CAPITULO II
Rob Douane lucía el uniforme de comandante de la flota exterior cuando se cuadró, rígido, delante de los consejeros.
Tindall dijo:
—Siéntese, comandante. Esta es una reunión informal. Y más que informal, de momento, confidencial en alto grado.
—Lo comprendo.
Douane tomó asiento. Era un hombre de unos treinta años, esbelto y de movimientos felinos. Sus ojos eran tan azules como el espacio atmosférico que había surcado en todas direcciones, y parecían guardar en sus profundidades todas las visiones estelares que muy pocos seres humanos habían contemplado desde el inicio de los tiempos.
Mendelberg tomó la palabra:
—Hemos leído con atención su informe, comandante. Si he de ser sincero con usted, le diré que nos costó creerlo al principio. En realidad, usted no aporta ninguna prueba concreta de lo que dice haber visto...
—Por favor...
—¡No me interrumpa! Esa cintavideo de las huellas en las Lunas de Júpiter no es fiable. Y la inmensa sombra que fotografió, y que según usted era una astronave de colosales dimensiones que cruzó más allá del campo de Venus, tampoco es lo bastante convincente para aceptarla sin más pruebas. No obstante, estamos en una situación que necesitamos creerlo todo y más que usted dijera haber visto.
Douane le miró desconcertado.
Tindall intervino:
—Habrá de aceptar eso como confidencial, comandante, y lo mismo habrá de aceptarlo sin esperar ninguna explicación adicional. Tenemos poderosas razones de Estado que nos obligan a obrar con extremada cautela.
—Conforme. Si ya han leído mi informe y adoptado alguna clase de decisión, les agradeceré que me la comuniquen.
—Las decisiones saldrán, en todo caso, después de una conferencia con el Consejo Militar del Gobierno General. De momento, queremos estar seguros de sus intenciones, comandante.
—¿Mis intenciones?
—Exacto. Si aceptamos como cierto su informe, ¿qué es lo que usted, como experto comandante de la Flota Exterior, propone que hagamos?
Douane les observó uno a uno. Detestaba a los políticos; siempre había sentido un absoluto desprecio por ellos. Por lo menos, por la clase de políticos que había conocido hasta entonces. Y la visión de esos poderosos Consejeros no contribuía a hacerle variar de convicciones.
—Atacar antes de que nos ataquen —dijo con su voz firme, calmosa y segura—. Deberemos enviar una flota que explore las zonas indicadas en mi informe y que destruya al enemigo allí donde lo encuentre.
—¿No ha pensado que ellos pueden destruir a nuestra flota?
—Ciertamente. Es un riesgo.
—Y según usted, ¿quién debería estar al mando de esas naves?
Douane se contuvo a duras penas.
—No yo —gruñó—. Si imaginan que propongo el riesgo de una guerra como nunca hubo otra, sólo por mi ambición de mando, o de ascensos, están equivocados.
—Nosotros no...
Mendelberg esbozó un gesto y Chaim calló.
El dijo:
—Sería humano que pensara usted en el futuro de su carrera militar, nadie se lo reprocharía. Pero usted conoce mejor que nosotros a los militares más capacitados, entre los que mandan las naves de la Flota Exterior...
—Permítame reservarme mis opiniones al respecto, señor.
—Está bien. Sea quien sea el general que mande la Flota, usted será su ayudante con plenas atribuciones.
Douane no replicó. Levantándose, volvió a mirarles uno a uno. No parecía un hombre feliz.
—Esperaré instrucciones del Consejo Militar —dijo, cuadrándose marcialmente—. Entretanto, estoy a su disposición para cuantas aclaraciones necesiten sobre mi informe.
—Gracias. Puede retirarse, comandante.
Rob Douane giró sobre los talones y salió de la estancia.
Caminó a lo largo del amplio pasillo. A cortos intervalos se cruzaba con los soldados de la guardia, hombres ceñudos, adiestrados y seguros.
Salió al exterior y aspiró a pleno pulmón el aire que agitaba las ramas de los árboles.
El palacio estaba en la cima de una colina, y desde ella se distinguía una inmensa panorámica con la ciudad al fondo. Sobre la ciudad flotaba una neblina gris, y más allá el mar era un espejo que reverberaba bajo el sol.
Se encasquetó la gorra con los entorchados de comandante y fue a acomodarse en el asiento de su pequeño bólido a turbina.
El motor zumbó sin apenas ruido y él condujo cuesta abajo por la retorcida carretera. También en ese trayecto se multiplicaban los puestos de vigilancia. Ninguno interfirió su camino. Todos habrían recibido ya instrucciones respecto a él, así que salió de los terrenos vigilados y lanzó el bólido a gran velocidad por la autopista costera.
Pasó por la pista elevada, bordeando la ciudad sin penetrar en ella. Detestaba las aglomeraciones, y el tráfico, en esa pista, era escaso. Aceleró un poco más y minutos más tarde corría paralelo a la costa, con el mar a su izquierda y los bosques a la derecha.
Cuando abandonó la autopista lo hizo internándose por una carretera amplia, de continuas curvas, que se elevaba entre bosques por el distrito residencial que tenía el océano como telón de fondo.
La casa delante de la que se detuvo era de techo plano, alargada, confortable y rodeada de un extenso jardín. Había una piscina de agua templada y otra de agua de mar. Cuando saltó del coche, un gigantesco perro alano trotó a su encuentro.
Él le acarició su enorme cabeza y hundió los dedos en los poderosos músculos del cuello del animal. Este se levantó sobre las patas traseras y colocando las delanteras sobre los entorchados de sus hombreras trató de lamerle la cara.
—Tranquilo, «Negro», ya me afeité esta mañana... ¡Suelta!
El negro animal ladró alborozado. Dio tinos saltos a su alrededor y luego trotó delante de Douane hasta la puerta de la casa.
Esta se abrió y una muchacha apareció en el umbral.
Era muy joven y de una belleza serena, profunda, que no se limitaba sólo a su apariencia física. Parecía brotar incluso de los poros de su piel de seda, de lo más hondo de su cuerpo, como si fuera algo intangible y que, no obstante, pudiera tocarse con la mano.
El la miró complacido.
—Hola, Les.
—¿Por qué no me avisaste? No he preparado apenas nada de comer.
—No tengo mucho apetito. No vine en busca de comida, sino de ti.
—Pareces cansado.
—Lo estoy.
Tendió los brazos y la muchacha se colgó de su cuello. Un instante después estaban besándose ante la mirada asombrada del enorme perro dogo.
Rob Douane notaba bajo las palmas de las manos el calor del cuerpo duro de la mujer. Era una sensación vivificante que le llenaba de bienestar.
Ella apartó un poco la cara, jadeando.
—¿Qué quieres hacer primero, comer, amarnos, bañarte?
—Estoy tenso. Voy a zambullirme en la piscina antes que todo lo demás. He tenido una mañana pésima.
—Siempre estás tenso de un tiempo a esta parte.
—Sólo desde el último vuelo
—Es cierto. ¿Qué pasó? Nunca has querido hablarme de eso.
—Ni voy a hacerlo ahora. No te necesito como confidente, sino como mujer. Tú eres mi refugio, Les. Sin ti creo que no desearía regresar a la Tierra jamás cuando estoy en el espacio.
—Me gusta oírte decir eso...
Entraron en la casa, sin cerrar la puerta. Tras una vacilación, el perrazo dio una vuelta sobre sí mismo y acabó enroscándose en el suelo en medio del portal.
Lesley sacó unos vasos y ofreció una bebida sin alcohol que Douane tragó como si estuviera sediento. Luego, le llevó al dormitorio y de un cajón extrajo un slip de baño.
Después se desnudó.
Sus gestos eran naturales, tranquilos, sin inhibiciones de ninguna clase. Su cuerpo resplandeció bajo la luz del sol que penetraba por el ventanal abierto. Tenía unos pechos breves, agudos y firmes, y sus caderas redondas eran un marco perfecto para la sombra negra del pubis.
Douane se quedó mirándola
—Quizá deberíamos invertir el orden de las inmediatas actividades —comentó —. El baño puede esperar.
Ella se echó a reír.
—Yo también —dijo—. Vamos a bañarnos primero.
Se ajustó las dos diminutas piezas del bañador, mientras él se despojaba del uniforme. Para entonces, era ella la que miraba con ojos tranquilos el musculoso y ágil cuerpo del navegante del espacio.
—A veces pienso que me gustaría que tuvieras otra profesión, que estuvieras siempre en tierra, para estar a mi lado en todo momento. Pero después pienso que eso no te gustaría a ti y que no serías feliz... y ya no lo deseo.
—Te aseguro que yo tampoco. Aborrezco a la gente, a ese mundo idiota que están llevando al borde del desastre definitivo. En cambio, en el espacio me siento libre, poderoso, como si pudiera tocar las estrellas con la mano y fueran mías con sólo desearlo. Allá arriba sólo me faltas tú.
Lesley se echó a reír.
—Sé que llevas mujeres en tu tripulación. Eso debe compensar en parte tu añoranza.
El se puso el bañador, riéndose.
—Y algunas son endemoniadamente atractivas —dijo, volviéndose hacia la muchacha—. Pero también son tenientes, capitanes, ingenieros de vuelo. Hay una... capitán Joyce Merrit, jefe de la artillería nuclear de la nave. ¿Tú crees que puedo acostarme con un capitán de artillería?
Lesley se echó de nuevo a reír, abrazándole.
—-Te adoro. No me importa que en las estrellas te acuestes con una capitana, pero te mataría si en la Tierra hicieras el amor con otra mujer que no fuera yo.
El la besó con ternura. Absorbió los labios de la muchacha, saboreándolos como una fruta madura, bebiéndose su aliento en una caricia infinita y tierna que les colmaba de placer, de ternura y de bienestar.
Luego, enlazados por la cintura, salieron de la casa, haciendo que el perrazo saltara en pie y trotara a su alrededor hasta las dos piscinas.
Eligieron la de agua templada y se zambulleron de un ágil salto.
«Negro» empezó a ladrar, excitado por sus gritos de placer, por el chapoteo del agua, por las risas y las voces.
Después, fastidiado, fue a tenderse al lado del parasol, dispuesto a esperar que ellos salieran del agua.
Para él, todo ese alboroto era un juego idiota y sin sentido...