CAPITULO XIV
Sólo la habilidad de los ingenieros pudo conseguir que el Star volviera a deslizarse por el espacio, aunque a una velocidad muy inferior a la de crucero.
Luego, la extraordinaria habilidad de Douane hizo que emprendieran el regreso a la Tierra con un mínimo de garantías.
Fue un viaje alucinante, casi a ciegas, lento y peligroso que les ocupó meses y meses de monótona espera.
Luego, cuando ya los nervios comenzaban a hacer presa en algunos de los tripulantes, vieron alzarse el sol y su luz barrió las tinieblas en un espectáculo de belleza infinita. Días después, cuando el sol volvió a iluminar el ahora brillante espacio, vieron inmensamente lejos un cuerpo celeste que les llenó de lágrimas.
—¡La Tierra! —sollozó Joyce, mirando a través del grueso cristal de la cámara de mando.
—¡Ajá! Ahí la tienes...
La Tierra adquirió forma y color al día siguiente. Era realmente un planeta azul, que aparecía y desaparecía entre blancas masas de nubes como si jugara al escondite.
Joyce susurró:
—Nunca dudé de que tú lo conseguirías, amor mío.
—Ojalá yo hubiera podido tener esa confianza. Pero ahora está ahí y nosotros volvemos, con el Star renqueante, pero fiel hasta el final.
La alegría se había desbordado entre la tripulación. Quien más quien menos tenía alguien querido aguardándole ya sin esperanza. Y aunque no quisieran admitirlo, estaban orgullosos de la misión cumplida, de todos los sacrificios, de todos los compañeros desaparecidos, porque con su muerte habían ahorrado a la Humanidad una catástrofe que bien pudo significar el fin de la vida.
Entonces hubieran deseado más que nunca que el Star funcionara a toda potencia para que les acercara a la Tierra con su antigua velocidad de vértigo.
Ahora, despacio, inseguro, les acercaba con desesperante lentitud.
Douane controlaba los mandos cuando el planeta azul se esfumó más allá de una densa barrera de nubes. Estaba relajado, tranquilo, lejos ya de toda amenaza.
Y en aquel instante un zumbido de alarma le hizo dar un brinco en el asiento.
—¿Qué ocurre? —chilló.
—Habla el ingeniero Bauer, señor, del control de emergencias.
—¿Y bien?
—Está sucediendo algo inusitado, señor.
—Voy inmediatamente.
No quería que una nueva alarma se extendiera por la nave, así que fue personalmente al puesto de control de emergencias.
El ingeniero Bauer era un hombre experimentado, flemático. De origen alemán, todo el mundo le repetía que debería haber nacido inglés debido a su talante imperturbable.
Sólo que entonces sí estaba alterado.
Señaló unas esferas iluminadas y gruñó:
—Véalo usted mismo, señor. Parecen haberse vuelto locas.
—¿Ha comprobado los circuitos? No pueden registrar esa radiación. En realidad, no creo que exista en ninguna parte.
—Los he verificado uno a uno. Todo funciona perfectamente.
—Entonces, ¿qué conclusiones saca usted de ese fenómeno?
—Que estamos entrando en una capa de radiaciones tan altas que nadie podría soportarlas. Sería la muerte, comandante.
—Nunca hubo en el espacio semejante fenómeno.
—No hay otra explicación. Los contadores no mienten, usted mismo puede verlo... ¡Eh, mire! Incluso se acentúan.
Douane sintió un frío de muerte en la médula. Una idea terrible le asaltó, y en aquel instante hubiera deseado que las naves gigantes hubieran vencido en la última batalla.
Los dos hombres quedaron mirándose, como paralizados. Bauer susurró:
—¿Está pensando lo mismo que yo, comandante?
—Creo que sí, pero me niego a admitirlo. ¡Condenación! No puede ser.
- Encuentre otra explicación, si puede, señor.
—Eso es lo malo, que no la tengo. ¿Cree usted que la radiación puede penetrar en la nave?
—No, señor. Son los sensores exteriores los que captan ese fenómeno.
—Bien, seguiremos descendiendo. Pero no diga nada a nadie hasta estar seguros de lo que pasa ahí fuera.
—Muy bien, comandante...
Se fue a su solitario puesto de mando. Sentía la viscosa sensación del terror adueñarse de su ánimo, de sus nervios, de sus sentimientos.
Por primera vez no sabía qué hacer.
Una hora más tarde se dirigió a los almacenes de la nave y pidió una relación de trajes estancos. Afortunadamente, había suficientes para toda la tripulación.
Volvió atrás. No fue a reunirse con Joyce como tenía por costumbre a esa hora, sino que buscó a Bauer y ambos continuaron pegados a los diales de agujas oscilantes que significaban la muerte.
Casi al anochecer, la barrera de nubes les engulló. Los contadores oscilaron violentamente indicando la brusca subida de la mortal radiación.
Bauer dijo:
—Ya no cabe ninguna duda, comandante.
—Lo sé. Le encargo que se ocupe de informar a la tripulación de lo que pasa ahí fuera.*Voy a detener el descenso hasta la mañana.
—Eso no arreglará nada y usted lo sabe. Por la mañana la radiación seguirá ahí.
—Pero podremos ver lo que nos aguarda. Recuerde que no tenemos un sólo instrumento de comunicación con el exterior.
—Comprendo.
Esquivó a Joyce esa noche pretextando estar muy ocupado con los preparativos de la llegada.
Luego Bauer dio la mala noticia y el temor y el desaliento se extendieron entre la tripulación.
Fue la noche más larga de sus vidas.
* * *
La Tierra apareció de pronto ante sus ojos asombrados, y de cerca ya no era azul. Ni siquiera era un mundo acogedor.
Douane llevó el Star en un vuelo lento y planeado hasta una altura de cinco mil pies. Toda la tripulación estaba apelotonada junto a las mirillas de observación. Nadie pronunciaba una palabra. El horror les había dejado mudos.
Sobre la Tierra no quedaba más que desolación y ruinas.
Ruinas de ciudades que ya no existían.
Ruinas de bosques calcinados, desintegrados. Aquí y allá, un tronco renegrido se alzaba aún como mudo testigo de la catástrofe.
Ruinas de buques empotrados en los roquedales de las costas, y ruinas de pueblos y campos, y sobre todo ello la mortífera radiación más acentuada ahora que estaban tan próximos al escenario del colosal holocausto.
Joyce sollozó junto a Douane. Este le rodeó la cintura con su brazo y murmuró:
—Ni un solo ser viviente... Hemos luchado y muerto en la inmensidad del espacio para nada.
—Pero...
—Desataron la guerra nuclear, es así de sencillo. Insensatos, dementes y estúpidos, alguien desató el infierno y se abrasó en él porque nadie podía alzarse vencedor de esa confrontación.
—¡Oh, Rob! ¿Qué será de nosotros ahora?
El la miró con tristeza.
—Tenemos equipos protectores suficientes para todos, uniformes especiales para evitar que las radiaciones acaben con nosotros, pero eso no nos servirá de mucho, ¿no crees?
Se miraron larga y profundamente. No necesitaban palabras para comprenderse.
Douane se apartó de ella y volvió a tomar los mandos.
—Nos dirigiremos a nuestra base, si es que queda algo de ella. Allí decidiremos.
Dio órdenes para que fueran distribuidos los equipos aislantes. Poco después, tras atravesar el océano, avistaron su base de lanzamiento.
Era un montón de ruinas, informe, desolado y muerto.
Buscó un lugar donde descender, y lo hizo sobre la playa desierta. Era la única extensión despejada que tenían al alcance de sus posibilidades.
El Star descendió majestuoso, lento. Sus columnas de aterrizaje se hundieron en la arena profundamente, tanto que la nave quedó ladeada, varada como los restos de un naufragio. Y en cierto modo no era otra cosa.
Protegidos por los trajes estancos, Douane y Joyce fueron los primeros en descender a la arena. Caminaron con cierta torpeza hacia los restos calcinados de la base. Las rampas y torres metálicas habían desaparecido y no eran más que montones de hierros retorcidos, informes.
A través de! sistema de comunicación inserto en el casco, Joyce sollozó:
—¡Rob, la ciudad...!
—Ya no existe. No existe ninguna ciudad, pudiste comprobarlo desde el aire. Ruinas y sólo ruinas... ¡Malditos dementes del infierno!
Debajo de un cobertizo desplomado, Douane descubrió la carrocería de un bólido a turbina. Toda la pintura había desaparecido y estaba renegrido, una completa ruina.
Abrió el capó con la esperanza de que aún funcionara, pero un vistazo fue suficiente para saber que aquella máquina, ni ninguna otra en la Tierra, volvería a funcionar jamás.
—Tendremos que andar esas diez millas si queremos ver lo que queda de la ciudad, de nuestras casas...
Joyce digo, ahogando el llanto:
—Y de Lesley, Rob.
—Ya pensé en ella. Vamos.
Echaron a andar hasta el agotamiento.
Luego, entraron en lo que una vez fuera una ciudad y que ya no lo era. Montañas de escombros obstruían las calles. Los cuerpos retorcidos de las víctimas de la hecatombe aparecían aquí y allá, medio sepultados entre las ruinas, en posturas absurdas, ridículas o patéticas.
Eran apenas formas humanas, carbonizadas, sorprendidas por la muerte cuando no la esperaban.
Una fachada se mantenía en equilibrio. Detrás no quedaba nada. Parecía un decorado de cine.
Más allá era al revés. La fachada se había derrumbado y detrás quedaron los apartamentos al descubierto, impúdicos, mostrando sus intimidades. Eh uno de ellos, la muerte había sorprendido a toda una familia sentados en tomo a una mesa. Ahora, eran una alucinante imagen petrificada y negra.
En la planta baja, en un semisótano, la vaharada mortal de la bomba había sorprendido a una pareja haciendo el amor. Había fundido los dos cuerpos y ahora eran un solo y negro tizón del que sólo se distinguían los brazos, enroscados unos en los otros.
Joyce lo miraba todo con ojos desorbitados, incapaz de asimilar todo aquel horror.
Al doblar una esquina se produjo un súbito revoltijo al pie de un montón de ruinas. Una manada de ratas huyó saltando y chillando, ocultándose de los intrusos.
—¡Ratas! —exclamó Rob Douane —. Alguien escribió una vez que ellas heredarían la Tierra si se declaraba una guerra atómica... Tenía razón.
Se dirigieron hacia el búnker subterráneo donde estuviera el Consejo General Militar. Junto a la entrada quedaban los centinelas, convertidos en estatuas calcinadas.
El enorme portón metálico estaba retorcido y abierto. Se internaron en las tinieblas hundiéndose en las entrañas de la tierra.
Joyce susurró:
—Hubiera sido preferible quedarse para siempre en el espacio, Rob...
—Y morir allí, tienes razón. Hubiera sido una muerte limpia.
Se cansaron de descender tramos de escaleras porque no funcionaba ninguno de los sistemas mecánicos.
Y allá abajo, en aquellas profundidades, tuvieron otra inquietante sorpresa. Al fondo de un amplio pasillo brillaba una luz vacilante y débil.
Se precipitaron hacia allí. Era la cámara donde ellos habían celebrado la asamblea antes de emprender el vuelo a las estrellas. Ocupando toda una pared, había un mapa en relieve de todo el país, y un hombre alto, enfundado también en un traje aislante, contemplándolo.
Douane dijo a través de su pequeño altavoz:
—¿Quién es usted?
El hombre se volvió en redondo y les miró asombrado.
—¿Y ustedes? Pensé que no quedaba nadie vivo en un millón de kilómetros a la redonda...
—Tripulantes del Star, una nave de la Flota Exterior.
—¡De la Flota Exterior! Yo soy el mayor general Davidson.
—¿Cuándo estalló la guerra, cómo...?
—Estalló, eso es todo.
Levantó el índice y señalando el mapa dijo:
—Cada punto rojo es una ciudad barrida del mapa...
—Todas las ciudades.
—Cierto.
—Y nosotros... pensando que salvábamos al género humano peleando allá arriba. ¡Qué estúpidos fuimos! Y mientras, aquí abajo declaran la guerra atómica, sólo para perderla.
El mayor general dio un respingo.
—¿Perderla? Pero hombre, ¡si la hemos ganado!
Joyce soltó un amargo sollozo.
Douane echó una mirada al mapa. Cientos y cientos de puntos rojos...
Sintió ganas de llorar. Tomó a Joyce de la mano y ambos abandonaron el sótano.
Una vez fuera se miraron larga, intensamente. Lloraban los dos. No podían hacer otra cosa.
Nadie podía hacer otra cosa.
FIN