CAPITULO IX
Wolf despertó aturdido de sueño. Parpadeó en la oscuridad preguntándose qué hora sería, y por qué Albert no le había llamado ya...
Acabó incorporándose en el lecho. Un leve resplandor rojizo se desprendía de las mortecinas brasas de la chimenea.
Eso le dio a entender que había pasado mucho tiempo desde que se acostara, por cuanto entonces el fuego era vivo y quedaban aún dos o tres troncos por quemar.
Rezongando, se vistió tiritando de frío. Escuchó el rumor del mar, el zumbido del viento y el golpeteo de la lluvia contra los cristales de la ventana.
A la luz de la lámpara de gas comprobó la carga de la pistola y al fin abandono el dormitorio.
El inmenso caserón estaba silencioso. Desde lo alto de la escalera gritó:
—¡Al!
No hubo respuesta. Maldijo, iracundo.
—¡Te has dormido, maldito hijo de...!
Bajó las escaleras refunfuñando. La temperatura era gélida y eso no contribuyó a mejorarle el humor, así que cuando penetró en la gran estancia lo hizo dispuesto a despertar a su socio a puntapiés.
Lo primero que descubrió fue el diván derribado, caído como si una fuerza colosal lo hubiera arrojado a tres o cuatro metros de la chimenea.
—¿Qué diablos...? ¡Albert!
Tampoco hubo ninguna respuesta.
Con la pistola empuñada, Wolf avanzó cautelosamente ahora, venteando el aire para descubrir de dónde procedía aquel nauseabundo hedor que empezaba a marearlo.
No dio más de cuatro pasos.
Entonces descubrió las piernas que sobresalían de la enorme chimenea y el horror le paralizó.
—¡Al...! —jadeó.
En dos saltos estuvo delante del fuego. El estómago le subió a la garganta y todo empezó a dar vueltas a su alrededor. Hubo de volverse de espaldas a aquella atrocidad, se tambaleó y al fin, a trompicones, se acercó a un rincón y vomitó dolorosamente.
Nunca supo cuánto tiempo permaneció allí, con la cabeza apoyada en el muro de piedra intentando asimilar la horrenda visión que se había grabado en sus retinas.
Cuando al fin sus piernas se afianzaron un poco, regresó a la chimenea sintiendo que el corazón le golpeaba en la garganta como antes le golpeara en el estómago.
Aún no lo creía... no podía creer que fuera real aquella pesadilla.
Pero allí estaba.
—¡Albert...!
Ni siquiera oyó su propia voz en aquella suerte de quejido. Porque no se había equivocado, ni aquello era una pesadilla.
El cuerpo estaba allí. De cintura para abajo estaba intacto, pero el torso parecía haber sido devorado por una manada de lobos hambrientos. La cabeza había sido colocada sobre los troncos y no quedaba de ella más que un cráneo calcinado.
Pero era Albert sin ninguna duda. Los pantalones lo delataban. Y Wolf sabía que nadie más que ellos dos habitaban el inmenso caserón.
El pánico se apoderó de él repentinamente, como un golpe. Retrocedió a trompicones mirando en torno con ojos espantados, la pistola empuñada y temblándole la mano.
Los más alejados rincones de la gran estancia estaban sumidos en tinieblas, pero aún así descubrió que estaba solo allí, que nadie más le acechaba para hacer con él lo mismo que hiciera con Albert.
Tambaleándose, gimoteando de pánico, volvió a la chimenea y tirando de las piernas sacó fuera el cuerpo muerto.
Las vértebras del cuello habían sido calcinadas, carcomidas por las llamas, de modo que la cabeza se desprendió y rodó entre las rojas brasas que aún chisporroteaban.
Wolf retrocedió. Los dientes le castañeaban. No comprendía nada. Arrastrándolo, llevó el cuerpo sin cabeza lejos de la chimenea. Una vez más miró las horrendas desgarraduras del torso y los brazos.
Realmente, pensó que era como si lo hubiera destrozado un lobo hambriento y rabioso.
Lo dejó allí, enderezó el sofá, no sin esfuerzo porque era enormemente pesado, y dejándose caer en él se quedó un buen rato inmóvil, delante de la chimenea, dejando que la oleada de espanto creciera en él como una marea.
Decidió que abandonaría el lugar tan pronto amaneciera.
* * *
La turbia luz del alba ensució el ventanal y Wolf se levantó. Evitó mirar el cuerpo decapitado de su camarada y acercándose a la ventana tendió la mirada al exterior.
El día amanecía gris, tormentoso, aunque la lluvia había cesado y el viento ya era apenas una ligera brisa helada que se perdía sobre el mar.
Volvió a empuñar la pistola. Había reflexionado mucho durante aquellas horas de soledad y miedo. No podía imaginar quién o qué había cometido la salvajada contra Albert, pero sí estaba seguro de que con él nadie podría repetirla.
Salió al oscuro vestíbulo y así descubrió la enorme puerta de roble al otro extremo.
Caminó cautelosamente hacia ella, la pistola lista para disparar.
Descubrió las estanterías de libros antiguos, las telarañas y el polvo. Le intrigaba la identidad de quien fuera que había abierto aquella puerta.
La luz creció también allí, entrando con dificultad a través de los sucios cristales. Wolf paseó la mirada en torno, asombrado.
Luego, con un sobresalto, se quedó mirando las huellas de barro en el suelo.
Eran huellas de pies desnudos.
Los pies desnudos de una mujer.
Contuvo el aliento y de nuevo el escalofrío del miedo le asaltó. Fue rápidamente hacia la puerta del fondo, donde los pies debían haberse detenido porque además de las huellas había pequeñas manchas barrosas en torno.
Abrió aquella puerta. Comunicaba con un sombrío pasadizo cuyo fondo era un lago de oscuridad.
Rechinando los dientes de cólera, fue en busca de una linterna eléctrica y regresó apresuradamente hacia el pasadizo.
Alumbrándolo, descubrió las puertas cerradas de varios aposentos. Con la pistola amartillada, dispuesto a matar a quienquiera que estuviera allí, las fue abriendo una a una, viendo aposentos llenos de polvo y muebles viejos y arruinados. Telarañas espesas cual cortinajes... pero ningún ser vivo.
Aquella parte del edificio no había sido acondicionada para habitarla. Todo allí seguía tal como estuviera durante cientos de años de abandono.
Al fondo, el pasillo formaba un recodo, y allí se iniciaban unas escaleras que se hundían en la tierra.
Wolf titubeó sólo unos segundos. Las ansias de matar se habían apoderado de él, anulando el temor y el instinto de conservación, de modo que descendió resueltamente los escalones de piedra, la pistola lista para acribillar a todo lo que se moviera, y el cono de luz barriendo las espesas tinieblas.
El amplio sótano rezumaba humedad. Había musgo incluso en los muros de piedra. Formaba todo ello una gran gruta cuadrada, a la derecha de la cual se abría un arco formado por grandes piedras cubiertas de intrincados signos cabalísticos.
Perdió casi un minuto examinando aquellas tallas. Era imposible descifrarlas, pero salpicando la extraña escritura grabada en la piedra, había también unas figuras inquietantes por la maldad que destilaban.
Wolf atravesó el arco, penetrando en una sombría estancia redonda. Al fondo una inmensa losa de roca viva se sostenía encima de tres pilares de piedra, semejante a un altar.
No había ningún otro mueble o utensilio en todo el recinto, pero detrás del extraño altar vio algo que le dejó paralizado de estupor.
Los cuerpos de un hombre y una mujer entrelazados.
Contuvo el aliento y el cañón de la pistola se fijó recto a los cuerpos. Paso a paso, silencioso como un gato, Wolf avanzó, haciendo nuevos descubrimientos que no contribuyeron a serenarle precisamente.
La mujer estaba desnuda completamente a pesar de que reinaba una temperatura polar allí abajo. Sobre su piel atrozmente blanca había regueros de sangre seca.
El hombre quedaba de espaldas a él, inmóvil casi encima de la mujer. Llevaba una suerte de hábito negro semejante a una capa y nada más.
Pero lo que le erizó el pelo fue descubrir que aquella mujer cubierta de sangre era Jane Hazel, a la que él había matado de dos disparos en el cementerio. Sin embargo, en esa primera mirada espantada, Wolf no pudo descubrir en ella el menor rastro de las heridas de bala.
—Bueno, golfa, esta vez voy a asegurarme —rezongó.
Ninguno de los dos dio muestras de haberle oído. Se deslizó de costado, rechinando los dientes.
Entonces vio el rostro del hombre y casi se cayó de espaldas.
Tenía una barba espesa y sucia... sucia de sangre seca. Parecía dormido, igual que ella, y uno de sus brazos descansaba sobre el vientre de la mujer. La piel del brazo semejaba pergamino viejo y arrugado.
A pesar de aparentemente dormido, el rostro de aquel hombre tenía una rara expresión diabólica, como si fuera la encarnación de la máscara del mal.
Wolf gruñó:
—¡Vamos, despierta, zorra, quiero que veas cómo te lleno de agujeros!
Ninguno de los dos dio señales de haberle oído.
—¡Maldita...!
Tiró del gatillo una y otra vez. Los pesados proyectiles de la Magnum estremecieron los dos cuerpos. Vio los impactos contra la espalda del hombre. Vio sacudirse a la mujer a cada balazo...
Y nada más.
No pudo ver ningún orificio, ni una gota de sangre.
Y entonces, el hombre acribillado a balazos abrió los ojos y le miró.
Fue lo único que se movió en él:
Los ojos.
Pero eran unas pupilas rojizas, fosforescentes y destilando toda la maldad del infierno.
Wolf creyó que estaba volviéndose loco. Instintivamente retrocedió un paso mientras todos sus miembros se aflojaban bajo el salvaje influjo de aquella mirada diabólica.
Sin embargo, de modo puramente reflejo, apuntó a aquellos ojos demoníacos y disparó la última bala.
No ocurrió nada. La cabeza osciló apenas perceptiblemente y los ojos siguieron fijos en él, como maldiciéndole, como si le condenaran, como si quisieran fulminarle con su extremada maldad.
Con un grito inarticulado. Wolf dio media vuelta y huyó a trompicones, incapaz de comprender nada, pero sintiendo un terror oscuro, lacerante, quemándole la mente.
Se encontró en el inmenso vestíbulo sin saber siquiera cómo había llegado hasta allí. Frenético, abrió el portón y se lanzó al exterior, el viento frío que silbaba en el roquedal, con la única idea fija de huir lo más lejos posible.
Al llegar al borde del acantilado, allí donde se iniciaba el peligroso camino de descenso, vio que la marea cubría el paso de piedra hasta tierra firme y no evitar un quejido de desolación.
Estaba atrapado en la Isleta.
Atrapado en compañía del terror.