Capítulo IX

CAROL ametrallaba la máquina de escribir cuando Buchanan entró en la oficina a la mañana siguiente.

La muchacha le miró y sus ojos sonrieron junto con los labios rojos y todo su hermoso rostro.

El detective se inclinó sobre la mesa y la besó fugazmente.

—Hola, linda —dijo, después—. Tengo una vaga idea de que anoche dijimos muchas tonterías tú y yo.

—¿Dijimos? —se asombró Carol—. Yo pensaba que habíamos «hecho» esas tonterías de que hablas.

—Eso no fueron tonterías.

—Pórtate bien mientras estés aquí. Estás poniendo mi empleo en peligro, detective.

Él se enderezó.

—Conforme. ¿Miraste los registros de llamadas?

—Todos los que tengo aún en mi mesa, y comprenden las de un mes por lo menos. No hay ninguno de esos tres nombres.

—¿Ni siquiera el de ese Foley?

—No. ¿Por qué te interesa ése particularmente? ¿Quién es?

—Un matón a sueldo, y quizá un asesino.

Ella palideció.

—Si quieres, buscaré en los más atrasados, aunque habré de pedirlos en el archivo… —Si no te ha de comprometer, lo agradeceré. ¿Y en cuanto a la carta?

Ella sonrió. Abrió un cajón y extrajo una hoja de papel doblada.

—Aquí está. Es una copia, pero incluso así, si se supiera podría costarme el empleo. —Te pagaría daños y perjuicios.

—Tendrías que hacer algo más, amiguito… Mantenerme…

Él se estremeció.

—Me da en la nariz que eso es lo que andas buscando. Y temo que sea lo que yo deseo.

—No leas la carta aquí. Guárdala hasta que hayas salido.

—¿Te veré esta noche?

—No tengo ningún compromiso, si es eso lo que quieres saber.

—¿A las ocho?

Ella asintió. Miró fugazmente a su alrededor, asegurándose de que no podrían sorprenderles, y susurró:

—Bésame y márchate. Tengo que trabajar.

—Yo también…

La besó, mucho más brevemente de lo que habría deseado. Ella susurró:

—¿Qué vas a hacer ahora? Porque no creo que esta carta te sirva de mucho.

—He de averiguar a qué fiesta asistió Brake antes de… tomar el avión.

—¿Te refieres a la fiesta que dio Parker Shaw?

Él se quedó rígido.

—¿Tú sabías que había asistido a una fiesta?

—No sé si asistió, pero él estaba invitado a ella, la noche anterior a su partida. Canceló algunas de sus citas de la tarde para ultimar sus cosas y tener tiempo de asistir.

—¿Quién es Parker Shaw?

—Deberías ocuparte más de temas de sociedad, querido… Es el secretario privado del millonario Hulston.

—¡Que me aspen! Hulston…, la vaca sagrada de las finanzas. ¿Conoces también los nombres de los otros asistentes?

—No, claro… Aunque el señor Brake mencionó que John Terence asistiría con él… Terence posee intereses petrolíferos. Es un hombre importante.

—Claro, claro…

De pronto, una puerta se abrió y un individuo apareció en ella. Llevaba un manojo de documentos en las manos y se detuvo un momento al ver que la muchacha no estaba sola.

Dijo con voz amable:

—Cuando esté libre, señorita Mark, reúnase conmigo en el despacho del señor Morrison. Deberá tomar al dictado algunos resúmenes.

—Ahora mismo, señor Webel.

E inclinó la cabeza y se alejó, desapareciendo por otra puerta que se cerró silenciosamente.

—Mi nuevo jefe —susurró Carol—. Adiós, querido.

Buchanan se fue, notando aún en sus labios el sabor del breve beso.

Una vez en el coche, sacó la copia de la carta y la leyó.

Frunció el ceño y la estudió unos instantes. Sus conocimientos financieros no eran precisamente muy extensos, pero incluso así no pudo descubrir en el escrito nada comprometedor, nada que justificase el hecho de que Brake hubiera estado dispuesto a emprender un largo viaje —sólo por lo que ese papel especificaba.

Contrariado, condujo hasta un bar donde solía desayunar frecuentemente.

La espectacular camarera, al otro lado del mostrador, le dedicó su mejor sonrisa cuando el detective se encaramó sobre un alto taburete.

—Me habías olvidado, búho —runruneó—. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que estuviste aquí?

—Un siglo, corazón.

—He pensado mucho en ti…, de veras. ¿Qué vas a tomar?

—Estoy hambriento. Un par de huevos, jamón, tostadas y café creo que volverán a ponerme en órbita.

Ella volvió a sonreír y se fue.

Buchanan la siguió con la mirada. Era un espectáculo que nunca se perdía, porque verla moverse era un compendio de cómo no debe andar una mujer más o menos discreta. Aquella muchacha sabía la manera de volver bizcos a los clientes y se aprovechaba de ello en beneficio del negocio.

Mientras esperaba, el detective consultó la guía de teléfonos hasta encontrar el nombre de John Terence. Discó su número y esperó.

Una voz de mujer respondió y él dijo:

—Deseo hablar con el señor Terence, por favor.

—Mi esposo salió ya para su oficina.

—¿Sería tan amable de facilitarme su teléfono?

—Cómo no…

Tomó nota, dio las gracias y colgó.

Al volver al mostrador el desayuno estaba esperándole. Detrás del desayuno, apoyada con los codos sobre la mesa, la camarera murmuró:

—¿Qué fue lo que cambió, Irwin?

El buceó en las profundidades del escote que aquella postura ampliaba hasta límites de vértigo y sonrió.

—No creo que nada haya cambiado. Simplemente, tengo mucho trabajo… Apenas me dejan tiempo ni para descansar.

—Para hacer el trabajo que haces mientes muy mal.

Él se encogió de hombros, atacando el desayuno con entusiasmo.

Otros clientes reclamaron a la muchacha, de modo que él pudo acabar de comer en paz. Tras saborear el café regresó al teléfono y marcó el número del despacho de Terence.

Hubo de vencer las barreras constituidas por tres secretarias antes de llegar al magnate. Este poseía una voz retumbante, seca y dominadora.

—No comprendo qué puede usted… —empezó a decir cuando Buchanan le hubo manifestado su deseo de visitarlo.

—Se trata de algo importante, señor Terence.

—¿Importante para quién?

—Para mí, pero está relacionado con su amigo Brake.

—¿Peter Brake?

—Exactamente.

Hubo un breve silencio.

—Tengo entendido que murió en un accidente de aviación, y si es así, tampoco comprendo qué tiene usted que tratar conmigo en relación con Peter.

—Se lo diré si puedo tener una entrevista con usted.

Nuevo silencio. Luego, la voz desagradable gruñó:

—Muy bien, podré concederle cinco minutos.

—Serán suficientes.

Colgó, regresó al mostrador y abonó su cuenta. Esta vez ni el abismo que se abría en el escote da la camarera logró retenerle. Uno no tiene cita con un millonario todos los días.