Capítulo 4
El día del reencuentro había llegado. Julieta esperaba sentada dentro de su coche a que Mario saliera del aeropuerto. Creía no aparentarlo, pero estaba nerviosa. Lo demostraba el repiqueteo de sus uñas contra el volante. La situación era nueva para ella.
Mucha gente se agolpaba en la puerta, pero por fin logró distinguirlo. Vestía pantalón vaquero oscuro, jersey de pico gris, camisa blanca y chaqueta de corte informal azul marino con coderas. Se acercaba sonriendo, arrastrando su trolley. Al percatarse de que ella lo estaba mirando a través del retrovisor, entrecerró los ojos y le devolvió una de esas miradas que hasta hacía poco la volvían loca.
—Tranquila, no tiene que darse cuenta de nada si tú no lo dejas —se decía a sí misma.
Mario abrió el maletero del BMW y metió su maleta dentro, cerró de un portazo y se acercó hasta la puerta del copiloto. Una vez dentro se acomodó en el asiento de cuero beige.
—¡Hola, preciosa! ¡No sabes cómo te he echado de menos! —le dijo mientras le acariciaba la rodilla. Siempre le gustó hacer eso.
—Y yo… —Le sonrió ella, acercándose para darle un beso.
En otras ocasiones realmente lo había echado de menos, pero esta vez apenas tuvo tiempo. Los últimos días habían sido muy intensos.
—Esta noche te invito a cenar en Osaka, así me cuentas qué has hecho mientras he estado fuera.
—¡Me encanta ese sitio! —respondió entusiasmada. Aunque no le agradaba tanto la idea de que Mario quisiera saber qué había hecho en su ausencia.
Durante el camino a casa, la conversación continuó como de costumbre, él relataba cosas del curso, ella apenas hablaba, escuchándolo con interés. Parecía que de momento todo estaba bajo control, a pesar de que un enorme sentimiento de culpabilidad inundaba a Julieta, oprimiéndole el estómago. Realmente se sentía mal, y todo empeoraba con cada sonrisa inocente de Mario.
El encuentro con su marido, lo único que hizo fue enmarañar más las cosas. Le seguía gustando. Se había puesto nerviosa no solo por ocultar lo ocurrido con Tesler, si no por verlo de nuevo. Pero por otro lado, deseaba volver a repetir lo sucedido la otra noche. De momento, lo único que tenía claro era que esos dos hombres eran opuestos. Cada uno le daba una cosa y que no pensaba dejar escapar a ninguno.
Fueron a cenar solos. A Julieta le encantaba aquel restaurante porque allí tuvo su primera cita con Mario, quince años atrás. No era el sitio más adecuado para dos jóvenes de su edad, pero si algo le alimentaba el ego a Mario, ya desde niño, era impresionar a los demás. Desde entonces todas las fechas importantes para ellos las celebraban allí. Habían vivido muchas cosas juntos desde aquella primera cena.
La decoración del sitio era típica asiática: ventiladores de techo con las aspas de tela, flores de loto y bambú decorando los rincones y, muchas figuras de Buda. De verdad, conseguía transporte a otro lugar.
Al entrar en el restaurante con Mario, Julieta no podía creer lo que estaba viendo. Sentado en una mesa al fondo, estaba Tesler con una atractiva mujer de mediana edad. Sintió cómo le empezaban a temblar las piernas y su corazón se aceleraba por momentos. Incluso llegó a faltarle el aire.
—¿Estás bien? —preguntó Mario acariciando sus nudillos, una vez que se sentaron—. Te ha cambiado la cara de repente.
En ese momento Tesler, que ya había cruzado con Julieta varias miradas, se levantó dejando sola a su acompañante.
—Estoy bien, sólo necesito ir un momento al aseo.
Abandonó la mesa y con paso seguro recorrió el mismo camino que segundos antes hizo Tesler, lanzando una descarada mirada de intriga sobre la mujer al pasar junto a ella.
Con curiosidad se preguntaba quién sería. ¿Cómo era posible?, estaba celosa. No quería compartirlo con nadie a pasar de saber que su relación de momento no iba a ningún sitio.
Entró en el recibidor de los baños y allí estaba, apoyado sobre la larga piedra de mármol que albergaba los lavamanos, esperándola, escaneándola con esa mirada que le hacía estremecer.
—¡Quién es esa tía! —le gritó nada más entrar.
—Buenas noche, Julieta. Yo también me alegro de verte. —Le sonrió.
—¿Quién es ella? —preguntó de nuevo.
Tesler seguía manteniendo la misma pose, sosteniéndose ahora con las palmas de sus manos sobre el mármol.
—Si no te conociese, juraría que estás celosa… —le dijo mientras le regalaba una sonrisa de medio lado, y las incipientes arrugas enmarcaban sus ojos.
—No me estás respondiendo. Estoy perdiendo la paciencia.
—Esto se pone interesante, me gustaría ver hasta dónde eres capaz de llegar —le dijo desafiante.
—¿Estás con ella? —le preguntó en tono amenazante.
—Sólo he venido a cenar con una amiga. Creo que has venido a lo mismo con tu marido.
—¡Dijiste que me esperarías! —exclamó intentando contener las lágrimas.
—Pero nunca dije que te esperaría solo…
—¡Eres un hijo de puta! —le gritó con rabia a la vez que levantaba la mano derecha para darle una bofetada. Tesler fue más rápido, se puso de pie y la cogió por la muñeca arrastrándola de un tirón hasta él, sujetándola por la cintura y apretándola con fuerza contra su cuerpo.
—No sabes cómo me gusta verte enfadada —le susurró al oído, a la vez que respiraba el dulce aroma que desprendía.
—Suéltame —dijo mientras forcejeaba para soltarse de sus brazos—, suéltame inmediatamente o voy a gritar…
—¿Quieres que se entere todo el mundo? Me encantará ver cómo le explicas esto a tu marido —aseguró mientras la apretaba más.
Mario. De pronto, se acordó de que estaba allí, a escasos metros. Se había olvidado de él. ¿Cómo conseguía eso Tesler?
—Tengo que irme, suéltame por favor. Mi marido está esperando.
Tesler soltó unas de las manos de su cintura y colocó el dedo índice suavemente sobre sus labios, haciéndola callar. Se acercó rozando su nariz con la de ella y le besó sosteniendo la cara entre sus manos.
—Esto no va a quedar así —intentaba decir ella mientras la besaba.
—Estoy deseando terminar esta pelea con usted, señora Mascaró. —La soltó y le sonrió de nuevo.
Sin volver la vista atrás, Julieta salió del baño otra vez con las piernas temblorosas, ahora por lo acontecido allí, y con un deseo irrefrenable de terminar lo que dejaba a medias y unas mariposas en el estómago que la hacían sentirse más viva que nunca.
—¿Mejor? —preguntó Mario mientras ella volvía a sentarse frente a él.
—¡Sí, genial! Sólo necesitaba refrescarme un poco.
—He pedido por los dos, sushi y pato. Sé que te encanta.
—Gracias —dijo sonriendo mientras colocaba la servilleta sobre sus rodillas.
La noche avanzaba sin que Mario pudiese sospechar quién era el hombre sentado en la mesa de atrás, y mucho menos lo ocurrido entre su mujer y él en el baño.
Mientras Julieta disfrutaba de la comida, sonó un mensaje en el teléfono móvil, lo sacó del bolso y una espontánea sonrisa se dibujó en su boca al ver el remitente: Ignacio Tesler.
—Es Miranda —dijo sin titubear.
Ni ella misma podía creerse la habilidad que estaba desarrollando para engañar a Mario. Lo miró con tristeza. Le daba pena y sabía que iba a tener que acabar con esa situación pronto.
Se sobresaltó al leer el contenido del mismo y sintió perfectamente el calor inundando su rostro. Me muero por quietarte ese vestido. Levantó la vista de la pantalla del teléfono y devolvió una mirada de incredulidad a Tesler, quien sin apenas levantar la vista del plato le correspondió con una media sonrisa. Rápidamente le envió una respuesta. Me muero porque lo hagas, pero no aquí. ¿Estás loco? Y tan pronto como lo envió, obtuvo la respuesta. Tú me has vuelto loco. Mi hermana te manda saludos. Sin querer soltó una pequeña risa de alivio. Era su hermana…
Habían pasado cuatro meses desde aquella tarde de mayo en la que Ignacio Tesler se cruzó en la vida de Julieta, rompiendo todos sus esquemas. La relación iba a más y ninguno de los dos parecía estar dispuesto a terminar con ella. Pasaron de verse un par de veces al mes, cuando él viajaba a España por negocios, a tener un encuentro semanal. Julieta llegó incluso a inventar un curso de arte en París, donde él residía desde los veinte años, como coartada para poder viajar hasta allí. A Mario la idea del curso le pareció muy buena a modo de entretenimiento, ya que él pasaba todo el día fuera entre el hospital y su consulta privada.
Esta nueva relación le aportaba el punto de emoción que antes faltaba en su vida. Ese furtivo idilio tenía dos caras: una oculta y prohibida en su ciudad, donde el acercamiento sucedía entre las cuatro paredes de la habitación del Murano y otra en las calles de París cargada de normalidad, proporcionada por el dulce anonimato que les brindaba la metrópoli.
Recién llegada, como otras veces, viajaba junto a Tesler en el Range Rover que éste conducía por las calles de París hasta su apartamento, situado en Avenue de la Bourdonnais, justo al lado de la Torre Eiffel. La primara vez que viajó a la capital, miró el monumento incrédula por la cercanía.
—Luego iremos dando un paseo, está apenas a doscientos metros, ¿de acuerdo? —le anunció él.
Ignacio vivía en un ático ubicado en el edificio de la esquina de la calle, con vistas al puerto. Era un diseño antiguo de ladrillo, coronado en la parte superior por las persianas grises de los balcones de los áticos. El primer día, subieron en el ascensor en compañía de unos ancianos muy charlatanes, que observan a la acompañante de su vecino con minuciosidad.
Al cruzar el umbral de la puerta Julieta se detuvo en seco, como si una extraña fuerza le impidiese la entrada.
—Tranquila, ella nunca ha estado aquí. Compré esta casa hace un año. Con Adriana viví en otra que tengo aquí cerca. Si tienes interés puedo llevarte para que la veas, ahora está alquilada, pero no creo que al inquilino le importe.
Esa confesión la relajó.
La decoración decía mucho de su dueño, minimalista hasta el extremo. La estancia principal era un amplio salón con paredes blancas y suelo de tarima flotante color claro. El mobiliario era escaso, únicamente un gigantesco sofá de diseño con chaiselonge gris claro, una alfombra cuadrada blanca y sobre ella una mesa baja de cristal con anchas patas de madera. La pared de la izquierda solo estaba ocupada por un aparador gris, y un cuadro abstracto de grandes dimensiones, pintado en tonos grises y blancos que colgaba de la pared. Un par de balcones con vistas al puerto, aportaban una preciosa luz de atardecer a la habitación.
En esos meses de relación era escasa la información que había conseguido sobre él, no le gustaba hablar de sí mismo.
—¿Tienes hambre? He comprado algunas cosas para almorzar. Espero que te gusten —continuó.
En pocas ocasiones había tenido la oportunidad de verlo con ropa informal. La verdad es que el polo azul que vestía aquella tarde le sentaba muy bien.
Cada día que pasaba a su lado, entendía mejor la locura que aquel hombre había provocado en ella. Podía mirarlo sin cansarse, siempre tenía algo nuevo que ofrecerle.
—Nunca me has contado nada de ti —le reprochó en tono de broma, dejándose caer sobre la encimera.
—Nunca me has preguntado.
—¿Tienes hijos? —le cuestionó mientras se sentaba en uno de los taburetes detrás de la barra de la cocina.
Suave música clásica proveniente del salón llenaba la cocina mientras Ignacio se afanaba en su tarea y Julieta lo observaba.
—No, que yo sepa —respondió él sin levantar la vista del queso que estaba cortando—. Tampoco me casé nunca. Soy de esa clase de personas que piensa que no es necesario firmar un papel para demostrar los sentimientos.
Con esa respuesta, adelantándose a la siguiente pregunta, pretendía zanjar el tema de su vida sentimental pasada. Nunca le gustó hablar de ella.
—O quizás, eres de ese tipo de personas que huye del compromiso —afirmó muy segura Julieta.
—Coge tu copa y vamos al salón —fue su respuesta. Le había leído el pensamiento, dejándole fuera de juego.
Se sentaron en la alfombra frente a los balcones, aquella vista maravillaba a Julieta. Se apoyó en el sofá y abrió las piernas para que ella se acomodase, reposando la espalda en su pecho.
Le agradaba estar con él, se sentía muy a gusto. Era atento, la hacía considerarse especial, protegida. Con Ignacio nada podía pasarle, había recuperado esa seguridad que le daba su padre y que perdió con la llegada de Nancy.
—Háblame de tu marido.
—¿Qué puedo decirte de Mario? Es perfecto. Guapo, inteligente, divertido. Es el tipo que cualquier mujer quisiera tener a su lado.
—¿Entonces cuál es el problema?
—Estoy con él desde los quince años, exactamente la mitad de mi vida y eso desgasta mucho.
Ignacio escuchaba atento mientras le acariciaba el cuello, realmente quería escuchar aquella historia. Tal vez así, podría entender mejor su comportamiento.
—Nos conocemos desde pequeños. Me encantaba. Cuando lo veían esperándome a la puerta del colegio, todas mis compañeras me envidiaban. —Sonrió ante el recuerdo. —Se agolpaban tras la reja del patio para verlo, yo no lo entendía muy bien. Para mí solo era Mario, mi amigo de la infancia del que me había enamorado. Era despreocupado, ocurrente, me hacía reír, pero cambió a su vuelta de Washington. Ya no era el mismo.
—Tú también cambiaste, ¿no?
—Supongo. Desde que volví de Florencia ya nada es igual. Hay momentos en los que echas la vista atrás y no sabes cómo, pero nada vuelve a ser como antes.
—¿Por qué volviste?
—Por miedo. Mi padre me presionó. —Hizo una pausa para beber. —Me dijo que no estaba dispuesto a perder también a su hija. Las cosas estaban llegando demasiado lejos. La situación se me fue de las manos y no supe cómo pararla. Así que cogí mis cosas y me vine sin más. Imagino que lo llevo en la genética —dijo con una triste sonrisa—. Reaccioné de la forma que más odio: huyendo como los cobardes. —Ante los recuerdos que aquella palabra le traía, un escalofrío la agitó al pronunciarla.
—¿Sabes?, la vida es demasiado corta para malgastarla intentando satisfacer a todos. —Se percató de que Julieta estaba llorando—. ¡Eh, princesa! —dijo apoyando su dedo índice en la barbilla de ella para levantarle la cara—. Tú no eres ella. Vamos, la Torre Eiffel nos espera.
Caminaron calle arriba, uno junto al otro. Julieta acercó su mano hasta rozar con los dedos la de Tesler, que le respondió ofreciéndosela para cogerla. El tacto era muy diferente al de la piel de Mario. Ignacio tenía las manos curtidas, manos expertas por las que habían pasado muchas mujeres, y ahora era su cuerpo el que dibujaban. Julieta sonrió agradecida aquel gesto y él se lo devolvió rodeándola por los hombros con su brazo.
Pasearon por El Campo de Marte, como otras tantas parejas aquella cálida tarde. El clima invitó a muchos a salir y pasar las horas o de picnic. A veces Ignacio tenía la impresión de que la gente al verlos pensaba que se trataba de su hija. El comentario de su vecino en el ascensor le había calado. Era cierto que él se conservaba bien para la que tenía, pero lo mismo ocurría con Julieta, a la que parecía que el tiempo hubiese congelado en los veinte y pocos años, conservándole intacta la adolescencia en la cara.
Cuando ella estaba despistada Ignacio la miraba escéptico, sin poder creer el rumbo que habían tomado las cosas desde que se tropezaron en La Avenida, hacía ya cuatro meses.
El encontronazo estaba totalmente planeado por su parte, desde que Adriana se fue, la idea de hablarles de ella a sus hijas no paraba de rondarle la cabeza. Quería hacerlo por dos motivos. El primero era la creencia de que Julieta y Escarlata tenían derecho a conocer la verdadera historia de su madre. El segundo, su inquietud por comprobar de primera mano si Julieta en las distancias cortas, podía resultar tan fascinante como lo parecía en la lejanía.
En el momento en que cogió su mano para pedirle que parase de limpiar la camisa manchada por el helado, lo comprobó y supo que no podía dejarla escapar. Su teoría se reafirmó al verla entra en el vestíbulo de El Murano, desde ese momento, para él no hubo marcha atrás.
Se planteó mil veces la situación antes de dar el paso. Sopesó los pros y contras que aquello podría acarrear, pero finalmente, la buscó. Sólo la había visto en fotografía y sabía que era preciosa. Jamás creyó que pudiese tener una historia de ese tipo con ella. Era la hija de su ex pareja, pero no la conocía. Nunca había cruzado ni una palabra con ella, ni siquiera la había tenido cerca. Si la relación de Adriana con Jorge no hubiese sido de aquella forma, Julieta sería para él una completa desconocida. Una mujer como cualquier otra con la que podría haber tropezado a lo largo de su vida, sin ni siquiera sospechar los lazos que les unían. Esa era su excusa para conocerla.
El agradable paseo les había llevado a los pies del monumento. Ignacio improvisó cenar allí. El chef era buen amigo suyo y sabía que a Julieta le encantaría la idea.
—Vamos a subir a la segunda planta. Las vistas desde allí son increíbles.
Montaron en un ascensor privado que les llevó hasta el restaurante, evitando de este modo esperar las largas colas. Al llegar, Julieta pensó que estaba en lo cierto, la vista panorámica era espectacular. El ambiente del restaurante resultaba tranquilo, con una iluminación baja que creaba una atmósfera con cierto toque romántico. Estaba segura de que a Ignacio le gustaba además de por la comida, por la decoración elegante que presentaba, muy de su estilo.
Una señora muy simpática les recibió a la entrada y a pesar de no tener reserva, les acompañó hasta una mesa situada junto a la cristalera con vistas a la Escuela Militar, alegando que no había problema en darle mesa a un cliente como el señor Tesler. Unos minutos después se acercó el chef, que saludó de forma efusiva a Ignacio.
Mientras contemplaba las maravillosas vistas, Julieta rememoraba la ocasión en que durante uno de sus viajes a París con Mario, quiso cenar en aquel restaurante y no lo consiguió por no tener reserva. Si pudiese contarle lo sucedido esa noche, su ego quedaría destrozado.
—¿Te gusta? —preguntó Tesler, entusiasmado.
—Sí. Estoy abrumada. Menudo despliegue de medios. Es todo tan… idílico.
Ignacio notó cierta incomodidad y nerviosismo en su voz e intentó relajarla.
—Tranquila, no voy a pedirte que te cases conmigo. No lo he hecho con ninguna de las mujeres que han pasado por mi vida y de momento creo que tampoco lo haré contigo porque ya estas casada, ¿no?
—Gracias por recordármelo —respondió ella con ironía.
Una vez que anocheció, desde aquella altura París se mostraba ante ellos con una espectacular iluminación, revelando por qué recibe el nombre de Ciudad de la Luz. Continuaban degustando las sugerencias del chef en aquel ambiente de evasión, cuando Julieta pensó que era buen momento para seguir indagando en la vida de su acompañante.
—Creo que nunca te he preguntado cómo os conocisteis mi madre y tú.
—¿De verdad te gustaría saberlo?
—Sí. Después de todo lo acontecido pocas cosas pueden impresionarme.
Ignacio colocó ceremoniosamente los cubiertos sobre el plato y se acomodó en la silla antes de hablar.
—Nos conocimos en un avión. Volábamos a Roma, yo por trabajo y ella por lo mismo, según me contó en ese momento.
Julieta le atendía con los cinco sentidos, era la historia que deseaba conocer desde pequeña, y que tantas veces había construido en su mente.
—Me pareció muy atractiva nada más entrar, más aún cuando sacó Cien años de Soledad y comenzó a leerlo. Yo me encontraba en un momento delicado sentimentalmente hablando. Acababa de perder a Charlene, mi novia. Por aquel entonces yo tenía treinta años, Adriana era un poco mayor. En cuanto tuve oportunidad me cambié de asiento para poder hablar con ella. Estuvimos charlando todo el vuelo hasta que aterrizamos. Antes de despedirnos la invité a cenar y sorprendentemente aceptó.
—Sí, recuerdo que meses antes de marcharse viajaba mucho sola.
—A lo largo de la velada se fue sincerando. Me confesó que estaba allí por placer, para escapar de la rutina, de los problemas de su matrimonio y de la soledad a la que se enfrentaba cada día por el exceso de trabajo de tu padre.
Julieta sabía muy bien a lo que se refería. Por un momento, se sintió identificada con ella. Tal vez, antes de dar el paso, también se sintió abandonada. Era como si la vida quisiera ponerla en su piel, haciendo aparecer en el camino al mismo hombre para salvarlas.
—Esa noche la pasamos juntos. Volvió a España y a las dos semanas, sin avisar se presentó en mi apartamento de París. Vivió conmigo, con sus escarceos, idas y venidas, hasta hace dos años. Tal como vino se fue.
—¿Por qué aceptabas esa situación?
—Acepté sus aventuras porque sabía que no me pertenecía. Desde la muerte de Charlene me prohibí aferrarme a nadie por miedo a perderlo. Nada es para siempre. Para mí, Adriana supuso un soplo de aire fresco. Me encontraba hundido, había tocado fondo, y en cierto modo, ella me salvó.
—¡Qué historia tan bonita y triste a la vez! ¿Qué le ocurrió a Charlene?
—Tuvo un accidente. No me gusta hablar de eso, forma parte del pasado. —El tono de tristeza era evidente en su voz.
—Ella te marcó más que ninguna otra mujer, ¿verdad?
—No especialmente. Pienso que todas las personas que pasan por tu vida dejan una huella. Ya sean duraderas o cortas, todas las relaciones te marcan de algún modo —tras un breve silencio prosiguió—. Todos tenemos en la vida alguien que nos marca, ¿verdad, Julieta?
Con aquella pregunta Ignacio dejó clara su necesidad de averiguar más sobre lo sucedido en Florencia. Sabía que escondía algo, pero quizás, todavía no era el momento.
—¿Qué nos darás para que perdamos la cabeza por ti a la primera de cambio? —fue su respuesta intentando alejarlo del tema.
—Eso es un secreto, princesa.
A la vuelta al apartamento se fueron a la cama. Ignacio estaba tumbado boca arriba y rodeaba con el brazo a Julieta que tenía apoyada la cabeza sobre su pecho desnudo. Ella daba suaves besos en las manos de Ignacio, mientras éste le acariciaba el pelo. Le relajaba que lo hiciese. A él su cabello le recordaba al de Adriana. Lo mismo ocurría con las manos. En alguna ocasión había llegado incluso a fantasear con que eran sus manos las que le acariciaban. Los mismos ojos, la misma boca… Julieta era muy parecida a ella. Muchos gestos, la forma de reír y de moverse eran herencia de su madre, muy a su pesar. Todo aquello traía de vuelta a la que, hasta el momento, había sido la mujer de su vida. Nunca se lo dijo. Comprendía que se horrorizaría con el comentario, a pesar de que ella, en el fondo, sabía que era verdad.
—¿Sabes una cosa?, me gusta que la llames Adriana. Le da cierta distancia. Es extraño, llevo toda la vida deseando saber cosas sobre de ella, haciéndome preguntas que nadie pudo responder y ahora que tengo la oportunidad de hacerlo no quiero.
—¿Por qué?
—No quiero hablar de ella contigo porque me provoca una sensación extraña.
—¿Cómo extraña?
—Para mí es muy incómodo. Me parece surrealista a la vez que frustrante. No sólo porque me muero de celos de pensar que la hayas querido, sino porque además, esa persona con la que has compartido tu vida, es la madre a la que apenas conozco.
—Ya te dije que no fue una relación estable como la que tienen tu padre y Nancy. La nuestra fue abierta. Ella se iba y volvía cuando le apetecía. Y mientras yo conocía a otras mujeres.
—Ya veo…
—Si te sientes más cómoda, considérala sólo mi amante. De hecho, a veces tengo la sensación de que no buscaba nada más. —Su voz se fue apagando, aún le dolía recordarlo.
—Desde hace mucho no la considero mi madre. Cuando me hablas de ella para mí es como si lo hicieses sobre alguien anónimo.
—¿Ya no la consideras tu madre?
—No, por mucho que me duela reconocerlo Nancy ha sido mi madre. Se ha preocupado de mí y me ha acompañado en todos los momentos importantes de mi vida. Quizás no me ha gustado su forma de hacerlo, pero sé que lo ha hecho lo mejor que ha podido. Estos días he estado recapacitando y después de conocer la verdad, he llegado a la conclusión de que no hemos sido justas con ella. Creo que se merece una disculpa.
—¿Ves?, de todas las experiencias, por muy traumáticas que sean se puede sacar algo positivo, y ésta ha servido para que valores las cosas.
—¿Sabes lo que más me incomoda?, pensar que si te hubieses casado con mi madre hoy serías mi padrastro. —Su cara reflejó lo poco que le gustaba la idea. Él se rió y la besó en la frente.
—Prefiero no pensar en eso.
Continuó acariciando su largo pelo hasta que por fin, se quedó dormida.
Tesler la observaba mientras dormía. Le gustaba verla así, hermosa, sencilla, delicada, frágil. Sin artificios, desprotegida, vulnerable. Cuanto más tiempo compartían, más se cuestionaba qué podía haber visto aquella joven chica en él. Lo tenía todo, un marido guapo con una carrera exitosa y buena posición, pero ella prefería escapar hasta París para pasar con él los fines de semana. Era incomprensible, pero era cierto. Qué más daba, le hacía tremendamente feliz y eso era lo que importaba.
Les gustaba madrugar y caminar hasta el Café de Flore para desayunar. Cuando el tiempo se lo permitía, se sentaban en una de las mesas de la terraza, desde donde Julieta podía curiosear lo que se movía a su alrededor. Mientras Ignacio leía el periódico, a veces ella leía un libro, Julieta estaba encantada porque él le dedicaba todo el tiempo. Como a una niña consentida, le concedía todos los caprichos.
Desde que mantenía una doble vida, la relación con Mario se tornaba tensa por minutos. Él se estaba percatando de que algo le ocurría, pero nunca imaginó lo que era, ni el inesperado giro que darían las cosas.
En casa, Julieta no cesaba de darle vueltas a aquello que le contó Tesler la noche que cenaron en la Torre Eiffel.
Su madre estaba disgustada con aquella actitud. Las actuaciones que le contaba su padre no correspondían con la niña cabezota y rebelde que había dejado años atrás. No podía creer que se sometiera a todas las decisiones de Jorge sin apenas rebatírselas.
Su instinto no le engañaba cuando pensaba que aquella vuelta repentina de Florencia de la que Jorge se jactaba, no había sucedido tal y como éste le contaba. Adriana lo conocía muy bien, no en vano había compartido con él casi doce años. Sabía perfectamente su necesidad de tenerlo todo bajo control y ese carácter manipulador. En su casa se hacía lo que Jorge decía, cuando él decía y como él decía.
Julieta no se encontraba a gusto con la situación. Quería vivir con Tesler, así que era hora de dejar a Mario. Sólo tenía una cosa clara. La había tenido desde niña, no quería actuar como su madre y, si daba el paso y le dejaba por Ignacio sin enfrentarse a él, habría hecho las cosas igual que Adriana. Pero no era capaz de plantarle cara su marido y decirle lo que estaba ocurriendo porque ni siquiera ella tenía claro lo que quería.
Adriana tampoco fue capaz de dar la cara frente a Jorge y se fue de casa una mañana, cuando no había nadie. María estaba en los recados, él en el trabajo y las niñas en el colegio.
Julieta todavía tenía grabada en la mente la imagen de desolación e incredulidad que su padre presentaba cuando volvieron del colegio. No les dio muchas explicaciones: mamá había tenido que irse a vivir fuera, no se sabía muy bien por qué. Lo que sí quedaba claro era que no iba a volver.
Los días que siguieron al abandono fueron los más dolorosos y tristes que las hermanas podían recordar. Todo se tornó gris. Su padre deambulaba por los pasillos de casa, sin fuerzas para ocuparse de nada, hasta que Maria tomó las riendas de la situación y le hizo ver a Jorge que sus hijas lo necesitaban. Poco podría arreglar con sus lamentos. Meses después llegó Nancy a casa y Julieta debía reconocer que su padre, no volvió a ser el mismo.
Como siempre hacía en esas situaciones, Julieta acudió a pedir consejo a Miranda, que últimamente no estaba muy acertada en sus recomendaciones por los problemas que le estaba causando su idilio con Íñigo.
Sentada en el salón de la casa de su amiga, Julieta le planteaba la delicada situación por la que estaba pasando.
—Me encuentro absolutamente perdida. Cuando estoy con Ignacio tengo claro que quiero dejarlo todo y estar con él, pero cuando vuelvo a casa, veo las cosas desde otro punto. Mario se está dando cuenta de que pasa algo y me está poniendo a prueba. Me tiene totalmente desconcertada con su actitud. A ratos le quiero, pero a ratos le odio. Cuando está lejos le echo de menos, y cuando vuelve siento que estoy mejor sin él. Estoy segura de que la solución pasa por sacarlo de mi vida, pero a su vez no quiero dejarlo marchar. Me estoy volviendo loca.
—No sabes cómo te entiendo —respondió una desganada Miranda, tras dar un sorbo a su Coca-Cola light—. Las cosas con Íñigo están yendo muy deprisa y el pánico al compromiso se empieza a apoderar de mí. Sabes que huyo de él porque no quiero comprometerme con nadie, ¡y menos con un tío casado! Lo siento, por primera vez no sé qué decirte.
—Alguna vez tendrás que comprometerte con alguien. No todas las relaciones van a terminar como las de tu madre.
—¡Claro! Tampoco todas las madres abandonan a sus hijas y se van con otro hombre. Y no todas las hijas estando casadas, se lían con los amantes de su madre.
Sólo ellas tenían permitido decirse aquello la una a la otra sin que les doliese.
—Vale, vale.
—Julieta, todos tenemos retazos de nuestra vida guardados en una maleta de la que sólo nosotros conocemos el contenido y, debemos cargarla solos. Así que más vale no juzgar la de los demás, porque con la nuestra ya tenemos suficiente.
—Pero si nunca das el paso, nunca sabrás si puede salir bien.
—Cuando lo des tú, yo te seguiré. Si estás segura de que quieres algo más serio con Ignacio, deja a Mario.
—No me quiero marchar. Cuando me lo planteo, recuerdo la forma de la que me fui de Florencia y me avergüenzo de mí misma. ¿Cómo puede abandonarlo todo de esa forma que siempre he criticado?
—Hazme un favor, olvídate de Florencia. Ese recuerdo lo único que hace es herirte. Por desgracia, ya no puedes solucionar nada.
Tras una eterna semana esperando, el momento de una nueva cita con su amante había llegado. Julieta golpeó la puerta de la habitación e Ignacio abrió. Su gesto no reflejaba la alegría que sentía al verla, presagiando lo que vendría después.
Ella se acercó y le besó en los labios. Su respuesta fue fría. Lo que más deseaba era corresponderle a aquel beso, y amarla como otras tantas veces había hecho en aquella cama, pero no le parecía justo sabiendo lo que tenía que decirle.
—¿Qué pasa? —preguntó sorprendida ante esa reacción.
—Quiero hablar contigo. Me duele decírtelo, pero no podemos continuar viéndonos.
—¿Me estás dejando? —preguntó Julieta ahogando un sollozo.
—Esto ha llegado a un punto de no retorno, y lo sabes. No quiero seguir así. Mejor dicho, no puedo.
—¿Así cómo?
—Compartiéndote, viéndote a escondidas como si quererte fuera algo malo. Deseo tenerte sólo para mí, despertarme contigo cada mañana, mirarte cuando duermes, cuidarte para siempre. —Se colocó frente a ella y la tomó por las manos mientras seguía con su argumento—. En cambio, tú quieres tenerlo todo, ¿crees qué podrás seguir viviendo así por mucho tiempo? ¿Cuánto piensas que puede continuar sosteniéndose esta situación? Julieta, me siento mayor para este tipo de juegos. Estoy cansado.
No supo qué responder, en el fondo tenía razón, ¿Cómo iba a terminar aquello? En varias ocasiones pensó en dejar a Mario, pero no creía que el momento de elegir llegaría. Ella también estaba enamorada, pero no había dejado de amar a Mario. No se creía capaz de escoger. No quería perder a ninguno.
—Ven aquí. —Tesler la cogió del brazo, la abrazó con fuerza contra él y la besó en la cabeza. Ella rodeó su cintura con los brazos, y ahogó su llanto apoyada en su pecho. —Ha sido maravilloso conocerte. Mario es un hombre con mucha suerte y yo también lo he sido por poder disfrutar de tu compañía estos meses.
—Por favor, no me dejes —susurró en voz baja, mientras él limpiaba las lágrimas de su cara—. Te quiero.
—No lo hagas más difícil, Julieta. Yo te quiero y Mario también, esto no es justo para ninguno de los tres. Si algún día decides dejarlo todo, ya sabes dónde encontrarme.
La besó. Fue un beso en la comisura de los labios, igual que los besos que le daba Mario, igual que el beso que le dio por primera vez en aquella habitación de hotel donde comenzó todo. El beso más amargo que jamás le había dado.
Tras la ruptura con Tesler se sentía confusa. Necesitaba poner en orden sus ideas, quizás unas vacaciones con Mario le vendrían bien. Él seguía trabajando mucho y el tiempo que pasaban juntos era escaso. Julieta sentía la necesidad de recuperarlo, de compensarle sin que supiera lo ocurrido. Su sentimiento de culpabilidad era enorme. Incomprensiblemente había aprendido a vivir con él hacía mucho tiempo, pero en esta ocasión le superaba tener que explicar a su marido que en esa relación durante un tiempo habían sido tres.
Creyó que una buena manera de reordenar su vida, supondría deshacerse de cosas del pasado. Empezó por quitar de en medio todo lo que le pudiese recordar a Florencia. Ese tema llevaba en su cabeza muchos años sin manifestarse y de pronto, Ignacio lo había resucitado despertando unas ganas irrefrenables de terminar lo que dejó a medias.
Buscando en el armario del despacho donde guardaba los libros de la facultad, encontró uno de pastas azules que tenía escrito en el lomo Arte Contemporanea.
Era un libro de su época de estudios en Italia. Lo sacó del estante y el movimiento al pasar las páginas hizo que un pequeño papel blanco doblado a la mitad cayera al suelo.
Se agachó para cogerlo y leyó una frase escrita en italiano Stavo sognando di voi. Diez años después, volvía a tener la nota entre las manos y el simple roce de los dedos con el trozo de papel le hacía recordar todo lo vivido en aquella etapa, poniendo aún sus vellos de punta.
Se acomodó en el sillón de cuero blanco que había en la habitación, invadida por la sensación placentera que las imágenes traían a su mente. Cerró los ojos y se vio sentada de nuevo en un aula de la Academia de Arte de Florencia.
Miraba al chico moreno sentado en la última fila que parecía haberse quedado dormido. Instantes después se cambió de sitio sentándose justo detrás de ella. Le tocó levemente en la espalda y le dio una nota. La misma que tenía ahora en sus manos.
Al leerla, Julieta se volvió para mirarlo y él le devolvió un guiño de ojos. Los ojos más oscuros que jamás había visto. Cuando finalizó la clase el chico se acercó y le preguntó algo, a lo que ella respondió con una negativa. Él poniéndose una gorra y metiendo sus manos en los bolsillos del pantalón, salió de la clase con una media sonrisa y gesto de chulería.
Una chica pelirroja con corte bob, le miraba fascinada con sus enormes ojos verdes. Tenía las puntas del pelo peinadas de forma que le enmarcaban dulcemente el rostro. La raya al lado hacía que su flequillo cayera sobre uno de los ojos, exageradamente maquillados.
Julieta continuaba sentada releyendo la segunda nota que le había enviado el chico. En esta ocasión, se ofrecía a enseñarle italiano y le daba su teléfono.
—No, gracias. —Con una sonrisa falsa, había sido su respuesta cuando al salir de clase le preguntó si quedaban.
Seguía sentada en los bancos recogiendo sus pertenencias, cuando notó que la chica continuaba allí de pie, mirándola con cara de extrañeza. Se acercó a Julieta con la carpeta roja donde guardaba los apuntes apoyada sobre el pecho y las manos cruzadas sujetándola como si albergase un tesoro. Al verla delante, Julieta levantó la vista del papel que todavía sostenía entre sus manos con incredulidad.
—Perdona —le interrumpió—. No he podido evitar oír la conversación entre vosotros. ¿Le has dicho que no, a Tiziano Ramanazzi?
—No sé quién es Tiziano Ramanazzi —respondió secamente.
—Es el chico que acaba de salir. El que te mandó las notas en clase.
—Ah, ¿y qué pasa con él?
—Es el chico más perseguido de la universidad. Si me apuras de Florencia.
—No será para tanto.
—¿Qué no? —le gritó—. Conozco chicas que matarían por su teléfono.
—Pues toma —dijo poniendo el papel en sus manos—. Que te maten a ti.
Se levantó y salió sin decir nada más. La joven se quedó estupefacta por la reacción de Julieta y echó a correr tras ella.
—Espera, espera.
—¿Qué quieres ahora? —le contestó de mala gana.
—Nada, me has caído bien. Sólo quiero invitarte a tomar algo. Me llamo Valeria Fioravanti.
—Julieta, cariño, la comida está lista. Mario está esperándote a la mesa.
La voz de María tras la puerta la sacó de la ensoñación.
—Valeria Fioravanti, ¿qué habrá sido de ella?