Capítulo 1
Todo por los demás. Era lo único que había hecho la mayor parte de su vida desde que tenía uso de razón. Su falta de decisión le llevó a seguir el camino que los demás tenían trazado para ella. Mientras fue una niña nunca lo pensó, simplemente seguía la línea que ya estaba marcada, sin pensarlo, sin desobedecer, sin imaginar que el mundo era mucho más grande de lo que le estaban mostrando.
Siempre tuvo miedo de defraudar a los que la rodeaban, principalmente desde el acontecimiento que con sólo diez años cambió su vida y la de su familia.
Vivía sin imaginar que la historia podría ser otra, jamás se lo planteó. Era mucho más fácil no pensarlo y dejarse llevar.
Ese modo de actuar la había llevado aquella soleada mañana de abril, casi sin darse cuenta, hasta esa iglesia que desprendía un penetrante aroma a rosas. Durante el resto de su vida recordaría aquel intenso olor, como si de nuevo estuviese allí.
Cuando quiso darse cuenta, estaba enfundada en un elegante vestido de satén y encaje color blanco, que para mayor suplicio ni siquiera le gustaba. A pesar de que el modisto más reputado la ciudad dejó a un lado su interminable lista de espera para confeccionarle un modelo en exclusiva, a Julieta no terminaba de convencerle. No compartía la misma opinión Nancy, la esposa de su padre, quien había escogido por ella al diseñador con la absoluta certeza de que haría un exquisito trabajo totalmente acorde a la magnitud del evento.
—Julieta, no puedes llevar cualquier vestido. Todos hablarán durante meses de la boda, y tú debes estar perfecta. Él hará el vestido adecuado y no hay más que hablar.
—El vestido adecuado… —murmuraba ella entre dientes.
«Lo adecuado sería que mi padre te enviase de nuevo a Houston de donde nunca debiste salir», pensó. Esos solían ser sus deseos hacia Nancy. De haber sabido antes el secreto que ésta guardaba, su concepto de ella hubiese sido completamente distinto.
Nunca dijo que aquello le desbordaba, que todo iba demasiado deprisa y que, aunque Mario era el hombre perfecto a ojos de todos, su cabeza estaba hecha un lío desde que volvió de Florencia.
Pero el día había llegado, y mientras caminaba del brazo de su orgulloso padre por aquel extensísimo pasillo decorado con elegantes ramos tricolor, comprendió que ya no había marcha atrás, era demasiado tarde. Al llegar al altar y recibir el beso de Mario, fue consciente de que otra vez sin pensarlo le habían llevado hasta donde no quería.
A pesar de todo no podía culpar a nadie. Por supuesto, la única causante de la situación que vivía era ella, que no se oponía a nada. Ya se lo advirtió su hermana. Pero todo lo que Escarlata hacía era eso, advertirle, quitarle de la cabeza esas descabelladas ideas como ella las llamaba, cada vez que Julieta quería tomar la iniciativa en algo.
—¿Pero tú estás loca? —era la frase que más le repetía desde que eran niñas—. ¿Cómo puedes decir eso después de tanto tiempo juntos? Si no quieres no lo hagas, Julieta, pero si papá dice que es lo mejor para ti seguramente tenga razón.
Eso fue lo que se limitó a decir Escarlata cuando su hermana le confesó que no estaba segura de querer casarse con Mario. En el fondo, pensaba lo mismo que su padre: Julieta necesitaba alguien que la guiase en la vida y, quien mejor que el magnífico Mario Mascaró.
—¿Tú estás loca?, vas a tener una boda de cuento y después vivirás como una reina. ¡No sé qué más quieres!
Durante los siguientes meses se volcó en preparar su boda. Se dedicaba a visitar floristerías, catering y fincas, acompañada de una lista de insufribles asesoras: Nancy, Escarlata y Carolina, la madre de Mario. Cada una con una opinión diferente y sin tener en cuenta lo que pudiese gustarle a ella, que lidiaba sola frente al grupo de mujeres. Su futuro marido como siempre, estaba hasta arriba de trabajo. Y debía acostumbrarse, eso era así. Era el inicio de su nueva vida.
—Flores fucsia, lilas y… blancas. Eso es lo que estamos buscando. Muéstrenos lo mejor. No se apure, tenemos un presupuesto bastante holgado.
A Nancy nunca le gustó pasar desapercibida. Si su entrada triunfal en el suntuoso despacho, moviendo aquella melena rubia y vestida con un Carolina Herrera rojo, no hubiese sido suficiente para captar la atención de la asesora, con esa frase recalcó su despreocupación por el montante económico que pudiera suponer.
—Podemos ofrecerle un abanico tan amplio en floristería que van a necesitar toda la mañana para ojearlo —le respondió la asesora—. Siéntense y pónganse cómodas, señoras. ¿Puedo ofrecerles algo de beber?
—Gracias, yo tomaré un poco de champán rosado —respondió Nancy mientras se acomodaba.
Era la única persona que Julieta conocía que bebiese champán rosado a cualquier hora del día.
La relación entre ellas nunca fue buena. Si bien era verdad, que entre Julieta y Nancy siempre fue mucho más tensa que entre la americana y Escarlata. Cuando su padre se casó con ella, Julieta que siempre había estado muy unida a él, sintió que se lo robaban.
Nancy Stewart lo dejó todo en su país, incluyendo a sus hijos, para irse a vivir a España con Jorge y las niñas. Sus vástagos, al principio viajaban para pasar con ella largas temporadas, pero cuando se hicieron mayores, no quisieron seguir acompañándola en su aventura transoceánica. Ben cursaba el último año de derecho en Harvard y Kate era enfermera en un hospital en Dallas, así que se limitaban a visitarla durante los periodos vacacionales.
La relación entre Jorge y Nancy comenzó hacía más de veinte años. Se conocieron durante una estancia de él en Houston, donde realizaba un curso de oncología en el Anderson Cancer Center. Nancy acompañaba a Benjamín, su marido, durante un tratamiento contra el cáncer de pulmón que padecía desde hacía años. No pudo superar la enfermedad y tras un segundo viaje del padre de Julieta a Houston para un nuevo curso, Nancy se marchó con él.
Y lo que viene después era de imaginar. Constantes tira y afloja en la relación, encubiertos a ojos de su padre, que deseaba más que nada en el mundo rehacer su vida y que Escarlata y ella tuvieran algún referente como madre.
—No sé cómo alguien puede enamorarse de otra persona mientras su marido lucha por sobrevivir.
—La vida es así, Julieta. Las cosas pasan cuando menos las esperas y lo que es peor, en muchas ocasiones cuando menos quieres. Además, papá está feliz, le brillan los ojos como hace mucho tiempo que no veíamos y con eso nos sobra. Nos da igual como sea ella.
Ese brillo que Escarlata veía en los ojos de su padre era el mismo que todos los invitados percibían aquella mañana de abril, mientras conducía del brazo por el engalanado pasillo, al mayor tesoro de su vida: Julieta.
Jorge siempre tuvo debilidad por ella.
—No tengo preferencia por ninguna de las dos, sólo es que la veo más débil, necesita alguien en quien apoyarse —solía decir a su primera mujer.
Y ese apoyo era el que ella sintió que le quitaban cuando Jorge les comunicó que se casaría con Nancy. Su padre, el hombre de su vida hasta el momento, le abría el corazón a otra mujer que además, apenas conocían. «¿No lo tenía bastante ocupado con Escarlata y ella?», pensaba.
Los inicios fueron difíciles. De la noche a la mañana, una señora desconocida que hablaba un castellano apenas inteligible, tomó el mando de la casa como si hubiera estado al frente siempre. Con los años, la convivencia fue tomando un cariz levemente soportable que se fue extendiendo en el tiempo hasta la actualidad. A pesar de esa relación plagada de zancadillas a su madrastra, Julieta fue llegando a un entendimiento con Nancy. Incluso adquirió algunos hábitos de ella, como celebrar Acción de Gracias, el gusto por los sándwiches de mantequilla de cacahuete y un perfecto acento americano al hablar inglés, que le diferenciaba estilosamente del resto de sus compañeras de clase.
—A mí me cae muy bien Nancy, ya verás cómo te ayuda muchísimo con todos los preparativos.
—¿Por qué siempre tienes que llevarme la contraría, Mario? No quiero que me ayude. Ella ya se casó, tuvo su día y le sacó a mi padre Dios sabe cuánto para que todo fuese a su gusto.
—Julieta, no digas le sacó. Sabes que tu padre se casó con ella porque la quiere… igual que yo a ti. Por eso me caso contigo —susurró Mario a la vez que le besaba en la comisura derecha de los labios.
Julieta y Mario se conocían desde que eran niños. Sus padres habían estudiado juntos la carrera, luego cada uno eligió una especialidad, pero por cosas del destino, terminaron trabajando en el mismo hospital.
Las familias compartían mucho tiempo, por lo que la suya era la típica relación entre dos jóvenes que se conocen de toda la vida y con el paso de los años terminan enamorándose, empujados porque además, es un acuerdo perfecto para sus progenitores.
Cualquier persona que conociese a Mario Mascaró y sus hermanos usaría la misma palabra para describirlos: perfectos. Eran guapos, educados y buenos estudiantes. Mario, el mayor de los tres, había decidido seguir los pasos de su padre. Estudió medicina y en la época en la que se casó con Julieta se encontraba terminando la especialidad de cardiología.
Físicamente los hermanos Mascaró eran similares: altos, atléticos, morenos y con unos ojos profundamente negros. Les diferenciaban las sonrisas, que se correspondían con sus personalidades. Conquistadora en el caso de Mario, golfa en el de Íñigo y tímida en el de Rodrigo.
La pareja empezó a salir en la adolescencia. Ella tenía quince años y el diecisiete, pero se dieron un tiempo cuando Julieta se marchó un año a Florencia para estudiar arte y Mario hizo lo propio para completar sus estudios de medicina en la Universidad de Washington. A pesar de ese acordado impasse, a la vuelta, absolutamente influenciada por su padre, ella retomó una relación que terminó en boda como era previsible.
Y allí estaba ahora, posando para el fotógrafo en un magnífico jardín llevando aquel espectacular vestido. Muy guapa. No era de extrañar, el diseñador había puesto el máximo esmero en la confección del traje. El vestido de satén con escote palabra de honor iba cubierto por un abrigo de encaje de Chantilly que estaba cerrado en la cintura por un broche de diamantes en forma de mariposa. Una de las pocas cosas que tenía de su madre. Llevaba el pelo recogido en un sencillo moño bajo del que salía el velo, coronado a su vez por cuatro mariposas, regalo de Mario, que completaban el conjunto.
Espectacular, era la palabra más repetida entre las invitadas para calificar a Julieta. Al asesorarle tampoco tuvieron un trabajo complicado, era guapa de por sí. Ese tipo de mujer que derrocha encanto, cómo se mueve, cómo gesticula, cómo habla… todo contaba para hacerla deseable. Desprendía algo que hacía querer pasar con ella todo el tiempo del mundo.
—Eres la única novia de mirada triste que conozco, aun así, estás preciosa —le dijo su hermana.
—Gracias. Tú también estás muy guapa.
—¿Qué te pasa? ¿No estás contenta?
A pesar de la amplia sonrisa, sus ojos no reflejaban esa supuesta felicidad. No lo hacían desde que volvió precipitadamente de Florencia, y su vida en común con Mario empezó a tomar forma sin marcha atrás. Había conseguido apartar en un rincón de su mente lo sucedido cuando estuvo fuera, pero no pudo borrarlo, únicamente aprendió a vivir con ello. A eso, debía sumar la ausencia de su madre y los sentimientos que ésta le provocaban.
—Sí, estoy feliz… supongo. Esto es lo que se esperaba, ¿no? Papá está feliz, Nancy está feliz, todos estáis felices… y eso es lo que importa.
—Le echas de menos, ¿verdad? Te entiendo, yo me sentí igual el día de mi boda.
—¿Sí? —preguntó Julieta con el alivio de quien se siente comprendida.
—¡Claro! Sé que es muy triste que no este aquí para cogerte la mano y decirte lo guapa que estás. Que desea con todas sus fuerzas tu felicidad, y que si algo sale mal, estará esperándote con los brazos abiertos. Pero para eso estoy yo, que soy la hermana mayor. Puedes contar conmigo siempre, ¿no? —le dijo Escarlata mientras le secaba las lágrimas del rostro–. Y ahora, a disfrutar de lo que queda de día —añadió.
El extenso jardín estaba decorado de forma elegante. En uno de los laterales habían instalado una suntuosa carpa blanca que albergaba dentro las mesas en las que se serviría el almuerzo. Los invitados esperaban charlando de pie en corrillos, mientras unos uniformados camareros les ofrecían deliciosos canapés, colocados en bandejas de plata. Habría más de trescientas personas, a muchas Julieta no las conocía. Estaba segura de que la mayoría eran compromisos de su padre o del de Mario.
Amigos de la infancia, algunos colegas de la universidad y varios compañeros de trabajo acompañaban a Mario. Por su parte fueron amigas de la infancia, entre las que no podía faltar su inseparable Miranda Stearman, quien a pesar de haber llevado a su nuevo novio, no paró de decirle a Julieta que no se iría sin conocer al amigo de Mario que había volado desde Los Ángeles para estar allí.
Incluso los hijos de Nancy asistieron a la boda, a Julieta y a Escarlata les caían bien. Todavía recordaba perfectamente el día que los conocieron. Vinieron a pasar sus primeras Navidades en familia y al verlos junto a su madre, comprobaron que eran un claro ejemplo del estereotipo norteamericano. Kate de larga y rubia melena, piel blanca y una perfecta sonrisa, venía acompañada por su entonces novio, ahora marido Brad; un chico fuerte con pinta de deportista, algo más moreno que ella, pero con el mismo gesto. Igual aspecto a éste presentaba Ben, el hermano de Kate. Julieta esperaba que en cualquier momento la hija de Nancy les confirmase que era animadora del equipo de fútbol americano del instituto y que Brad era el quarterback del mismo.
Con el paso de los años no habían cambiado. Estaban de pie durante el cóctel previo, charlando animadamente con el grupo formado por Miranda y varios amigos de Mario de la universidad, con el mismo aspecto de reyes del baile de fin de curso, que cuando Julieta los conoció.
Bien entrada la noche, una vez concluida la fiesta, los asistentes se retiraron.
—Ha sido un día perfecto, ¿verdad, cariño? —preguntó Nancy rendida por el cansancio.
—Sí, habéis hecho muy buen trabajo —respondió agotado Jorge, deshaciéndose el nudo de la corbata mientras ella se despojaba de sus altísimos zapatos fucsia.
—Serán carísimos, pero me están matando.
—Siéntate aquí y descansemos un rato, nos lo merecemos.
Nancy se tumbó en el sofá del porche, apoyando su rubia melena sobre las piernas de su marido. Mirando al cielo estrellado, respiró hondo. La casa quedó sumida en un profundo silencio, como hacía mucho tiempo no se recordaba.
Pasado un rato, Julieta salió del baño con un conjunto blanco de La Perla que había comprado con Miranda para la ocasión.
El camisón corto de seda dibujaba perfectamente el contorno de su cuerpo. Un encaje decoraba la parte superior dejando entrever su piel, al igual que los finísimos tirantes que se cruzaban en la espalda. Había soltado el pelo, que caía ondulado, terminando a la altura del pecho. Realmente estaba favorecida.
Mario, que la esperaba recostado en la cama vestido sólo con un pantalón de pijama, la contempló sin decir nada. Se levantó, la cogió de la cintura con un movimiento rápido y la arrastró hacia él. Cuando la tuvo cerca la miró a los ojos durante un rato sin mediar palabra, mientras acariciaba la parte de la espalda que quedaba al aire entre los tirantes.
—¿Por qué me miras así? ¿No te gusta?
—Al contrario. Me encanta.
—¿Entonces?
—Es que… estás muy guapa hoy —susurró Mario en su oído.
—Yo siempre estoy guapa. —Le sonrió ella.
—Es cierto. Entonces debo decir que hoy estás especialmente guapa. —Siguió mirándola cada vez más cerca.
—Mario, sabes que me da vergüenza que me mires así —bromeó ella poniendo la mano ante sus ojos. Mario respondió riendo. Apartó la mano y le mordió la barbilla.
—Pues tendrás que acostumbrarte.
La besó en la mejilla, siguió hasta la comisura y entonces buscó su boca. Julieta no ofreció ninguna resistencia y puso las manos sobre sus fuertes hombros. Sin soltarla como en un baile ensayado, la llevó hasta el borde de la cama y la tumbó con suavidad, colocándose sobre ella. Le acarició el pelo y rozando su nariz, le dedicó una de esas atractivas sonrisas que sólo Mario Mascaró sabía dar. Julieta le cogió la cara y le besó de nuevo.
—Me gustas mucho, doctor. ¿Lo sabes?
—Creo que sí. Y me siento muy afortunado por eso —le dijo él mientras volvía a besarla tras quitarle el camisón y dejarla tumbada en la cama con tan sólo un culote blanco.
Después vinieron más besos, caricias, pasión. Todo lo que puede suceder entre dos personas que, por un instante, terminan siendo una.