CAPITULO VIII
Pasearon la mirada por la increíble complejidad de los instrumentos que abarrotaban aquel asombroso puesto de observación.
Ni Douane ni el teniente Condé comprendieron la utilidad de cuanto veían. Nada de todo aquello se parecía a ninguno de los aparatos conocidos por ellos. Había innumerables y diminutas pantallas romboides, eso era lo único que tenía cierta semejanza con sus propias pantallas de visor, pero todo lo demás eran complicados circuitos de cables al descubierto, cilindros de un metal gris conectados entre sí y centenares de pulsadores negros en un gigantesco tablero de algo semejante a cristal.
Luego, cuando examinaron las entrañas del observatorio, vieron también unos estuches en forma de cubo que zumbaban como si estuvieran en constante actividad. Pero eso fue más tarde.
Entonces, mientras miraban en tomo llenos de asombro dos de los pequeños robots se pusieron en movimiento procedentes de un extremo del tablero, como si hubieran salido de debajo de él
Se movían lentos y pausados, pero sin ninguna duda iban rectos hacia ellos.
Douane gruñó:
—Atención, Condé... vigílelos.
—Ya le dije que no me gustaban nada...
Las dos pequeñas y extrañas máquinas no producían ningún ruido. Eran silenciosos como sombras.
Sin cesar en su avance, los robots levantaron los brazos.
Instintivamente, Douane gritó:
—¡Cuidado!
Saltó a un lado y Condé le imitó. De los muñones que eran las manos de las criaturas mecánicas surgió una breve llama rugiente que, igual que una cinta de luz, pasó a unas pulgadas de Condé y golpeó la pared de metal, a un lado de la escotilla.
La pared se fundió como si hubiera sido de blanda mantequilla. El teniente sintió que se le erizaba el cabello. Rechinando los dientes, accionó su cañón Lasser y uno de los robots se desintegró con un prolongado chasquido de metal.
_ Douane disparó al mismo tiempo contra el otro. Quedó un hedor extraño en el aire, procedente del humo oscuro que quedó allí donde antes estuvieran los dos ingenios mecánicos.
—Ya sabemos lo agresivos que son —rezongó Douane entre dientes —. Es posible que haya otros, de modo que mantenga los ojos abiertos, teniente.
Condé, lívido, dijo:
—No les daré tiempo a levantar siquiera las manos...
—Mire eso, parecen asientos.
Douane señalaba unos cubículos redondos sujetos a pies fijos en el suelo. Eran de metal y tenían una especie de respaldo muy alto y ondulante, como una S.
—No parecen muy cómodos, ¿eh, comandante?
—Para nosotros no, pero no sabemos cómo son los seres que los diseñaron. Tal vez a ellos se ¡es adapten perfectamente al cuerpo.
Condé los miró atentamente. Sintió un escalofrío y gruñó:
—Si es así, no quiero ni imaginar la apariencia física de esa gente, señor. Deben ser mucho más grandes que nosotros... y si su espalda se adapta a esa forma ondulante... Bueno, ni una serpiente se sentiría cómoda ahí.
—Veamos si podemos descubrir su sistema de comunicaciones. Sería una gran cosa poder entrar en contacto con ellos y hacerles comprender que ni a su mundo ni al nuestro les conviene una guerra.
—Dudo que lo entiendan.
Siguieron estudiando cuanto estaba a su alcance. Ningún otro robot surgió del intrincado laberinto que contemplaban.
Pero tampoco pudieron desentrañar el misterio de las comunicaciones.
Los estuches negros que despedían un constante zumbido les intrigaron aún más que cuanto llevaban visto. Douane arrancó uno de su engarce. Instantáneamente dejó de zumbar, pero parecía algo macizo, sin rastro de ranura, alguna.
—Pensé que pudieran ser una especie de cintas como las de nuestro cintavideo —refunfuñó Douane, dándole vueltas entre sus dedos—, Pero no hay modo de abrir esto. Además, pesa como si fuera de plomo macizo.
Volvió a colocarlo en el pequeño cubículo donde estuviera antes y se volvió.
—Enviaré a nuestro ingeniero de comunicaciones —dijo, ceñudo—, aunque dudo que él consiga descifrar todo este laberinto increíble.
Condé masculló:
—Sigo opinando que deberíamos destruirlo sin más, señor. Sería el modo de que se quedasen sin información, sean quienes sean y estén donde estén.
—Nada de eso, quiero apurar todas las posibilidades. El ingeniero' quizá saque algo en claro. Lo único que haremos al salir será destruir de nuevo las antenas, de este modo se quedarán ciegos igualmente... y ahora no queda ningún robot capaz de reponerlas.
Una vez fuera del ingenio, Condé disparó una vez más desintegrando las dos gigantescas antenas. Luego regresaron al Star 2 y Douane despegó de vuelta a la astronave nodriza.
Una vez reincorporado a su puesto de mando, el comandante redactó un completo informe, para que le fuera transmitido al general Falk. Luego, esperó que Condé y el ingeniero regresaran de su segunda exploración del artefacto y, relajándose» trató de imaginarse cómo sería una batalla contra los seres capaces de crear tan complejo y sofisticado sistema de espionaje.
La respuesta del general Falk no se hizo esperar.
Su cara de expresión altiva y rígida surgió en la pantalla, delante de Douane. Empezó por dar las coordenadas de su posición, y luego dijo:
—Acabo de examinar su informe, comandante, y las imágenes de esa estación espía. El hecho de que los robots estuvieran programados para atacar y destruir toda presencia extraña no deja lugar a dudas de las intenciones de quienes establecieron ese puesto de observación. ¿Está usted de acuerdo conmigo?
—Totalmente, general.
—Bien. Entonces, destrúyalo.
Douane hizo una mueca de disgusto.
—Tengo allí al ingeniero de comunicaciones y al teniente Condé. Queda la esperanza de que el ingeniero pueda desentrañar el sistema de funcionamiento de ese equipo. Me intriga la clase de fuerza que utiliza, o la energía con que se alimentan los aparatos, señor.
—Dudo que nuestros ingenieros puedan entender nada de unas máquinas ideadas y construidas por seres diametralmente distintos de nosotros. ¡Destruya ese observatorio, comandante!
—Comprendido, señor.
—Cuando lo haya destruido, continúe con la exploración de su zona. He dado órdenes a todas las naves de que ataquen y destruyan al enemigo allí donde se le encuentre. Igualmente deberán destruir todos cuantos puestos de observación localicen, si es que logran encontrarlos. Esas órdenes sirven también para usted.
—Sí, señor.
—Los intervalos fijos de información continúan vigentes. Eso es todo, comandante Douane.
La imagen se borró y el visor quedó silencioso. Douane se echó atrás en el asiento anatómico y cerró los ojos.
Estaba cansado, y una extraña sensación de inquietud le embargaba contra su voluntad.
Pensó en Lesley. Consultó su reloj magnético. Ella estaría acostada a estas horas, seguramente con la mirada perdida en la negra inmensidad del espacio, viendo el chispear de las estrellas y, quizá, llorando.
«Lesley... querida Les...»
Sacudió la cabeza. No era bueno dejarse ganar por la nostalgia.
Dio unas órdenes al navegante para que, tan pronto el Star 2 estuviera amarrado en el hangar, descendiera la astronave hasta cincuenta millas de la superficie de la Luna de Júpiter. Luego, levantándose, abandonó el puesto de mando y caminó por el intrincado dédalo de pasillos y cámaras en las que vibraba la actividad.
Un mamparo de metal se abrió ante su presencia. Entró en el puesto de mando de las baterías de la artillería nuclear.
Joyce Merrit ladeó la cabeza y le sonrió.
—Hola, comandante. ¿Algo va mal? Tienes mala cara.
—Estoy cansado.
—Es algo más que eso, a mí no puedes engañarme.
—Sí, es posible... Vas a tener que disparar contra ese observatorio que estuvimos examinando, Joyce. Tan pronto el teniente Condé y el ingeniero estén de regreso, destrúyelo. Luego emprenderemos la ruta otra vez y ojalá esto termine pronto. Me crispa la incertidumbre.
—No deberías tomarte las cosas tan en serio, comandante. Mírame a mí, todo es cuestión de filosofía.
—No sé a qué demonios llamas tú filosofía, pero sí sé que con filosofía no podrás luchar contra los seres que han creado ese puesto de observación ahí abajo. Tienen una mente de primer orden.
—Lucharé con los cañones —rió la muchacha —. Pero no te preocupes, tengo la posición exacta de esa «cosa» en mi atomradar, así que puedes darlo por destruido tan pronto el Star 2 haya regresado.
Douane suspiró. Accionó un dial y en la enorme pantalla surgió la negra visión del espacio infinito. Las estrellas parecían tan próximas que le dio la sensación de que podría alcanzarlas con la mano, nítidas, inmensas y brillantes.
Eran las mismas estrellas que viera desde el lecho de Lesley. Hizo un esfuerzo por alejar la nostalgia, la añoranza y el súbito deseo que le había asaltado al imaginar a la muchacha, desnuda, apasionada y tendiéndole los brazos como tantas y tantas noches.
Joyce dijo:
—Ya vuelven...
Sacudió la cabeza.
—Hablaré con el ingeniero, y cuando te dé la orden, dispara.
—Muy bien.
Ella se levantó de su asiento anatómico. Antes que él pudiera sospechar lo que se proponía, la muchacha le rodeó el cuello con los brazos y estampó su boca contra sus labios. La boca ardía como la llama de un soplete y por un instante Douane sintió la sacudida violenta del deseo.
Se apartó poco después. Ella sonreía.
—Quizá es un desacato a tu suprema autoridad —dijo —, pero pensé que necesitabas algo así.
—Eres...
—No lo digas.
—De todos modos, creo que tienes razón. Lo necesitaba. Gracias, capitán.
Cuando salió aún pudo oír la breve risa de la mujer.
Condé y el ingeniero aparecieron en el puesto de mando unos minutos después.
Douane gruñó:
—¿Y bien?
—Nada, señor. Ni siquiera los cables son semejantes a lo que nosotros somos capaces de fabricar —dijo el ingeniero—. Necesitaría meses para desmontar y estudiar cada uno de los aparatos, y ni así es seguro que pudiera sacar algo en claro. Están concebidos por mentes diferentes a las nuestras, si entiende lo que quiero decir.
—Perfectamente... y no tenemos tiempo para eso. La orden es destruir ese observatorio inmediatamente.
El ingeniero esbozó una mueca de contrariedad.
—Lástima, comandante. Me hubiera gustado estudiarlo a fondo, con tiempo.
—Lo malo es que no tenemos tiempo. Gracias por su colaboración.
Cuando quedó solo, Douane conectó el visor con la cámara de mando de la artillería. El rostro bellísimo de Joyce Merrit surgió, expectante.
Douane ordenó:
—¡Fuego, capitán!
—A la orden.
Varió el circuito y fijó las cámaras exteriores. Vio la superficie de la Luna, y la negra masa del observatorio.
Mientras estaba contemplando la pantalla, un inmenso relámpago cruzó el espacio disipando las tinieblas, chocó con la masa metálica y el observatorio se convirtió en una llameante bola de fuego y, después, en una fracción de segundo, desapareció.
Douane suspiró. No cabía duda que eso podía ser interpretado como una perfecta declaración de guerra.
Aún estaba pensando en eso cuando por toda la inmensa astronave resonó el aullido de la alarma general.