–¿Queda lejos esa granja de la que hablas? – le preguntó MacGregor.
–A una hora, pero, si nos damos prisa, tal vez podamos llegar antes.
–Con esta tormenta, y en el estado que se encuentran los caminos, no lo conseguiremos.
–Somos escoceses, estamos acostumbrados a recorrer las Highlands. ¡No me digas que te intimida la lluvia de Bélgica!
MacGregor lo miró con cara de pocos amigos mientras ordenaba formar a los hombres e iniciaba el camino bajo aquella cortina de agua. Durante la marcha hasta Hougoumont, nunca pareció que fuera a aplacarse aquel aguacero que empapaba sin piedad a las tropas.
–Dime una cosa, Josh, te ofreciste en forma voluntaria para defender Hougoumont, ¿no es así?
–El duque de Wellington me sugirió encargarme de hacerlo.
–Entiendo -rezongó sin creerle-. ¿Qué sabes del sitio?
–No mucho, ya te lo he dicho. Supongo que habrá campesinos y animales; al fin y al cabo, es una granja.
–Imagino que a sus dueños no les hará gracia que nos instalemos en ella.
–Depende de a quién apoyen.
–Como se trate de simpatizantes de Napoleón, nos vamos a ver en problemas.
–Eso es lo que menos me preocupa en este momento. Lo más importante es llegar y tomar posesión del lugar, emplazar puestos de vigilancia e inspeccionar las defensas con las que cuenta. Seguramente tendremos mucho que hacer para estar bien pertrechados.
–Pues espero que sus dueños colaboren -resopló Ross.
–Lo harán, no te preocupes. No dudo de que serán gente pacífica.
Al cabo de una hora, en medio del claro de un bosque, avistaron el edificio que debía de ser la granja de Hougoumont. A medida que se iban acercando, la construcción se hacía cada vez más visible hasta quedar expuesta por completo ante ellos. Ni MacKinlay ni MacGregor pudieron evitar dejar escapar una exclamación de asombro.
–¿Esto es Hougoumont? – le preguntó el Sargento ante la casa de dos pisos hecha en ladrillo y piedra blanqueada. Tenía un porche con tres arcos en un lateral y uno en el frente, e igual número de ventanas en ambos pisos, con sus respectivas contraventanas de madera, que en ese momento estaban abiertas. El tejado estaba construido con tejas de color rojizo que, al mojarse, brillaban y se habían tornado más oscuras. Entre las tejas, se lograba divisar una chimenea por la que salía humo. El musgo y la enredadera se habían adueñado de la parte baja de la estancia, mientras que un césped verde vivo la rodeaba como una alfombra.
Cuando llegaron, el viento había amainado, ya no llovía, y el cielo comenzaba a despejarse lentamente.
–No veo a nadie. Será mejor que me acerque. – MacKinlay se quitó el gorro y se lo entregó a MacGregor-. Que los hombres estén alertas. No me fío.
MacGregor transmitió la orden a los hombres del regimiento, que cargaron sus bayonetas y se dispersaron por los alrededores para reconocer la zona, mientras MacKinlay cruzaba el jardín en dirección a la puerta. Intentó abrirla, pero estaba cerrada. Continuó su recorrido y al girar la esquina tropezó con una jovencita de poco más de veinte años, que gritó al verlo allí armado.
–¡Por favor, no se asuste! – Dejó su bayoneta apoyada contra la casa e intentó calmarla, pero, cuanto más trataba de tranquilizarla, más nerviosa se ponía.
Los gritos atrajeron la atención de otra mujer, pocos años mayor. Luego de contemplarlos confundida, se encaminó hacia MacKinlay con una horca de afiladas puntas en sus manos. Se detuvo a escasos centímetros de él y le apuntó con fiereza; al principio, Josh sólo atinó a levantar las manos en alto, luego intentó explicarle a aquella mujer qué hacían allí.
–Señora, no queremos hacer daño a nadie. Hemos venido a ocupar este lugar para defendernos de los franceses.
–¡¿Cómo que van a ocupar este lugar?! ¿Con qué derecho? – Esgrimía su herramienta con aire amenazador.
–Estamos en guerra y… -trató de justificarse MacKinlay con sus manos todavía en alto.
–Ya sé que estamos en guerra -lo interrumpió molesta-. Ese maldito Napoleón y sus ansias de poder. ¿Cree que las noticias no llegan a este lugar apartado?
–No, no se trata de eso. Mire, no busco ningún tipo de enfrentamiento con ustedes dos. Dígame, ¿dónde está su padre? Será mejor que hable con él, tal vez…
–Nuestro padre murió en esta guerra -le espetó hecha una furia.
–Oh, lo lamento. ¿Y su madre? – titubeó.
–Murió también, poco después que mi padre -respondió en un tono más suave.
–Dios, lo lamento de veras. – MacKinlay se sentía algo incómodo por la situación-. Dígame, ¿sólo están ustedes dos aquí? – dijo con cautela; temía que al preguntar por su marido también le dijera que había fallecido.
–Sí. Mi hermana y yo.
–¿Y han sobrevivido todo este tiempo sin que les haya sucedido nada? – insistió, asombrado.
–Así es, y así seguirá siendo. – Alzó el mentón desafiante.
–Mire, sólo pretendemos establecernos por poco tiempo aquí. Además, de este modo, estarán más protegidas.
–No necesitamos que nadie nos proteja -dijo muy segura, pasando un brazo por los hombros de su hermana, mientras con el otro seguía sosteniendo la horca-. Será mejor que se retiren por donde han venido.
–No podemos. Hemos recibido órdenes, y es nuestra obligación establecernos aquí y obedecer a nuestros superiores -le comunicó para hacerle ver que no tenían otra salida.
–Pues si ustedes acatan órdenes, yo no -respondió ella con seguridad y dio un paso hacia delante, hasta quedar cara a cara-. Y menos de un hombre que viste con falda. – Bajó su mirada hacia el kilt de MacKinlay, mientras su hermana esbozaba una sonrisa.
MacKinlay obvió aquel comentario sobre su uniforme, estaba algo atontado contemplando el rostro de aquella aguerrida mujer. Ella llevaba los cabellos recogidos en un pañuelo de vivos colores, salvo algunos mechones castaños que escapaban de su cautiverio y caían arremolinados sobre su frente, pero sin ocultar sus cejas perfectamente perfiladas. El ceño fruncido forzaba a sus ojos, de largas pestañas, a permanecer entrecerrados. Aquella expresión le advertía que, si cometía cualquier tontería, sería capaz de ensartarlo con la horca.
Su nariz era pequeña, recta y muy fina. Sus mejillas redondas estaban encendidas por la agitación de la escena, y sus labios carnosos y sonrosados se mantenían firmes sobre el mentón redondo, altivo y desafiante. La piel estaba algo sucia por el trabajo, pero se percibía suave y tersa.
–Creo que ya he sido demasiado considerado -pudo reaccionar al fin MacKinlay.
Extendió los brazos para quitarle la horca, pero se dio cuenta de que ella era fuerte; le oponía resistencia y no estaba dispuesta a dejarse amedrentar. A pocos pasos de ellos, MacGregor contemplaba la escena, que le resultaba por demás graciosa. En el forcejeo, la mujer se había caído al suelo sobre el barro y su pañuelo se había deslizado, descubriendo una melena rizada que se había desparramado sobre su rostro y lo ocultaba. Su hermana se había quedado de pie sin saber cómo actuar.
–Deme la mano -le dijo MacKinlay para ayudarla a levantarse del suelo. Ella lo apartó de un manotazo, y él se encogió de hombros-. Como quiera.
La muchacha intentó ponerse de pie, pero se resbaló en el lodo y perdió una vez más el equilibrio. Apretó los dientes y su mirada reflejó una furia descomunal. Entonces, finalmente, extendió el brazo en dirección a él para que la ayudara. MacKinlay la miró perplejo.
–Vaya, parece que ha cambiado de opinión -le dijo con una media sonrisa llena de ironía.
Entonces la tomó fuertemente para que no se volviera a caer pero, al levantarse, la muchacha perdió pie y se precipitó contra su pecho. Josh sintió su delicado cuerpo rebotar contra él, al igual que la firmeza con que trató de amortiguar la caída. Afortunadamente, el escocés, rápido de reflejos, le había pasado el brazo por la cintura y así logró sostenerla.
Al quedar tan cerca, ella pudo examinar mejor aquel rostro curtido por las horas a la intemperie. Sus facciones eran duras, rectas, y en las mejillas asomaba una barba de varios días que le confería un aspecto zafio. Sus cabellos negros estaban revueltos, y los ojos eran una mezcla de azul y gris. Había algo en su mirada que transmitía confianza y seguridad. Como pudo, se arrancó de ese encantamiento del que había caído presa y se separó de él. Se alisó la falda y se arregló la blusa blanca, cuyas mangas estaban salpicadas de barro por la caída. Luego se echó hacia atrás el pelo para volverlo a recoger en su pañuelo y se quedó mirando a Josh MacKinlay, que no había apartado los ojos de ella.
Era menuda, sí, lo había percibido pero, sin embargo, tenía curvas: exuberantes pechos se escapaban por sobre su corsé, su falda dejaba adivinar caderas bien formadas, y habría apostado que sus muslos eran tersos y firmes. Una mujer interesante.
–¿Se puede saber qué está mirando? – le preguntó con los brazos en jarras y chispas en los ojos.
–Considerando que es usted una mujer tan atractiva, no imagino cómo no tiene marido.
El comentario de MacKinlay le cayó como un cubo de agua fría. Abrió los ojos como platos; un calor abrasador ascendió hasta su rostro y tiñó sus mejillas. Su hermana, en cambio, sonreía descaradamente, al ver el efecto que aquel cumplido le había producido.
–¿Cómo se atreve a ser tan…? – No pudo encontrar la palabra adecuada, simplemente porque no sabía cómo calificar su atrevimiento. Estaba desconcertada, y pese a que intentaba mostrarse enojada, su estupor se lo impedía.
–¿Galante? – sugirió MacKinlay. Dio gracias al comandante Wellington por haberle encomendado proteger la granja. Una vez en ella, y habiendo conocido a sus inquilinas, estaba más que dispuesto a asegurar aquel enclave.
–Descarado, diría yo -le espetó.
–Cualquier mujer se sentiría halagada si un hombre alabara su cuerpo, y el suyo es de los que merecen la pena ser elogiados, se lo aseguro -la lisonjeó.
Aquel hombre estaba poniendo a prueba su paciencia, no soportaba más sus comentarios mordaces. Pero, por otra parte, sentía una especie de satisfacción por haber despertado el deseo en él. Giró el rostro y vio cómo su hermana lo contemplaba estupefacta. Le dio la sensación de que se había rendido a sus encantos, y tuvo que propinarle un pequeño codazo para que volviera a la realidad.
–¿Qué tal si empezamos de nuevo? – sugirió entonces él mientras se deshacía de su mochila y le tendía la mano para que se la estrechara-. Mi nombre es Josh MacKinlay, teniente del 92° Regimiento de Highlanders. ¿Y ustedes dos?
–¿Por qué tenemos que decirle nuestros nombres? – le preguntó con mirada recelosa.
–Porque, ya que pasaremos una temporadilla juntos en este lugar, creo que sería sensato que nos conociéramos -le respondió con autoridad.
Aquellos soldados definitivamente se asentarían en la granja hasta que la zona dejara de ser asediada por los franceses. Después de haber estado tanto tiempo solas, le asustaba tener a aquella cantidad de hombres cerca. Y en especial a él, un apuesto soldado de cabellos despeinados, intensos ojos azules y una sonrisa… ¡Ah!, su sonrisa era perfecta, pensó mientras se decidía a presentarse. Pero su hermana se adelantó:
–Yo soy Laurie. – Extendió la mano, que MacKinlay tomó para depositar un suave beso-. Y esta es mi hermana, Christine.
La muchacha giró hacia su hermana al escucharla pronunciar su nombre y le lanzó una mirada de reproche cuando vio el desparpajo y la confianza con la que se estaba comportando. Volvió el rostro y, al toparse con la mano extendida de MacKinlay, se limitó a darle un simple apretón para que no hiciera lo mismo que con Laurie. Sin embargo, MacKinlay le retuvo la mano y se inclinó con parsimonia sin apartar su mirada de la de ella. Christine sintió los labios de él posarse delicadamente sobre el dorso de su mano. Estaba tan atontada por la gentileza de aquel hombre que ni siquiera notó la aspereza de su barba. Apartó la mano de inmediato, pero, a pesar de la brevedad de aquel contacto, sintió cómo los dedos rozaban su palma y enviaban una corriente por su brazo. Lo miró de soslayo y percibió de nuevo su sonrisa, sintió entonces una punzada en el pecho pero, orgullosa, la atribuyó al sobresalto que le produciría la presencia de cualquier extraño.
–Por cierto, hablan muy bien el inglés. – Intentó congraciarse MacKinlay.
–¿Piensa que porque vivimos en mitad de la nada no somos instruidas? – le preguntó ofendida.
–Nada más lejos de mí, Christine.
El hecho de que hubiera pronunciado su nombre de aquella manera la había hecho sentir extraña. Nunca antes lo había escuchado en labios de un hombre excepto de su padre, claro y podía jurar que era una sensación radicalmente diferente.
–Nacimos y vivimos gran parte de nuestra niñez en Inglaterra, teniente MacKinlay.
–¿Y después se trasladaron a Bélgica? – Finalmente parecía posible entablar una conversación.
–Mi padre era soldado y fue destinado aquí. Por ello también hablamos el francés y el flamenco.
MacKinlay silbó asombrado, algo que a Christine no le gustó. Frunció el ceño y abrió la boca dispuesta a protestar, pero en ese momento el sonido de los cañones ahogó sus palabras.
En un acto reflejo, MacKinlay se arrojó sobre las muchachas para cubrirlas con su cuerpo. Observó cómo MacGregor ordenaba a los hombres situarse a cubierto, y luego se quedó esperando un segundo disparo, pero ninguno sonó. Christine estaba agazapada junto a MacKinlay, y podía sentir la fuerza de aquel soldado que la protegía. Él sentía la respiración agitada de la muchacha, su cuerpo pequeño estaba a resguardo debajo de él. Cuando estuvo seguro de que todo había pasado, giró ligeramente para ver si había soldados franceses en las inmediaciones.
–No se muevan -susurró.
Se incorporó lentamente y lanzó una mirada hacia MacGregor, que esperaba una orden suya. Le hizo gestos con la mano para que retrocediera hacia la granja muy despacio. Después volvió a mirar a las dos mujeres. Christine había levantado la cabeza del suelo para ver qué estaba sucediendo, sin embargo, MacKinlay la empujó suavemente para que volviera a la posición en la que estaba.
–Agáchate -le ordenó con una mirada de advertencia, pero también de preocupación, no quería que nada les sucediera.
Christine estaba crispada por aquella reacción. Apretaba las mandíbulas y los puños para aguantarse. Ningún hombre le había dicho nunca lo que tenía que hacer, y éste ya lo había hecho más de una vez. De pronto, su vista se detuvo en las piernas de MacKinlay, como estaba con una rodilla flexionada y la otra sobre la tierra, dejaba entrever la cara interna de su muslo. ¿Sería verdad lo que se comentaba acerca de que los soldados escoceses no llevaban nada debajo de la falda? Se rió para sí al imaginarlo. MacKinlay desvió la atención hacia ella un segundo y la descubrió fisgoneando debajo de su kilt. Le divirtió aquella pícara osadía y, sin que ella notara que él había advertido su curiosidad, se incorporó y caminó hacia MacGregor para trazar el plan a seguir.
–Según parece, ya les han informado de nuestra presencia aquí, y quieren obsequiarnos una grata bienvenida -le mintió al Sargento-. Dispón a los hombres en todo el perímetro de la granja y fíjate qué podemos emplear como defensa.
–Tendremos que construir algún muro y cavar zanjas -recomendó MacGregor con gesto serio.
–Sí, pero hay un problema -dijo MacKinlay sin dejar de controlar a las dos mujeres, y en especial a Christine.
–¿Cuál? – frunció el ceño el Sargento.
–Los franceses están apostados a sólo doscientos metros, y con artillería.
–¿Y qué esperabas, Josh? – le preguntó MacGregor irónicamente a su compañero. Después señaló a las dos mujeres que permanecían agachadas.
–¿Qué vas a hacer con ellas?
–¿Qué quieres que haga? Intentar que no las maten -respondió sin encontrar otra alternativa-. Distribuye a los hombres.
MacKinlay se volvió y se cruzó con la mirada de Christine, que lo escrutaba de arriba abajo. Al percatarse de que había sido descubierta, la muchacha desvió rápidamente la vista hacia su hermana.
–Muchachas, entrad en la casa -les ordenó con gesto serio y preocupado.
–¿Por qué? – le preguntó Christine en tono seco y clavó sus pupilas en el rostro de él.
–Estaréis más seguras que aquí fuera. Vamos, primero tú, Laurie.
La joven se incorporó y dejó que MacKinlay la acompañara hasta la puerta de la granja. Luego, Josh se dirigió hacia Christine, justo en el momento en que un proyectil de la artillería impactaba a escasos metros de ellos. MacKinlay se volvió para comprobar que Laurie estuviera a salvo. Después regresó hacia Christine, que lo miraba asustada, y se tumbó junto a ella unos instantes, hasta cerciorarse de que no corrían peligro. Cuando Christine lo sintió, levantó el rostro para mirarlo a la cara. En sus ojos había preocupación, pero también amabilidad y ternura.
–¿Estás bien? – le preguntó Josh.
–¿Por qué no habría de estarlo? Aparte de que se me está clavando una piedra en el muslo derecho, y de que se me ha ensuciado la ropa, estoy de maravillas. – Le lanzó una mirada sarcástica.
Debía admitir que lo primero que le había llamado la atención de ella había sido su cuerpo lleno de curvas, pero en ese momento en que sus rostros volvían a estar tan cerca, se daba cuenta de que aquella mujer era completamente hermosa. En ese momento, se escuchó otra detonación, y MacKinlay volvió a protegerla.
–Cuidado con las manos -lo amonestó ella al sentir cómo le rozaba el cuerpo al cubrirla.
–Déjame decirte que no es momento para andarse con remilgos. Lo único que me interesa de ti ahora es que entres en la casa sana y salva -le dijo secamente.
Christine captó el mensaje y, tras hacer una mueca de desagrado, permaneció en silencio. Debía mostrarse segura de sí misma para que él comprendiera que no iba a darle ningún tipo de facilidad si lo que pretendía era aprovecharse de ella. Lo miró de reojo para comprobar la expresión de su rostro, que se mostraba tenso por la situación. Tenía las mandíbulas apretadas, el ceño fruncido y la mirada fija en un punto delante de ellos; seguramente intentaba adivinar cuan próximos a la granja estaban los franceses.
Pasados unos minutos, el sonido de los cañones se detuvo. Ambos se miraron sin decirse una sola palabra, recompusieron sus ropas y se dispusieron a salir corriendo hacia la granja.
–¿Qué ocurre?
–Eso mismo me pregunto yo. ¿Qué tal con tu nueva conquista?
–¿De qué diablos me hablas? Sólo cumplía con mi deber de protegerla -repuso con dureza-. ¿Has tenido oportunidad de echar un vistazo a la granja y sus alrededores?
MacGregor lo miró y respiró hondo mientras asentía.
–De manera que quieres cambiar el tema de la conversación, ¿eh? Muy bien, allá tú. La granja no dispone de grandes medios para defendernos. Hay cajas de madera, barriles, algunos troncos apilados junto a un granero, trastos que podemos emplear para hacer una barricada, pero nada más.
–Está bien, pero antes deberíamos cavar zanjas para poder parapetarnos como es debido.
–Si los franceses continúan con su fuego de artillería, no tendremos sitio detrás del que escondernos. Nos harán saltar por los aires. Creo que lo mejor será esperar a que cese el fuego.
–Tienes razón. – Asintió pensativo-. Pero si lográramos reducirlos…
–Si estás pensando en cruzar las líneas enemigas para apoderarte de sus cañones, olvídalo.
–De acuerdo. ¿Qué hay de los víveres?
–He visto gallinas, algunos pollos, cuatro o cinco cerdos, un caballo, un toro, un par de vacas, una ternera. Y un pozo del que podemos extraer el agua para beber.
–Habrá que irlos consumiendo a medida que avancen los días. ¿Y el alojamiento?
–La casa cuenta con dos pisos y una especie de establo o granero.
–Bien, vamos fuera. Te diré lo que quiero que hagan los hombres.
MacGregor asintió y salió de la granja detrás de MacKinlay. No había vuelto a escucharse el sonido de los cañones. Los hombres estaban diseminados por el perímetro de la granja con sus fusiles en mano, preparados para todo. Al ver aparecer al Teniente, todos lo saludaron, como correspondía a un oficial de grado mayor. MacKinlay les iba explicando el área de terreno en donde debían cavar las zanjas.
–Quiero que trabajen en dos turnos, de ser posible. Y que se vayan relevando cada hora. Hay que tener en cuenta que estamos al descubierto, de manera que debemos apurarnos.
Un grupo de veinte hombres, a los que se unió el propio MacKinlay, comenzó el trabajo, empleando las culatas de sus fusiles a modo de pala. La tierra que iban sacando se echaba por delante de la zanja, para ir subiendo la altura del muro que los separaría de los franceses. MacKinlay sudaba por el esfuerzo, pero el ejercicio le resultó bastante apropiado para olvidarse un poco de aquella hermosa mujer. La excitación había desaparecido, y se entregaba exclusivamente a sus tareas como soldado.
Christine, mientras tanto, permanecía en silencio, ordenando su ropa sobre la cómoda de la habitación. En un momento, se dirigió a la ventana, se asomó y vio a los soldados cavando en la tierra. ¡Su tierra! ¡Su granja! ¡Estaban cavando en su huerto! Abrió la puerta de golpe y bajó las escaleras enfurecida: era hora de tener una conversación con el responsable de aquella instrucción.
MacKinlay no la vio llegar hasta que prácticamente se abalanzó sobre él.
–¿Qué estáis haciendo con nuestro huerto? – le preguntó en voz bien alta, para que todos los allí presentes la escucharan.
MacKinlay no daba crédito a sus oídos. Se volvió lentamente hasta tener enfrente aquel rostro encendido por la ira. Apoyado sobre su bayoneta, se quedó mirándola, atónito y a la vez encantado de verla de nuevo. Se había despojado de su guerrera y estaba en mangas de camisa, remangadas hasta el codo. Un par de botones desabrochados le permitieron a ella fijarse de soslayo en los rizos negros que asomaban por la abertura.
–¿Se puede saber qué demonios estás haciendo aquí? ¡Se supone que la primera línea de batalla no es el lugar más apropiado para una… para dos mujeres! – se corrigió cuando se percató de la presencia de Laurie detrás de ella.
–He venido porque estáis destruyendo nuestro huerto. – Hizo un gesto en alusión a la porción de tierra en la que los soldados continuaban cavando.
MacKinlay la miró sorprendido.
–Necesitamos cavar zanjas para protegernos. – Avanzó hacia ella con intención de intimidarla, pero el resultado no fue el que esperaba, ya que Christine se irguió desafiante ante él-. Esta granja ha pasado a mis manos, te guste o no.
–¡Oye…!
–Óyeme tú -le soltó con rudeza, de la misma manera que si estuviera hablándoles a sus hombres-. De ahora en adelante, yo mando aquí, y tú harás lo que yo te diga, o juro que te encierro en la casa con guardias apostados en la puerta.
Christine seguía mirándolo con los ojos entrecerrados por la furia contenida, pero, cuando escuchó que estaba dispuesto a recluirla, los abrió sorprendida. Laurie contemplaba la escena unos pasos más atrás.
–¿Serías capaz de encerrarme en mi propia casa? – exclamó fuera de sí.
–El Teniente tiene razón, Christine -señaló Laurie, con lo que logró encender aun más la ira de su hermana.
–De manera que te pones de su parte, ¿eh? Eres una traidora, Laurie -le lanzó con despecho mientras hacía ademán de marcharse. Su hermana, sin inmutarse, la contuvo con la mirada.
–Deberías hacer caso a tu hermana. Parece más juiciosa que tú.
–Vaya, veo que ahora ambos os habéis puesto en contra mía -dijo de brazos cruzados. De repente, se dio cuenta de que le había molestado que él saliera en apoyo de su hermana, lo cual la desconcertó unos instantes. Pero cuando logró recomponerse y se disponía a retomar la discusión, MacKinlay la cortó en seco:
–Desde este momento, tu hermana y tú sois mi responsabilidad y, por lo tanto, he de manteneros con vida hasta que toda esta locura de Napoleón acabe.
–No hace falta que nos protejas. Ya hemos sobrevivido a otras batallas antes.
–Pero ninguna como esta. Es posible que el final esté cerca y que los franceses arriesguen todo para ganarla. De manera que volved a la casa y no salgáis de ella -les ordenó.
–¡Escúchame, MacKinlay, no soy uno de tus soldados a los que les das órdenes y obedecen!
–De acuerdo, si optas por esa actitud, no me dejas otra elección.
–Qué… ¿qué haces? – balbuceó cuando MacKinlay la tomó por las piernas y la cargó sobre los hombros.
–Lo que debí haber hecho desde un primer momento, dado que no entiendes razones -le explicó mientras caminaba con ella hacia la casa, seguido de Laurie, que festejaba en silencio su ocurrencia.
Sin embargo, Christine no estaba dispuesta a rendirse tan pronto, y comenzó a golpearlo con sus puños en la espalda para que la soltara.
–Si no te estás quieta, te zurraré en el trasero. Y créeme que lo haré encantado -la amenazó, pero ella continuó retorciéndose y recién pareció calmarse cuando entraron en la casa.
MacKinlay cerró la puerta con el pie y la dejó junto a la mesa; Christine lo fusilaba con los ojos. Tenía el pelo alborotado y varios rizos le caían rebeldes sobre el rostro. MacKinlay extendió su mano para hacerlos a un lado y poder contemplarla mejor, pero ella se la apartó de un manotazo. Estaba acalorada por la situación, y sus mejillas se habían teñido de un rojo intenso, lo que le daba un aspecto exultante. MacKinlay se plantó entonces delante de la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho en actitud desafiante.
–¿Podemos discutir la situación como personas adultas y civilizadas, o tenemos que esgrimir nuestros puños? – intentó dialogar, al tiempo que alzaba sus manos dispuesto a defenderse de posibles agresiones. Lo cierto era que, a pesar de que quería mostrarse rudo y autoritario, no podía hacerlo con semejante preciosidad, aunque continuara mirándolo con el rostro encendido por la ira. Le parecía increíble lo que estaba sucediendo: el más aguerrido de los Highlanders sucumbía ante los encantos de aquella frágil criatura. Sus defensas se derretían como el plomo al fundirse. Pero Christine, ajena a sus sentimientos, lo miraba con los ojos entrecerrados, y MacKinlay podía intuir el odio que desprendían.
–Si no permaneces aquí dentro, no podré protegerte, Christine -le explicó con un tono de voz más dulce que el que había empleado fuera.
–Te repito que no necesito tu protección. Soy lo suficientemente mayorcita como para cuidar de mí misma.
–No lo dudo, pero deja que me ocupe de vosotras -le pidió mientras su voz bajaba de volumen hasta convertirse en un susurro.
De pronto el Teniente y su voz autoritaria se habían esfumado. Incluso la rabia había desaparecido de su mirada y de las facciones de su rostro, que se mostraba más relajado.
–Quiero que me prometas que me obedecerás en lo que te diga – agregó mientras se acercaba a ella y le tomaba el mentón para volverle el rostro.
Ella, con la vista baja, evitaba el contacto. Sabía que, si lo miraba directamente a la cara, no tendría valor para enfrentarse a él. Y eso era precisamente lo que MacKinlay pretendía. Finalmente claudicó y sus ojos se encontraron. MacKinlay sonrió mientras se sumergía en aquella mirada angelical. Christine abrió la boca para decir algo, pero se contuvo. Sintió cómo la dominaba por completo, y cómo su enfado se desvanecía. Percibió la mirada fija de él en sus labios, atrayentes para cualquier hombre. Evidentemente, MacKinlay se había rendido ante sus encantos y no estaba dispuesto a levantar sus armas contra ella.
–MacKinlay -susurró mientras él abría la puerta para abandonar la casa-, ten cuidado.
–¡Vaya, pero si tienes sentimientos! – exclamó él, sonriente, antes de marcharse.
Enfurecida, Christine tomó entonces un vaso que había sobre la mesa, dispuesta a arrojárselo si volvía pero, para su sorpresa, fue Laurie quien apareció en el rellano, espantada al ver a su hermana en semejante actitud.
–Perdona, Laurie, pero es que ese hombre me pone los nervios de punta -le comentó entre dientes.
–Yo creo más bien que te gusta, hermanita -respondió burlona.
–¡¿Gustarme?! – exclamó fuera de sí-. ¿Estás loca? Antes que lanzarme a sus brazos, prefiero ser una solterona.
–Vamos, mujer, no te pongas así. Es lógico que te sientas atraída por él. Después de todo, es un hombre.
–¿De qué me hablas? Deja de decir tonterías -masculló al tiempo que se sentaba a la mesa-. ¿Tú también crees que tenemos que estar aquí encerradas?
–Es lo mejor, Christine. – Intentó hacerle ver-. Ahí fuera podemos acabar tendidas en mitad de un charco de sangre.
–Pues yo no pienso pasarme aquí todo el día -le anunció con rebeldía.
–Te meterás en líos si no le haces caso.
–Nadie me ha dicho en estos últimos años qué tenía o no tenía que hacer. Y ahora no va a llegar él con sus órdenes a imponerme cómo debo vivir. – Laurie la miraba, atónita ante semejante declaración-. En fin, creo que iré a tomar un baño -prosiguió-. De ese modo, me despejaré la cabeza y me olvidaré de él. – Emprendió el camino hacia el cuarto de aseo-. ¿Querrás calentarme agua, por favor?
Laurie se quedó observándola incrédula hasta que desapareció de su vista, y luego se dispuso a prepararle el agua. Cuando subió para alcanzársela, la encontró rezongando para sí.
–¿Necesitas algo más? – le ofreció.
–Sí, que ese soldado no vuelva a aparecer por aquí.
–No volverá, no te preocupes -la tranquilizó entre risas antes de cerrar la puerta.
Christine se sumergió lentamente en el agua caliente mientras los vapores calentaban la habitación y la envolvían en una sensación de languidez. Se sentó en la tina y estiró las piernas para ponerse más cómoda. Laurie había esparcido algunas hierbas y sales para suavizarle y perfumarle la piel. Sintió cómo el calor la arrebolaba y cómo su cuerpo se relajaba después del estado de nervios en que la había dejado aquel hombre. Cerró los ojos, y apoyó la cabeza y los brazos en el borde. Respiró hondo varias veces y procuró concentrar su mente en algún tema liviano. Sin embargo, lo único que se le aparecía era el rostro del Teniente.
En ese momento, oyó que la puerta se abría, se volvió, y su sorpresa fue mayúscula cuando, en lugar de encontrarse con su hermana, apareció MacKinlay.
–Pero ¿cómo demonios te atreves a entrar aquí? – le preguntó rabiosa, mientras se sumergía hasta el cuello e intentaba cubrirse con las manos.
–Perdona, no sabía que estabas bañándote -se disculpó él con la respiración entrecortada por la escena que tenía ante sus ojos. La boca se le había secado de repente al verla completamente desnuda, y sentía un agradable cosquilleo en su entrepierna. "Esta mujer es una auténtica belleza", pensó, inmovilizado en el umbral de la puerta.
–¿Puedes ya dejar de babear? – le preguntó ella con ironía-. Y, por cierto, ¿qué querías? El agua se está enfriando -le espetó.
–Sí, perdona. Es que… yo… sólo quería disculparme por lo de antes, y… bueno, ya nos veremos.
"¿Por qué motivo se comporta como un verdadero estúpido? ¿Es que nunca ha visto una mujer desnuda?", se preguntaba Christine mientras se las ingeniaba para que lo único que sobresaliera por el borde de la tina fuera su cabeza. Por fin él se marchó y volvió a dejarla a solas con sus pensamientos. ¿A qué demonios habría ido a disculparse? ¿Y Laurie? ¿Cómo se le había ocurrido dejarlo subir, sabiendo que ella estaba bañándose? Aquella idea la irritó y, enojada, decidió salir de la tina.