CAPITULO XI
La segunda catástrofe la anunció el general Falk con el rostro demudado por la ira.
La astronave al mando del comandante Schlegel había sido pulverizada después de un encarnizado combate con dos de los colosales enemigos.
—Hemos registrado las imágenes de la batalla —añadió ante el emocionado silencio de Douane—. Los nuestros lucharon con un valor y acierto sin límites, prueba de ello es que una de las naves adversarias quedó terriblemente averiada. Pero la otra consiguió destruir la del comandante Schlegel.
—¿Hacia dónde se dirigieron después esas dos astronaves enemigas, señor? ¿Tiene usted las coordenadas de su ruta?
—Las tengo hasta allí donde el atomradar pudo seguirles el rastro.
—Entonces, alguien debería ir a su encuentro, señor.
—Esa misión le corresponde a usted. El rumbo que seguían las internó en la zona asignada al desgraciado Labuse. El Star es el que está más en su probable ruta, a menos que se hayan desviado.
—Muy bien, señor.
—En estos momentos están transmitiendo las imágenes del combate, para que sus ingenieros las registren. Obsérvelas con atención, comandante. Su armamento es terrible.
—Así lo haré, general.
—Buena suerte, Douane.
Este se echó atrás en el asiento. Pensó amargamente que hasta esos momentos estaban siendo derrotados en toda línea. Dos unidades perdidas, y con ellas decenas de vidas, de hombres y mujeres valiosos a los que había costado años adiestrar.
También el hecho de que hubieran aparecido dos astronaves enemigas juntas era inquietante. ¿Cuántas más habría desperdigadas por el espacio?
Comenzó a impartir órdenes con voz segura. Toda la nave vibró con la súbita actividad. Fijó un rumbo determinado internándose en la zona que había patrullado Labuse, y luego se dirigió al puesto de control de la artillería.
Joyce apenas ladeó la cabeza, apartando la mirada de los indicadores de las baterías.
—Lo oí —dijo, estremeciéndose—. Otro de los nuestros ha caído.
—Así es, pero ellos tienen una unidad gravemente averiada. Vamos a cazarlos esta vez, Joyce, malditos sean.
—No estoy deseando otra cosa.
Douane se inclinó sobre ella y le rozó los labios con un ligero beso.
—Buena chica —murmuró.
—¿Sabes una cosa? Creo que ahora ya no tengo miedo a morir.
—Pues yo sí. Vamos a hacer las cosas de modo que nadie más tenga que morir. A partir de este instante vamos a estar en alerta permanente. Volveré a verte cuando haya estudiado las imágenes del combate, y para entonces sabremos qué clase de armas poseen, lo que nos permitirá elaborar una estrategia adecuada a ellas.
—De acuerdo, comandante.
Douane le sonrió como despedida.
Minutos más tarde le fueron mostradas las imágenes captadas por los visores de la nave del comandante Schlegel, antes de ser destruida.
No le gustó lo que vio. Apenas se podía hacer una idea de la clase de armas que disparaban contra la nave terrestre. Sencillamente, en la inmensa coraza de las máquinas enemigas, brillaban unos chispazos breves, apenas de una décima de segundo de duración. No había el menor indicio de proyectiles, ni de rayos de ninguna clase. Y aquello había destruido un ingenio poderosamente acorazado y armado...
En cambio podían captarse las trayectorias de la nave de Schlegel. Los relámpagos de la artillería nuclear impactaban contra la más próxima de las dos astronaves enemigas. Podía verse cómo el metal burbujeaba antes de desintegrarse en una gran zona de la coraza de aquel gigante colosal, y luego éste parecía escorarse, girar sobre sí mismo sin control y cabecear, como hundiéndose en el vacío.
Sin embargo, antes de ser destruidos, los visores habían podido captar cómo la nave averiada lograba estabilizarse. Un enorme trozo de coraza se desprendía de ella, desgarrado como si fuera un pedazo de tela, con lo que quedaba un gran boquete al descubierto.
Entonces, las imágenes terminaban en medio de un resplandor blanquecino, sin ninguna duda el estallido final de la astronave del comandante Schlegel.
Impresionado, Douane visionó la cintavideo una vez más, reflexionando a toda presión.
Finalmente, apagó el visor y comprobó la ruta. El Star surcaba el vacío a su máxima velocidad, describiendo un inmenso arco que cubría cientos de miles de millas.
Sin embargo, se sucedieron las horas primero, y los días después, sin ver el menor rastro del enemigo.
Periódicamente, las comunicaciones del general Falk daban cuenta de la monotonía de su ciega búsqueda.
Y luego, de pronto, el hipersensible atomradar captó la lejana presencia de dos cuerpos de grandes dimensiones, y de nuevo la excitación del combate se apoderó de la tripulación.
Pegado a su tablero de control, Douane seguía la señal de la pantalla hasta comprobar sin el más ligero error la posición del objetivo.
Trazó las nuevas coordenadas, fijó el rumbo y dio la alerta general mientras el Star se lanzaba sobre su presa como un halcón.
Douane conectó todos los visores exteriores a su cámara de mando, impaciente por ver aparecer la ya familiar imagen de la colosal nave fantasma.
Sólo que esta vez serían dos gigantescos fantasmas.
Aparecieron al fin, lejanos aún. Tras unos cálculos, comprobó que ambas naves estaban distanciadas entre sí no más de cincuenta millas, y se desplazaban a una velocidad baja, de modo que el Star redujo la distancia hasta que en los visores apareció con todo detalle el enorme boquete que desgarraba el costado de una de ellas.
Douane ordenó reducir la velocidad y luego comunicó con el control de mando de la artillería. El rostro hermoso de Joyce surgió en su visor y él dijo:
—Los tenemos a proa, capitán Merrit —sabía que su comunicación podía ser captada por otros puestos de la nave—. Cuando dispare hágalo con una andanada a lo largo del casco enemigo. No contra un solo punto. ¿Comprendido?
—Perfectamente, comandante.
—Active al máximo todas las baterías y no cese el fuego hasta que yo se lo ordene, una vez comenzado el combate.
—Muy bien, señor.
Le sonrió a través del visor y luego se concentró en el rumbo, y en las imágenes del adversario.
La nave averiada se había detenido y estaba ahora mucho más próxima, pero la otra se elevaba, majestuosa, aprestándose para el combate.
Douane rechinó los dientes. En una fracción de segundo intuyó la trampa y su respeto por aquellos seres, fueren quienes fueran, creció hasta el infinito.
Esperaban que se lanzara sobre la nave en dificultades, por ser ésta una presa fácil. Entonces la otra se lanzaría al combate y le pillarían bajo el fuego de ambas.
—Bueno, amigos... esta vez las cosas van a ser distintas.
Siguió sumergiéndose en el vacío como si se dispusiera a caer sobre la colosal masa agujereada y desgarrada, mientras la otra ganaba altura sin prisas. Pero desconectó los pilotos automáticos y tomó el mando personalmente.
Por primera vez distinguió el extraordinario tamaño y los detalles de la astronave enemiga. Nunca antes habían llegado tan cerca de ella.
Bruscamente varió el rumbo en una maniobra que hizo estremecer el Star de punta a punta. La proa se elevó y la nave se lanzó como un rayo contra el enemigo intacto, dejando al averiado allí donde estaba parado, flotando en la inmensidad.
Douane rugió:
—¡Fuego sin tregua, capitán Merrit!
Hasta la última batería nuclear centelleó en una tempestad que convirtió el espacio en un infierno. No fue una andanada, sino una incesante cortina de fuego atómico cuyos rayos centelleantes se centraron en el gigantesco navío que trataba ahora de girar para eludir ©i ataque que no habían esperado.
Pero ya era demasiado tarde. Douane mantuvo el rumbo con mano firme, precipitándose contra el enemigo cual si quisiera estrellarse contra él. Los cañones lanzaban sus descargas sin un segundo de pausa y allá arriba, como una visión de un infierno jamás imaginado por el hombre, la astronave enemiga se desgarraba ante la mirada llameante de Douane. Su colosal coraza burbujeó primero, y después se desintegró como si la hubiera fundido la llama de un soplete ciclópeo, trazando una línea a todo lo largo de su estructura.
—¡Fuego, fuego, Joyce!—rugió Douane.
Ahora estaban tan cerca de aquella masa grisácea que pudo distinguir con todo detalle lo que parecían ser innumerables escotillas, así como la oscuridad del interior, allí donde la coraza había desaparecido.
Estaban a menos de cinco millas de ella, cuando la colosal astronave estalló. Ante los ojos asombrados de Douane, se abrió en mil pedazos en una silenciosa explosión que la convirtió en una ingente bola de fuego. Gigantescos trozos de metal volaron en todas direcciones mientras él luchaba por variar la dirección de su propia nave para alejarla de aquel infierno.
Lo consiguió sólo a medias. La fuerza de aquel estallido les golpeó como un huracán y el Star brincó fuera de control. Los tripulantes fueron lanzados como plumas, y por un instante reinó la confusión y el desconcierto.
Douane rebotó contra el respaldo de su asiento de mando. Maldijo a gritos, mientras volvía a enderezar el rumbo. Entonces se oyó un estruendo horrísono, algo que sonó como si toda la nave fuera a hacerse pedazos, y de nuevo el Star fue empujado por una fuerza inaudita, giró sobre sí mismo y luego se precipitó de costado a pesar de los salvajes esfuerzos de Douane por controlarlo.
—¡Motores, máxima potencia! —rugió enfurecido —. ¡Control de emergencia, informen!
Una voz alterada dijo:
—¡Nos ha alcanzado uno de los trozos de esa nave, señor!
—¿Dónde?
—¡Delante de los motores de estribor!
Al fin los mandos obedecieron y consiguió estabilizar la nave. Rechinando los dientes obligó al Star a describir un cerrado círculo en el espacio y luego lo zambulló furiosamente hacia donde estaba la nave enemiga averiada.
—¡Capitán Merrit!
—¡A la orden, señor!
Esta vez, la voz de Joyce parecía más tensa que de costumbre. El dijo:
—La felicito. Vamos a repetirlo contra esa segunda nave. Fuego sin tregua cuando yo dé la orden.
—Gracias, señor. Comprendido.
Notaba el ligero balanceo debido seguramente a la avería en los motores de estribor, pero ya no podía hacer nada por cambiar el curso del destino. Clavó la mirada en el visor, donde aparecía en cifras luminosas la distancia que les separaba del enemigo. Esperaba, tenso y furioso, pensando en todos los camaradas muertos.
Ahora, la masa enorme del adversario parecía ya al alcance de la mano.
—¡Fuego! —rugió.
De nuevo, las poderosas baterías nucleares encendieron el espacio, y los mortales relámpagos cayeron sobre el enemigo varado como una cortina centelleante.
Douane vio encenderse en la coraza de la otra nave los brevísimos chispazos de sus armas, fueran las que fueren. Tiró del mando de control y el Star se zambulló hacia abajo tratando de eludir el peligro.
Sin embargo, alguno de los disparos hizo blanco. Oyó un horrísono crujido y toda la nave retembló, girando sobre su eje y cabeceando peligrosamente.
Confusamente, vio que las baterías de Joyce continuaban disparando a pesar de todo. Muchos de sus disparos erraban el blanco, a causa del loco girar de la nave, pero otros llegaban a su destino.
Sonaba la alarma, y el aullido del aviso de emergencia, y por todas partes se oían crujidos amenazadores que ponían los pelos de punta. Douane mantuvo el rumbo como pudo, agarrado a los controles. Por un instante pensó que los cañones habían callado y dio un vistazo a las indicaciones de distancia.
—¡Fuego, fuego hasta nueva orden!—bramó a través del visor.
Gritó órdenes para que entraran en acción los motores de frenado, y cuando la velocidad se redujo hizo describir un arco al Star, mientras la cortina de fuego seguía buscando su objetivo.
Lo vio en la pantalla, desgarrado, humeante, casi hecho pedazos. Debían estar enloquecidos, o endiabladamente ocupados tratando de salvar la catástrofe, porque te ni siquiera disparaban.
Estaba viéndolo desintegrarse bajo los incesantes impactos, cuando también lo que quedaba de aquella masa colosal se convirtió en una gigantesca bola de fuego y se desintegró.
Douane se alejó de la onda expansiva con su propia :3ve balanceándose peligrosamente. Pero no se apartó de su puesto de observación. Veía los grandes pedazos de metal flotar en todas direcciones y tenía la esperanza de ver también, aunque fuera a esa distancia, el cuerpo de alguno de los tripulantes.
A su alrededor, las cintasvideo registraban los apresurados informes de los puestos de control.
Al fin se rindió a la evidencia de que, por esta vez, seguiría sin tener ni la más remota idea del aspecto de aquellos seres extraños y peligrosos, que al fin habían sufrido en su propia carne el dolor de la derrota.