Capítulo 15

Una visita inesperada llegó a la casa.

–¡Horace! – exclamó Josh, sorprendido de ver a su hermano allí.

–¿Puedo pasar?

–Por supuesto. Siempre eres bienvenido en esta casa, adelante. – Lo condujo al salón y lo invitó a sentarse.

Horace le entregó su abrigo y su sombrero al mayordomo, y se sentó en el sofá de dos piezas.

–¿Quieres tomar algo?

–No, gracias.

–¿Qué puedo hacer por ti? Imagino a qué has venido -dijo Josh después de tomar asiento frente a su hermano.

–He venido a preguntarte qué ha sucedido, si es que estás dispuesto a contármelo. Nuestro padre se ha encerrado en su despacho y no quiere salir bajo ningún concepto.

Josh lo escuchó preocupado y después sacudió la cabeza.

–Nuestro padre no atiende razones, ya lo sabes.

–¿Es cierto que has desertado del Ejército? – Se inclinó hacia delante para escudriñar el rostro de su hermano más de cerca.

–Si consideramos como tal el hecho de que abandonara mi puesto de mando para proteger a un civil que se encontraba a mi cargo, esa acusación es cierta -le explicó con naturalidad.

–¿Es alguna de esas dos hermosas muchachas que te acompañan?

–Christine.

Horace sonrió sin apartar la vista de su hermano.

–Déjame decirte que yo también hubiera hecho lo mismo por una mujer tan hermosa como ella… O como su hermana, ¿cómo es su nombre?

–Laurie.

–Dime, ¿está comprometida? – le preguntó interesado.

–Ya sé hacia adonde vas, y déjame decirte que si estás pensando en cortejarla…

–No creas que soy un desalmado, Josh -le advirtió Horace-. Hace tiempo que no frecuento aquellas viejas amistades.

–No puedo creer que hayas cambiado tanto -se asombró.

–Es que sentí la necesidad de tomar las riendas de mi vida y convertirme en un adulto -confesó orgulloso-. Sabes que la relación que tengo con nuestro padre no es la mejor, y no quería seguir dependiendo de él. Siempre desmereció mi trabajo y mi persona, siempre te ha puesto como ejemplo de lealtad, honor y deber. Por eso me sorprende que, de pronto, aparezcas y eches por tierra todas esas cualidades que veía en ti.

–Nuestro padre siempre quiso que fuéramos como él, sin embargo, me temo que eso ya no me es posible.

–Pero lo fuiste durante mucho tiempo, y por eso te convertiste en su mano derecha. Yo, en cambio… -Se encogió de hombros con una sonrisa sarcástica-. Siempre he sido la oveja negra: el hijo díscolo que no quería seguir la carrera militar. Estaba harto de sus continuos reproches.

–Me deja sin palabras esto que me cuentas; nunca creí que padecieras de este modo y que me hayas sentido lejano sólo por una ridícula preferencia de nuestro padre.

–Pues así es. Imagínate lo feliz que me has hecho cuando te presentaste con Christine y Laurie en casa; por no mencionar lo de la mancha en tu carrera militar. Ahora te siento más cercano a mí, como un simple hermano -admitió-. Respecto de tu deserción, debes de saber que tendrás que enfrentarte a un consejo de guerra -le recordó.

–Sí, sé que no será una situación fácil, pero si tuviera que volver a hacerlo, lo haría -expresó con seguridad.

–¿Has hablado con Ross? Él puede colaborar en tu defensa.

–Sí. Acordamos que nos veríamos a nuestro regreso.

–Si quieres, yo también puedo ayudarte.

–Sé que eres un buen abogado, pero los asuntos militares son algo muy distinto, Horace. De todas formas, te lo agradezco.

–Pues, si cambias de opinión, sólo tienes que decírmelo, sería un honor para mí poder echarte una mano. Por cierto, ¿es verdad que vas a casarte? – le preguntó antes de llevarse el vaso de whisky a la boca.

–Tan cierto como que hay sol.

–Algunas de las muchachas de Edimburgo van a lamentarlo. No olvides que eres un soltero muy codiciado.

–Seguramente, cuando me case con Christine, te legue ese título.

–No creas que no lo he pensado, suena tentador aunque, quién sabe… tal vez encuentre esposa antes de lo que tú imaginas -comentó irónico.

–No serás capaz -le advirtió divertido su hermano.

–Estoy pensando en invitar a Laurie a la fiesta que dan los MacLean con motivo de sus veinticinco años de matrimonio. ¿Qué te parece? – le consultó.

–Que deberías preguntárselo a ella.

–Sabía que dirías eso. ¿Y tú, irás?

Josh sacudió la cabeza indeciso.

–Vamos, te hará bien salir, divertirte y pasear a tu prometida delante de todas esas mujercitas que te disputan en voz baja.

–Eres retorcido.

–No me digas que no sientes curiosidad por ver la cara que pondrá Elizabeth cuando te vea del brazo de Christine -se regocijó Horace al prever la reacción de su hermano.

–¿Elizabeth? ¿Está en Edimburgo? – exclamó estupefacto.

Horace asintió, pero Josh no pudo preguntarle nada más porque en ese momento Christine y Laurie ingresaron en el salón. Se habían aseado y cambiado de ropa, Christine estaba radiante con un vestido de raso que se ajustaba a la cintura para luego caer suelto hasta los pies. Su pelo relucía aun más con la luz que se filtraba por las ventanas, y sus ojos chispeaban de felicidad. Una tímida sonrisa se dibujó en su rostro, pero desapareció al percatarse de la presencia de Horace.

El hermano de Josh se había incorporado y no apartaba la mirada de Laurie que, al notarlo, comenzó a sonrojarse.

–Estás radiante, Chris -le susurró Josh mientras le tomaba las manos y le acariciaba los nudillos con suavidad. Luego anunció-: Por cierto, mi hermano ha venido a hablar sobre una serie de asuntos y creo que, además, desea proponer algo.

–Si me permite, señorita Laurie -comenzó muy circunspecto ante el asombro de los allí presentes, y más de la interpelada, que ya no pudo evitar que sus mejillas se encendieran del todo-, me complacería enormemente si quisiera acompañarme esta noche al baile que ofrecen los MacLean con motivo de la celebración de su aniversario de bodas.

Las dos mujeres clavaron sus miradas en Horace, que estaba algo nervioso por la situación.

Christine no lograba comprender el cambio de actitud, ya que la primera impresión que le había causado era la de un ser prepotente y algo descarado con las mujeres. Sin embargo, debía admitir que su postura actual la desconcertaba, y especialmente el respeto con que se había dirigido a su hermana.

Laurie se había quedado petrificada, las piernas no dejaban de temblarle y sus ojos centelleaban de felicidad. Lo cierto es que el hermano de Josh no estaba nada mal con su pelo castaño y sus ojos claros. Miró a su hermana como si le estuviera pidiendo permiso, al fin y al cabo, ella era la mayor y se encargaba de su cuidado. Christine leyó la emoción en los ojos de Laurie y aprobó gustosa la cita.

–Será un placer acompañarlo -respondió entonces Laurie, dichosa.

–Pasaré a recogerla a las siete -le dijo. Luego se volvió hacia Josh-. ¿Vosotros nos acompañaréis? – Hizo una pausa y agregó, a modo de advertencia-: Nuestro padre estará en la fiesta.

Los rostros de Christine y del propio Josh se ensombrecieron.

–Yo no tengo nada contra él, ya lo sabes.

Horace asintió y se encaminó hacia la puerta, donde el mayordomo lo esperaba para entregarle su abrigo y su sombrero.

Luego de su partida, Christine volvió su mirada hacia Josh para intentar vislumbrar sus sentimientos, sin embargo, él los ocultó tras una amplia sonrisa. A pesar de su complicada situación, se lo notaba contento por el hecho de que Laurie hubiera aceptado la invitación de Horace.

–De manera que la pequeña Laurie tiene una cita. – Cruzó los brazos sobre el pecho.

–Bueno, yo también tengo derecho a divertirme -protestó Laurie por aquel comentario.

–Claro que sí, cielo. Te lo mereces -le dijo Christine.

–Será mejor que suba a la habitación a elegir el vestido que me pondré -dijo ilusionada antes de marcharse.

Josh y Christine la vieron salir del salón escaleras arriba. Christine se sentía algo confundida por el comportamiento de Horace, y su preocupación no pasó desapercibida ante Josh, que le hizo un gesto para que se acercara y se sentara sobre sus rodillas.

–Ven aquí y dime qué te desvela.

Christine lo miró y sonrió mientras se sentaba sobre su regazo. Josh rodeó con un brazo su cintura y comenzó a juguetear con el lazo de su vestido, mientras posaba la otra mano sobre sus piernas.

–¿A qué vino tu hermano? Me parece un poco precipitado que haya invitado a Laurie a la fiesta; no querría que la lastimara.

–Horace ha venido a contarme cómo han ido las cosas en casa de mis padres desde que yo me marché al continente. Está disgustado porque mi padre no le perdona que no haya seguido la carrera militar y, en cambio, me coloca a mí en un sitio ejemplar que no tengo ni deseo. Por otro lado, creo que sus intenciones para con Laurie son honestas. No tienes nada que temer, Horace es un buen hombre.

–¿Tan bueno como tú? – Pasó sus brazos por el cuello de MacKinlay, se inclinó sobre él y lo besó dulcemente.

–Por lo menos él ha tenido el valor de enfrentar a mis padres siempre y pudo dedicarse a lo que más lo apasiona: las leyes, mientras que yo preferí dejarlos creer que era el hijo perfecto. Y ya lo ves, no me perdonan que sea humano, falible.

–Josh, creo que tus padres son buenas personas. Debes concederles un tiempo para que puedan entenderte. No los juzgues ni te enemistes con ellos; sé paciente.

Las delicadas palabras de Christine fueron un bálsamo para el convulsionado espíritu del teniente MacKinlay.

Esa muchacha, además de volverlo loco con su cuerpo y sus ojos, se descubría ante sí como una maravillosa y comprensiva compañera, lúcida en sus juicios y moderada en sus palabras. Josh la abrazó fuerte.

–Gracias por tus consejos, Chris. Creo que, de hoy en adelante, te convertiré en mi asesora personal.

–¡Qué honor!

Josh rió.

–Créeme, no lo haces nada mal -le dijo con una sonrisa al tiempo que la comenzaba a cubrir de besos.

Horace se presentó a la hora acordada. Josh había decidido ir, a pesar de todo, y los dos aguardaban a que las damas estuvieran listas. Christine y Laurie tardaban, estaban nerviosas pero ilusionadas por acudir a una fiesta de la sociedad escocesa.

–No te inquietes. Si algo he aprendido de las mujeres, es que les gusta hacernos esperar -le dijo Josh a su hermano, que parecía impaciente por ver a Laurie.

En ese momento, aparecieron las muchachas en la puerta del salón. Christine lucía un vestido blanco estampado con flores amarillas y rojas. Se había atado alrededor de la cintura un fajín rojo que resaltaba sobre el vestido. El escote, bastante generoso, dejaba entrever el valle entre sus senos de piel aterciopelada. Se había recogido el pelo en lo alto, y desde allí caían sus rizos en cascada. Sus ojos relucían de felicidad, sus mejillas estaban sonrosadas, y sus labios tenían el mismo tono que el coral. Un chal de gasa color rubí caía sobre sus hombros.

–Eres una belleza, Chris -le dijo mientras le besaba la mano con suavidad, sin apartar su mirada de la de ella.

–Y tú, un adulador -le respondió muy sensual.

Josh echó un vistazo a su hermano y a Laurie, que se habían entregado a un divertido juego de cuchicheos sobre el comportamiento de ellos.

–¿Nos vamos, o preferís que os dejemos solos? – preguntó Horace a su hermano con sarcasmo.

–Será mejor que nos marchemos -respondió Josh.

Un carruaje los aguardaba en la entrada para conducirlos hasta la casa que los MacLean tenían en Victoria Street. Estaba anocheciendo, y ya se habían encendido las luces de las farolas en la calle y en algunas casas. En el interior del carruaje, los cuatro ocupantes permanecían en silencio. Josh le había aconsejado a su hermano no mencionar a su padre en presencia de ellas dos pero, aun así, el ambiente era tenso.

Cuando finalmente llegaron, una gran cantidad de coches hacía cola para acceder a Victoria Street.

–Los MacLean deben de haber invitado a todo Edimburgo, a juzgar por la cantidad de gente que pretende entrar -observó Josh a través de los cristales del carruaje.

Al cabo de varios minutos de espera, lograron alcanzar la entrada principal de la casa, en donde los anfitriones estaban recibiendo a los invitados. Josh descendió primero para ayudar a Christine y a Laurie. Por último lo hizo Horace, quien de inmediato le ofreció el brazo a Laurie para ingresar. Christine hizo lo propio con Josh y caminó con paso titubeante hacia el matrimonio MacLean. Eran una pareja de aspecto muy cordial y afable que sonreía a todo aquel que llegaba.

–Celebro verte, Josh. Qué bueno que hayas regresado del continente -le dijo Augustus MacLean al estrechar su mano. Después se volvió hacia Christine y tomó su mano para besarla de manera galante-. ¿A quién tengo el honor de conocer? – preguntó sin apartar la mirada de aquel hermoso rostro.

–Christine, mi prometida -respondió Josh muy resuelto.

Al escuchar aquella declaración tan firme, Christine abrió los ojos como platos, sin poder disimular el nudo que se le había formado en la garganta.

–¡Caramba, Josh! – exclamó sorprendido Augustus-. Veo que has cambiado mucho desde que te marchaste. ¿Has oído, Flora? – le preguntó a su mujer-. Josh ha venido con su prometida.

–¡Enhorabuena, Josh, y a ti también! – les dijo con una amplia sonrisa.

Christine se quedó muda de sorpresa y, algo turbada, asintió en agradecimiento. Pero una vez dentro del salón, no bien estuvieron solos, increpó a Josh.

–¿Por qué les has dicho eso?

–Para que tengan de qué hablar durante la velada -respondió socarrón-. ¿Quién quieres que diga que eres? ¿Mi amante?

–Bueno, es que no estoy acostumbrada a ese calificativo -balbuceó.

–Pues hazte a la idea de seguir oyéndolo, hasta que seas mi esposa. Ven, tomemos una copa de champaña. Te sentará bien.

–¿Dónde está Laurie? – Intentó distinguir su silueta entre la gente.

–Con Horace, desde luego. No te preocupes por ella, está bien acompañada.

–La gente nos está mirando -notó ella de pronto.

–Déjalos -le dijo antes de sorber de su copa, lo divertía su inquietud por la situación-. No irás a decirme que te pone nerviosa una recepción, después de haber pasado una noche en un vivac francés -le recordó su experiencia en el campamento de Napoleón.

Christine se limitó a sonreír, sin encontrar las palabras adecuadas para responder. Entonces Josh continuó:

–Seguramente se preguntan quién es esta enigmática y seductora mujer que está con el mayor de los MacKinlay, quién ha logrado cazar a uno de los solteros más codiciados de Edimburgo.

–¡Calla! – lo amonestó dulcemente.

Josh sonrió al ver el efecto que sus cumplidos producían en ella. Pero su sonrisa se borró de pronto, al divisar la figura de una mujer que lo observaba fijamente. Josh entrecerró los ojos para asegurarse de que no se engañaba. Pero era real, Elizabeth caminaba decidida hacia donde estaban, con paso elegante. No había cambiado mucho desde la última vez que la había visto. Refinada. Distinguida. Había olvidado por completo su cuerpo, y en ese momento que la tenía delante, se preguntaba cómo había podido fijarse en ella, pues no era la clase de mujer que a él le atraía.

–Me pareció que eras tú, Josh -saludó con voz cálida y sensual al llegar.

Christine se hizo a un lado cuando la escuchó para poder contemplarla mejor. Era atractiva. Llevaba un elegante vestido de color azul y escote en forma de pico. En la fina y pálida piel resaltaban sus bellos ojos y sus largas pestañas.

Christine experimentó una extraña sensación al verla dirigirse en aquel tono a su amado y en un acto reflejo se aferró de nuevo del brazo de Josh, mientras sentía una repentina punzada en el pecho. "¿Quién es esta mujer, y qué quiere de Josh?", se preguntó, sin poder evitar sentir celos.

–¿Cómo estás, Elizabeth? – le preguntó con frialdad.

–Muy bien, gracias. Veo que estás muy bien acompañado -comentó en alusión a Christine, que la desafió con la mirada, no iba a permitir que ninguna mujer invadiera su territorio.

–Te presento a Christine, mi prometida -dijo él tras una ligera pausa-. Christine, ella es Elizabeth.

–Entonces debo felicitarte por tu reciente compromiso. – En su voz podía percibirse el orgullo herido.

–¿Y tu marido?

Elizabeth contrajo el rostro en una mueca de desagrado.

–No funcionó -susurró bajando la vista.

–Lo lamento.

–Si hubiera hecho caso a mi corazón y me hubiera quedado contigo, ahora seguramente estaríamos felizmente casados.

Christine se sobresaltó al escuchar aquel comentario: ¡aquella mujer había sido la prometida de Josh!

–¿Hace mucho que estáis prometidos?

–El tiempo justo.

–¿El tiempo justo para qué?

–Para darme cuenta de que es la mujer perfecta para mí.

Elizabeth los contempló sin poder disimular la envidia, se despidió cortésmente y se marchó. Inmediatamente, Christine se volvió hacia Josh, que permanecía pensativo.

–¿Me contarás quién era? – Necesitaba saber hasta qué punto esa mujer le había importado.

–Elizabeth era mi prometida. Se marchó a Inglaterra para desempeñarse como institutriz, y allí se enamoró de uno de los hijos de los señores para los que trabajaba. Cuando regresó, se había comprometido con él. Eso es todo -le contó sin darle mayor trascendencia al asunto.

–¿Significó algo para ti?

–No más que cualquiera de mis otras conquistas.

–¡¿Qué?! – le preguntó atónita-. ¿De qué conquistas me estás hablando? – se exasperó.

–Hablo de mis tiempos de joven alocado -le dijo mientras la rodeaba por el talle-. Pero ahora ya he encontrado a la mujer que me hace vibrar cuando me mira y me toca, que me hace sentir la persona más importante de su vida.

–¿Y se puede saber quién es esa dama? – le preguntó coqueta.

–Eres tú, mi hechicera. La única que ha sabido embrujarme.

Christine tuvo que respirar hondo para recuperar su compostura. Por suerte él la sostenía por la cintura y evitó que se cayera al suelo.

Cuando se repuso, achacó la flojera de piernas al champaña, al cual no estaba muy habituada. Josh estaba entretenido escuchando sus excusas, hasta que los interrumpió Horace.

–Nuestro padre ha llegado -le susurró al oído.

Josh mudó el semblante al escuchar el comentario. Miró a su hermano con gesto serio y dejó su copa sobre un mueble. Al ver aquella expresión en su rostro, Christine supo que algo de lo que le había dicho Horace lo había preocupado.

–Yo no tengo ningún problema en saludarlo -dijo, y se abrió paso hasta donde se encontraba Robert. Al verlo aparecer, su padre apretó las mandíbulas y le lanzó una mirada feroz. Luego comenzó a caminar para alejarse de él, pero Josh lo detuvo.

–Déjame -le espetó mientras sus ojos brillaban como el filo de un cuchillo.

–No hasta que me escuches.

Robert MacKinlay tomó aire y aceptó la propuesta de su hijo.

–Está bien. Pero nada de lo que digas hará que cambie de opinión.

–No lo pretendo. Sólo quiero pedirte que no juzgues a Christine por mi falta: ella no tiene la culpa de que tú no quieras verme.

–Bien. ¿Eso es todo? – le preguntó impaciente.

–No, no he terminado. – Levantó la voz; la conversación comenzaba a captar la atención de los demás invitados-. No soy un cobarde, y tú lo sabes. Hice lo que consideré más justo, y si por ello se me tacha de tal, entonces que el Ejército se vaya al infierno. Espero que recapacites sobre lo que me dijiste esta mañana, porque yo aún siento que tengo un padre.

Los ojos de Robert MacKinlay se humedecieron al oír a su hijo, pero su orgullo era más fuerte y, desviando la mirada, se marchó.

Su madre, que había presenciado la situación, se limitó a comentar:

–Ya sabes cómo es tu padre. – Y salió tras él.

Josh se quedó pensativo durante unos segundos antes de volver a reunirse con Christine, que lo esperaba con los brazos abiertos para contenerlo. La abrazó y le dio un beso en la mejilla en prueba de su agradecimiento. Pero en su interior, la herida que había causado su padre continuaba abierta y tardaría en cerrarse, si es que alguna vez lo hacía.

Al finalizar la fiesta, regresaron en silencio a la casa de Josh. Horace acompañó a Laurie y le pidió permiso para volver a visitarla.

–Nos marcharemos a Sandyknowe mañana, quiero alejarme de la ciudad por un tiempo. Serás bienvenido allí siempre que lo desees – le anunció Josh.

Horace asintió y prometió que pronto tendrían noticias suyas. Por el momento, prefería quedarse con su padre para intentar hacerlo cambiar de parecer.

Capítulo 16

La casa de Josh en Sandyknowe era una magnífica construcción de dos pisos con amplios ventanales, rodeada de vastas extensiones de parque. Se asemejaba bastante a un castillo, por las torres que flanqueaban el edificio principal y el tejado en forma de gabletes, que Christine ya había visto en Edimburgo. Estaba asombrada por la majestuosidad de aquella casa y por los soberbios jardines llenos de senderos que la adornaban.

–Esta casa pertenece a mi familia desde hace generaciones -les contó Josh al ver cómo se habían quedado con la boca abierta.

–¿Y por qué es tuya? – le preguntó Christine intrigada.

–No es mía, pero yo soy el que más la habita. Mi padre no quiere apartarse de Edimburgo, al igual que mi hermano. De manera que, cuando me encuentro algo agobiado, me retiro largas temporadas aquí.

–Es una maravilla… -murmuró Laurie casi sin aliento.

–Venid, entremos.

Si el exterior las sorprendió gratamente, el interior consiguió dejarlas sin habla. La entrada estaba repleta de una amplia colección de yelmos, espadas y escudos sobre repisas de madera tallada: aquello parecía una armería. Había un busto en mármol blanco, seguramente de alguno de los antepasados de Josh. El techo formaba una arcada deslumbrante de la que pendía una lámpara de bronce con siete brazos. Christine y Laurie no dejaban de admirarse por la riqueza y los tesoros que albergaba aquella mansión.

–Subid, os enseñaré las habitaciones -les dijo desde lo alto de la escalera ricamente labrada.

La primera, decorada en color crema, tenía una cama de madera, un armario y un pequeño tocador con una banqueta para sentarse. Del techo colgaba una sencilla lámpara con tulipas en forma de capullos de rosas. En una de las paredes, había un espejo y un cuadro con un paisaje primaveral.

En la segunda, la cama se encontraba sobre una pared lateral, y su cabecera estaba forrada en rosa, a juego con el cubrecama. Tenía un armario, una cómoda y un espejo de cuerpo entero. A diferencia de la anterior, esta tenía una lámpara de cristal con cinco velas.

–Bueno, pues ya que las habéis visto, elegid la que más os guste. Mientras tanto, voy a dar órdenes a la señora MacBriar para que prepare todo. Después daré un paseo por los jardines. Sentiros libres de recorrer la casa.

Ambas muchachas sonrieron, pero no respondieron de inmediato. Les entusiasmaba la idea de explorar aquella especie de palacio señorial y perderse en cada uno de sus rincones.

Josh salió para inspeccionar los jardines y los alrededores pero, cuando se disponía a hacerlo, se percató de la presencia de dos jinetes que galopaban hacia la casa. Entrecerró los ojos para obtener una visión más nítida y reconoció que uno de ellos era su propio hermano. Parecía que Laurie lo tenía bien atrapado para que no hubiera podido esperar ni un sólo día antes de volverla a ver. Al ver cabalgar al otro jinete, no tuvo ninguna duda de quién se trataba, era Ross MacGregor. Su presencia allí sólo podía significar una cosa: la orden para que se celebrara el juicio había sido cursada.

–No has tardado mucho en venir a visitarme, ¿o vienes por Laurie? – le preguntó en tono socarrón Josh a su hermano cuando llegó.

–No vengo por Laurie, sino por esto. – Le extendió una carta.

–Ya sé de lo que se trata, ahórratelo. Me alegro de verte, Ross.

–He venido en cuanto he recibido la notificación. Me han citado a declarar, de modo que no podré defenderte.

–No hay mucho que defender, de todos modos. Vamos, caminemos. – Los invitó a recorrer los jardines que se extendían frente a la casa.

–Yo me ocuparé de tu defensa -dijo Horace.

–Si te agradan las causas perdidas, de acuerdo, entonces -le comentó con resignación.

–No puedo creer que no vayas a presentar batalla, hermano. Algo debe hacerse para salvar tu honor.

–Mi honor no importa aquí.

–Han pedido que se te expulse del Ejército -le informó Ross.

–Josh, tú no hiciste nada malo -intervino su hermano-. No eres culpable de nada.

–¡Lo sé perfectamente! Sólo cumplí con mi obligación de proteger a los civiles de aquel lugar -protestó con energía-. Además, la defensa de la granja estaba a cargo de Ross, y no cayó en manos francesas.

–Por eso mismo, debes alegar que no fue una real deserción, ya que estabas protegiendo la vida de un civil a tu cargo -repitió Ross para infundir ánimos a su amigo.

–Pero el tribunal lo verá de otra manera.

–¿A qué te refieres? – le preguntó Horace confundido.

–Se basarán en que abandoné mi puesto para salvar a mi amante.

Horace y Ross intercambiaron miradas de preocupación. No habían contado con ese ligero matiz que podía inclinar la balanza en su contra.

–Podemos decir que, pese a ello, tu comportamiento tanto en Hougoumont como en Mont Saint Jean fueron dignos de elogio. ¿Recuerdas la carga de los coraceros? – le dijo Ross con entusiasmo.

–Claro que sí, estábamos extenuados y en inferioridad de condiciones.

–Y logramos salir victoriosos gracias a tu conducción. Además, nunca has rehuido el peligro, y siempre te has ofrecido como voluntario en todas las misiones arriesgadas.

–Visto de ese modo, tal vez haya posibilidades de esgrimir una defensa. ¿Cuándo y dónde tendrá lugar el proceso?

–Dentro de una semana, en Edimburgo.

–Nuestro padre ya lo sabe, estaba en casa cuando llegó el despacho -agregó Horace.

–¡Genial! – resopló Josh mientras barajaba las posibles consecuencias de aquello-. ¿Te dijo algo?

–Que me encargara de hacértelo llegar. Josh, ahora no debes preocuparte por nuestro padre. Sólo concéntrate en prepararte para lo que vendrá.

–Te van a atacar por todas partes, amigo. Quieren dar el ejemplo, y tú te has convertido en la persona perfecta a quien achacar todas las culpas -lo previno Ross, intranquilo por la suerte que pudiera correr su amigo.

El resto del día transcurrió en medio de una tensa calma. Pese a que Josh no quería hacer partícipes a sus invitadas del verdadero motivo de la visita que habían recibido, Christine lo intuía. Por la noche, cuando todos se retiraron, Josh abandonó la casa para refugiarse en el jardín. Se sentó en un banco que quedaba oculto entre varios árboles; era el escondrijo perfecto para recapacitar unos momentos a solas sobre sus asuntos.

La noche estaba despejada, un ligero viento mecía las hojas de los árboles y las flores de los parterres. El cielo estaba punteado por innumerables destellos luminosos, y la luna llena iluminaba el escondite elegido, como queriendo revelárselo a la dama que en esos momentos se había adentrado en el laberinto de setos.

Josh permanecía inmerso en sus pensamientos, estirado sobre el banco con los ojos cerrados. Se había despojado de la corbata y de la chaqueta, que yacían a un lado, y se dejaba acunar por el sonido lejano de un búho, embriagado por el olor dulzón que desprendían los jazmines y envuelto en una agradable niebla de ensueño. Decidió despejar su mente de sus problemas más inmediatos, y concentrarse exclusivamente en Christine, y en lo que sucedería después del juicio.

Los pasos que se acercaban, sigilosos, amortiguados por el mullido césped, eran apenas audibles. Christine lo vio allí tumbado, en una posición relajada, y se volvió para marcharse y dejarlo en paz, pero la voz de él la detuvo.

–No te vayas.

Christine se quedó congelada a medio camino: ¿cómo había sabido que estaba allí? Hubiera jurado que se encontraba dormido, y sus pasos sobre el césped eran imposibles de oír.

–¿Cómo te diste cuenta de que estaba aquí?

–Olvidas que soy un soldado, y que me he pasado noches enteras de guardia sin pegar ojo. He desarrollado el sentido auditivo más que cualquier otra persona -le respondió sin cambiar la postura-. Ven.

Christine caminó hacia el banco y se sentó junto a él. Josh se deleitó unos instantes con su figura; el pelo suelto flotaba en el aire, algunos rizos invadían sus mejillas, y sus ojos competían en brillo y fulgor con las estrellas. Pero al mismo tiempo, su rostro reflejaba preocupación y angustia por el momento que estaba atravesando Josh. Sabía a lo que habían venido su hermano y Ross. Tenía las manos sobre su regazo y esperaba a que él dijera algo pero, al ver que no se decidía, rompió aquel tenso silencio.

–¿Qué haces aquí?

Su voz sonaba dulce y suave como el trino de una alondra.

–Te contemplo.

–Aparte de eso.

–Pienso en ti y en lo bien que me haces.

–¿Seguro que no está dando vueltas en tu cabeza el juicio? – Deseaba que se sincerara.

–Te lo han contado.

–No ha hecho falta, lo he sabido desde el momento en que aparecieron aquí.

–¿Sabes que tu heroico comportamiento puede suavizar mi sentencia? – le comentó.

–¿De qué modo? – preguntó intrigada por aquel comentario.

–De no haber sido por ti, es posible que Hougoumont hubiera caído, pero dado que avisaste a tiempo, se pudieron enviar los refuerzos necesarios.

–Pero arruiné tu carrera militar, y tal vez tu vida -titubeó.

–Al contrario.

Christine lo miraba sin comprender nada de lo que Josh le contaba. Lo cierto era que actuaba de una manera bastante enigmática aquella noche.

–No te entiendo, Josh.

–Llenaste mi vida de una ilusión que había perdido. Con esa mirada que no había visto antes, con ese carácter apasionado y propio de una mujer que ha tenido que defenderse por sí sola para salir adelante en este mundo. Te envidio, pues tienes el coraje que a mí me ha faltado en alguna ocasión.

–Tú no eres un cobarde, Josh. – Posó la mano sobre su mejilla recién afeitada-. Lo he visto con mis propios ojos. ¿Sabes lo que sentí cuando supe que habías salido a buscarme?

MacKinlay negó con la cabeza.

–Que debías de amarme mucho si arriesgabas de esa manera tu carrera militar. Y que siempre estaría en deuda contigo.

La expectativa que había levantado la acusación contra Josh MacKinlay se podía percibir desde primera hora de la mañana. La audiencia se celebraría en Edimburgo y, para la ocasión, se había elegido como escenario un salón en el castillo de la ciudad.

El carruaje que llevaba a MacKinlay hasta allí se abrió paso entre la multitud de curiosos agolpados a lo largo de la Royal Mile. Dentro del coche, Josh y Christine intercambiaron las últimas palabras.

–Luces inquieta -señaló él al ver cómo se revolvía Christine en el asiento-. Parece que fueras tú quien será juzgada por deserción.

–Lamento hacerte pasar por esto, Josh -le dijo acongojada mientras posaba su mano enguantada sobre las de él-. Si no hubiera sido tan terca… -se lamentó.

–No podemos hacer nada. No te culpes, lo hubiera hecho por cualquiera de mis hombres, o por Laurie. Es mi forma de ser.

–No en vano, sigo creyendo…

–Basta. No te tortures con los recuerdos. Piensa en lo bueno que ha traído esto.

–No te comprendo -le dijo contrariada-. ¿Cómo ha podido mi acción causarte algo bueno?

–Si no te hubieras escapado, no me habría dado cuenta de lo loco que estaba por ti -le confesó tiernamente.

El carruaje se detuvo justo en la entrada del castillo. Josh se puso serio y, respirando hondo, miró a Christine para darse valor antes de abrir la puerta.

–Vamos.

Una multitud se había concentrado en las inmediaciones, la noticia del juicio del hijo mayor de los MacKinlay era el acontecimiento social del día. Mucho se había hablado y debatido sobre su actuación en la guerra del continente, pero el centro de la discusión era la mujer que había propiciado aquel acto de deserción, a la que muchos señalaban como culpable.

Josh ayudó a Christine a descender del carruaje en medio del murmullo que se había levantado con su presencia. Los ojos acusadores de cientos de personas se clavaron en ella que, sin inmutarse, caminó del brazo de Josh hacia la entrada, erguida y orgullosa del hombre al que acompañaba.

El guardia de la puerta los condujo a la sala que había sido habilitada para la celebración del juicio. Josh se mostraba sereno, aunque sentía cómo Christine le apretaba el brazo nerviosamente. Pasó la mano por sus nudillos para tranquilizarla, mientras le dedicaba una mirada llena de cariño.

En el salón, se había dispuesto una mesa alargada de madera maciza para los miembros del tribunal. Eran tres los militares encargados de escuchar la serie de incidentes que habían llevado al teniente MacKinlay a infringir el reglamento militar: el mariscal Nordington, y los generales Smith y O'Brien. Josh los conocía bien, pues habían combatido junto a él contra Napoleón. De ellos, el que más le preocupaba era Nordington, quien ya había mostrado su malestar en Mont Saint Jean al conocer su acción. Los dos generales, en cambio, podían ayudarlo a suavizar la sentencia.

Vio a Ross MacGregor sentado en uno de los bancos con su esposa, cuyo rostro reflejaba el pesar que sentía por Josh. Horace aguardaba a su hermano de pie junto a la mesa que ocuparían. Al verlo se le acercó para comprobar su estado de ánimo, mientras Laurie, que había llegado antes con él, hacía señas a Christine para que se sentara junto a ella.

–Nuestro padre se encuentra en el fondo de la sala -le advirtió Horace-. No, no mires, Josh. Es mejor así -le ordenó reteniéndolo por el brazo -. ¿Cómo estás?

–Tranquilo. ¿Quién hará de fiscal?

–Miles Lennox.

–¿Es tan duro como dicen?

–Basta con decirte que pedirá tu cabeza. Ha sido bien aleccionado por Nordington. – Hizo una breve pausa-. Ve a sentarte, vamos a empezar.

Josh asintió; estrechó la mano de Horace y caminó hacia su sitio. A su izquierda, Miles Lennox preparaba toda su batería de armas legales para defenestrarlo. Josh lo saludó con un gesto y el fiscal le devolvió el saludo, respetuoso. Era un hombre que llevaba muchos años como fiscal del Ejército en este tipo de casos, y no había perdido ni uno solo. De todas formas, éste sería fácil: Josh MacKinlay tenía poco que decir en su defensa, puesto que su deserción estaba harto probada.

–¡Silencio en la sala! – ordenó con voz potente el mariscal Nordington desde su lugar en el tribunal-. Teniente MacKinlay -comenzó a leer ante Josh, que se había puesto de pie-, se lo acusa de incumplimiento de sus funciones como Teniente del 92° Regimiento de Highlanders al abandonar su puesto militar en Hougoumont. ¿Cómo se declara?

La sala permaneció en silencio durante unos segundos.

–Culpable -respondió con solemnidad.

Un ligero murmullo se extendió entre los asistentes. Robert MacKinlay cerró los ojos ante la afirmación de su hijo y sacudió la cabeza, como si no quisiera creer lo que había escuchado, hasta que sintió una mano sobre su hombro que lo sobresaltó. Se volvió intrigado y se encontró con el Comandante en Jefe del Ejército Británico, el duque de Wellington. Abrió los ojos azorado al verlo allí.

–Josh no es un cobarde, tenedlo siempre presente. Lo que hizo lo honra, y mucho. No dudó en arriesgar su vida por la persona que ama.

Robert MacKinlay iba a contestarle, pero se contuvo sin saber por qué. Apretó los puños y miró a su mujer, que le sonreía complacida por tener el apoyo del Duque en la defensa de su hijo.

El mariscal Nordington volvió a tomar la palabra:

–Está bien, puede sentarse -le ordenó, contrariado por aquella sinceridad que no esperaba-. Tiene la palabra la defensa.

–Con la venia, Señoría, llamo al sargento Ross MacGregor.

El aludido salió de las filas de asistentes para acceder al improvisado estrado. Se sentó, cumplió con el juramento de rigor y procedió a responder a las preguntas de Horace.

–Sargento MacGregor, ¿cuánto hace que conoce al teniente MacKinlay?

–Más de tres años.

–¿Han combatido juntos durante todo ese tiempo?

–Sí, señor. Ha sido mi superior.

–Y en ese período, ¿ha observado al Teniente dar muestras de cobardía?

–No, señor.

–¿Es cierto que el teniente MacKinlay siempre se ofrece como voluntario para llevar a cabo las misiones más arriesgadas?

–Sí, señor.

–¿Y que no rehúye al peligro?

–Sí, señor. Siempre dice que las medallas se ganan en la primera línea.

–Protesto, Señoría. El testigo debe limitarse a contestar sí o no -interrumpió Lennox.

–Se acepta -intervino Nordington.

–¿Es cierto que aceptó ser él quien defendiera el enclave de Hougoumont?

–Sí, señor.

–¿Y que lo hizo con valentía y con maestría, salvaguardando la vida de las personas que habitaban allí?

–Sí, señor.

–¿Es cierto que el teniente MacKinlay salió en defensa de una de estas personas?

–Sí, señor.

–¿Le advirtió usted del riesgo que corría al abandonar el sitio?

–Sí, señor.

–¿Puede repetir ante nosotros qué es lo que le dijo en esa oportunidad?

–Que lo acusarían de traición.

–¿Y qué respuesta recibió del Teniente?

–Que tanto los militares como los civiles estaban bajo su protección. – Al decir esto los miró, a MacKinlay primero, y después a Christine.

–Luego, se desprende de esta afirmación que el teniente MacKinlay sólo cumplía con su obligación de amparar la integridad de las personas a su cargo -resumió Horace-. Ahora bien, ¿cómo se comportó el Teniente en la carga de los coraceros de Mont Saint Jean?

–¡Protesto! – intervino nuevamente el fiscal.

–¿En qué se basa? – le preguntó Nordington lanzando una mirada inquisidora por encima de sus gafas.

–Esos hechos son posteriores a la falta cometida. Sin duda, el sargento MacGregor dará buenos informes sobre la actividad del Teniente, pero no estamos juzgando aquí su valentía en otras batallas.

–Está bien. Se acepta.

–Sargento MacGregor, ¿tomaron Hougoumont los franceses?

–No, señor.

–¿Quién quedó al mando en reemplazo del Teniente cuando este se ausentó?

–Yo mismo, señor.

–¿Diría usted que el teniente MacKinlay es un cobarde?

–¡Protesto! Queda claro que el sargento MacGregor y el teniente MacKinlay son amigos desde hace años, y que el Sargento jamás emitiría una opinión contraria a los intereses del acusado. – Miles Lennox no pensaba ceder ni un centímetro su posición.

–Se acepta. Le ruego, señor MacKinlay, que no pregunte al testigo por opiniones personales acerca del acusado.

Horace asintió sin decir nada más.

–No haré más preguntas -dijo finalmente y regresó a la mesa junto a su hermano.

Había llegado el turno de Lennox, que tardó unos segundos en incorporarse para dirigirse al sargento MacGregor.

–Sargento, ¿podría indicarnos si la persona tras la que fue el teniente MacKinlay, en abandono de su puesto militar, se encuentra en esta sala?

Christine tragó saliva al escuchar aquella pregunta. Josh se inclinó sobre su hermano para susurrarle al oído:

–¿Cómo demonios lo ha sabido?

–No tengo ni idea, pero piensa que hay muchos soplones en el Ejército dispuestos a vender información.

–Sargento, estamos esperando -le dijo con algo de ironía.

–Sí, señor -titubeó.

–¿Podría señalarla?

–Es aquella señorita de la primera fila. – Señaló a Christine, que sintió náuseas por saberse el centro de atención.

–¿Podría la dama aludida ponerse de pie, por favor?

–Protesto, Señoría. ¿Podría pedirle a la acusación que sea más directa? No sé adonde quiere ir a parar -dijo Horace levantándose de su asiento mientras apoyaba las manos sobre la mesa.

–Sólo necesito un segundo, Señoría. Todo quedará muy claro en breve -insistió Lennox.

Christine se había puesto de pie, ante la curiosa mirada de todos los presentes.

–¿Es cierto que la señorita y el teniente MacKinlay mantienen una relación amorosa?

–No lo sé, señor. Tal vez deba preguntárselo a ellos.

Un ligero murmullo acompañado de risas se alzó desde el fondo de la sala por el comentario del Sargento. Aquello no le agradó al fiscal Lennox que, irritado, volvió a atacar.

–Usted dijo antes que advirtió al Teniente del riesgo que corría al abandonar su puesto, ¿correcto? – Se detuvo hasta comprobar que asentía-. Y que él no le hizo el menor caso. – Otra vez MacGregor volvió a asentir-. ¡Luego, el teniente MacKinlay no sólo conocía el reglamento, sino que se permitió la desfachatez de ignorarlo para salir en pos de su amante y dejar el puesto militar en manos de un oficial de menor rango!

–¡Protesto, Señoría! – bramó Horace por encima del barullo de voces que se había elevado en la sala, mientras Christine ocultaba su rostro entre las manos y Laurie la consolaba.

–¡Silencio; ¡Silencio, u ordenaré que desalojen la sala! Señor Lennox, modere su comportamiento. ¿Tiene alguna pregunta más que hacer?

–No, Señoría -respondió antes de regresar a su asiento.

–Yo sí, Señoría -intervino Horace mientras salía de detrás de la mesa para plantarse ante el Sargento.

–Adelante.

–Sargento, ¿le dijo el Teniente en algún momento que iba a buscar a su amante?

–No, señor. Lo único que me dijo es que la señorita era responsabilidad suya. Nada más.

–Gracias, no haré más preguntas. – Horace sonrió complacido por aquel dato a su favor.

–Puede retirarse, Sargento, muchas gracias. Señor MacKinlay, puede llamar a su siguiente testigo -dispuso Nordington.

–No presentaré más testigos. Quisiera interrogar al acusado. Llamo al teniente Josh MacKinlay.

–¿La fiscalía tiene algún otro testigo que quiera presentar? – inquirió.

–No, Su Señoría.

–Bien. Entonces, proceda.

Josh se levantó de inmediato y con aire marcial se encaminó hacia el estrado para que le tomaran juramento.

–Teniente MacKinlay, ¿es usted consciente de la acusación?

–¿El que esté sentado aquí no responde a su pregunta?

–Teniente MacKinlay, responda sí o no, por favor -le recordó Nordington.

–Sí, señor, soy consciente de ello.

–¿Era también consciente de su comportamiento la noche en que dejó Hougoumont?

–Sí, señor.

–¿Sabía la regla que infringía al hacerlo?

–Sí, señor.

–¿Y aun así prefirió salvar la vida de un civil a permanecer en su puesto?

–El emplazamiento de Hougoumont se hallaba bien pertrechado. Además, el sargento MacGregor está perfectamente facultado para…

–¡Protesto, Señoría! El Teniente está especulando.

–Se acepta. Limítese a contestar a las preguntas sin desviar la atención hacia otros asuntos.

Josh retomó las respuestas lacónicas:

–Sí, señor.

–¿Aun a riesgo de su propia vida? – le recordó este hecho para que todos lo tuvieran en cuenta.

–Sí, señor.

–¿Qué resolvió cuando descubrió que un civil bajo su responsabilidad estaba fuera del área protegida por usted?

MacKinlay sonrió unos instantes antes de responder. "Que la estrangularía", pensó mientras recordaba la escena.

–Decidí ir a buscar a dicha persona, ya que mi obligación como máxima autoridad era asegurar el bienestar de los civiles de la granja.

–¿Se perdió la batalla en Hougoumont?

–No, señor.

–¿Por qué?

"Porque la mujer que amo es demasiado testaruda y se puso a jugar a los soldados", respondió en su mente.

–Porque la persona en cuestión ya había avisado al cuartel general de los aliados en Mont Saint Jean acerca de nuestra situación en la granja, y de esa manera pudimos recibir refuerzos que nos permitieron asegurar el enclave.

–¿Cuántas veces han sido reconocidos sus méritos militares o su valor en la batalla?

–Muchas.

–¿Es cierto que siempre se ha ofrecido para llevar a cabo las misiones más audaces?

–Sí. Aunque quien mejor puede corroborarlo es el Comandante en Jefe del Ejército Británico.

–No hay más preguntas.

–Su turno, señor Lennox.

–Teniente MacKinlay, ¿mantiene usted una relación amorosa con la señorita que nos ha señalado el sargento MacGregor?

"No esperaba que fueras tan directo, Lennox, pero ya que quieres apostar fuerte, lo haremos a tu modo. Lo único que deseo es que esto acabe de una maldita vez", se dijo Josh mientras lanzaba una mirada helada al fiscal.

–Sí, la mantengo.

El murmullo volvió a recorrer la sala mientras las mujeres mayores se escandalizaban por aquella respuesta.

–¿Surgió esa relación en Hougoumont?

–Sí, así es -respondió con la misma frialdad.

–¿Abandonó usted su puesto para salir en busca de ella?

–Sí, lo hice.

–¿Por qué lo hizo, si conocía lo que le aguardaba?

Josh MacKinlay no lo pensó dos veces antes de responder. Miró a los ojos a Christine, y su expresión se dulcificó mientras respondía:

–Porque aparte de que mi deber era protegerla como civil, me di cuenta de que la amaba.

El corazón de Christine dio un brinco al escuchar aquellas palabras, y su pulso se aceleró de manera insospechada. Los ojos le brillaron de felicidad y sintió que se le empañaban por las lágrimas, pero consiguió reprimirlas cuando le sonrió. No sólo ella estaba conmocionada por aquella declaración, la sala entera se había alborotado.

–¡Orden! ¡Orden en la sala! – chillaba Nordington para restablecer la calma.

–Señoría, ha quedado demostrado que el teniente MacKinlay abandonó su puesto en contravención a la normativa militar -concluyó Lennox.

–Sí, lo hice y, en esas circunstancias, lo volvería a hacer las veces que hiciera falta -MacKinlay alzó la voz por encima del griterío.

–¡Silencio, silencio! La audiencia queda suspendida. El acusado permanecerá bajo custodia militar. El resto del proceso se celebrará en privado.

Las declaraciones de Josh armaron un escándalo. Los más conservadores y tradicionalistas se horrorizaban por su comportamiento. Robert MacKinlay tuvo que soportar las burlas que se escuchaban sin cesar en la sala. Por fortuna, el duque de Wellington salió en defensa de Josh, y los ánimos parecieron volver a su cauce. Luego condujo a los MacKinlay a una sala apartada para que pudieran reponerse de los sobresaltos.

Mientras tanto, los guardias trasladaban a Josh a otras dependencias, y Christine caía presa de una crisis de nervios al ver cómo se lo llevaban para encerrarlo lejos de ella.

–No te preocupes, no le va a suceder nada. Estará bien. Cuida de ella -le indicó Horace a Laurie antes de marcharse.

Luego se retiró a hablar con Josh, que se encontraba custodiado por dos guardias.

–¿Cómo se te ha ocurrido decirlo tan a boca de jarro? Habíamos quedado en que, si te presionaba, admitiríamos la verdad, ¡pero no de esta manera! – lo reprendió.

–¿Y qué se supone que debía hacer? No tengo nada que ocultar. Me marché detrás de Christine porque la amaba y tenía miedo de que le ocurriera algo. Esa es la verdad -le espetó hecho una furia.

–Pero podías al menos haber guardado las formas.

–¿Las formas? – le preguntó extrañado-. Vamos, Horace. Eres inteligente y al igual que yo sabes que quieren verme en el patíbulo. Pues bien, ya tienen la oportunidad que buscaban. No me importa que me expulsen del Ejército.

Josh estaba fuera de sí, harto de aquella farsa. Después de unos segundos de tenso silencio, le preguntó más calmado por Christine.

–¿Cómo está ella?

–Nerviosa, inquieta.

–¿Qué crees que sucederá ahora?

–Posiblemente el tribunal se reúna en privado y decida si continúa el juicio. Aunque supongo que, luego de tu declaración, no hará falta.

–Mejor. De ese modo, nos marcharemos antes a casa.

–¿De verdad no te importa que te expulsen del Ejército? – le preguntó Horace, sin lograr entender muy bien la conducta de su hermano.

–Ni lo más mínimo -le respondió.