Continuó quejándose hasta que Laurie se asomó tras la puerta para saber cómo estaba. Cuando la vio, la expresión del rostro de Christine se dulcificó y una sonrisa lo iluminó.
–¿Cómo te encuentras?
–Algo cansada -mintió para no inquietar a su hermana menor.
–¿Y la herida? – le preguntó Laurie preocupada.
–No es nada, sólo un rasguño.
–MacKinlay me lo ha contado todo -le informó mientras observaba la expresión de desagrado de Christine.
–Comprendo a qué te refieres. ¿Te pondrás de su parte y me regañarás? – la desafió.
–Christine, a veces me cuesta recordar que tú eres la hermana mayor. Te comportas como si fueses una niña; sinceramente creo que el Teniente quiere protegernos y que cuando nos pide que nos mantengamos alejadas del peligro es para que nada nos haga daño.
–Lo sé, Laurie, pero es como si una fuerza más poderosa que mi voluntad se apoderara de mí. Necesito defenderme yo misma, no puedo delegar mi vida en manos de otra persona, por más que desee lo mejor para mí. Pero tienes razón, a veces me expongo demasiado -confesó Christine.
–Bueno, hermana, me alegra que puedas reflexionar sobre esto. ¿Sabes? Cuando me enteré de que habías sido herida casi me muero de un susto. No sé qué haría sin ti a mi lado; eres la persona a quien le cuento mis cosas, eres mi compañía, eres… como la madre que no tengo. – Laurie se detuvo cuando sintió que un nudo se formaba en su garganta; no quería llorar.
–Juro que nunca te faltaré y que puedes contar conmigo siempre. No llores, por favor.
–Es que estoy tan asustada; por momentos no sé qué será de mí. Tú te quedarás con Josh y yo no puedo estorbaros toda la vida. – La joven no pudo contener más sus lágrimas y rompió a llorar amargamente.
–¡Por Dios! Nunca pensé que sufrías esta pena. Laurie, eres muy joven y muy hermosa, sé que no sólo tendrás miles de candidatos, sino que no sabrás a cuál de ellos elegir. Confía en mí, estaremos protegidas; yo me encargaré de ello. Y nunca sientas que eres una carga para mí, eres mi hermana, y también mi mejor amiga. – Y sin demorar un instante más y haciendo caso omiso al dolor, se incorporó y abrazó a su hermana.
–Gracias por tus palabras, me hacía falta escucharlas luego de los tiempos difíciles que hemos pasado.
–Tú lo has dicho: "pasado". Deja que los malos tragos comiencen a formar parte del recuerdo.
–Tienes razón. Tengo una última pregunta para hacerte.
–Dime.
–¿No te dolía tanto ese brazo? ¿Qué haces incorporada y moviéndolo?
–Bueno, hermana querida, es que tengo que empezar a rehabilitarlo; no creas que eres la única persona a quien pensaba abrazar hoy -le dijo, cómplice, guiñándole un ojo.
Laurie pegó una risotada que fue seguida de otra de Christine. De pronto escucharon pasos cerca del camarote, y unos suaves golpecitos sonaron en la puerta.
Las hermanas se miraron.
–Supongo que los corsarios franceses no tendrán tan buenos modales como para pedir permiso antes de invadir, ¿no? – dijo Christine.
Otra carcajada de Laurie.
–¡Adelante! – Elevaron la voz al unísono.
–Permiso -dijo Josh MacKinlay al tiempo que abría lentamente la puerta-. Por lo que se escuchaba desde el pasillo, parece que se están divirtiendo bastante y que nuestra muchacha se encuentra recuperada ya. Laurie, ¿podrías dejarnos un momento a solas? Es sólo un momento.
–Sí, desde luego -manifestó y se escabulló por un pequeño espacio que quedaba entre el Teniente y la puerta.
Christine notó en seguida que MacKinlay estaba enfadado con ella. No dejaba de mirarla mientras se aproximaba a la cama, erguido como si estuviera desfilando con su regimiento. Christine sintió aquellos ojos recorriendo su cuerpo y de repente sintió pudor.
Christine suspiró hondo y por primera vez vio dolor en el rostro de MacKinlay. Lo había visto más de una vez disgustado por su comportamiento, e incluso lo había sacado de sus casillas en varias ocasiones, pero nunca lo había visto tan apenado. Siempre había sido testigo de cómo los hombres se despreocupaban de sus esposas, empezando por su padre. Sin embargo, MacKinlay era diferente al resto.
–Esta vez has estado verdaderamente en peligro, Christine.
"Está enfadado, porque no me ha llamado Chris", se dijo mientras se mordía el labio inferior con arrepentimiento. Iba a decir algo pero él se anticipó.
–Te quedarás encerrada en este camarote hasta que desembarquemos. Laurie permanecerá contigo en todo momento. Yo, por mi parte, vendré a verte cuando pueda.
Su tono era distante, le hacía daño y le daba miedo. Se levantó de la cama y se despidió. Ni siquiera se volvió para mirarla por última vez, ni le dio un beso, ni una caricia, ni le dedicó un gesto de cariño, o una sonrisa de esas que la hacían derretirse.
Su hermana, que había permanecido en el pasillo, entró en la habitación una vez que Josh abandonó la recámara.
–Laurie… -balbuceó entre el dolor de la herida y el de su corazón.
No intentó contener las lágrimas que descendían veloces por sus mejillas mientras su hermana, impotente, la contemplaba con el corazón encogido. En cierto modo se merecía que MacKinlay se mostrara tan frío con ella, pero temía que la actitud de ambos acabara por separarlos. Si Christine no cambiaba, podría llegar el día en que él se hartara y la dejara. Laurie se inclinó sobre su hermana y la rodeó con sus brazos. Con palabras afectuosas, intentó calmarla y hacerle comprender el comportamiento de MacKinlay.
Por la noche, cuando Christine se durmió, Laurie abandonó el camarote en busca de Josh, quería hablar con él sobre su hermana. Lo encontró apoyado sobre la borda contemplando el cielo y las primeras luces de Dover.
"Por suerte, ya hemos llegado", se decía a sí mismo Josh, pasándose la mano por el rostro y el cuello. Estaba cansado, sudado y aún no había pasado por su propio camarote. Christine ocupaba la mayor parte de su tiempo, tenía que vigilarla de cerca para que no intentara meterse en algún lío. Estaba tan absorto en sus pensamientos que, cuando Laurie posó la mano sobre su hombro, se sobresaltó. Se volvió y, al verla allí, lo primero que pensó fue que a Christine le había sucedido algo: temía lo peor.
–¿Hubo algún problema? – preguntó preocupado.
–No, Christine está durmiendo -le informó ella con voz sosegada y dulce.
–Gracias a Dios. – Volvió a apoyarse sobre la borda, aliviado.
Laurie se situó junto a él en silencio, contemplando su perfil y su mirada fija en el horizonte, mientras sus cabellos revoloteaban por la brisa marina.
–Quería hablar contigo -le dijo al fin, con gesto tímido.
–¿Conmigo? – Se extrañó MacKinlay-. Dime, ¿de qué se trata? ¿Hay algo que pueda hacer por ti?
–Es acerca de Christine.
MacKinlay elevó las cejas y puso los ojos en blanco. Se pasó una mano por la frente para apartarse los cabellos y se dispuso a escuchar a Laurie.
–Tú dirás.
–Es por la forma en que te has comportado con ella esta tarde.
–Sé que he sido rudo pero, sabes, empiezo a cansarme de su comportamiento de niña consentida. ¿Siempre ha de salirse con la suya?
–No la culpes por ser como es.
–Su manera de actuar casi le cuesta la vida en varias ocasiones -le recordó MacKinlay, que comenzaba a molestarse-. ¿Cómo explicarías tú el incidente de esta mañana durante el abordaje?
–Tienes toda la razón: mi hermana es muy testaruda.
–Yo diría que demasiado testaruda -recalcó MacKinlay irritado-. Pretendo salvaguardar su integridad, y ella lo único que hace es ponerme a prueba una y otra vez. Parece que disfruta haciéndolo. – Golpeó con rabia la borda.
–Ella teme perderte. Hoy lo ha visto en tu mirada y en tu frialdad. – Sonó tan preocupada que alarmó a MacKinlay.
Al oír a Laurie, palideció por un momento, como si aquel comentario le hubiera producido una herida aun más grave que cualquiera de las que había recibido a lo largo de su trayectoria militar.
–¿Hablas en serio? – Estaba ansioso, y arrepentido tal vez, de haberse mostrado tan distante en el camarote.
–Me lo ha dicho entre sollozos, aunque me mataría si supiera que te lo estoy contando.
–¿Qué ha ocurrido? – le preguntó expectante.
–Comenzó a temblar y, bueno, no sabría decirte si le dolía la herida o…
–¿O qué? – la increpó, tenía los nervios crispados por la tensión del momento.
–Estuvo llorando durante largo rato y murmurando que… que te estaba perdiendo -dijo por fin, mirándolo a los ojos.
Fue tan sólo un segundo lo que tardó MacKinlay en dejar allí plantada a Laurie y salir corriendo hacia el camarote. De un salto bajó la escalera y caminó hacia la puerta detrás de la que descansaba Christine. La abrió con sumo cuidado para no despertarla. Al entrar en la habitación a oscuras, tropezó con algunos trastos esparcidos por el suelo.
–¡Maldición! – No pudo evitar mascullar al golpearse.
Pero ella apenas si se agitó. La tenue luz que arrojaba la ventana caía de lleno sobre su rostro. El cabello estaba revuelto y esparcido sobre la almohada, algunos mechones rozaban sus mejillas. Dormía vuelta hacia él, apoyada sobre el lado ileso, y respiraba de manera suave y delicada, entreabriendo apenas los labios al soltar el aire. Nunca se había fijado en sus pestañas, que en ese momento se le aparecían largas y rizadas ante sus ojos. MacKinlay la contemplaba arrodillado junto a la cama, lleno de ternura y de cariño. ¿Cómo iba a permitirse perderla? Cuanto más la miraba, más se henchía su corazón. Quería contemplarla hasta aprendérsela de memoria. Percibió la línea de su cuerpo, luego siguió con la vista su contorno, desde el hombro hasta su cintura, para volverse a elevar ligeramente en la zona de sus caderas y muslos, y terminar en sus pantorrillas.
–¿Cómo es posible que pienses eso, Christine, cuando lo único que quiero es amarte y cuidarte? – le decía sin apartar su mirada.
MacKinlay sacudió la cabeza abatido, no podía perder a aquella maravilla de mujer. Se inclinó sobre ella y la besó en la frente. Christine se movió en sueños, pero no se despertó.
El célebre militar retirado Robert MacKinlay se encontraba en su despacho cuando Alfred entró para entregarle un sobre.
–Señor, una carta de su hijo -le informó mientras se lo tendía.
–¿De Josh? – preguntó exaltado y rasgó el sobre con un abrecartas de plata.
El mayordomo aguardó las indicaciones de MacKinlay, que leía con avidez y sonreía de alegría al enterarse de que volvería a tenerlo en casa. Josh le informaba que la guerra en el continente había terminado con la derrota de Napoleón y que, por lo tanto, su presencia allí ya no era necesaria. Sm embargo, su sonrisa se borró cuando supo que vendría acompañado por dos mujeres. Levantó la vista y la clavó en Alfred, que aún seguía en el lugar.
–Decidles a mi esposa y a mi hijo que se reúnan conmigo en el salón.
–Bien, señor -dijo Alfred con una reverencia antes de abandonar el despacho.
Robert MacKinlay quedó pensativo en su sillón de piel. Su hijo regresaba a casa con compañía. ¿En qué demonios andaría metido esta vez? Intentó encontrar la respuesta a aquel enigma, pero por más que dio vueltas al asunto, no logró llegar a una conclusión. Echó la silla hacia atrás y se incorporó para dirigirse al salón, sin dejar de pensar en qué podría haber ocurrido.
Cuando llegó, tanto su mujer como su otro hijo lo aguardaban impacientes. Rose MacKinlay estaba sentada en un sillón de tres plazas frente a Horace, que se encontraba apoyado sobre la repisa de la chimenea. Ella era una mujer muy recatada y estricta a la hora de observar las normas de la sociedad, y no compartía en nada el comportamiento de su hijo menor. Él era todo un hombre, aunque sus padres insistieran en seguir creyendo que era un adolescente rebelde; admiraba a su hermano mayor y detestaba que lo trataran como al hijo perfecto y le recriminaran el no haber seguido la carrera militar; después de todo, y luego de largos años de estudio y esfuerzo, se había convertido en un flamante abogado.
–Bien, ¿qué es eso tan importante que tienes que comunicarnos? – le preguntó impaciente su mujer.
–Josh regresa a casa -respondió agitando el sobre en su mano.
–¡Josh! – exclamó la mujer, levantándose de su asiento para atrapar la carta.
–Bueno, pues ya estamos todos -dijo Horace mientras se encaminaba hacia la licorera para servirse una copa-. ¿Cuántas medallas le han concedido a nuestro querido Teniente?
–Deberías tenerle más respeto a tu hermano. Al menos él ha acudido a la llamada de su país. Algo de lo que otros podrían aprender -dijo cortante.
–Siempre hablas de lo mismo. Tú sólo ves el Ejército y nada más.
Los dos hombres intercambiaron miradas de reproche, mientras Rose continuaba leyendo. Al igual que a Robert, la expresión de su rostro se transformó de repente cuando llegó al párrafo en el que les informaba de su compañía. La mujer levantó la mirada hacia su marido para obtener una respuesta.
–¿Qué significa que viene con dos mujeres, Robert? – le preguntó angustiada luego de dejar la carta en su regazo.
Robert MacKinlay frunció el ceño y curvó la boca en una mueca de desconcierto. Horace se había quedado atónito al enterarse de la noticia, y la mano con que sostenía la copa se había paralizado a mitad de camino.
–¡¿Con dos mujeres?! – preguntó sin salir de su asombro, mientras sus cejas se alzaban hasta casi mezclarse con el flequillo-. ¡Vaya, vaya, mi hermanito! Seguro que una es su esposa y la otra su amante. O las dos son amantes. O tal vez sean dos…
–¡Cierra la boca, haz el favor! – le ordenó su padre con una mirada llena de furia-. Hasta que no venga y se explique, no sacaremos conclusiones precipitadas.
–¡Pero si está claro! Josh se ha sentido conmovido por esas víctimas de la guerra y se las trae con él. Me pregunto si una de ellas será para mí. – Esbozó una sonrisa-. Esto se merece un brindis, ¿no creéis?
Sin siquiera molestarse en responderle, Robert MacKinlay se retiró del salón y lo dejó a solas con su madre, que no terminaba de recuperarse de la noticia. Finalmente, ella también apartó sus pensamientos a un lado y salió deprisa para alcanzar a su marido.
–Robert, ¿qué crees que ha sucedido para que… bueno, para que Josh haya obrado de esa manera? – le preguntó nerviosa mientras se retorcía las manos.
–No tengo la menor idea, Rose. Sólo espero que no haya cometido una locura.
–Tal vez se haya casado -sugirió la mujer sin poder calmarse.
–Espero que no -le dijo con una mirada encendida de ira-. Imagina qué escándalo, seríamos el hazmerreír de toda Edimburgo -masculló entre dientes.
–¡Dios no lo quiera! – murmuró ella llevándose la mano a los labios.
–No pienso tolerar ningún acto promiscuo en este hogar. De manera que ya puede ir olvidándose de alojarlas bajo este techo -dijo muy seguro de que cumpliría con esa amenaza.
–Robert…
–¿Qué?
–Si haces eso, él se irá también.
–Entonces que no se moleste en pisar esta casa. No permitiré que dos desconocidas insulten mi nombre. Y ahora, si me disculpas, he de ir al club.
Rose lo vio perderse en el interior de su despacho. El pecho le palpitaba por la angustia que le provocaba la situación. Robert era muy estricto, y capaz de cualquier cosa con tal de que se respetaran las apariencias: incluso de echar de su casa a su propio hijo.
–¡Es un lugar espléndido! – comentó embelesada Christine, asomada por la ventanilla.
–Pues aún no habéis visto nada. Uno de estos días intentaremos adentrarnos en las Highlands para que podáis contemplar su belleza. Eso sí que merece la pena ser visto.
–¿Un paisaje aun más maravilloso? – le preguntó con asombro.
–Idílico -la corrigió con una amplia sonrisa-. Pero por ahora, disfrutad de Edimburgo -dijo con un timbre en la voz que denotaba la inmensa felicidad que sentía por encontrarse de regreso.
–¿Qué es aquel montículo? – preguntó Laurie señalando hacia un verde promontorio que se elevaba majestuoso y dominaba la vista desde Holyrood Park.
–Eso es Arthur's Seat. Se trata de un antiguo volcán con forma de león dormido.
–¡Mira, un castillo! – exclamó Christine entusiasmada.
–Es el castillo de Edimburgo, que domina la ciudad desde lo alto.
–¿Y esos jardines?
–Son los jardines de Princes Street, os llevaré a dar un paseo por ellos. – Sonreía de satisfacción por la curiosidad y el encanto que su ciudad despertaba en ambas muchachas. Veía a Christine contemplar atónita las bellezas y tesoros que Edimburgo exponía ante ella y le daba la sensación de que no quería perderse nada, de que quería absorber todo lo que pudiera en aquel breve paseo.
–Ya hemos llegado.
El carruaje se detuvo frente a una casa construida en ladrillo y piedra de color claro. Christine y Laurie intercambiaron miradas preocupadas y nerviosas. MacKinlay notó la inquietud que las atenazaba; para tranquilizarlas, les tomó las manos y les habló serena y pausadamente.
–Ya os he contado acerca de mi familia durante el viaje hasta aquí. No tenéis nada que temer, ¿de acuerdo?
Ambas asintieron, al tiempo que trataban de calmarse. Josh descendió primero, bajó los dos escalones del pescante y luego ayudó a las damas a hacer otro tanto. El ruido del coche había llamado la atención de la familia MacKinlay, y Alfred salió a recibir a las visitas seguido de Rose MacKinlay, que se acercaba con una sonrisa de alegría por el regreso de su hijo.
–¡Josh! – chilló mientras él se arrojaba en sus brazos y la besaba.
En el umbral de la puerta, con una sonrisa y una expresión de desconcierto, se apoyaba Horace, que caminó hacia Josh con galantería y le extendió su mano, sin dejar de mirar de reojo a las dos mujeres que lo acompañaban.
–Déjame felicitarte, hermano, por tus victorias; a juzgar por lo que veo, muy gratas victorias -comentó mientras sus ojos recorrían cada centímetro de las muchachas, poniéndolas visiblemente incómodas.
–Dejadme que os presente a Christine y a su hermana Laurie -les dijo Josh, apartándose un poco.
–Es un gran honor conocerla, señora MacKinlay -se aventuró a decir Christine, inclinando su cabeza respetuosamente.
–El placer es mío -balbuceó nerviosa la dama mientras correspondía al saludo.
–Mucho gusto, señora -dijo Laurie y se inclinó a su vez.
–Yo soy Horace, el hermano de Josh.
Se acercó hasta ambas mujeres, les tomó las manos y las besó sin quitarles los ojos de encima.
–¿Está en casa mi padre? – preguntó con tono grave Josh.
–No, salió temprano hacia el club de oficiales -respondió Rose-. Pero pasemos al interior, debes de tener muchas cosas que contarnos, hijo.
El tono que había empleado su madre no le había gustado nada a Josh, que sabía que su inesperada compañía despertaría habladurías en las altas esferas de la sociedad escocesa. Pero les había prometido a las muchachas que irían con él y que estarían donde él estuviera, y no iba a faltar a su palabra.
–¿Podríamos conversar a solas un momento, Josh? – El tono de su madre evidenciaba angustia y nerviosismo.
–Lo que tengas que decirme puedes hacerlo en presencia de ellas.
Rose calló ante aquella inesperada respuesta y, en silencio, todos pasaron al salón. Christine y Laurie se sentaron en unas butacas, y desde allí miraban curiosas a su alrededor: había bibliotecas de madera maciza atestadas de libros, una chimenea de mármol negro veteado sobre la que se exhibía el retrato de un soldado de caballería, y del techo pendía una lámpara de cuatro brazos con tulipas verdes.
Horace se había apoyado sobre la chimenea sin apartar la vista de las muchachas, que se sentían algo intimidadas por aquella escena. La madre se había sentado muy erguida en otro sillón, en tanto Josh permanecía de pie al lado de Christine y de Laurie, con las manos en los bolsillos y el ceño fruncido. No estaba dispuesto a que su familia menospreciara a aquellas mujeres tan valiosas.
–¿Podrías explicarnos cómo has conocido a estas dos jovencitas, y por qué han venido contigo, hijo?
–No voy a relatarte los horrores de la guerra, madre. Sólo te diré que a Christine y a Laurie no les queda nada en su patria, y soy responsable en parte de eso.
Ambas miraron a Josh, sorprendidas por su relato.
–¿Por eso las has traído aquí? – le preguntó su hermano-. ¿Se trata de una deuda?
–No es ninguna deuda -le respondió con dureza-. Son mis invitadas. Es lo menos que puedo hacer después de haber ocupado su hogar con mi regimiento, y haber provocado así que los franceses lo redujeran a cenizas.
–¿Piensas alojarlas contigo? – le preguntó su madre con gesto incierto, temerosa de la respuesta de su hijo.
–Es lo más sensato. Ya te he dicho que se lo debo.
En ese momento, la puerta de la calle se abrió, y Robert MacKinlay entró en la casa. Le entregó el sombrero y el bastón a Alfred, y pronto todos en el salón escucharon su atronadora voz.
–¿Ha llegado ya el cobarde de mi hijo?
Aquella pregunta heló la sangre de Christine y Laurie, llenó de inquietud a Rose y de expectación a Horace. Robert entró en el salón y se detuvo a escasos pasos de la puerta mirando a su hijo con aspecto fiero. En ningún momento desde que llegó desvió la mirada hacia los demás, estaba tan enojado que para él sólo se encontraban él y su hijo en la habitación. Josh presumía que ya se habría enterado por el club de oficiales de que había sido acusado de deserción.
Cruzó a grandes zancadas el salón hasta llegar frente a Josh y, cuando llegó, levantó la mano y lo abofeteó en la mejilla, ante la sorpresa de todos los presentes. Rose se sobresaltó, Horace empalideció, y Christine y Laurie dejaron escapar una exclamación de espanto, ya que ambas sabían el origen de esa reacción. Christine cerró los ojos e, inclinando la cabeza sobre el pecho, se cubrió con las manos para que ninguno de los allí presentes percibiera su dolor y su vergüenza. Ella era la única responsable, y nunca encontraría la forma de remediarlo.
–¿A qué se debe esto, Robert? – le preguntó Rose, enojada por la escena.
–Que te lo explique él -le respondió, señalando a Josh con un dedo acusador.
–Josh, ¿a qué se refiere tu padre?
–Me he tenido que enterar en el club de que mi hijo es un desertor -respondió desencajado sin dejarlo hablar-. ¡Mi propio hijo! ¿Sabes acaso la vergüenza que me has hecho pasar? – vociferó.
–La imagino, padre -respondió impertérrito-. La imagino y la comparto. Lamento mucho que te haya causado tanto trastorno.
–¿Qué puedes saber tú, desgraciado? – lo amenazó con los puños cerrados.
La madre de Josh tenía la cabeza gacha, aquello significaba una gran deshonra para la familia. Horace no salía de su asombro y permanecía expectante en su lugar.
–¡Y todo por salvarle la vida a una ramera, que encima pretendes introducir en nuestra casa! – le dijo presa de una furia irreconocible.
–No toleraré que insultes a ninguna de estas dos mujeres -reaccionó Josh bruscamente.
–¿Ah, no? ¿Y qué vas hacer? ¿Pegarme como un vulgar matón? – lo retó.
–No. No merece la pena. A pesar de todo, eres mi padre y te respeto. Nunca levantaría mi mano contra ti, algo que tú sí acabas de hacer conmigo -le respondió con rabia y pena. Luego se acercó a Christine y, rodeándola con su brazo, la atrajo hacia sí. Posó su mano debajo de su mentón y levantó su rostro para contemplar las lágrimas que resbalaban por sus mejillas. Después de secarlas, se volvió hacia su padre y con voz firme le explicó:
–Esta "ramera", como tú la has llamado, se llama Christine y es mi prometida.
Paseó su mirada por las tres personas que los contemplaban atónitos.
–Si esa es tu elección, entonces te agradecería que salieras de esta casa y no volvieras a poner un pie en ella. Desde hoy no tengo más hijos que Horace -anunció solemnemente el padre antes de retirarse.
–Si esa es tu voluntad, sea -respondió Josh con la misma solemnidad que había empleado su padre-. Vámonos -les indicó a Christine y a Laurie.
–Por favor, Robert, reconsidéralo -le imploró su mujer.
–Mi decisión está tomada -recalcó mientras salía del salón.
–Déjalo, madre, no hay nada que hacer. Ya sabes cómo es -replicó Josh.
–¿Adonde irás? – le preguntó angustiada.
–Estaré en mi casa en Ramsay Garden; de allí nadie puede echarme.
Josh MacKinlay abandonó la casa de sus padres y le indicó al cochero la dirección para que emprendiera el camino, sin poder ocultar su tristeza por la situación vivida.
–Lamento haberos hecho pasar por esto -les dijo con la voz quebrada-. No era mi intención que os insultaran.
–Tú no tienes la culpa, Josh -le dijo Christine-. Soy yo la responsable de todo; si aquel día te hubiera hecho caso…
–Shh… Eso ya está olvidado, pertenece al pasado. Ahora sólo hay que pensar en el futuro.
Tras un breve viaje, llegaron a Ramsay Garden y se apearon del coche. Josh dio instrucciones al cochero para que se marchara, no lo necesitaría más por el resto del día.
–¡Es preciosa! – murmuró Laurie al contemplar el edificio de tres plantas construido en piedra de color claro.
La puerta de caoba adornada con una pesada aldaba de bronce se abrió al tiempo que ellos llegaban, y una señora algo entrada en carnes los recibía. Su rostro reflejó una notable sorpresa al ver a su señor allí, de pie en la entrada.
–Señor MacKinlay, ¡por todos los cielos! – exclamó la buena mujer estrechándolo entre sus regordetes brazos y dándole un par de besos que habrían tumbado a cualquiera.
–¿Cómo está, señora MacBriar?
–¡Oh, veo que viene acompañado! – dijo al percatarse de la presencia de las dos mujeres, que sonreían expectantes.
–Señora MacBriar, permítame presentarle a las señoritas Christine y Laurie.
–Es un placer conocerlas, señoritas -las saludó con una sonrisa plena de bondad.
–El placer es nuestro, señora -respondió Christine por las dos.
–Será mejor que entremos. Señora MacBriar, dígale a Margaret que prepare la habitación con dos camas.
–¿Se quedarán mucho tiempo las señoritas?
–Bastante -fue la respuesta.
Josh cedió el paso a las tres mujeres e ingresaron en un recibidor de paredes enteladas. La señora MacBriar se retiró, y los recién llegados fueron hacia el salón comedor. El suelo estaba tapizado por una alfombra que lo cubría casi por completo. En una pared, había una chimenea sobre la que descansaban varias piezas de porcelana. La mesa estaba situada en el centro, y la rodeaban seis espléndidas sillas de madera torneada.
–Podéis sentaros, estáis en vuestra casa -les dijo Josh-. Iré a decir a la señora MacBriar que encargue al cocinero algo de comer.
Cuando MacKinlay abandonó el salón, ambas hermanas permanecieron en silencio mientras contemplaban admiradas todo cuanto había a su alrededor.
–¡Me siento como en un cuento de hadas! – prorrumpió feliz Laurie con ojos chispeantes de felicidad y de emoción.
–No debemos olvidarnos de dónde estamos, Laurie. Somos huéspedes.
–¿Huéspedes? – repitió sorprendido MacKinlay desde el umbral-. Mi futura esposa y mi cuñada no son huéspedes en su propia casa. Ahora lo que importa es que os instaléis en vuestra habitación.
Josh les hizo un ademán para que se acercaran al ama de llaves que aguardaba junto a la puerta del comedor y las mujeres partieron con la señora MacBriar hacia el piso superior. Al llegar a lo alto, se abría un pasillo en el que se distribuían las puertas de las distintas recámaras. La señora MacBriar las condujo hasta la última y la abrió para dejar paso a una luminosa habitación. Las camas eran altas debido al espesor del colchón y de las mantas, y cada una de ellas tenía un cojín beige claro con puntillas alrededor. El suelo estaba alfombrado, y las hermanas notaban cómo sus pies se hundían ligeramente con cada paso. Había un armario de caoba, una cómoda con un espejo redondo y, al pie, una banqueta forrada en el mismo tono que la alfombra. Sobre la cómoda, había un juego de tocador y frascos de perfume. Un cuadro con un paisaje invernal colgaba entre las dos camas y completaba la decoración.
–¡Esto es hermoso! – exclamó Christine mirando en torno suyo con el rostro iluminado de emoción.
La señora MacBriar las contemplaba y sonreía por la espontaneidad de aquellas dos muchachas.
–¿Les apetecería tomar un baño mientras se prepara y se sirve la comida?
–Sí, por supuesto.
–Entonces le diré a Margaret que se encargue de ello, mientras ustedes se instalan.
Cuando el ama de llaves las dejó solas, Laurie se sentó en la cama y dejó los pies colgando en el aire.
–¡Es muy blanda! Nunca antes había dormido en una cama como esta -le confesó a su hermana, que la contemplaba con una mirada llena de nostalgia.
–Ojalá pudieran vernos papá y mamá -anheló Christine mientras se le acercaba para rodearla con sus brazos y dejar que apoyara la cabeza en su hombro.