomado las medidas necesarias. Por ese lado, no debemos preocuparnos. En cuanto al ataque que planean dirigir hacia aquí en unas horas, también hemos definido nuestra acción -le explicó el Duque con gesto sereno. Pero luego la expresión su rostro cambió de repente, y su voz se volvió más severa-. En lo que atañe a vuestro comportamiento, queda claro que habéis abandonado intempestivamente vuestro puesto y dejado a los hombres sin conducción en vísperas de una batalla.

–Soy consciente de ello, señor. Por eso…

–Silencio. ¿Os dais cuenta de la falta que habéis cometido, teniente MacKinlay?

–Lo comprendo perfectamente, señor -respondió tajante.

–Se os acusará de deserción, Teniente, e incluso puede que se os expulse del Ejército.

MacKinlay recordó las palabras de Ross. En aquel momento se estaban haciendo realidad, pero él no pensaba en su carrera militar, sino en poder ver a Christine. Para eso había cabalgado en mitad de la noche a través de las líneas enemigas. Y en lugar de decirle si ella estaba bien, lo estaban entreteniendo con unas directrices militares que ya conocía. Posiblemente fuera arrestado y degradado, sin embargo, eso no le importaba en lo más mínimo. Ardía en deseos de abandonar aquel sitio para correr junto a la testaruda y valiente mujer que lo había obligado a arriesgar su vida y su carrera.

–De todos modos, espero que se me permita colaborar en el resto de las operaciones, señor.

–De momento, permaneceréis apartado del servicio, hasta nueva orden. Y ahora, caballeros -se dirigió a los oficiales británicos allí presentes-, si me permitís, me gustaría conversar a solas con el Teniente.

Aquella petición inesperada sorprendió a los oficiales, pero todos supusieron que el Duque querría reprenderlo en privado. En seguida los miembros del Estado Mayor británico abandonaron la espaciosa tienda de campaña. Cuando quedaron a solas, el Teniente no sabía qué más le restaba escuchar, aparte de lo que le esperaría en el futuro. Sin embargo, el Duque se expresó amablemente:

–Relájate, Josh.

–Gracias, señor.

–Deja los formalismos para cuando todos los oficiales estén presentes. Ahora somos tú y yo, dos viejos colegas. Dime, ¿se puede saber en qué estabas pensando cuando decidiste abandonar tu puesto? – le preguntó seriamente-. Y no me digas que has venido a prevenirnos de la situación en Hougoumont, porque no lo creo. – Enarcó sus cejas para advertirle que no aceptaría excusas.

–Entonces, no sé qué quieres que te diga -respondió sincero MacKinlay, encogiéndose de hombros.

–La verdad: que has venido por ella.

De modo que el Duque intuía su relación con Christine, pensó. Tal vez quería que él mismo se la confirmara.

–Sí, maldita sea -confesó al fin-. Estaba preocupado por ella. Si me hubiera obedecido, nada de esto habría sucedido.

El Duque sonrió, lo que desconcertó a MacKinlay.

–¿Recuerdas la infinidad de veces que desobedeciste a tu padre? Sin embargo, siempre has sido muy moderado a la hora de tomar decisiones, y responsable en tus actos. Por eso no logro entender qué te ha llevado a actuar así, dejándote arrastrar por la emoción del momento, algo que no es propio de ti. Incluso cuando aceptaste hacerte cargo de la defensa de Hougoumont, me sorprendió apreciar la lucidez con que planificabas tus intervenciones militares. Apuesto a que ya tenías en mente esa misión, y que habías calculado hasta el más mínimo detalle… salvo uno.

–Está bien, reconozco que tienes razón, y que estaba todo planeado, excepto…

–Enamorarte de esa mujer -concluyó el Duque con una sonrisa mientras pasaba su brazo por los hombros de MacKinlay-. Josh, uno no puede prever los asuntos del corazón. Nunca se sabe cuándo va a aparecer alguien que trastocará todos nuestros planes futuros. Háblame de ella, te hará bien.

–Sinceramente, jamás se me habría ocurrido que en la granja pudiera vivir una muchacha como ella, pero eso no explica nada. Debí haberme mantenido alejado de estos asuntos sentimentales, dada mi posición en ese lugar, y créeme que lo intenté. Te juro que luché con todas mis fuerzas para no sentir lo que ahora mismo siento por Christine -le explicó con los ojos brillantes de emoción-. Pero cuanto más intentaba apartarme y mostrarme inflexible, más me atraía su carácter, y más me iba enamorando de ella. Al principio, pensé que se trataba de un simple deseo carnal, tú la has visto, pero después me fui dando cuenta de que había algo más que atracción física. Su mezcla de rebeldía e inocencia, su rostro encendido cuando la hacía enfadar, su ingenuidad y, al mismo tiempo, su carácter indómito -recordó MacKinlay esbozando una sonrisa que delataba sus sentimientos-. Creo que la principal diferencia entre ella y yo es que yo acato una orden cuando me la dan.

–Entonces, ¿qué haces aquí y no en tu puesto, Josh? Deberías estar al mando de tus hombres, conteniendo a la infantería de Napoleón.

MacKinlay no pudo rebatir aquel comentario tan contundente.

–¿Has enviado refuerzos a Hougoumont? – le preguntó, preocupado por la situación de la granja.

–Sí, dos regimientos de caballería de los Royal Scots Greys partieron en auxilio de tus hombres al conocer la noticia. – El Duque permaneció en silencio escrutando el rostro de su amigo antes de continuar-. Esa mujer nos ha dado una lección, Josh -comentó de repente-. Ojalá hubiera más gente como ella. Desempeñó un trabajo de espía sorprendente: se hizo pasar por una cantinera al llegar al campamento francés.

–Cuando se le mete algo en la cabeza, no se detiene hasta conseguirlo. No comprendo cómo puede ser tan diferente a su hermana; Laurie es todo lo contrario a Christine.

–Será por eso que te sientes tan atraído.

–Me conoces desde hace mucho tiempo, Arthur, y sabes que desde lo de Elizabeth, yo no me había vuelto a interesar por ninguna mujer. Pero con ella es diferente.

–Estoy sorprendido por tu cambio, Josh. Hace tiempo que no te oía hablar de Elizabeth, creo recordar que te habías prohibido a ti mismo pronunciar su nombre para olvidarla. Por suerte, veo que te has levantado el castigo.

–Elizabeth forma parte del pasado.

–Me alegro por ti. ¿Y Christine, que harás con ella?

–La verdad, no lo sé. – Se sentó en una silla y, pensativo, entrelazó sus manos para sostener su mentón-. Me gustaría llevarla a Edimburgo conmigo, y a su hermana también. Quisiera sacarlas de aquí en cuanto me fuera posible, pero no sé si aceptarán venir.

–¿Y tu carrera?

–El tiempo pondrá las cosas en su sitio -dijo con resignación.

–Te mereces una oportunidad, pero hay un inconveniente, y es que infringiste las reglas, Josh. No depende de mí decidir tu futuro.

MacKinlay comprendió que el asunto ya no estaba en manos de su amigo Arthur. Desalentado, se dejó caer sobre el respaldo de la silla.

–Seguramente se te degrade, y tal vez tengas que abandonar el Ejército, Josh -le anticipó.

–Te entiendo. No puedes hacer nada para ayudarme, ¿verdad? – le preguntó abatido-. Al menos me permitirás resarcirme de ello. Déjame participar en la batalla por la defensa de Hougoumont, ¡no soy un cobarde! – Se levantó bruscamente, enfurecido.

–Ya sé que no lo eres. ¿Por quién me tomas, Josh? Sé que lo hiciste porque amabas a esa mujer, y no porque tuvieras miedo de una batalla. Pero tienes que comprender cuál es tu situación aquí -repuso el Duque.

En ese momento, Christine llegaba a la casa, acompañada del cabo de guardia, y no pudo evitar oír las últimas palabras del Duque. Una felicidad enorme inundó su pecho cuando escuchó lo que MacKinlay sentía por ella; pero pronto se tornó en tristeza al conocer el destino que lo esperaba por haber abandonado sus obligaciones militares para salir a buscarla. ¿Cómo reaccionaría cuando la viera? ¿Podría perdonarla por lo sucedido? Estaba a metros de la tienda del Duque y, con cada paso que daba, se sentía más nerviosa y angustiada.

–La señorita Christine solicita permiso para hablar con usted -anunció el cabo.

–Bien, hacedla pasar -respondió el Duque y, mirando a Josh, le aconsejó-: esta es tu oportunidad para aclarar las cosas con ella.

Christine entró con paso temeroso, en su mirada se podía percibir cierta timidez. Intentó concentrarse en la presencia del Duque pero no podía evitar mirarlo de reojo para adivinar su estado de ánimo. Él se paseaba por la estancia en silencio, con las manos a la espalda y la cabeza gacha. Daba la sensación de que no quería verla, y de que abandonaría la tienda de un momento a otro, pero en un momento levantó la cabeza y sus miradas se encontraron.

Christine pudo advertir su enfado, los rasgos del rostro, endurecidos, le conferían una expresión de fiereza. Aquella mirada fría como el hielo, sin sentimientos, la sobrecogió, pues no esperaba aquel desprecio de su parte. Apartó sus ojos de los de él, sentía que el alma se le desgarraba. Pero al mismo tiempo lo comprendía: le había desobedecido, había puesto en peligro su vida y su carrera militar, y tenía que enfrentarse a las consecuencias.

–Celebro veros, Christine. ¿Os habéis restablecido del todo? – el duque de Wellington la sacó de sus cavilaciones.

–Sí, señor, sois muy amable -respondió con un hilo de voz, mirando de soslayo hacia Josh.

–Creo que ya conocéis al teniente MacKinlay. Ha venido a buscaros en cuanto supo que habíais abandonado la granja, un detalle que espero sepáis apreciar.

–Por supuesto -murmuró Christine, apenada por la frialdad de MacKinlay.

Ni siquiera la había saludado, era como una roca de granito, que no se inmuta por nada. Christine temblaba en su interior, sabía que en cuanto estuvieran solos, él se lo haría pagar. Se sentía afortunada de que el Duque estuviera presente, así la resguardaba de las represalias de MacKinlay. Pero, en ese momento, el general Smith entró a la tienda para buscar al Duque e hizo trizas su esperanza.

–Señor, debemos irnos ya -dijo respetuosamente.

–Bien, me voy. Josh, Christine, permaneced aquí el tiempo que necesitéis, nadie os molestará.

–Señor, os recuerdo que me gustaría incorporarme a la batalla cuanto antes.

–No os preocupéis por eso, siempre hay sitio para los voluntarios. Ahora tenéis otros asuntos que resolver -le respondió el Duque, mirando solapadamente a Christine.