Capítulo VIII

CAROL le observó especulativamente por encima de su taza de café.

Sonrió, acunada por la música suave de la orquesta.

—¿Ha llegado el momento, señor detective?

—¿El momento de qué?

—De someterme al tercer grado. Durante toda la cena no me has hecho una sola pregunta.

—Durante la cena éramos tan sólo un hombre y una mujer iniciando una agradable velada.

—¿Seguirá siendo agradable en lo sucesivo?

—Espero que sí, aunque debamos hablar un poco de tu ex jefe.

—Adelante.

—Dijiste que iba a emprender ese viaje a Honolulú…

—¿Iba? Desgraciadamente, lo emprendió, desapareciendo con el avión.

—Claro. También dijiste que era un viaje de negocios. ¿Qué negocio se proponía resolver?

—Desconozco los detalles, desde luego, pero se trataba de ciertas inversiones de una mujer que vive en Honolulú. Es una vieja dienta de la compañía llamada Sara Bowman.

—¿La conoces personalmente?

—La vi una vez, cuando estuvo en la oficina para tratar personalmente con el señor Brake.

—¿Es una anciana?

—Pues, sí, aunque fuerte y vivaracha.

—¿Tiene mucho dinero invertido?

—¿Te das cuenta de que estás pidiéndome informaciones confidenciales de la compañía para la que trabajo?

—Lo sé, pero lo que me digas no saldrá de mí. Es sólo que necesito comprender ese negocio que llevó a Brake a tomar el avión.

—Bueno, la señora Bowman tiene casi un millón invertido a través de nuestra compañía. Últimamente, tengo entendido que pidió información para nuevas inversiones.

—¿Y Brake fue a llevarle esa información? —se asombró Irwin.

—Por supuesto que no. La información se la remitió por correo hace algún tiempo. Pero ocurrió que la hizo escribirle al señor Brake con indicación de «privado y personal» en el sobre. Desde que recibió esa carta, él ya sólo se ocupó de preparar su viaje.

—¿Sería posible conseguir esa carta?

—Debe estar en el archivo del departamento, pero no seré yo quien la saque de allí. Toda la correspondencia queda registrada y para obtenerla del archivo hay que firmar un recibo… No, amiguito, no deseo perder mi empleo.

—Ni yo pediría que lo hicieras. Pero quizá una copia, ¿eh?

Ella le miró con el ceño fruncido.

Y de pronto dijo:

—Estás obligándome a decir lo que deseas, y aún no sé por qué lo haces, por qué razón estás investigando todo esto.

—No puedo decírtelo de momento, aparte de que si te dijera lo que realmente ocurre, no me creerías. Volviendo a esa señora Bowman, ¿sólo Brake manejaba sus asuntos con la compañía?

—Exacto. Mejor dicho, la señora Bowman era dienta suya. Fue él quien la ganó para la compañía, y cada ejecutivo maneja una relación limitada de clientes.

—Entiendo. ¿Crees que podrás obtener una copia de esa carta?

Ella titubeó. Los ojos tranquilos de Buchanan acariciaron su cara, deteniéndose al fin en sus ojos.

La orquesta inició las primeras piezas de baile. Desde la terraza vieron a las parejas que se dirigían a la pista.

—¿Quieres bailar, linda? —preguntó el detective.

—Todavía no. ¿O ya terminaste tu inquisición?

—Quedan unos pocos datos, pero pueden esperar si prefieres que bailemos. —Acabemos con el negocio, Irwin.

—Bien. ¿Le pasaste tú las llamadas telefónicas a Brake?

—Naturalmente. Era su secretaria.

—¿Recuerdas si alguna vez le llamó alguien cuyo nombre era Edgar Holstein?

Ella hizo un esfuerzo por recordar.

—No —murmuró—. Nunca oí ese nombre.

—¿Y el de Betty Rogers, o señorita Rogers?

—Tampoco, estoy segura.

El miró el reloj. Hizo un gesto de excusa.

—Discúlpame, he de efectuar una llamada. Es sólo un minuto.

Buscó la cabina telefónica y llamó a la oficina del capitán Sheridan.

La voz del policía sonaba bronca a través del auricular.

—¿Irwin?

—Sí.

—¡Maldito sea tu retorcido cerebro! —bramó el policía—. ¡Ven inmediatamente a mi oficina!

—¿Qué demonios te ocurre?

—¡Quiero verte esta misma noche!

—Más despacio. Estoy cenando con una hermosa muchacha rubia y no pienso estropear el asunto por muchos gritos que sueltes. ¿Qué es lo que pasa?

—¡Edgar Holstein!

Buchanan sonrió al auricular.

—No comprendo.

—¡Fue encontrado hoy, con la cabeza en un sitio y el cuerpo en otro!

—¿Quieres decir exactamente que estaba decapitado?

—¡Eso es lo que quiero decir!

—No debió resultar un espectáculo agradable.

—¿Es eso todo lo que se te ocurre?

—¿Es que tú crees que puedo decir nada más? Esta es la primera noticia que tengo de esa salvajada.

—¿Crees que nací ayer? ¡Maldita sea! Estuviste preguntando en el fichero por Holstein hoy mismo. ¿Por qué, otra de tus condenadas corazonadas?

—¿Cómo lo supiste?

—El sargento Raymond creyó que debía decírmelo cuando supo lo del cuerpo de Holstein decapitado.

—Ese bocazas… Y eso que le regalé el mayor cigarro puro que haya recibido en su vida.

—¡Déjate de bromas! ¿Vas a venir?

—Cuando acabe mi velada.

—¡Irwin, maldita sea!

—Tómalo con calma. ¿Recibiste el informe de las huellas de aquella maquinilla de afeitar?

—¡Esta es otra, condenado me vea! Pertenecen a un tipejo llamado James Foley, un matón recién salido de presidio.

—¿Qué te parece? De modo que acerté.

—Lo que quiero saber es cómo supiste que no se trataba de Brake.

—Mi corazonada, Sheridan. Sería muy interesante que tratases por tu cuenta de seguir los pasos de ese fulano desde que abandonó la prisión. Te repito que estás al borde de obtener la mayor publicidad de toda tu carrera.

—¡Al infierno la publicidad! Quiero una explicación del asunto de Holstein, antes de informar a los de Homicidios de cuanto sé al respecto.

—Que es muy poco. Te veré después de mi romántica velada, Sheridan.

—¡Con un demonio! Escúchame, maldito embrollón…

Buchanan colgó suavemente, ahogando las furiosas vibraciones del auricular.

Regresó al lado de Carol y le ofreció un cigarrillo. Ambos encendieron y después él murmuró:

—Queda una última pregunta y luego la noche será nuestra.

—Muy bien, estoy dispuesta —sonrió la muchacha.

—James Foley. ¿Llamó alguna vez a Brake por teléfono?

De nuevo ella intentó recordar.

—Tampoco recuerdo ese nombre, Irwin. De todos modos, para estar completamente segura, debería mirar los registros de llamadas, aunque creo que recordaría alguno de esos nombres si los hubiese oído alguna vez.

—¿Quieres decir que todas las llamadas quedan anotadas?

—Casi todas, especialmente si se trata de llamadas exteriores.

—Entonces, compruébalo mañana por la mañana. Y añora, al infierno todo este condenado asunto. Vamos a bailar. ¿De acuerdo?

Ella tendió la mirada sobre el mar que se extendía más allá de la balaustrada.

—¿No es hermoso? —susurró—. Una noche maravillosa…

—Puede mejorarse.

—¿Qué quieres decir?

—Ven y te lo demostraré.

Se levantó y ella le imitó. Le tomó la mano suavemente llevándola hacia donde las demás parejas danzaban bajo el influjo de las suaves melodías de una orquesta excelente.

Cuando la rodeó con sus brazos notó el calor y el palpitar suave del cuerpo de Carol. Sonrió.

—¿Sabes? —murmuró mientras bailaban—. Me gustaría que creyeras que no soy un galanteador profesional. Sin embargo, quiero decirte que hace muchos años que no gozaba de una sensación tan agradable con una chica.

—¿No acostumbras salir a divertirte?

—De vez en cuando. Pero esto es distinto.

—¿Por qué?

—Por tu causa.

—¿Vas a decirme que no soy como las demás para ti y todas esas frases cursis de costumbre?

—Por favor, no te burles. Podría decírtelo y sería sincero, aunque también un poco ridículo. Sin embargo, a mi edad un hombre no acostumbra a hacer el tonto con una mujer. Si sale con ella sabe desde el principio lo que quiere obtener.

—Y tú, ¿no lo sabes?

—Contigo, no.

—Has dicho «a tu edad». ¿Has llegado a los cincuenta?

La ironía de esa pregunta le obligó a sonreír.

—Hago todo lo que puedo para que parezca que tengo menos de cincuenta, ¿sabes? Pero he rebasado ya los treinta y siete.

—¿Y…?

—Tú me desconciertas. Me desconciertas en relación a lo que me obligas a sentir. Quiero besarte y no me atrevo. Quiero proponerte acabar la velada en mi apartamento y sé que no lo haré. Y sin embargo, tenerte en brazos hace que me sienta nuevamente en la adolescencia. Sería capaz de soñar otra vez.

—Yo nunca he dejado de soñar…

—Tú estás casi en la adolescencia. Es lógico.

—Tengo veinticinco años.

—¿Te das cuenta que casi estamos rellenando una ficha?

La música terminó y regresaron a la mesa. De nuevo Carol tendió la mirada hacia el mar y susurró:

—En una noche así tenemos derecho a soñar… tú y yo.

Sus manos desaparecieron dentro de las manazas del detective.

—Mírame, Carol.

Poco a poco, ella ladeó la cara hacia él. Sus ojos chispearon.

—Estás volviendo atrás en el tiempo, Irwin…

—Tal vez. Por eso voy a intentarlo.

—¿Intentar qué?

Inclinó la cabeza, tirando de ella al mismo tiempo, suavemente, dejándole opción de retroceder si lo deseaba.

Sólo que no lo hizo. Sus labios se encontraron, primero con suavidad, apenas un roce. Después, apretados, anhelantes, con el ansia de darse profundamente en el beso.

—Ya lo hiciste —musitó la muchacha después—. Y no cabe duda de que tienes una prolongada experiencia…

—Te juro que olvidé todas las experiencias anteriores.

—Yo no, aunque ahora me parezca que sólo fueron pobres escarceos. ¿Quieres seguir enseñándome, detective?

—Será un placer, y jamás en mi vida dije una verdad tan grande.

La estrechó entre sus brazos. Sus labios chocaron casi con violencia y cualquier observador imparcial habría pensado que las lecciones se prolongaban tanto como si el tiempo hubiera dejado de tener significado para ninguno de los dos.