CAPITULO X
Empezó a llover a media mañana. El súbito chaparrón sorprendió a Wolf acurrucado y tiritando de frío en un saliente de roca, con la mirada perdida en la bruma que cubría el mar.
Allá abajo oía el chapoteo de las olas contra el acantilado, y a su alrededor el viento silbaba con lúgubre acento de desolación.
Hasta entonces, su mente había sido como una laguna vacía. El pánico había borrado de él hasta la facultad de pensar de modo coherente.
Y en aquel instante, como un chispazo, se le ocurrió la idea salvadora.
Allá abajo, amarrada, estaba la motora de la mujer que parecía haber desencadenado el terror.
Se levantó como impulsado por un resorte y, a riesgo de romperse el cuello, se lanzó cuesta abajo por el resbaladizo camino labrado en la roca viva hasta llegar a los no menos resbaladizos escalones.
Al llegar abajo se detuvo como herido por un rayo.
En lugar de una motora había dos.
—El hombre... aquel maldito debe haber llegado así...
La examinó. Era más potente que la otra, mejor equipada. Tiró del cabo de cuerda que la sujetaba y saltó dentro.
Frenético, trató de ponerla en marcha una y otra vez.
El motor no respondió.
Diez minutos más tarde había comprobado que faltaban las bujías.
Renegando enfurecido, saltó a la embarcación que pertenecía a Jane Hazel. Estaba decidido a huir renunciando incluso a la fortuna y la venganza.
No tardó en convencerse de que tampoco en ésta lograría hacerse a la mar. Quienquiera que hubiera llegado en la potente embarcación había inutilizado también la de la mujer llevándose las bujías.
Regresó a tierra. Las olas rompían a sus pies, salpicándole. llenándole de humedad y de frío.
Se encaramó de nuevo por el resbaladizo camino. Sabía que estaba atrapado, y no tenía ni idea de cuándo llegarían sus otros compinches. Y la pistola estaba descargada...
Miró hacia el portón de entrada. Seguía abierto tal como lo dejara al salir corriendo. Se le antojó la negra cavidad de la boca del infierno.
Estremecido de frío, empapado y tiritando, se guareció junto a la pétrea fachada sin atreverse a cruzar de nuevo aquella puerta.
Pero la lluvia, mansa y persistente, no cesaba.
El frío le llegaba a los huesos, tan intenso y agudo que le aturdía, de modo que al fin, temblando, entró y conteniendo el aliento trató de captar algún ruido.
Todo estaba silencioso allí dentro. Subió las escaleras tan aprisa como le permitieron sus vacilantes piernas y una vez en su cuarto insertó un cargador repleto de cartuchos a la pistola. Los otros dos que le quedaban los distribuyó en sendos bolsillos.
El fuego de la chimenea estaba apagado y la estancia tan helada como el exterior. Salió al pasillo y fue a la habitación' de Albert. La registró en unos instantes sin hallar ni rastre!.
de la pistola de su compañero, pero si encontró un cargador lleno de cartuchos. Lo recogió y descendió al salón.
El estómago se le encabritaba sólo con imaginar el espectáculo de su socio, tal como lo dejara. Pero allí sin duda habría la pistola y él la quería.
Quedaban unas brasas mortecinas en la chimenea que apenas difundían calor. Haciendo acopio de valor, se volvió hacia el cuerpo de Albert Law.
Estuvo a punto de pegar un brinco y una vez más el pánico le golpeó como un latigazo.
El cuerpo no estaba en la posición en que él lo dejara.
¡Alguien lo había movido!
Por si fuera poco, tenía los bolsillos de los pantalones vueltos al revés. ¡Lo habían vaciado!
Sintió que le castañeteaban los dientes y una vez más, enloquecido de pánico, empuñó la pistola y miró en torno, sólo para comprobar que estaba solo en la inmensa estancia.
Nada de todo aquello tenía sentido. Las ropas hechas girones de Albert seguían más allá del diván... también revueltas y con los bolsillos al revés.
De la pistola que debiera estar allí no había el menor rastro.
Se forzó a pensar en aquellos dos seres que yacían en el sótano, en la cripta. Repeluznos de terror' le sacudieron porque ese recuerdo tampoco era como para tranquilizarle, pero estaba claro que ninguno de ellos había subido para registrar las ropas del cadáver destrozado.
¿O sí?
Y. lo que era aún más inquietante: ¿Qué eran?
* * *
El mar inquieto zarandeaba el enorme yate, bajo el cielo gris y sombrío del crepúsculo. La hermosa nave mantenía la mínima velocidad, como si sus tripulantes no tuvieran prisa, por llegar a ninguna parte.
Y, realmente, en cierto modo, así era.
En el puesto de mando, agarrado al timón. George Brake:. refunfuñaba su disgusto ante la mirada impasible de Armand.
Armand Blunt era un individuo alto, delgado, elástico y bien parecido, si uno se fijaba en la mirada cruel de unos ojos como rendijas.
Barker estalló al fin.
Dijo casi a gritos:
—¡Maldita sea! ¿Vamos a estar dando vueltas sin, rumbo hasta quedamos sin combustible o qué?
—Pareces una mujerzuela histérica.
—¡Hace tres horas que damos vueltas y vueltas en el mismo sitio!
—¿Estás nervioso? :
Brake le dirigió una mirada asesina.
—¿Tú qué crees?
—Falta un poco todavía. Quiero llegar cuando haya cerrado la noche.
—¡Muy bien! No tengas prisa. ¿Para qué? Llevamos casi: tres días de retraso. Wolf y Albert deben estar subiéndose por las paredes pensando que el temporal nos hundió, y con nosotros todas las cajas, y tú estás ahí, tan tranquilo. A, veces pienso que no estás bien de la cabeza, Armand.
Este se echó a reír.
—Estoy chiflado —dijo, irónico— De lo contrario jamás me habría asociado a unos idiotas asustadizos como todos vosotros.
Sacudió la cabeza y volvió a prestar atención al sombrío panorama del mar revuelto, las nubes pesadas y bajas y la mortecina claridad del día que moría.
Consultó su reloj. Chasqueó la lengua y gruñó:
—Está bien, endereza el rumbo. Vamos a la Isleta de una maldita vez.
Brake obedeció. Armand habló por teléfono interior dando nuevas instrucciones y el gran yate aumentó la velocidad, tomando el rumbo a tierra.
Un hombre corpulento entró en la cabina sacudiéndose el agua de las ropas a manotazos.
—¿Qué, te decides? —rezongó con una voz semejante al mugido de una res.
—¿Tú también estás nervioso?
—¡Qué nervioso ni qué...! Impaciente es lo que estoy. El mar me pone enfermo... ¡Eh, un momento! ¿Qué rumbo es el que llevamos?
—Sudeste.
El hombretón parpadeó.
—Alguien ha perdido la chaveta...
—Dimos un gran rodeo para esperar el crepúsculo. Quiero llegar a la Isleta por el lado contrario al pueblo más cercano. Así nadie verá el yate.
—Me parece mucha cautela, sobre todo si desembarcamos las cajas de noche. ¿Quién demonios va a vernos en esta época, y con tan mal tiempo?
—Prefiero no arriesgarme, Rene.
El gigante se encogió de hombros. Por mucho que discutiera, siempre acababa por darle la razón a Armand.
Medía hora más tarde, con la noche cerrada y una oscuridad densa como la tinta, Armand dio una orden y los motores volvieron a reducir la velocidad hasta casi dejar el yate inmóvil.
Con unos prismáticos trató de descubrir la tierra en aquella negrura. Desde el timón, Brake rezongó:
—¿Y ahora qué?
—Cierra la boca... debemos estar a menos de una milla del acantilado.
—Estaría bueno que nos estrelláramos con todo el cargamento.
Armand no replicó. Dio una larga mirada a los instrumentos de navegación y luego dijo:
—Vamos bien... la Isleta tiene que estar ahí delante.
—O a la derecha, o a la izquierda... o en el infierno. Ya te dije que...
—¡Cállate! Si tienes miedo échate de cabeza al mar. Yo llevaré el timón ahora... Dile a Rene que avance a media máquina.
Refunfuñando, Brake salió de la cabina hundiéndose en la niebla que envolvía la nave cerrando la visibilidad en la misma borda.
Armand llevó el rumbo con mano firme. Estaba tenso, pero no preocupado. Conocía el paraje y sabía que. dentro de las dificultades el yate llegaría a destino sin contratiempos.
Al fin, emergiendo de la masa negra de la niebla y la noche, surgió la imponente muralla rocosa justo delante de la proa.
Dio un grito por el intercomunicador. Los motores cesaron de latir un momento. Luego, reanudaron su poderoso canto en reversa y el yate se encabritó antes de detenerse.
Fijó el timón y se lanzó fuera, llamando a gritos a los demás.
—¡Los cabos, pronto! —aulló.
René tomó una gruesa cuerda, asomándose a estribor, junto a la proa. Ahora veía las rocas tan próximas que por un instante creyó que el oleaje estrellaría el barco contra ellas.
Luego, de pronto, una larga barra de arena y rocas surgió a pocos metros de distancia. El yate se ladeó perezosamente. Desde donde estaba, Armand ordenó a gritos:
—¡Salta, René!
El gigante titubeó. Después, bruscamente, dio un brinco al vacío y se hundió en el agua hasta el cuello sin soltar la soga.
Bramando enfurecido, braceó hasta alcanzar la arena. Empapado y tiritando, maldiciendo en todos los tonos, tiró de la soga hasta conseguir amarrarla a un saliente rocoso.
Alguien más chapoteó en el agua. Brake apareció chorreando y ambos tiraron con todas sus fuerzas, acercando el yate hasta que la proa hendió el banco de arena.
Oyeron gritar a Armand, y luego se escuchó el violento chapoteo del ancla que se hundió por el lado opuesto.
Armand surgió de repente junto a ellos como una aparición. No hablaron. Ahora sabían qué tenían que hacer y lo hicieron en silencio, asegurando la soga.
Cuando terminaron, Armand rezongó:
—Creí que sería más difícil...
—¿Qué hacemos ahora?
—Debe haber una especie de cueva ahí atrás. Y más allá un sendero que rodea el promontorio hasta el paso de piedras y el camino que sube a la abadía. De modo que descargaremos las cajas para que podamos volver a la mar con el yate. Tú te quedarás, Brake. para subir el cargamento con Albert y Wolf.
—Podríamos llamarlos para que nos ayudasen a descargar...
Armand titubeó. Luego dijo:
—Es una pérdida de tiempo, pero iré a llamarlos.
Echó a andar y desapareció engullido por las tinieblas.
Tiritando, René gruñó:
—Se cree poco menos que un almirante. Empieza a cansarme.
—Y a mí, pero hay que reconocer que sabe lo que hace. El organizó casi todo el negocio, y tiene los contactos, así que déjale a su aire. Trabaja en nuestro propio beneficio también.
—Algún día le haré tragarse los dientes.
Brake se echó a reír. Tenía un frío del demonio, pero imaginar a Armand escupiendo los dientes le llenaba de contento.
—Ese día estaré cerca para ver el espectáculo.
Antes de que René pudiera decir una palabra, oyeron los pasos apresurados que se aproximaban. Luego, la voz de Armand les llegó excitada, antes siquiera de que pudieran verle.
—¡Sube a bordo. René, y trae las armas, aprisa!
Dieron un salto, asombrados. Armand apareció jadeando.
—Hay dos lanchas motoras amarradas junto al paso. Alguien ha llegado a la abadía cuando se supone que Albert y Wolf deberían estar solos... Trae las pistolas, pronto.
René obedeció.
Brake dijo:
—¿Quién puede ser, la policía?
—No son lanchas oficiales, sino deportivas. Alguien se ha ido de la lengua... y lo pagará con el pellejo.
Poco después René apareció cargado con cuatro o cinco pistolas de gran calibre.
Una vez armados, echaron a andar en la oscuridad guiados por el enfurecido Armand.
No podían saber lo que les esperaba allá arriba...