–¿Has oído, Mackinlay? Parece ser que los franceses han cruzado la frontera con Bélgica a través del Sambre. Josh, ¿me estás escuchando? – insistió Ross MacGregor para llamar la atención de su amigo, el Teniente del 92° Regimiento de Highlanders acantonados en Bruselas.
–Te he oído -respondió MacKinlay, ajustándose el cinturón del que pendía su sable.
–El general Smith quiere que te presentes en la reunión de oficiales dentro de veinte minutos. Ordenes de arriba. – Señaló con el dedo en dirección al cielo.
–¿Del duque de Wellington? – preguntó sorprendido-. La cosa debe de estar poniéndose fea si el Duque en persona se toma tanta molestia -continuó mientras se terminaba de colocar la guerrera y comprobaba que su uniforme estuviera en perfecto estado.
Josh MacKinlay era un escocés de pura cepa. Procedente de Edimburgo, se había alistado en el Ejército siguiendo la tradición familiar, y su ascensión había sido meteórica debido a su arrojo y valentía, pero también a su inteligencia. Tenía apenas treinta años y estaba comprometido en la cruenta guerra contra Napoleón desde hacía un par. Soltero empedernido, no se le conocía ninguna prometida que lo aguardara en su país natal.
Salió de las dependencias de su regimiento con paso firme y se dirigió hacia el cuartel general de las tropas aliadas contra Napoleón. La mañana estaba despejada; desde muy temprano, el sol llenaba de luz y claridad todos los rincones. En Bruselas, amanecía muy pronto y anochecía muy tarde; a diferencia de Edimburgo, había días en los que a las diez de la noche no había oscurecido aún.
Los soldados de guardia lo saludaron, y el cabo se encargó de conducirlo hasta la sala de reuniones donde se encontraban casi todos los principales oficiales. Algunos se hallaban sentados, y otros, como el duque de Wellington, permanecían de pie; estaban contemplando un gran mapa de Europa expuesto en una pizarra. Los oficiales aguardaban a que se les explicara la situación inicial. Josh MacKinlay saludó a los presentes y se dispuso a escuchar al Duque, comandante de las fuerzas aliadas.
–Caballeros. Napoleón ha cruzado la frontera con Bélgica esta misma madrugada. Han atravesado el Sambre -señalaba en el mapa con un puntero de madera a medida que explicaba-. Y, según parece, avanzan hacia Bruselas.
Un murmullo se levantó entre los asistentes, hasta que la voz del general O'Brien se dejó escuchar, más alta y clara que las demás.
–¿Lo sabe Blücher?
–Pronto lo sabrá. He enviado un despacho a Lieja en cuanto me he enterado para advertir a los prusianos del avance francés.
Nuevamente se alzó un murmullo; MacKinlay escuchaba expectante los comentarios sobre aquella nueva información. De pronto, la puerta se abrió, y el cabo de guardia anunció el arribo de un correo que procedía de la frontera.
–Adelante, hacedlo pasar -autorizó el Duque.
El soldado llegó exhausto por el esfuerzo de tener que galopar hasta la capital. Entregó su mensaje al Duque quien, tras ordenar que asistieran al joven correo, procedió a leer. MacKinlay observó cómo su rostro enrojecía a medida que examinaba la misiva. Al terminar, arrugó el papel con rabia y lo arrojó contra la mesa. Luego levantó la vista hacia los oficiales presentes para comunicarles las últimas noticias.
–Caballeros, me temo que los acontecimientos más recientes no son nada favorables. – Se volvió para ilustrar la situación en el mapa.– Napoleón ha dividido su ejército y amenaza simultáneamente otras ciudades belgas. Han visto una parte del ejército francés camino de Mons, mientras que otra se dirigía a Namur.
–¿Y Napoleón? – le preguntó sorprendido O'Brien.
–Viene hacia aquí.
–Pero entonces tendríamos que dividir nuestras fuerzas para detenerlo en esas dos localidades -sugirió el coronel Thompson.
–Así es. Enviaremos un par de regimientos a Mons para neutralizar el avance francés -decidió el Duque.
–¿Y Namur?
–Les avisaremos a los prusianos para que acudan allí. El grueso del ejército se quedará en Bruselas, esperando a Napoleón. Ahora sólo falta saber a quién enviar a Mons, ya que todos los hombres son necesarios aquí -comentó pensativo.
Se hizo un silencio en la sala de reunión, sin que nadie se aventurara a proponer nada, hasta que una voz lo rompió, muy resuelta:
–Si me permitís, señor, ofrezco mi regimiento de Highlanders -dijo MacKinlay con determinación.
–Los escoceses siempre tan decididos, ¿eh? – bromeó el duque de Wellington.
–Nuestra fama nos precede -respondió risueño MacKinlay.
–Si es vuestro deseo, no me opondré, Teniente. Pero recordad que no debéis exponeros más de lo necesario. Ahorrad cuantas vidas podáis, ¿queda claro? – Buscó complicidad en la mirada del escocés.
–Sí, señor.
–Entonces formad a vuestro regimiento y partid de inmediato.
El teniente MacKinlay saludó al Duque y al resto de los oficiales, y salió de la sala de reuniones. Inmediatamente comunicó la noticia al sargento MacGregor, al que no pareció gustarle su nueva misión.
–¿Por qué tenemos que ser siempre nosotros? Si hay alguna misión que entrañe peligro, allí vamos -dijo resignado.
–Lo siento, Ross, pero el comandante Wellington ha sido muy explícito: "Teniente MacKinlay, que acuda su regimiento de Highlanders". – Imitó la voz del Duque.
Cuando el regimiento de Highlanders estuvo organizado, las gaitas comenzaron a sonar y la formación se puso en marcha. Josh MacKinlay encabezaba la tropa, seguido del sargento MacGregor y el resto de los hombres. Si bien la ciudad de Mons no distaba muchos kilómetros de la capital, la travesía se hacía dura a través de los campos y barrizales. Cuanto más avanzaban y se adentraban en territorio enemigo, más confusa se volvía la situación, puesto que no veían a los franceses por ningún lado, lo que llamó la atención de MacKinlay.
–Juraría que, con lo que hemos caminado, ya deberíamos de haber avistado al enemigo.
–Yo también lo he pensado, pero no he querido pronunciarme sobre ese tema -reconoció MacGregor.
–Tal vez debamos caminar aún más para encontrarlos -sugirió MacKinlay, que comenzaba a barajar una hipótesis.
–¿Crees que puedan estar ocultos aguardando nuestra llegada? – le preguntó impaciente Ross.
–No lo creo. Los franceses no son de los que se esconden, siempre pelean a campo abierto -comentó para tranquilizar los ánimos del Sargento, que se mostraba inquieto por la situación.
Siguieron avanzando hasta que MacKinlay ordenó que se detuvieran a descansar. Aprovechó ese momento para sacar su mapa y verificar su posición. Tras varios minutos en silencio, decidió enviar a un par de hombres a que exploraran el terreno, para que confirmaran o desmintieran sus sospechas. Cuando regresaron al anochecer, MacKinlay estaba reunido con el sargento MacGregor.
–¿Y bien? ¿Habéis visto a los franceses? – les preguntó tenso.
–Ni rastro de ellos, Teniente. Debemos de haber avanzado unos cinco kilómetros y no hemos divisado siquiera presencia humana en la zona.
MacKinlay se quedó pensativo. Sus presunciones comenzaban a confirmarse.
–Napoleón nos ha engañado -dijo de repente, para sorpresa de sus hombres.
–¿De qué estás hablando? – le preguntó Ross.
–No hay tal ataque a Mons; ha sido una maniobra de despiste -se explicó entre dientes-. Y, seguramente, tampoco haya atacado Namur.
–¿Entonces?
–Su propósito ha sido reducir el número de hombres en la capital para tener un ataque más fácil. Sin nosotros, las fuerzas de Bruselas se resienten, y Napoleón aprovechará esa debilidad para avanzar.
–Debemos regresar cuanto antes, Josh -le aconsejó MacGregor.
–¡Rápido, forma a los hombres! Debemos apresurarnos para reunimos con el resto de los regimientos antes de que los franceses ataquen -resolvió ágilmente.
Así, los Highlanders, al mando del teniente MacKinlay, comenzaron la marcha para volver a Bruselas y subsanar el error del Duque. Afortunadamente, su contraparte en la estrategia, el alto mando Blücher, había adivinado la emboscada y, en lugar de acudir a Namur para detener el avance francés, permaneció en Lieja.
En ese mismo momento, Napoleón iniciaba el avance desde Charleroi, en donde dejaba una retaguardia que protegería su retirada si perdía en la capital. Tal como lo había planeado, el duque de Wellington conservaría escasas defensas consigo, ya que habría enviado parte de su ejército a cubrir los eventuales ataques sobre Mons y Namur. Antes de atacar Bruselas, sin embargo, debía dirigirse a Lieja para acabar con los prusianos; luego daría cuenta de los ingleses.
Capítulo 2
–Teniente MacKinlay, celebro veros.
–Lo mismo digo, señor. Los franceses no se encuentran en Mons, ni en sus inmediaciones. Estimo que todo ha sido una trampa para dividir nuestras fuerzas.
–Ya lo sé. Ese zorro de Napoleón es muy astuto, imaginé que algo así podía suceder.
–¿Hacia dónde marcháis? – le preguntó, sorprendido por la dirección que llevaban.
El Comandante no dijo nada y se limitó a señalar a lo lejos.
–Mirad allí.
A pocos kilómetros, el ejército francés avanzaba en dirección a Ligny, el verdadero objetivo de Napoleón. A la derecha de las tropas inglesas, quedaba la pequeña aldea de Quatre Bras.
–Napoleón sigue pensando que parte de mi ejército se encuentra en Mons y Namur. Pero se llevará una gran sorpresa cuando nos vea aparecer -dijo el duque de Wellington, observando el avance de los franceses a través de su catalejo-. ¿Tenemos los hombres preparados en Nivelles? – le preguntó al mariscal Nordington.
–Sí, señor -respondió el estratega.
–Entonces dispersemos al resto en las inmediaciones de Quatre Bras. Que el regimiento de Picton se reúna con los prusianos. Servirán de refuerzo a las tropas holandesas allí acampadas. ¡MacKinlay! – llamó al Teniente-, vosotros desplegaos entre los arbustos cercanos a la aldea, y no hagáis ningún movimiento hasta que no hayan empezado las hostilidades.
–Como ordenéis, señor -respondió rotundamente MacKinlay antes de iniciar la marcha.
Los franceses, por su parte, marchaban tranquilamente, ajenos a todos los movimientos que se estaban efectuando en las inmediaciones. Los aliados operaban sigilosamente, ya que había que evitar que descubrieran las tropas allí ocultas. MacKinlay y su regimiento se echaron cuerpo a tierra y aguardaron pacientemente. El sargento MacGregor miraba ansiosamente a su amigo.
–Confío en que no sea una espera muy larga -comentó.
–¿Tienes prisa por ir a algún sitio? – bromeó MacKinlay.
–Tengo ganas de que esta maldita guerra acabe y poder regresar a casa con mi esposa. – Levantó un poco la voz.
–Por suerte, yo no tengo ese problema. Cuando se es un soldado, es una ventaja no tener a nadie que te espere.
–Eso lo dices porque no has encontrado a nadie que lo haga, pero ya verás el día que te llegue. No querrás abandonar el hogar por nada del mundo -le vaticinó muy seguro el Sargento, que añoraba a su esposa Mary y su pequeña casa en las afueras de Edimburgo.
–Por eso estoy pensando en llevarme a Escocia alguna dama de aquí. ¿Te has fijado en lo atractivas que son las mujeres de la zona? – bromeó.
–¿Cuál es el problema con las escocesas? – preguntó Ross con ceño fruncido.
MacKinlay se encogió de hombros ante aquella pregunta.
–¿A qué te refieres?
–A que estás pensando en conquistar a una belga. ¿No hay ninguna muchacha en Edimburgo que te atraiga? – se burló MacGregor.
–Hay demasiadas. Y las tengo muy vistas -respondió divertido.
MacGregor rió estruendosamente con aquel comentario.
–¡Shhhhh! Cierra la boca -lo reprendió Josh-. No estamos en una taberna. Los franceses podrían descubrirnos. – Señaló con la cabeza hacia el lugar donde estaban acampados los regimientos de infantería de Napoleón.
–En serio, Josh, ¿por qué ninguna te conforma? – insistió MacGregor en voz baja.
–Porque últimamente todas están dispuestas a complacerme y a seguirme la corriente como las ovejas. Estoy harto de que me miren como si fuera un trofeo y me exhiban en los bailes de la ciudad.
–Tú lo que necesitas es una mujer que te haga olvidar tus dotes de seductor. Vamos, amigo, a nadie se le pasa por alto tu larga lista de conquistas. Por eso mismo, precisas a alguien a quien tu rango y tu fama la tengan sin cuidado -aconsejó muy serio.
–No me digas -se burló. Le extrañaba aquel comentario.
–Lo que te hace falta es tener un demonio por esposa. Y, tarde o temprano, aparecerá. Alguien que te lleve la contraria, que te haga perder la cabeza y que no acate todas tus órdenes. Exactamente lo opuesto a esas remilgadas señoritas de Edimburgo.
–¡Seguro! – exclamó entre risas.
La conversación se vio interrumpida por el atronador sonido de la artillería francesa, a escasos metros de donde se hallaban. Al parecer, un destacamento francés se había acercado hasta Quatre Bras con intención de desalojar a las tropas allí emplazadas. Pero se toparon con la sorpresa de la inesperada aparición de las tropas de Picton y de los prusianos. Ante aquel imprevisto, la infantería francesa se replegó, y Ney ordenó a la artillería abrir fuego sobre Picton.
–Nos han descubierto -murmuró entre dientes MacKinlay.
–Eso parece -corroboró MacGregor, apoyado en su bayoneta.
Los cañones franceses bombardeaban incesantemente Quatre Bras, intentando por todos los medios acabar con los aliados. Mientras tanto, la infantería se había reagrupado y volvía al ataque en la dirección en que se encontraban MacKinlay y los Highlanders.
–Oye, ¿en serio crees que no volverás a caer ante una mujer? – le preguntó Ross en mitad del cañoneo.
–Estoy completamente convencido -sonrió irónicamente.
–Podríamos apostar algo para hacer nuestra estancia en Bélgica más emocionante -sugirió MacGregor.
–Acepto, porque estoy seguro de que no vas a verme babear por una dama; te apuesto tu tan postergado viaje de bodas con tu esposa a que no sucederá.
–¡Vaya, esto es en serio! ¿Y qué sucede si pierdo la apuesta?
–¡Dejarás de intentar casarme de una maldita vez! – le respondió entre risas, al tiempo que pensaba en que su amigo merecía disfrutar de su reciente matrimonio.
–Hecho.
–Bien. ¿Cuánto tiempo te tomarás para perder la apuesta?
–El tiempo que tarden en enviarnos de regreso a casa -propuso MacGregor.
–De acuerdo. Ve resignándote. – Le apuntó con el dedo índice mientras le guiñaba un ojo.
–No me preocupa, estoy seguro de que tarde o temprano encontrarás a una mujer que te haga perder la cabeza.
MacKinlay lo miró y sonrió cínicamente por toda respuesta. Tenían que matar el tiempo como fuera, y no pensar en las balas de cañón que seguían silbando en el aire, cada vez más cerca de ellos. Al ver que corrían peligro, MacKinlay mandó a sus hombres a replegarse hacia los diques y las zanjas abiertas en el suelo, que se ocultaban tras la vegetación. Otros se apostaron en las cunetas de los caminos. Todo refugio era válido con tal de salvar la cabeza. De repente, la columna de infantería de la línea francesa comenzó a avanzar disparando sus bayonetas hacia los Highlanders. MacKinlay estaba ansioso por entrar en combate, y decidió preparar a sus hombres.
–Si no hacemos nada, nos cazarán como a conejos -le dijo a MacGregor-. ¡Cargad!
Los hombres obedecieron al Teniente y dispusieron sus armas para abrir fuego.
–¡En línea!
Los escoceses se ubicaron entre la maleza que los resguardaba de ser vistos con claridad por los franceses. Algunos estaban tumbados boca abajo en el suelo; otros, con una rodilla en tierra y, los más temerarios, de pie. Todos apuntaban hacia los franceses y esperaban la señal.
–¡Esperad! ¡Quietos! ¡Dejad que se acerquen aún más!
La infantería de Napoleón se encontraba a unos cientos de pasos de los Highlanders. MacKinlay sabía que tendría que disparar antes de volver a cargar. Llegado el momento justo, dio la orden de abrir fuego.
–¡Ahora! ¡Disparad!
Las detonaciones de las bayonetas de los Highlanders resultaron demoledoras; cuando las columnas francesas quisieron reaccionar y responder al fuego, MacKinlay dio la orden de asalto, con la ayuda de la espesa humareda formada por los disparos. Los soldados franceses se vieron sorprendidos por los escoceses que surgían de entre los arbustos, las zanjas y la cuneta del camino, y cargaban contra ellos en medio de un gran griterío para desconcertarlos. La lucha fue feroz, ninguno de los dos ejércitos parecía estar dispuesto a ceder ni un solo palmo de terreno al adversario.
Incluso MacKinlay tuvo que participar en el combate cuerpo a cuerpo para desembarazarse de sus enemigos. Finalmente, el empuje de los británicos consiguió hacer retroceder a los franceses, que acabaron por retirarse. Entonces, Josh buscó a MacGregor y lo encontró no muy lejos, jadeando por el esfuerzo. Tenía una pequeña herida en un pómulo, por la que brotaba sangre, pero estaba vivo.
–De momento, sigo con vida -le comentó Ross mientras iba hacia él arrastrando su bayoneta.
–Lo cual significa que la apuesta continúa en pie, ¿verdad?
–¡Santo cielo, MacKinlay, eres increíble! Los franceses casi nos hacen polvo, y tú piensas en eso. – Le dio un puñetazo cómplice en el hombro.
–La próxima vez, procuraré estar más cerca de ti. He de proteger mi inversión -respondió entre carcajadas.
Pese al éxito obtenido por los Highlanders, la situación en el otro enclave era bien distinta, y los regimientos franceses habían conseguido arrinconar a las tropas de Quatre Bras en el bosque cercano a la localidad. El oficial francés Jérôme Bonaparte había logrado quebrar las líneas prusianas, y el comandante Wellington tuvo que ordenar a los Highlanders reforzar aquella ala. MacKinlay situó a sus hombres en dos líneas y, abriendo fuego contra los lanceros franceses, logró mantenerlos a raya. A medida que llegaban tropas de refresco, se unían a MacKinlay, que permanecía firme y seguro en su puesto, cargando la bayoneta con experta celeridad.
La tarde avanzaba sin que ninguno de los dos ejércitos se viera vencedor. Sin embargo, conforme pasaba el tiempo, los franceses se iban quedando sin municiones. Finalmente, el comandante Wellington ordenó el ataque definitivo, en el que los británicos consiguieron romper el cerco francés y asentarse sin peligro en Quatre Bras. MacKinlay entró en la localidad aclamado como un héroe por sus hombres y por los altos cargos del Ejército británico.
–Me complace veros de nuevo, teniente MacKinlay. Vuestros escoceses han actuado como verdaderos valientes -lo elogió un oficial con una palmada en el hombro.
–Gracias, señor. Hemos hecho lo mejor que hemos podido.
–Si hubierais visto retroceder a los franceses con el rabo entre las piernas -le comentó a otro oficial, entre risas.
MacKinlay dejó que los dos hombres siguieran burlándose de la retirada de la infantería francesa y se presentó de inmediato junto al Estado Mayor del duque de Wellington, que ya se encontraba reunido. Al verlo aparecer, todos se volvieron hacia él para felicitarlo por la victoria del regimiento de Highlanders. MacKinlay agradeció los cumplidos y se dispuso a escuchar el parte de guerra.
–La situación actual es la siguiente, caballeros -comenzó el comandante Wellington-. Hemos derrotado a los franceses aquí, en Quatre Bras, aunque Napoleón sigue avanzando hacia Bruselas; para ser más precisos, hacia el pueblo de Ligny.
–Entonces, ¿no es a Napoleón a quien hemos detenido? – preguntó el mariscal de campo Robertson con el ceño fruncido.
–Me temo que no, Mariscal. Napoleón dividió su ejército con el fin de distraernos de nuestra principal misión, que era asegurar Bruselas.
–Si se me permite preguntar -intervino MacKinlay-, ¿quién estaba al mando de los regimientos que hemos repelido?
–Michel Ney. Él era quien, una vez asegurado el cruce de Quatre Bras, debía apoyar a Napoleón en Ligny.
–Pues no le será sencillo -bromeó MacKinlay, y contagió con su risa al resto de los oficiales.
–¿Cuál es el siguiente paso, señor? – preguntó Robertson.
–Napoleón no sabe que hemos derrotado a Ney y, por lo tanto, esperará sus refuerzos en Ligny. De manera que nosotros nos pondremos en marcha mañana en dirección a Mont Saint Jean para cortarle el paso. Debemos llegar antes que los franceses y asegurar tres enclaves estratégicamente ubicados. – Señaló sobre el mapa desplegado en una mesa de campaña-. La granja de Hougoumont en el flanco derecho, La Haye Sainte en el centro y Papelotte sobre el flanco izquierdo.
–¿Esos sitios se encuentran habitados por civiles? – preguntó el general Smith.
–Imagino que sí, salvo que hayan decidido abandonar sus casas y sus tierras ante la perspectiva de que la guerra llame a sus puertas -aclaró el Duque.
–¿Son leales a nosotros o a Napoleón?
–Esperemos que a nosotros -respondió con un suspiro, antes de retomar sus indicaciones-: bien, necesito que un grupo ocupe la granja de Hougoumont, porque es el puesto más avanzado frente a los franceses. Teniente MacKinlay, ¿están vuestros hombres dispuestos a defender ese sitio?
–Contad con ello, señor.
–De acuerdo. La infantería de línea ocupará La Haye Sainte, de modo que el grueso del ejército quede en los alrededores de Mont Saint Jean para contener a Napoleón. Necesito que detengan el avance de los franceses en Hougoumont, ya que es el primer punto entre nosotros y ellos. Si cae la granja, les será más fácil llegar a Bruselas -dijo con el semblante lleno de preocupación-. No hace falta que os diga, teniente MacKinlay, que confío en vuestra destreza y la de sus hombres para defender este puesto. Os deseo buena suerte. – Le estrechó la mano con firmeza.
Una vez más, los Highlanders estarían en primera línea de batalla, como le gustaba a MacKinlay.
–No irás a decirme que nos ha tocado ser la avanzada otra vez -preguntó Ross MacGregor con cara de disgusto.
–Las medallas se ganan frente al peligro -le respondió MacKinlay y pasó su brazo por sobre los hombros del Sargento mientras caminaban en dirección al campamento que ocupaba su regimiento.
–También las primeras balas.
El Teniente, indiferente ante aquel comentario, refutó:
–Esta mañana hemos salido airosos del enfrentamiento con la infantería francesa. Además, esta vez estaremos resguardados en Hougoumont, un pueblecito que tiene una granja.
–¿Una granja? – Sorprendido, MacGregor se apartó de él.
–Mejor una granja que las cunetas de hoy.
–Bien pensado. Por cierto, ¿encontraremos a sus habitantes? Te lo digo porque, si hay personas, será nuestro deber protegerlas de los franceses, y ello acarreará problemas.
–Supongo que sí aunque, por otra parte, ¿quién puede vivir en la granja? Una familia, un matrimonio de ancianos, algunas mujeres mayores con unos cuantos pollos y gallinas merodeando a su alrededor, vacas, un pozo… ya sabes, lo normal. Es una granja, Ross, no un palacio -rió burlonamente.
–Una granja muy importante para el desarrollo de la guerra -le recordó MacGregor.
MacKinlay asintió y se retiró al vivac a descansar. Se echó una ligera manta por encima y se dejó caer sobre su mochila, apoyado en un hombro. Estaba sacando una petaca de whisky de uno de los bolsillos de su equipaje para echar un trago, cuando un broche salió disparado. Lo recogió del suelo con la intención de devolverlo a su sitio pero, al tenerlo en sus manos, sintió un escalofrío. Lo dio vuelta y contempló el retrato de la hermosa mujer de cabellos largos y rizados. Observó sus ojos color miel, sus mejillas rosadas, su nariz pequeña y respingona, y una encantadora sonrisa que dejaba ver sus dientes de marfil. El brillo de aquellos ojos atravesó el pecho de MacKinlay como una bala que lo desgarraba por dentro. Con expresión melancólica, pasó el pulgar por sobre aquel rostro mientras murmuraba un nombre:
–Elizabeth…
Los recuerdos se agolparon en su mente. Era curioso que sólo hubiera quedado en su memoria aquello que le hacía más daño, pero se debía a que su piel y su corazón habían sido marcados a fuego.
Elizabeth y él eran novios en Edimburgo. Ella era la hija de un hombre de negocios de la ciudad que había caído en desgracia. Estaban muy enamorados o, por lo menos, él sí lo estaba. Un día, Elizabeth le contó que, para ayudar a su familia, había decidido marcharse a Londres a trabajar como institutriz de una familia conocida de sus padres. Necesitaban para los niños una joven de confianza, con estudios y mano firme y, según parecía, ella era la persona ideal. De manera que preparó todo para marcharse y prometió volver pronto junto a él.
El tiempo pasó, los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses, y ella no retornaba. Las cartas que Elizabeth le enviaba comenzaron a espaciarse en el tiempo, y a hacerse más y más breves, incluso el tono había cambiado notablemente: ya no hablaba de amor, sino de cosas triviales.
Un día apareció de regreso en Edimburgo, pero no venía sola. La acompañaba un joven inglés, el hijo mayor de la familia para la que trabajaba. Se habían conocido, habían congeniado y se habían enamorado hasta el punto de comprometerse. Él no podía o no quería creer que la hubiera esperado tanto tiempo para que todo terminara así. Por más que intentó, no logró hacerla cambiar de opinión, entonces decidió abandonar aquella lucha estéril y seguir adelante con su vida.
Varias semanas después, lo invitaron a la boda, pero Josh declinó la invitación. ¿Cómo podía tener la osadía y el descaro de invitarlo? No cabía en sí de su asombro. ¿Cómo podía pensar que presenciaría la boda de la mujer a la que todavía amaba? En un principio, aquello le pareció una locura, pero, cuando llegó el día del casamiento, se congregó entre la multitud que aguardaba a la feliz pareja a la salida de la catedral de St. Giles. Entonces la vio: radiante, hermosa como nunca antes, sólo que del brazo de otro. Siempre había imaginado que sería él quien la llevaría hasta el altar, pero el destino le había deparado una sorpresa. Cuando sus miradas se cruzaron, él sonrió tristemente y desvió su vista hacia el mismo retrato que sostenía en aquel momento entre sus manos.
Recordaba aquel pasaje con claridad; nunca había podido olvidarlo y por ello tampoco había vuelto a confiar en una mujer. Por eso, sabía de sobra que MacGregor perdería la apuesta: no había en el mundo ninguna mujer que pudiera llenar el vacío en su corazón.
Abstraído en sus pensamientos, con el retrato de Elizabeth en la mano, no se percató de que su compañero se acercaba. MacGregor lo contempló unos instantes hasta que MacKinlay volvió en sí.
–¿Sigues pensando en ella? – le preguntó mientras se sentaba junto a él.
–No sabía que esto estaba ahí guardado. – Señaló su mochila.
–Nunca hemos vuelto a hablar del tema.
–No hay mucho más que decir, Ross.
–La querías mucho, ¿verdad?
Josh MacKinlay no respondió. Se limitó a contemplar a su amigo y compañero con una mirada que lo dijo todo. Sus ojos se tornaron vidriosos por unos segundos, y decidió tomar otro trago para intentar calmar su dolor.
–¿Has vuelto a tener noticias suyas?
–No. Ninguna en dos años -respondió con la vista fija en las llamas.
–¿Es por eso que ocupas tu tiempo en compañía de cualquier muchacha que busque un poco de cariño? ¿Por eso tu extensa colección de amantes en Edimburgo? – le preguntó con el ceño fruncido-. ¿O tus noches de juerga hasta el amanecer?
MacKinlay lo miró y esbozó una sonrisa amarga, mientras arrojaba el retrato al fuego para que las llamas lo devoraran.
–¿Qué sabes tú de mí?
–Más de lo que imaginas -le advirtió-. Tenemos amistades en común que te han visto deambular por los jardines de Princes Street al alba. Por no hablar de los días enteros que pasas en tu casa durmiendo las borracheras. ¿Por eso siempre te lanzas al combate? ¿Es que en realidad deseas acabar tus días tirado en una zanja en mitad de un país extraño? – le preguntó MacGregor, alarmado por las acciones temerarias de su amigo.
–En ese caso, te quedarías sin tu viaje -le señaló antes de tomar un trago de whisky de su petaca. Luego se la pasó a MacGregor, que no la rechazó.
–¡Olvida la maldita apuesta! Te estoy hablando en serio. Desde que Elizabeth se marchó, te has vuelto más huraño, más esquivo. Me encantaría que encontraras a alguien que te sacara de ese ostracismo al que te has confinado.
–Sabes que no hay ninguna mujer que pueda hacerme cambiar de opinión. Tú mismo me lo dijiste hoy antes de la batalla. – Lo miró a los ojos con intensidad-. Será mejor que descansemos. Mañana nos espera una larga jornada hasta llegar a esa granja.
Ross comprendió que su amigo deseaba dar por cerrado el tema, y que lo mejor que podía hacer era dejarlo a solas.
–Duerme tú. Yo voy a hacer la ronda -le dijo.
–Como quieras -respondió resignado Josh.
Cuando Ross se fue, se acercó a la fogata. Contempló las llamas unos instantes e intentó vislumbrar los restos del retrato. Se sentía mucho mejor, era como si hubiera arrojado su pasado al fuego, como si las llamas hubieran cauterizado la herida de su corazón. Echó un último vistazo a las cenizas y murmuró una despedida.
–Hasta siempre, Elizabeth.
Decidió que ayudaría a Ross en su tarea. Se incorporó y comenzó a pasar revista a los puestos de guardia de aquella noche. En su cabeza, aún resonaban las palabras de MacGregor. Era verdad que sus noches eran bastante alegres y que, antes de ser destinado a Bélgica para luchar contra Napoleón, su vida había sido un completo desastre. Pero tenía buenas razones para comportarse así: había amado a Elizabeth con todo su corazón, y había aprendido del desengaño sufrido. Por eso ya no se fiaba de ninguna mujer y sólo las tomaba por el placer de tener su compañía; se divertía y eso le bastaba.
Las muchachas se mostraban decepcionadas al ver que todo se trataba de una breve aventura. Sin embargo, él nada podía hacer: durante todos aquellos encuentros, no había encontrado a ninguna mujer que hiciera latir su corazón, que le provocara nuevas sensaciones, que le hiciera vibrar el cuerpo cuando la abrazaba, que lo devolviera a la vida. Y así sería para siempre, pues sus esperanzas de hallar una compañera se habían desvanecido hacía tiempo, como la niebla que por la mañana cubría aquellos solitarios parajes.