Capítulo VI
EL maletín era reducido y contenía apenas unas prendas interiores, pañuelos, un frasco de colonia y un pequeño estuche con una maquinilla de afeitar eléctrica.
El agua había arrugado las prendas de ropa y deteriorado el maletín, pero en la etiqueta de la compañía aérea podía leerse aún el nombre del viajero: Peter Brake. Sheridan refunfuñó:
—Ahí tienes tu gran tesoro. ¿Qué esperabas encontrar aquí, las joyas de la corona de Inglaterra?
—Tal vez te lleves una sorpresa si haces que se «levanten» las huellas dactilares de esta afeitadora.
—¿Qué diablos estás pensando?
—Aquí, entre tú y yo, y para corresponder a tus esfuerzos por ayudarme, te diré que tengo la corazonada de que ese Brake no tomó el avión. Ese equipaje pertenecía a alguien que embarcó en su lugar.
Estupefacto, el capitán Sheridan tardó medio minuto en asimilar todo eso.
Luego gruñó:
—Esa sería buena… ¿Quieres decir que Peter Brake se quedó en tierra?
—Ajá.
—¿Y qué otro individuo tomó el avión, utilizando su nombre y reserva, pero llevando su propio equipaje?
—Ni más ni menos. Por lo menos, estoy casi seguro de que Brake no envió siquiera su equipaje a bordo, de modo que el que figuraba en su nombre debía pertenecer a otro. ¿Quieres ocuparte de que saquen las huellas dactilares de esa afeitadora?
—Más despacio… Si Brake embarcó a alguien con engaños, entonces sería el sospechoso ideal como autor del sabotaje…
—Ahora estás llegando demasiado lejos, pero no puedo evitar que sospeches de él. —No, no puedes evitarlo, desde luego. ¡Maldita sea! Estaría bueno que me hubieses dado «a mí» la solución de un caso sensacional como éste…
Buchanan ocultó una sonrisa y sólo dijo:
—Espero que lo recuerdes cuando alguna otra vez te pida un favor.
—Aguarda un poco, el tiempo de hablar con Frank y me llevarás a mi despacho.
—Muy bien.
La espera duró casi treinta minutos. Después, mientras salían de las oficinas federales, Sheridan informó:
—Ellos sacarán las huellas y me dirán a quién pertenecían. No he soltado aún la bomba, pero Frank está con la mosca en la oreja.
En la calle se alineaban los coches a lo largo de la acera. Antes de llegar al «Mustang» de Irwin, éste se detuvo en seco y exclamó:
—¡Infiernos! Mira ese coche…
—¿Qué pasa con él? No hay nadie en él y…
—Es el que estuvo siguiéndome.
Sheridan dio un respingo. Se acercó al auto y probó las portezuelas, pero estaban cerradas. En un instante hubo anotado la matrícula y tomado los datos necesarios.
—Sabremos a quién pertenece en cuanto llegue a mi oficina… Anda, vamos. Todo esto está comenzando a interesarme en gran manera.
Para un hombre en su posición, averiguar el nombre del propietario de un coche, disponiendo de la matrícula, era realmente un juego de niños.
Tardó menos de diez minutos en conseguirlo.
—Charles Sinclair —murmuró, colgando el auricular—. Averiguaré quién es ese tipo y te llamaré a tu despacho, Irwin.
—De acuerdo. Y no dejes de decirme también quién era el propietario de aquella maleta.
—Lo haré, pero, de momento, me gustaría saber cómo diablos te dio esa… «corazonada».
—Cada cosa a su tiempo.
Salió antes de que al capitán se le ocurrieran más preguntas.
Pero no abandonó el edificio. Sólo descendió algunas plantas, hasta llegar a los dominios del sargento Raymond, amo y señor de los formidables archivos policíacos.
El sargento estaba cerca del retiro, le gustaba fumar grandes cigarros y conocía a Buchanan desde que éste ingresara en la policía, tantos años atrás que el propio Buchanan casi lo había olvidado.
—¡Diablos, quién está aquí! —comentó—. ¿Cómo le van las cosas, sabueso?
—No puedo quejarme, aunque a mí nadie me pagará un retiro cuando llegue el momento.
Irwin deslizó un enorme cigarro puro por encima de la mesa y dijo:
—Esto es un soborno.
—Lo contrario iría contra las normas de la casa… —se embolsó el puro y enseñó los dientes en una mueca—: Suéltelo.
—El tipo se llama Edgar Holstein. Es todo lo que sé de él.
—Si está en nuestra extensa familia, será suficiente.
El sargento se fue bamboleándose. Buchanan pensó que había engordado mucho desde la última vez que le viera.
Cuando regresó traía una pequeña hoja de papel en la mano.
—Toda una lumbrera. Ahí tiene, y que le aproveche. No voy a preguntarle por qué se interesa por un individuo tan notable.
—Hace usted bien, sargento, así se evita escuchar embustes. Gracias, sargento.
—A usted.
Se fue rápidamente.
Una vez en la calle leyó el nombre de Edgar Holstein escrito en el papel y luego su «brillante» historial, así como sus últimas señas conocidas.
Holstein había sido condenado dos veces por asalto, juzgado otras tres por atraco y agresión, sin pruebas suficientes para condenarlo. Se sospechaba que en sus últimos tiempos se dedicaba a hacer trabajos por cuenta de otros delincuentes más importantes.
—Un pistolero a sueldo —masculló Buchanan entre dientes.
Entró en su coche y se dirigió a su propia oficina.
La secretaria, una pizpireta pelirroja, tan espectacular como eficiente, levantó la cabeza de la máquina de escribir y sonrió.
—Creí que había abandonado el negocio —comentó con sarcasmo, echándose atrás en el asiento—. Hay un individuo que está intentando hablarle desde que se fue.
—¿Quién es, se lo dijo?
—No. Se negó a dar su nombre, pero aseguró que usted sabía muy bien dónde comunicarse con él.
—Bien… ¿Eso es todo?
—No hay más. Este negocio no marcha de un tiempo a esta parte.
—Empiece a preocuparse cuando deje de pagarle el sueldo. Y hablando de finanzas, sería bueno que ingresara este cheque en el Banco mañana a primera hora. Y no se le ocurra fugarse con el dinero.
Entró en su despacho privado. La pelirroja dio un vistazo distraído al cheque. De pronto, dio un respingo y jadeó:
—¡Diez mil dólares!
Se levantó de un brinco y corrió al despacho privado de su jefe y casi chilló:
—¿Es cierto que vamos a ingresar diez mil dólares, o se trata de una broma?
—«Voy» a ingresar diez mil dólares, pequeña. No pluralice cuando se trata de asuntos de dinero.
—Eso quise decir… ¡Jefe, eso es mucho dinero!
—El suficiente para que cuando vuelva a proponerle que cene conmigo, diga usted que sí.
—Recuérdemelo una de estas noches…
Cerró la puerta y Buchanan descolgó el teléfono y disco un número.
Entonces, una voz precavida murmuró:
—¿Quién habla?
—Buchanan. ¿Estuvo llamándome, Brake?
—¡Seguro! Dios, voy a volverme loco, encerrado aquí.
—Sería peor verse encerrado en una celda. ¿Qué quiere?
—Recordé algo más, ¿sabe?
—Suéltelo.
—Ocurrió de un modo raro… Me eché tratando de dormir un poco. Creo que lo conseguí cuando de pronto me desperté en medio de una pesadilla. En ella había una mujer… y yo la llamaba.
—¿Y qué con eso? Era sólo un sueño.
—¡Espere! Yo la llamaba por su nombre, ¿comprende?
Buchanan se enderezó de súbito.
—¿Qué nombre?
—Betty.
—¿Eso es todo?
—Sí… Pero no puedo recordar quién es Betty, ni de qué la conozco, si es que realmente la he conocido alguna vez.
—Entonces, no hemos adelantado mucho. De todos modos, eso demuestra que su cerebro está luchando por salir de ese condenado marasmo en que está sumergido. Siga intentándolo, pero no vuelva a llamarme. Yo lo haré de vez en cuando.
—De acuerdo, Buchanan. ¿Ha adelantado usted algo?
—Un poco. Ya le contaré cuando le vea.
Colgó, pensativo. Luego volvió a descolgar el auricular y llamó al capitán Sheridan. —Aquí Buchanan —dijo—. ¿Tiene algo para mí?
—¿Estás impaciente o qué te pasa? Pero, desde luego, tengo algo.
—¿Y bien?
—Se trata de Charles Sinclair, el propietario del sedán negro.
—Ajá… ¿De quién se trata?
—Agárrate, muchacho, porque va a ser toda una noticia.
—No me caeré de espaldas. Suéltelo…
—Charles Sinclair es un agente federal. Te siguió cuando en la oficina de la compañía aérea donde estuviste metiendo la nariz le hicieron la seña convenida de antemano. Siguen a todo desconocido que muestra excesivo interés por el sabotaje.
—Ya veo. Debí suponerlo…
—De las huellas aún no hay nada. ¿Puedes decirme en qué estás metido realmente? —Ya te dije que cada cosa a su tiempo…
Colgó, encendió un cigarrillo y lo apuró hasta el final antes de decidirse a abandonar una vez más su oficina.
Lo hizo cuando la pelirroja se preparaba para abandonar su trabajo. Luego se encaminó a la dirección de Edgar Holstein.