CAPITULO XII
El general Falk aparecía exultante en la pantalla cuando desgranaba un rosario de felicitaciones por la victoria.
—Haré constar su heroico comportamiento, comandante, y le propondré para el ascenso inmediato...
—Me permito recordarle, señor, que el resto de la tripulación cumplió con su deber lo mismo que yo.
—Naturalmente, por supuesto, no lo olvido, comandante. Ahora, veamos qué averías ha sufrido el Star.
—Bastante graves, señor. Uno de los disparos desintegró más de cincuenta metros de nuestra coraza, destruyó los conductos de energía a los motores de estribor y mató a un ingeniero y un técnico mecánico.
—Lamentable. ¿Qué más?
—También recibimos el impacto de un gran pedazo de la nave enemiga, delante de los motores del mismo lado. Esos motores estarán fuera de servicio durante todo el tiempo que tardemos en reparar los destrozos.
—Ya veo... eso les mantendrá fuera de combate por lo menos dos semanas.
—Eso es lo que he calculado.
—Bien... trabajen lo más rápido posible. Manténganse parados donde están a fin de ahorrar energía y para que yo sepa en todo momento dónde encontrarles en caso de emergencia. Sabemos que queda por lo menos una astronave enemiga, la primera con la que se enfrentaron ustedes. Es preciso abatirla también.
—Sí, señor.
—He dado orden al comandante Giancarlo de que se una a nosotros. Entre los dos vamos a intentar destruirla allí donde se encuentre, pero entretanto manténgase alerta, Douane.
—Perfectamente, general.
—No olvide en ningún momento que luchamos por la supervivencia de la raza humana.
Fastidiado, Douane desconectó el visor y suspiró. La nave estaba inmóvil ahora, mientras los equipos de ingenieros y técnicos se aprestaban a efectuar las reparaciones de emergencia que les fuera posible. No era una tarea fácil, porque los destrozos eran considerables, especialmente los causados por el único disparo del enemigo que les había acertado.
No quería ni imaginar lo que hubiera sucedido si en lugar de un solo impacto hubiesen sufrido otros. Posiblemente a estas horas ya no existiría el Star y todos ellos se habrían convertido en gloriosos héroes muertos, como las tripulaciones de Labuse y del sombrío alemán Schlegel.
Se dirigió a la cámara de descanso, sorprendiéndose al experimentar de pronto un profundo sentimiento de añoranza de la Tierra. Hubiera dado cualquier cosa por comunicar con el viejo planeta que flotaba a millones de millas de distancia... sólo que eso solamente le estaba permitido hacerlo al general Falk, y tan sólo para transmitir breves informes de la marcha de las operaciones.
De cualquier modo, tal vez pudiera gozar de un antídoto contra la añoranza. Cambió de dirección y fue en busca de Joyce.
* * *
Dos semanas más tarde, las reparaciones estaban casi terminadas. El boquete abierto por el disparo había sido cerrado con planchas acorazadas de repuesto, y sólo faltaban los últimos toques para que funcionasen de nuevo los motores de estribor.
Sabía que las naves del general y del comandante Giancarlo rastreaban inmensas zonas del espacio en busca del enemigo, sin éxito hasta el momento. Con la misma regularidad de un reloj, el general Falk establecía la diaria comunicación, dando sus coordenadas de situación, interesándose por la marcha de las reparaciones, y terminando invariablemente por recomendar una constante vigilancia.
Douane ya ni le prestaba atención, ocupado con sus propios problemas. La tripulación descansaba por turnos, y los heridos y contusos a causa del combate se restablecían sin dificultades.
En ocasiones, Douane se encerraba en su cámara y escuchaba música, o leía, o, simplemente, dejaba la mente en blanco negándose a pensar en nada.
En otras ocasiones, llamaba a Joyce, o ésta acudía por su propia cuenta, y hacían el amor y luego permanecían tendidos en la litera, exhaustos, pletóricos y felices como si fueran los únicos seres vivos en toda la Galaxia.
En esas últimas horas de aquella jomada, hablan repetido el juego del amor hasta el agotamiento. Después, silenciosos, abrazados, sintiendo cada uno en su piel el calor del cuerpo del otro, dejaron deslizarse el tiempo sabiendo que los días de plácida tranquilidad estaban llegando a su fin.
Joyce susurró:
—Si sólo quedase una de esas astronaves, Rob...
—Es posible que sólo haya una. No creo que dispongan de una flota más numerosa.
—Si la abatimos, ¿crees que regresaremos a la Tierra de inmediato?
—Eso dependerá del general, y de las instrucciones que reciba. Tal vez sigamos patrullando durante un tiempo, sólo para asegurarnos de que no aparecen más flotas enemigas. ¿Por qué lo preguntas? ¿Estás deseando volver a casa?
—Sí.
—Es lógico.
—¿Tú no?
—Bueno... también, por supuesto, pero no es nada que me quite el sueño.
—¿Piensas en Lesley?
—Naturalmente.
—Es por ella que deseas volver, lo comprendo.
—Tú haces que ese deseo ya no sea ahora tan acuciante como era antes.
Al cabo de unos minutos, Joyce sonrió para sí y comentó:
—Se me ocurre que deberían levantarnos el más grande monumento de toda la historia de la Humanidad. ¿Te imaginas, nuestras efigies en bronce, en el centro de cualquier parque público? O delante del Capitolio...
Se echó a reír, mientras él la observaba de soslayo, divertido.
—Me gustaría —dijo—. Sobre todo si se tratara de una obra abstracta, o cubista o de cualquier otro estilo semejante. Sería chocante ver cómo reproducían en abstracto tus pechos puntiagudos, o tus caderas, o esa boca dulce...
—¿De veras es dulce, Rob?
El ladeó la cabeza y la besó.
—Como la vieja miel de nuestros abuelos.
—De veras, pienso que estarán obligados a demostrarnos agradecimiento de un modo o de otro, porque sin nosotros, sin el sacrificio y la muerte de nuestros camaradas, la Humanidad hubiera sido fácil presa de esos seres que tripulan unas astronaves como las que vencimos.
El gruñó entre dientes.
—Si piensas en serio que la Humanidad va a agradecértelo, mejor que cambies de idea.
—No tienes mucha fe en tus semejantes, Rob.
—Ninguna, eso es cierto.
Joyce se ladeó, apoyando la cabeza sobre el pecho de él.
—Si no hubieras de separarte nunca de mí —susurró—, yo tampoco desearía regresar nunca más a nuestro mundo corrompido y loco.
—De cualquier modo habría que volver de vez en cuando, aunque sólo fuera para repostar, cargar provisiones y comprobar cómo la Humanidad va hundiéndose cada día un poco más en la histeria, el rencor, el desorden y la violencia. Tras esto, elevamos al espacio sería una liberación.
—¿Y no es una liberación hacer el amor como dos adolescentes?
Douane se echó a reír.
—Por supuesto que lo es, y aunque sólo sea para comprobarlo, vamos a hacerlo otra vez y...
No terminó. Un agudo zumbido procedente de la pared le interrumpió.
Dieron un respingo, sorprendidos. Douane conectó el altavoz, pero asegurándose de la cámara de visión seguía ciega. Luego gruñó:
—¿Qué ocurre?
—Llamada del general Falk, señor. Emergencia.
—Voy inmediatamente.
Saltó de la litera pasando por encima del cuerpo de Joyce. Empezó a vestirse el uniforme con gestos apresurados, mientras la muchacha le imitaba a regañadientes.
—Cualquiera sabe a lo que el general llama emergencia, pero de cualquier modo será mejor que ocupes tu puesto, Joyce.
—Muy bien.
Se miraron un instante antes de separarse. Luego, él se dirigió apresuradamente hacia el puesto de mando.
El general Falk surgió en la pantalla más excitado que nunca.
—¡Hemos localizado al enemigo, comandante Douane! —anunció sin rodeos—. Lo tenemos-a menos de quinientas millas. Nos disponemos a atacarle la nave del comandante Giancarlo y yo.
—¿Puede darme sus coordenadas?
—Las he grabado en su cintavideo.
—¿Se trata de una sola astronave, señor?
—Ciertamente, no hay más que una en nuestro campo de maniobra.
—Ojalá sea la última...
—Esperémoslo por el bien de la humanidad. Si mi nave fuera destruida, o yo no sobreviviese al combate, usted asumirá el mando absoluto de la misión, comandante Douane.
—Sí, señor.
—Si sucediera así, no les dé cuartel, Douane. Mientras le quede energía y provisiones, persígalos hasta el infierno si fuera preciso, pero destrúyalos.
—Así lo haré, general.
—Eso es todo, únicamente que mantendré abiertas las cámaras exteriores a fin de que las imágenes puedan ser grabadas en su cintavideo. Adiós, y buena suerte, comandante.
—Lo mismo le deseo.
Comprobó que los ingenieros estuvieran en sus puestos para grabar las imágenes que iban a ser transmitidas desde la nave del general, y luego se concentró en unos complicados cálculos.
Según las coordenadas insertas en el mensaje del general, éste se hallaba a más de cincuenta mil millas de distancia. Douane hizo una mueca de disgusto.
Estableció comunicación con el control de reparaciones, indagando por el estado de los motores de estribor.
—No funcionan todavía, señor —dijo el ingeniero jefe, añadiendo con su voz quisquillosa—: Falta restablecer los conductos de la energía.
—¿Cuánto tiempo cree que necesitan para hacerlo?
—Un mínimo de veinticuatro horas, quizá un poco más.
—Debería conseguirlo con menos tiempo. Es muy posible que debamos entrar en combate dentro de unas horas.
—No creo que...
—¡Inténtelo!
—Sí, señor.
Devolvió su atención a las imágenes que recibía desde la nave del general. Comenzaba a captar la lejana y monstruosa silueta del coloso enemigo, a aquella fantasmal silueta que ya le era familiar.
Por unos instantes vio la nave del comandante Giancarlo que se alejaba del objetivo de la cámara, con la evidente intención de establecer un segundo punto de fuego.
Era una maniobra arriesgada, pero no le quedó tiempo para reflexionar sobre ello. En aquel instante, la astronave del general Falk se lanzó al ataque, cuando ya la del enemigo era algo mucho más sólido y terrible que un fantasma.