Capítulo 2
Tras dos años de matrimonio, la vida de Julieta seguía su curso. Mario era cada vez más reconocido en su profesión y ella veía pasar los días sin nada que la motivase. Los lunes iba con Escarlata a pilates, los martes a clases de dibujo, los miércoles al spa con Nancy, Carolina y Carlota, la mujer de Íñigo. El jueves lo reservaba para almorzar con Miranda. Esa era la única cita que realmente le satisfacía: el sagrado almuerzo con su confidente desde los cinco años, Miranda Stearman. El resto era tedioso para ella.
Miranda era una chica rubia de pelo largo ondulado y amplia sonrisa. Trabajaba como directora de una prestigiosa revista dirigida al sector femenino, su sueño desde niña. Julieta estaba segura de que logró el puesto gracias al esfuerzo desde que empezó a trabajar en ella como becaria, a lo que había que sumar su estilo al vestir y el hecho de que siempre diese buenos consejos. Tenía teorías descabelladas pero a la vez acertadas para todo, la mayoría, avaladas por sus vivencias.
Era la mujer más fuerte que conocía, la vida no le había dejado otra opción. Su madre se casó con un militar estadounidense que durante los primeros años de la relación le propinó constantes insultos y vejaciones. Nunca supo muy bien por qué lo aguantaba. El punto final lo puso el día que durante una pelea, el padre de Miranda intentó pegarle. Esa misma noche, su madre la cogió y huyó lejos de allí. Miranda tenía alrededor de dos años y nunca más volvieron a saber nada de él. Después de ese matrimonio, la mujer encadenó otros cuatro que terminaron fracasando, de la misma forma que su hija encadenaba relaciones infructuosas por miedo a que el compromiso viniera acompañado por la decepción.
Al menos la relación de Miranda con su madre era muy buena, a pesar de poner a prueba su paciencia de forma constante. Desde niña fue esa clase de persona que rompe las reglas y hace lo que quiere sin importarle nada. La primera vez que lo dejó claro fue el día de su comunión, cuando se negó a llevar el clásico vestido de princesa con el que sueñan todas las niñas. Tras oponerse a las infinitas opciones que su madre le brindó, apareció en la iglesia, para disgusto de su abuela, ataviada con un simple vestido blanco, dejando bien claro que era ella quien mandaba.
Julieta y ella se conocieron el primer día de colegio. El primer día Julieta lloraba sin consuelo, Miranda le prohibió hacerlo porque ella sería su amiga. Desde entonces nunca se habían vuelto a separar. Su complicidad era especial, superando incluso la que Julieta tenía con su propia hermana. De hecho, Miranda guardaba más secretos que Escarlata. La conocía como nadie, le bastaba una mirada para saber lo que estaba pensando.
En los momentos de crisis profunda, Julieta siempre solicitaba un Stearman consejo, como ellas los llamaban. Era la perfecta consejera sentimental debido a su vasta experiencia sexual, motivo por el que no era muy bien vista a ojos de Mario.
Mientras Julieta y él mantenían un noviazgo modélico, su amiga se presentaba en cada reunión con una nueva conquista, que, por supuesto, acarreaba una inquietante historia. Todo lo que contaba parecía espectacular y emocionante, su excitante vida, llena de viajes y aventuras era totalmente envidiada por Julieta, que la escuchaba con los ojos abiertos como una niña sorprendida.
—Te recuerdo que esta noche hemos quedado para cenar con Miranda y su novio.
—Uff Julieta, ya he hablado con mi hermano y Carlota… Bueno, podemos ir todos juntos.
—¿Todos juntos? —exclamó Julieta con cara de pánico.
—Sí, ¿por qué no? —Mario ya sabía que aquella noche cenarían con Miranda, y la idea espontánea de querer invitar a Íñigo y su mujer, no era más que una estrategia organizada por los hermanos Mascaró con un claro fin.
Para Julieta, su marido parecía ser el único que no era consciente de que reunirlos era una mezcla explosiva. Pensaba que no tenía idea alguna de que lo ocurrido entre ellos hacía años, aun no estaba acabado. Pero, en realidad, era ella la que desconocía que Mario, no sólo estaba al tanto de toda la historia, sino que además, había facilitado alguno de los encuentros que se extendían hasta la actualidad, a pesar de que Íñigo llevaba casado más de un año. Ya estaba prometido con Carlota cuando en la boda de Mario y Julieta, tras dos años evitando verse, retomaron la relación en la cama donde su hermano pasaría la noche de bodas.
Finalmente, fueron a cenar a un tailandés elegido por Miranda, a la que le encantaban los restaurantes exóticos. Se sentaron los seis en una amplia mesa redonda, la cual tenía un plato giratorio en el centro. Mientras esperaban la comida, Íñigo no paraba de dar vueltas al plato con la intención de llamar la atención de la chica y, de paso, disimular haciendo reír al resto.
—Estate quieto, cariño —le susurró Carlota, su mujer, un poco avergonzada, cogiéndole la mano para que parase.
A Julieta, Carlota siempre le pareció un poco estirada. Era una clara cazafortunas que estuvo revoloteando alrededor de los tres hermanos Mascaró hasta que por fin consiguió casarse con uno. Su carácter era completamente opuesto al de su marido, siempre tan elocuente, divertido y bromista, por lo que Julieta nunca entendió que vio Íñigo en ella, aparte de una belleza espectacular conseguida a golpe de bisturí y horas de gimnasio.
—Payaso… —murmuró Miranda.
—Perdona, ¿qué has dicho? —le preguntó él clavando su magnética mirada en sus ojos.
—Nada —le respondió ella con chulería, manteniéndosela.
—¡Ah!, porque por lo que yo sé, siempre te gustó el circo, ¿verdad?
La cara de Miranda se transformó, la noche no había hecho más que empezar y prometía. «¿Cómo no podían darse cuenta los demás? ¿Hacían Carlota y el novio de Miranda la vista gorda ante la evidente situación? Si parecía que estuviesen solos», pensaba Julieta. Sólo era necesario fijarse un poco en las miradas que se estaban lanzando para entender que entre ellos había química.
A Íñigo siempre le gustó Miranda, pero ésta le daba largas, hasta que un día en la fiesta de despedida de Mario y Julieta antes de irse a estudiar fuera, las cosas entre ellos cambiaron para siempre. Por algún motivo que jamás nadie supo, esa noche estuvo más receptiva que de costumbre a sus indirectas.
Era una noche de agosto. Miranda, que llevaba un vestido ibicenco, estaba sentada en una hamaca en la piscina del jardín de los Mascaró.
«Ay, Dios mío…», pensó al verlo acercarse con aquel pantalón vaquero caído que tan bien le sentaba, dejando asomar el bañador debajo. Acompañado de su eterna sonrisa de golfo y ese flequillo largo despeinado, que le daba aspecto de recién levantado, se sentó junto a ella y le lanzó esa mirada con la que todavía hoy, conseguía paralizarla.
—¿Sola aquí, rubia?
—Ya ves, nadie me hace caso.
—Vente a la cocina, anda… —le dijo poniéndose de pie y cogiéndola de la mano. Sorprendentemente, ella le siguió sin pensarlo.
Entraron en la cocina, Miranda se sentó en uno de los taburetes que había alrededor de la isla. Él, de un salto, hizo lo mismo sobre la encimera.
—A ver, Miranda, ¿cuánto tiempo me vas a tener así?
—¿Así cómo? —le preguntó ella haciéndose la tonta.
—Tú lo sabes muy bien. —Soltó sobre la encimera el vaso que sostenía y se arrimó a ella.
Sin decir nada más, la besó. Ella se quedó sorprendida de que fuese tan directo. Íñigo cogió el taburete de al lado y se sentó, le tiró suavemente del brazo para que quedase sentada sobre él. En ese instante Rodrigo, el hermano menor, entró en la cocina y los pilló besándose.
—Perdón, sólo venía a por hielo. ¿Queréis? —les interrumpió.
Los dos lo miraron atónitos, sin entender bien a qué venía la pregunta.
—Lo digo por refrescar un poco el ambiente. —Y salió riendo de la cocina.
—Va a tardar dos segundos en contarlo y la gente otros dos en subir. Así que vamos a mi habitación.
Aquella noche fue la primera de una larga lista de noches que pasaron juntos. Diez años después, continuaban viéndose a escondidas.
Durante el tiempo que Mario y Julieta estuvieron fuera, mantuvieron una relación que a ella acabaría pasándole factura. Íñigo le hizo pagar a su manera el esfuerzo que le costó conseguirla. El escaso interés que ella mostraba al principio se fue convirtiendo en una adicción, y cuanto más interesada estaba, menos caso le hacía él. Luego, cuando era ella la desinteresada, Íñigo no la dejaba respirar. En circunstancias normales, Miranda hubiese pasado del chico sin ni siquiera acordarse de su nombre a la semana, pero en esta ocasión, sin quererlo, se había enamorado perdidamente. Y así continuaba todavía, ella que nunca se pillaba por los hombres, que siempre era la que decía hasta cuándo y, por supuesto nunca daba una segunda oportunidad, era incapaz de decir: no, a Íñigo Mascaró.
—Esta vez se ha superado, ¿no? —comentó Mario mientras conducía de vuelta del restaurante.
—¿Qué quieres decir?
—Que si no me equivoco, esta es la tercera vez que la vemos con ese tío, por lo que deben de llevar juntos por lo menos… dos meses…
—Qué idiota eres —replicó Julieta mientras miraba el reloj que llevaba Mario en su muñeca izquierda.
Tenía el codo apoyado en la puerta y dejaba reposar la cabeza sobre la palma de la mano, de esa forma tan sexy que tanto gustaba a su mujer.
—Por cierto, tu hermano se ha pasado toda la noche dándome pataditas por debajo de la mesa. Me imagino que buscando las piernas de Miranda. ¿Cuándo piensa dejarla tranquila? Todavía no se ha enterado de que no quiere saber nada de él.
—La que no se entera de nada eres tú. Sin ir más lejos, mi hermano pasó la noche del jueves en casa de Miranda. Así que algo de interés tendrá ella.
—O sea, ¿qué tú sabías que siguen viéndose y no me has dicho nada?
—Pensé que tú también lo sabías. Se supone que os lo contáis todo, ¿no? —La pregunta le molestó. Miranda tenía prisa la semana pasada al salir del almuerzo, pero no le había contado el motivo.
—¿De qué va es eso de que mañana habéis quedado para salir? ¿Tú no te ibas a Londres? —le preguntó intentando evitar que se diese cuenta de que estaba molesta.
—Sí, y me voy. Me imagino que es la coartada para poder quedar con ella de nuevo.
—Perfecto. ¿Y a ti te parece bien lo que está haciendo? —le preguntó con bastante enfado.
—Mi hermano me ha pedido un favor y yo se lo he hecho como tantas otras veces. Yo no me meto en su vida, y mucho menos en el terreno sexual. Que se acueste con quien quiera. Ella tampoco ha puesto nunca impedimentos, así que le gustará…
Cada vez odiaba más ese aspecto de la personalidad de Mario. Estaba tan seguro de sí mismo, que creía que nunca podía equivocarse. Todo lo que él hacía estaba bien. Julieta se quedó en silencio, mirando a través de la ventana.
—No te enfades, sé que la quieres mucho, pero ya somos todos mayores para hacer lo que nos dé la gana, ¿no crees? —dijo Mario mientras le acariciaba la rodilla.
Su gesto a pesar del enfado, hizo que su mujer le sonriese con dulzura. Después, se recostó en el asiento de cuero blanco y se dejó llevar mientras él subía la mano por la pierna. Un cosquilleo le invadió el estómago y con esa sensación en ella, el Lexus RX 450h negro en el que viajaban se perdió en la oscuridad de la noche.
Para Julieta todos los días eran iguales. En su vida nunca pasaba nada nuevo ni emocionante. En cambio, en la de los demás no había sitio para el aburrimiento, como bien había podido comprobar la noche anterior. Cuanto más tiempo llevaba con Mario, más segura estaba de que para él, no era más que un florero. Un precioso objeto que mostrar a los demás, orgulloso de que hacía con ella lo que le daba la gana porque nunca se revelaría.
A veces recordaba sus conversaciones con Miranda y pensaba que quizás tuviese razón y los nombres determinasen nuestra vida. Sin ir más lejos, ahí tenía el ejemplo de su hermana Escarlata, fuerte y tenaz como la O´Hara, sin rendirse ante nada, creyéndose capaz de todo, levantándose ante cualquier fracaso. Y por otro lado estaba ella, Julieta, más cobarde, que dejó parte de su corazón en Florencia. El fantasma de la huida siempre la perseguiría.
Pero ahora era tarde para los lamentos. Eligió volver a casa, retomar su relación con Mario, vestirse con aquel vestido blanco y continuar la historia de su vida hasta el punto en el que se encontraba hoy.
El día después de la cena, jueves a las dos y media. Julieta llegaba tarde a su cita semanal con Miranda. En el restaurante de siempre: Di Carlo, Al fondo, en la misma mesa de cada jueves, esa guapísima chica rubia con amplia sonrisa rosa fucsia estaba sentada junto a la cristalera, embelesada con su iPad. Julieta siempre la admiró porque pensaba que era una chica muy segura, tenía mucha personalidad.
—Perdón, perdón, llego tarde.
—¿Dónde te has metido?
—He estado atrapada en un atasco a la vuelta del aeropuerto. Fui a llevar a Mario, se va a Londres al curso que te conté.
—Um, entonces en cuanto termines de comer te irás rápido a casa con tu amante para desatar tus pasiones, ¿no?
Julieta le miraba divertida.
—Hablando de amantes… casi no vengo.
—¿Qué pasa?
—Estoy muy enfadada contigo.
—¿Por…? —preguntó con cara de sorpresa Miranda, colocando su tablet en un extremo de la mesa.
—¿Cuándo pensabas contarme que has vuelto a verte con Íñigo?
—Vaya —dijo impresionada cogiendo la mano izquierda de Julieta y mirando el anillo que llevaba en su dedo anular—. Esto debe costar una fortuna.
—¡Qué dices! —contestó Julieta sonrojada—. Para lo que lo quiero… Estoy segura de que cuanto más caro es el regalo, más pretende aliviar su conciencia, así que prefiero no pensarlo. Pero no cambie de tema, señorita Stearman.
—Ja, Mario te adora y tú lo sabes, te compra cosas sólo porque te quiere. Ojalá a mí algún hombre me mirase como te mira él… —le contestó Miranda quedándose con cara de pena ante la idea.
—Deja en paz a Mario y háblame de su hermano. ¿Por qué has vuelto a hacerlo?
—Porque no lo puedo evitar. Ejerce una atracción en mí que me impide decir no.
—Miranda, eso no me gusta. Ya sabes cómo va a terminar todo esto —le reprochó.
—¿Qué más da como acabe, Julieta? Lo importante no es el final, sino la emoción del principio y el placer del momento. Si Mario es la mitad de bueno que su hermano en la cama, entiendo perfectamente que ni te plantees tener un amante.
—No todo es sexo en la vida.
—No lo entiendes. No es el sexo, es como me hace sentir a través de él. Cuando estamos juntos es como si el tiempo se parase. Mi corazón se acelera. Sentir su aliento en mi cuello me hace temblar. Me susurra cosas al oído y… —Suspirando empezó a abanicarse con la mano separando la parte superior de la camisa. —Con una sola sonrisa, y sabes de qué sonrisa te hablo, puede hacer conmigo lo que quiera. Sé que no debería ser así, pero no puedo evitarlo. ¿Y sabes qué es lo peor? —Julieta la miraba fijamente sin contestarle. —Que él también lo sabe.
—Lo único que quiero es que no sufras.
Esas eran las profundas conversaciones entre ellas, con solo treinta años ya compartían sustanciales vivencias y secretos la una de la otra. Lo que ellas desconocían era que la vida, en breve, les deparaba otra prueba que les volvería a demostrar su inquebrantable amistad.
Mientras las dos amigas degustaban sus platos de pasta, la conversación seguía.
—¿Qué le pasa a Mario? Estaba un poco ausente anoche.
—Está obsesionado con el tema embarazo. Ya es vox populi en la familia. Según Nancy lo que tengo que hacer es relajarme y no pensar en ello, y según Escarlata debemos consultar con Viñales.
Sin quererlo entre unos y otros la estaba sometiendo a una insufrible presión psicológica, agravada por el deseo de querer traer un hijo al mundo, pero no en aquellas circunstancias personales. Quería a Mario, eso lo tenía claro, pero antes necesitaba cerrar las puertas del pasado. Se sentía protegida con él, su vida estaba muy planificada, pero también añoraba a veces, la espontaneidad y locura que le proporcionó aquel chico que conoció en Florencia.
Las cosas habían cambiado demasiado. Desde que volvió de Washington, Mario ya no era el niño dulce que le esperaba a la puerta del colegio vestido con pantalón gris y polo blanco de uniforme. Aquel año fuera lo cambió, convirtiéndolo en el doctor Mascaró, más maduro y curtido. Afectado entre otras cosas, por experiencias como la relación que mantuvo con la profesora de emergencias médicas, casada y veinte años mayor que él.
Nunca volvió a ser el mismo, no desaprovechaba ninguna ocasión para dejar clara su superioridad a Julieta, y recordarle la suerte que tenía de estar con él. Pero ella a su vez en ese tiempo, descubrió que podía gustarle a otros chicos y ser feliz.
Mario ansiaba tener un hijo y éste no llegaba. Cena tras cena, almuerzo tras almuerzo, se repetían las mismas preguntas. ¿Cuándo te quedarás embarazada? Ya deberíais tener hijos, ¿no? Cada vez que alguien sacaba el tema Julieta hubiese preferido que la tierra se la tragase. Mejor eso, que soportar las miradas inquisidoras que sin tener la más mínima idea, daban por hecho que el problema para continuar la saga estaba en ella. ¿Acaso el hecho de quedarse embarazada era cosa sólo de uno? No, hacía falta también que el perfecto Mario pusiera de su parte. Y daba la casualidad de que en esta ocasión era él quien no podía tener hijos.
No habían hecho ningún tipo de prueba, pero Julieta sabía que el problema no era ella. Estaba segura porque ya tuvo la oportunidad de sentir a un hijo dentro, pero nadie lo supo, salvo Miranda. Pero eso ocurrió hacía mucho tiempo y se quedó Florencia, junto a sus ansias de enfrentarse a todos y ser libre para siempre.
—¿Qué vas a hacer, vais a hablar con el médico ese? —preguntó Miranda mientras mordía un grissini.
—No lo sé. Necesito más tiempo para decidirme.
—Julieta, no puedes alargar la situación eternamente. En algún momento tendrás que tomar una decisión. O lo tomas o lo dejas, pero no puedes continuar así.
—Si Mario volviese a ser el de antes, todo sería distinto. Se ha convertido en una persona tan materialista y distante que a veces no lo reconozco.
—Necesitas alguien que te de un empujón —dijo Miranda observando su reloj—. Tenemos que irnos, debo pasar por la oficina para cerrar una entrevista rápido, esta noche tengo una cita.
—¿Estás segura de que quieres quedar con él?
—Julieta, si ese hombre supiese lo que pasa ahora mismo por mi mente, ya estaría aquí.
Así era Miranda Stearman, una montaña rusa de sentimientos, que a pesar de lo que mostraba al mundo, también tenía debilidades.
Salieron del restaurante, pararon para comprar un helado y caminaron por La Avenida dirección a la revista, ajenas a que en unos minutos un tropiezo cambiaría la vida de Julieta para siempre.