Capítulo II

PETER Brake emitió un quejido y trató de comprender en qué endiablado lugar se hallaba.

El solo hecho de pensar le provocó un dolor de agonía en la cabeza. Se agitó, asustado. Intentó abrir los ojos y el esfuerzo le arrancó un grito de dolor. Los párpados pegados y la oscuridad era total.

El pánico le invadió. Durante unos instantes trató de relajarse, tranquilizarse y con ello calmar el dolor infernal que le atravesaba el cráneo, cual si le estuvieran clavando un cuchillo de oreja a oreja.

Después, levantó una mano y tanteó aquella masa dolorida que era su cabeza.

Los dedos tropezaron con una maraña de cabello rígido y húmedo. Luego, tantearon el enorme bulto del tamaño de un huevo que milagrosamente había crecido encima de la oreja.

Allí el dolor se concentró en un mazazo que le dejó jadeando.

Siguió la exploración. En la nuca había también una protuberancia tan dolorida como la otra, aunque de menor tamaño.

Debía haberse caído desde un rascacielos, calculó, aturdido.

Hizo esfuerzos para recordar. La cosa no fue fácil.

La fiesta.

Eso era. Había bebido como un cosaco, él y los demás.

Había bebido hasta perder el control, porque después de ese recuerdo de copas y más copas no podía aclarar nada más.

Siguió quieto, «oyendo» dentro de su cerebro el agudo palpitar de dolor que latía al mismo ritmo que su sangre.

La fiesta… Se juró no volver a beber una gota más en su vida, aunque sabía que no cumpliría aquel juramento absurdo. Pero se lo repitió una y otra vez.

Tras unos minutos de relajación, volvió a intentar abrir los ojos. De nuevo el dolor y los párpados sujetos de algún modo que no comprendía… Era como si se los hubieran soldado.

Tanteó con los dedos, ayudando el esfuerzo de los músculos elevadores. Con una sensación de desgarradura, los párpados se levantaron y distinguió confusamente una luz sucia, lechosa y un techo desconchado que no recordaba haber contemplado jamás.

Estaba tendido en una cama, eso era seguro.

Lo chocante era que no recordaba nada. Ni qué cama era, ni dónde estaba, ni qué lugar era aquél.

La cabeza latía a un ritmo endemoniado. Apretó los dientes. Tenía que levantarse. Dentro de su torturado cerebro se agitaba una idea vaga, nebulosa. Pero determinada, algo que debía hacer, una cosa inmediata y concreta, urgente…

Debía hacerlo después de la maldita fiesta, eso era. Ir a algún lugar…

Era importante que fuera. Tan pronto terminase la fiesta…

Pero, ¿a qué lugar?

Bueno, la había pillado buena, eso también era condenadamente seguro.

Comenzó a incorporarse con cuidado, porque sentía como si la cabeza fuera a caerle de los hombros.

Logró sentarse y su visión se enturbió, mientras el dolor crecía en oleadas lacerantes. Era una tortura infinita capaz de volver loco a cualquiera.

Peter Brake cerró los ojos ante el embate de semejantes dolores. Luego, los abrió y miró alrededor.

Lo que vio a su lado, sobre la cama, pareció la continuación de la pesadilla de dolor.

Una cabeza reposaba de costado sobre la almohada vecina a la suya.

¡Sólo la cabeza!

Dio tal brinco que salió volando, desplomándose fuera del lecho. Quedó acurrucado en el suelo hecho un ovillo, sacudido por las náuseas.

Gimió como un animal apresado en un cepo. Temblaba y sus dedos escarbaban en el suelo instintivamente. Ya no sentía el lacerante dolor ni la tortura increíble que se desencadenaba rugiendo en su cráneo.

Aquella cabeza…

Era una pesadilla.

No podía ser de otro modo.

Comenzó a incorporarse poco a poco hasta quedar sentado de espaldas a la cama.

Ahora sabía que todo aquello era producto de una pesadilla de borracho, algo que sólo estaba en su mente.

Cuando volviera a mirar, aquella cosa horrenda ya no estaría allí.

Así que miró.

Y la cabeza continuaba en la almohada, y había un enorme charco de sangre en las sábanas revueltas, y la cabeza cercenada parecía devolverle la mirada con unos ojos inmensos, desorbitados, salidos casi fuera de las órbitas.

Peter Brake giró de nuevo, sollozando y estremeciéndose a sacudidas. Debía haberse vuelto loco…

Vomitó y luego se arrastró como un gusano, apartándose de la cama.

Entretanto, la luz sucia que penetraba por la entornada ventana se había hecho más brillante. A medida que el día avanzaba todo a su alrededor cobraba forma y color.

Eran unas paredes cubiertas con un papel oscuro y lleno de manchas indefinibles. Había un cuadro, una marina seguramente arrancada de algún calendario y colocada en un marco barato.

Se detuvo pegado a la pared, estremeciéndose igual que sacudido por la fiebre.

No se atrevía a volverse y ver aquella cabeza cortada mirándole desde el lecho. Había estado todo el tiempo a su lado. Él había yacido junto al espeluznante despojo…

Esa sola idea le revolvió de nuevo el estómago y quedó aplastado contra el suelo durante un tiempo eterno en el que sólo había espanto, soledad y desamparo.

Esa cosa no podía sucederle a él. Esas cosas se leen solamente, pero nunca les suceden a uno… cuando uno es un respetable ejecutivo con un empleo seguro, brillante, de veinticinco mil dólares al año…

Su mente se resistía a pensar. Se sorprendió de pronto al darse cuenta de que de nuevo estaba en blanco. Sólo recordaba la horrible mirada de aquella cabeza, la borrachera en la fiesta de la noche antes y el desamparo en que se encontraba. Era como si los pensamientos se sucedieran igual que las olas sobre la playa, yendo y viniendo en una continua marea.

Al poco se levantó pegado a la pared, evitando mirar hacia la cama. Se forzó a mantener la cabeza inclinada hacia abajo y la mirada clavada en las tablas sucias del suelo.

Así, a medida que se ampliaba su radio de visión, descubrió el cuchillo cubierto de sangre y los pies de un cuerpo tendido al otro lado del lecho.

Eran pies grandes, calzados con gruesos zapatos de sucia de goma.

Eran unos zapatos bastos, ordinarios, que casaban bien con los calcetines a rayas amarillas. Parpadeó, deslizándose pegado a la pared hasta una puerta entornada.

Cuando llegó a ella vio que correspondía a un cuarto de baño, no más limpio que el resto del cuarto. Entró y a trompicones llegó ante el espejo.

Lo que vio reflejado en él le produjo casi el mismo aterrorizado impacto que la cabeza cercenada.

Era un rostro sin afeitar, cubierto de sangre seca. Tenía un ojo hinchado, amoratado, tumefacto. La sangre era lo que había pegado sus párpados, sin duda.

Sobre la oreja destacaba llamativamente un enorme chichón cuya cumbre retenía aún huellas de sangre. Todo su cabello era también un amasijo ensangrentado semejante a un casco rígido. Por lo demás, el rostro estaba abotargado y ceniciento, con una mirada demencial en sus ojos, por lo general tranquilos, fríos e inquisitivos.

No podía soportar aquella visión de un desconocido aterrado y macilento y hundió la cabeza.

Dejó correr el agua y nunca supo cuánto tiempo permaneció con la cara y la cabeza bajo el chorro frío.

A medida que la frialdad del agua le aplacó, comenzó a asearse instintivamente. Dominaba las náuseas torturantes y se obstinaba en cerrar los ojos para no ver el color rosado de aquella agua que se deslizaba de su propia cara…

Una toalla le sirvió para secarse después, y al fin regresó al dormitorio.

Ahora, y a pesar de que sus piernas seguían temblando violentamente, se forzó a reflexionar con serenidad.

No miró hacia la cama, pero sí dio un vistazo al cuerpo.

Por supuesto, estaba decapitado y el espectáculo era tan horrendo como el primero que contemplara.

El cuerpo de un hombre al que no había visto nunca.

¿O sí?

Conteniendo el aliento, dio un vistazo fugaz a la cabeza.

No; jamás antes viera esa cara.

Bien, era un perfecto desconocido.

Se acercó a la ventana.

Tres o cuatro pisos más abajo se distinguía el movimiento normal en cualquier calle de un suburbio periférico de la ciudad. En todo caso, nunca antes había estado en ese lugar.

Luego, sobre el rumor habitual del tráfico, escuchó el cercano aullido de una sirena.

De modo que estaba en los muelles.

¿Cómo demonios había llegado hasta allí y de lance?

Inesperadamente, como un chispazo, recordó.

Tenía que haber abordado un avión. Incluso recordó que tenía el pasaje y la reserva y el equipaje a punto. Un pasaje para ese día…, siete de setiembre…

La fiesta que no había dejado perder porque era importante…, aunque no recordaba por qué. Esa maldita tiesta, la noche anterior…

Una vez más, la marea se alejó y su mente quedó casi en blanco.

Volvió al cuarto de baño y se forzó a examinar su imagen reflejada en el espejo.

No podía salir con semejante aspecto durante el día. No podría dar dos pasos en la calle sin que un policía le echase el guante y quisiera saber a qué era debida aquella desastrosa apariencia.

De modo que debía aguardar a la noche… La sola idea de permanecer todo el día en compañía de aquel espantoso despojo ensangrentado le ponía enfermo, pero sabía que no podía hacer otra cosa que soportarlo. Todo antes que ser detenido.

Porque ahora le torturaba otra idea… ¿Quién había cometido aquella sangrienta carnicería?

De nuevo el pánico.

Un hombre enloquecido por el alcohol, convertido en una bestia, era capaz de asesinar a un semejante de aquel modo… ¿O no?

Si pudiera recordar, estar seguro de algo, de cualquier pequeña cosa de tantas como deberían danzar en su dolorido cerebro…

Instintivamente tanteó los bolsillos en busca del paquete de cigarrillos. Sorprendido, comprobó que el traje tampoco era el que había llevado en la fiesta la noche antes… En realidad, era un traje que no le pertenecía. No lo había visto nunca.

A pesar de sus manchas de sangre, hubiera podido reconocer cualquiera de sus trajes, bien cortados, de excelente género. El que llevaba puesto era de confección, gris oscuro, y en cuanto a su corte dejaba mucho que desear.

Estupefacto encontró un paquete aplastado de cigarrillos y encendió uno.

Apenas dio la primera chupada comenzó a toser, ahogándose, y lo arrojó furiosamente.

No era tabaco.

Era…

¡Marihuana!

En su vida había probado esa porquería. Sin embargo, ahora disponía de todo un paquete de «petardos».

En medio del dolor, la cabeza le daba vueltas.

Dejó transcurrir el tiempo pegado a la ventana, tratando de distraer la mente con el movimiento incesante de la calle.

Al pasar los minutos su mente caótica luchó por serenarse, por pensar con cierto método. Recordaba quién era él, Peter Brake, brillante ejecutivo de una colosal empresa de investigaciones…

Había asistido a esa fiesta. Bien, allí había bebido hasta perder la brújula, cosa que no le sucediera nunca antes.

Y necesitaba ayuda, y no podía salir a la calle sin ser cazado al minuto debido a su ensangrentado aspecto.

Bueno, la cosa iba bien. Siguió meditando… ¿Quién podía ayudarle?

Cualquiera de sus amigos. Con su posición debía tenerlos en gran número…

Pero la memoria estaba en blanco. No recordaba el nombre de uno solo de ellos.

Era para volverse loco…

Una y otra vez llegaba a la misma conclusión: necesitaba ayuda… y pronto.

Sin mirar a la cama, se volvió e inspeccionó el cuarto. Así descubrió el teléfono, y el estante donde había las gruesas guías telefónicas.

Fue hacia ellas y comenzó a pasar páginas y más páginas. Millares de nombres saltaban a sus ojos. Nombres de desconocidos, de hombres y mujeres que vivían en esos momentos afanados en sus ambiciones, en sus implacables engranajes.

Desesperado, arrojó la guía a un lado. Comenzó a pasar páginas del tomo amarillo. Allí saltaban a sus ojos las profesiones de toda aquella gente anónima que nada significaba para él…

¿O sí?

Inesperadamente, un pequeño recuadro con un nombre saltó a sus ojos.

El nombre era Irwin Buchanan.

Investigador.

Recordaba ese nombre. Ese tenía algo familiar para él.

Irwin Buchanan, investigador.

Cerró los ojos, estrujando el cerebro en un delirante esfuerzo para traer a su mente la raíz de esa vaga sensación de familiaridad con ese nombre…

Fracasó rotundamente.

Cediendo a un impulso. Descolgó el teléfono y disco el número del detective.

Le respondió una bien modulada voz femenina. Era una voz suave, sensual, que infundía confianza.

—Oficina del señor Buchanan —dijo la voz.

—Deseo hablar con el señor Buchanan… Por favor, es muy importante.

—¿Su nombre, por favor?

—¿Es imprescindible?

—Bueno, sería conveniente…

—¡Páseme con él, señorita! ¿No comprende?

—Aguarde un minuto, tenga la amabilidad…

Reinó el silencio en la línea. Esperó, temblando. Luego, una voz bronca, segura, dijo:

—¿Quién habla?

—¿Señor Buchanan?

—Sí, soy Irwin Buchanan.

—Escúcheme y no cuelgue, por favor… ¿Le recuerda algo el nombre de Peter Brake?

—¿Peter Brake…? Bueno… ¿Y quién es Peter Brake?

—Yo…, supongo.

—¡Cristo! ¿Supone?

—Eso creo.

—¿No está seguro?

—No estoy seguro de nada. ¡Por Dios, Buchanan! Intente acordarse de mí. Sé que alguna vez el nombre de usted se cruzó en mi camino…

—Peter Brake… Oiga, ¿no será una broma, amiguito?

—¡Ojalá lo fuera! Pero es una pesadilla, no una broma…

—Aguarde… Sí, creo que sí… Brake, de International Incorporated…

—¡Sí, sí!

—Hice un trabajo para su compañía, hace tiempo. Hice los arreglos con usted. Lo recuerdo perfectamente. Bueno, ¿cuál es la dificultad ahora?

—Escuche…, no sé dónde estoy. No puedo recordar absolutamente nada. Pero necesito ayuda, ayuda urgente, señor Buchanan.

—Bien, tranquilícese. Tratemos de aclarar esto…

—No puedo salir. No puedo preguntar nada. Imagino que se trata de un hotel o algo así…, cerca de los muelles. ¿Tiene usted algún modo de averiguarlo?

—Tal vez… Pero cálmese, y no cuelgue el teléfono. Brake. ¿Me oye?

—Sí… ¿Va usted a ayudarme?

—Lo intentaré. Es mi trabajo. No cuelgue.

La línea quedó silenciosa. Brake aferraba el auricular con tanta fuerza que los nudillos le blanqueaban. Todo el dolor del mundo parecía concentrado en su cráneo, pero apenas lo notaba ahora ante la esperanza de obtener la preciosa ayuda que necesitaba.

Unos minutos después, la voz del detective retumbó por el aparato.

—Está bien, Brake. Puedo llegar hasta usted, pero dígame primero qué es exactamente lo que desea de mí.

—¡Dios bendito! Usted es mi única esperanza. Y no puedo hablar por teléfono. Sólo venga. Le pagaré cuanto me pida, sea la suma que sea…

—Está usted en un hotel de Cancery Street, cerca de los muelles de carga. Es un buen viaje desde mi oficina. ¿Sabe si está inscrito con su verdadero nombre?

—¡No sé nada, Buchanan!

—¿Puede usted ver la calle desde su cuarto?

—Sí…

—Bien, tardaré como una hora en llegar ahí… Vigile usted por la ventana para que yo pueda verle y calcular cuál es su cuarto. Ahora, ¿puede decirme en qué clase de apuro está metido?

—Si se lo dijera por teléfono, usted no vendría. Dese prisa, por lo que más quiera.

—Muy bien. Dentro de una hora más o menos estaré con usted.

Sonó un chasquido y el teléfono quedó mudo.

Peter Brake colgó y todo su cuerpo se relajó. Una sensación de mareo le invadió y estuvo a punto de desmayarse otra vez, de modo que tuvo que apoyarse en la pared y así dejó pasar el tiempo.

Después, acercándose a la ventana, se quedó apoyado en ella. La mirada perdida en el vacío, sin ver nada, sólo las imágenes enloquecedoras que seguían indelebles en su cerebro. Las imágenes de un cuerpo decapitado, de una cabeza colocada sobre la almohada, sangrante, los ojos saltones… Mirándole.

Ahogó un quejido y se forzó a mirar abajo, a la gente, a los coches, a los negros que pululaban por las aceras, a las mujeres que pasaban riendo y parloteando…

Oía ahora los broncos aullidos de las sirenas de los buques, de los remolcadores. El sordo latir de máquinas cercanas, los chillidos de las gaviotas…

Levantó la mirada y vio a las aves evolucionar en lo alto.

Entonces, sin ninguna duda estaba en la parte sur de los muelles, allí donde se concentraban los barcos de pesca…

Perdió la noción del tiempo y de pronto vio detenerse un coche al otro lado de la calle.

Era un «Ford Mustang» color crema, convertible. Sin saber por qué, estuvo seguro de que se trataba de Buchanan…

El coche quedó inmóvil y durante unos instantes no ocurrió nada. Después, un hombre se apeó y se entretuvo en la acera el tiempo de encender un cigarrillo.

Era un hombre alto, con sólidos hombros y cintura estrecha. Su cabeza descubierta estaba coronada por una espesa pelambrera negra excepto en las sienes, donde había unas sombras plateadas.

—¡Buchanan! —jadeó Brake, como si quisiera llamarlo a gritos.

Aquel hombre estuvo casi un minuto en la acera, apoyado en su coche, como si esperase algo o a alguien. Después, arrojando el cigarrillo, atravesó la calle.

Peter Brake sintió que las piernas le flaqueaban. Quedó pegado a la ventana, balanceándose al borde de la inconsciencia…

Cuando llamaron a la puerta casi tuvo que arrastrarse para llegar a ella.